Stalin

Stalin


Tercera parte » 19

Página 24 de 44

19

Durante mis dos primeros encuentros con Lenin en 1905, tanto cuando nos enfrentamos como cuando bromeamos en la galería de tiro, me di cuenta de que me estaba tomando la medida. Un buen líder siempre anda en busca de las personas adecuadas para rellenar todos los huecos. Lenin sabía que en el Partido había rusos, judíos, polacos, pero muy pocos miembros procedían del Cáucaso, una tierra rica en petróleo. Y los pocos que había eran, en su mayor parte, mencheviques de la línea blanda. Y yo era un organizador bolchevique de la línea dura, recién llegado de los talleres ferroviarios y de los campos petroleros. Lenin el pragmático debió de pensar que yo podía resultarle útil.

Y cuanto más útil le fuera, más alto subiría. Así que traté de hacerme útil a Lenin. Compartí su línea en el Partido. Luché por su línea. Pero, naturalmente, siendo la naturaleza humana como es, tuve que inyectar algo de mí mismo en el proceso.

Y, como de costumbre, eso resultó problemático.

El problema estaba en que yo deseaba más que nunca convertirme en líder de los revolucionarios georgianos y creía merecer el puesto, lo cual significaba que vivía en un permanente estado de irritabilidad y no podía evitar que eso se notase. Era joven y aún no había dominado el arte de enmascarar los propios sentimientos.

A mi regreso de la reunión con Lenin en Finlandia, mi actitud era la de un gallito. Pero se trataba de algo más que de mi actitud; algunas de mis acciones alienaron a la mayoría menchevique del Partido Social Demócrata Georgiano, con el que los bolcheviques debíamos cooperar, sobre todo ahora que el zar estaba aplastando las últimas ascuas de la Revolución del año cinco.

Fui llevado ante los tres hombres que formaban el comité disciplinario del Partido.

—Camarada Koba —dijo el que llevaba la voz cantante—, este partido considera que has infringido las normas a las que debe atenerse un auténtico revolucionario. Has propugnado la violencia criminal y el robo, cuando sabes que este partido solo permite la violencia revolucionaria. Has dedicado todo tu tiempo a trabajar en los comités, desatendiendo tanto el estudio de la teoría marxista como el trabajo práctico sobre el terreno, cosa esta última de la que al menos antes te ocupabas. Y la razón de que dediques tanto tiempo al trabajo en los comités es que deseas formar tu propia camarilla dentro del Partido. ¿Cómo te declaras?

—Culpable.

Eso los sorprendió.

—Culpable de todas las acusaciones —seguí—. Soy culpable de la primera acusación, propugnar el robo, pero ahora me doy cuenta de que mi error fue no ser lo bastante disciplinado para contenerme. Y también soy culpable de desatender el trabajo teórico y el trabajo sobre el terreno. Y, aunque no creo que dedique tantas horas al trabajo en los comités solo para formar mi propia «camarilla», también estoy dispuesto a declararme culpable de ello, para demostraros aquí y ahora que, aunque en el pasado haya sido culpable de comportamiento inadecuado, estoy dispuesto a someterme a la disciplina del Partido.

Fue maravilloso ver la confusión y el desconcierto que reflejaban sus rostros. Por una parte, yo no les gustaba, desconfiaban de mí y deseaban expulsarme o castigarme. Por otra parte, la psicología partidista les hacía mirar con buenos ojos a cualquier camarada que hubiera tomado conciencia de sus errores. Y naturalmente en la gran y desigual guerra contra el zar eran necesarios todos los soldados. Como yo había supuesto, la psicología partidista se impuso a los demás sentimientos. En otro caso, ¿qué clase de revolucionarios habrían sido?

Pero yo no era tonto y sabía que la hostilidad no desaparecería y que tarde o temprano saldría de nuevo a relucir, aunque solo fuera porque yo, tarde o temprano, volvería a provocarlos.

Sin embargo, por el momento, no deseaba tener problemas con el Partido. En abril de 1906 iba a celebrarse en Estocolmo un congreso del Partido. Lenin estaría presente y no quería que nada ni nadie me impidiese acudir.

Pedí a los del comité disciplinario que me concedieran un par de días para meditar y accedieron.

Me dirigí inmediatamente a Batum, pero esta vez no fue para hacer de agitador en las refinerías petroleras. En vez de ello, me dediqué a pasear por las cercanías del edificio amarillo pálido y blanco con columnata clásica que servía de sede a la policía secreta zarista. La policía secreta del zar solo mostraba reserva en cuanto a sus acciones, no en cuanto a su presencia, que deseaban fuese conocida por todos. Ya en aquel tiempo, tal actitud me pareció sumamente sensata.

El segundo día, a eso de las seis de la tarde, vi al hombre que buscaba y comencé a seguirlo en cuanto él terminó de bajar la escalinata del edificio. Me quedé un poco atrás, pues me había dado cuenta de que él no dejaba de mirar en torno; quizá la Revolución había sido aplastada, pero los asesinatos eran cada vez más frecuentes.

Aunque Batum se encuentra en una zona semitropical, aquel día hacía fresco. Me subí el cuello de la chaqueta y me froté las manos. Seguí al hombre durante un buen trecho. El número de transeúntes disminuyó al llegar a la zona residencial. Era evidente que mi hombre se dirigía a casa.

Cuando dobló la esquina de una tranquila calle, aguardé unos segundos, encendí un cigarrillo y corrí tras él. Al oír mis rápidas pisadas, él dio media vuelta con el terror reflejado en el rostro. Fue primero un terror genérico al ver a un hombre de aspecto amenazador corriendo hacia él; y luego un terror específico, cuando me reconoció.

Alcé las dos manos para demostrar que no tenía malas intenciones y dije:

—Comandante Antónov, tenemos que hablar.

—Mi casa está ahí mismo, así que…

—No, en su casa no.

—Hay una casa segura…

—En una casa segura, tampoco.

—Entonces ¿dónde?

—Mañana por la mañana, a las diez, estaré en el café Fénix.

—¿Y…?

—Arrésteme allí.

—Te has espabilado mucho.

—Los peces crecen.

Estaba tomándome la segunda taza de café cuando vinieron a por mí; los rusos jamás son puntuales.

Aunque cuando me recibió en su oficina Antónov se mostró cortés, pude darme cuenta que estaba molesto conmigo por lo del día anterior, por haberlo asustado y, peor aún, porque yo había visto el miedo en su rostro. Eso hizo que se mostrara hosco. Al mismo tiempo se daba cuenta de que le convenía tratarme bien, ya que yo debía de ir a proponerle algo importante. De lo contrario, ¿por qué me arriesgaría a abordarlo en la calle e incluso a solicitar que me arrestaran?

Me invitó a tomar asiento y me preguntó si me apetecía una taza de té.

Me senté pero no quise el té.

—¿Y de qué quieres que hablemos, Dzhugashvili? ¿De poesía?

—Casi. Del negocio editorial. En algún lugar del Cáucaso hay una imprenta que los está volviendo a ustedes locos. La prensa imprime decenas de miles de proclamaciones y docenas de pasaportes falsos. Han efectuado redadas desde Tiflis hasta Batum, pero nadie ha encontrado nada, ni siquiera los investigadores especiales llegados hace poco de San Petersburgo. ¿Digo bien?

—Es posible.

—Aunque no sé cómo funciona la policía secreta, supongo que la persona que acabe con esa imprenta conseguirá un bonito ascenso y es posible que incluso la destinen a San Petersburgo.

—Un zar justo recompensa los buenos servicios.

—Le entregaré esa imprenta y le daré los detalles de toda la operación.

—¿A cambio de qué?

—A cambio de nada.

—No me gusta hacer tratos con la gente que no quiere nada para sí. ¿Cómo sé que no se trata de una trampa, que no buscas la oportunidad de atentar contra un grupo de policías? Con eso no se consiguen ascensos.

—No podría hacerme un favor mayor que el de acabar con ese grupo.

—Y eso ¿por qué?

—Porque ambiciono convertirme en jefe del partido revolucionario georgiano.

Él se echó a reír. Yo me puse furioso.

—¡La conversación ha terminado! —exclamé.

—Aguarda, no me entiendas mal. Solo me he reído de… Bueno, de tu modestia.

—¿Mi modestia?

—Sí. Un hombre capaz de abordarme en la calle y de solicitar que lo arresten para conseguir que acabemos con su organización nunca se conformará con ser el jefe del partido de una pequeña provincia como Georgia.

Por unos momentos no fui capaz de decir nada porque me daba cuenta de que mi interlocutor tenía razón. Antónov había vuelto a acertar. Aquella había dejado de ser mi principal ambición desde que regresé de mi primera entrevista con Lenin. O, para ser aún más exacto, seguía deseando ocupar la jefatura del Partido en Georgia, pero ahora solo era porque el puesto podía resultarme útil, aunque aún ignoraba para qué.

—Es posible —dije—. Creo que me tomaré esa taza de té.

Nunca hubieran encontrado la imprenta. Estaba en una cámara especialmente ventilada ubicada en el fondo de un pozo de quince metros situado en las afueras de Tiflis. La zona estaba casi deshabitada: vías férreas, cobertizos, almacenes y un barracón para enfermos infecciosos. En los días de apogeo de la Revolución de 1905, aquella imprenta secreta había publicado más de 275.000 ejemplares de boletines y panfletos ilegales en tres idiomas: ruso, armenio y georgiano. En aquel mismo lugar también se falsificaban pasaportes y había un pequeño laboratorio para la fabricación de explosivos.

Yo nunca había estado allí y, supuestamente, ni siquiera conocía la ubicación exacta de la imprenta, en primer lugar porque no me hacía falta saberla, y en segundo lugar porque los mencheviques georgianos no estaban dispuestos a confiar en mí. Pero lo averigüé. Los secretos son poder. El poder fomenta la vanidad, al menos en algunas personas. ¿Para qué sirve el poder si uno no puede decir, o al menos insinuar, que lo posee? Así que fui consiguiendo briznas de información de distintas personas, de modo que ninguna de ellas tuviera la sensación de haberme dicho nada que yo no supiera de antemano.

La incursión contra la imprenta se produjo el 15 de abril de 1906. Desde el 10 de abril yo me encontraba en Estocolmo, Suecia, asistiendo al Cuarto Congreso del Partido Social Demócrata Obrero. Mi coartada era la mejor del mundo: el propio Lenin.

Si bien me sentí en cierto modo decepcionado cuando vi a Lenin por primera vez en la que parecía ser su hora triunfal, solo sentí admiración por él en los que eran sin duda sus momentos de fracaso. La Revolución de 1905 había sido aplastada y los mencheviques le habían arrebatado el control del Partido. Sin embargo, no había ni rastro de abatimiento en él. Muy al contrario, se mostraba más luchador que nunca. Pese a todo, la batalla seguía y, pese a todo, había que ganarla.

En el congreso se debatieron los dos temas que siempre ocupan la atención de los revolucionarios: cómo obtener el poder y qué hacer con él una vez obtenido.

Había, al menos para mí, algo cómico en aquel pequeño grupo de rusos barbudos y mal trajeados que no dejaban de alardear de lo que harían cuando derrocasen al zar pese a que a renglón seguido tendrían que pedir dinero prestado para pagar sus pasajes de vuelta a casa. Lo que más me interesaba era el tema de la financiación de la Revolución. De nuevo los mencheviques, que eran los que ahora mandaban, se pronunciaron contra lo que ellos llamaban «violencia criminal», refiriéndose a los atracos. Lenin era partidario de ellos. Y debatía con gran vigor, con hiriente sarcasmo, subiendo y bajando el mentón como si fuera un puño. Lenin argüía que robar un banco no era más que expropiar lo previamente expropiado. Aquella formulación era excelente para los intelectuales, pero resultaba un bocado difícil de tragar para la gente que tendría que llevar a cabo los atracos. Pero eso aún estaba lejos, porque los mencheviques tenían la mayoría y su moción contra las expropiaciones forzosas de fondos fue aprobada holgadamente por sesenta y cuatro votos a favor, cuatro en contra y veinte abstenciones.

Aunque era de esperar, la derrota constituyó un duro golpe para los ánimos de algunos camaradas. Pero no para Lenin. Él siguió peleando, aunque solo fuera en bien de la moral de un puñado de seguidores. Después del congreso, los delegados bolcheviques formaron un pequeño corro en torno a Lenin y le pidieron consejo. En las voces de algunos de ellos se percibía cansancio, descontento. La respuesta de Lenin fue decidida y enérgica:

—Sin gimoteos, camaradas. Nuestra victoria es segura porque la razón es nuestra.

Así era Lenin: despectivo hacia los intelectuales lloricas, seguro de su propia fuerza y de que suya sería la victoria, y aquello era lo que le permitía reunir en torno a sí a un ejército que le sería fiel hasta el final.

Yo estaba al fondo del corrillo pero en aquellos tiempos éramos muy pocos. En determinado momento, Lenin posó la mirada en mí. Yo le sonreí. Él era mi líder, mi coartada. Lenin se dio cuenta de que mi moral era alta y de que no necesitaba que me diera ánimos. Esto le satisfizo y, aunque su cabeza no se movió, me pareció que me dirigía una inclinación de asentimiento y aprobación.

Una vez el pequeño grupo se hubo dispersado, Lenin avanzó hacia mí y, yendo directamente al grano, me dijo:

—¿Qué te pareció salir derrotado por los mencheviques en la votación relativa a las expropiaciones?

No me gusta que los mencheviques me derroten en nada.

—Eso no hay ni que decirlo. Pero ¿cuál es tu opinión acerca del tema?

Por unos momentos me quedé desconcertado. Él era mayor que yo y mi líder, y sin embargo le interesaba lo que yo pensaba.

—Mi opinión es muy simple. Si tienes unos copecs en el bolsillo, puedes entrar en un restaurante y pedir un té y un bocadillo. Pero sin copecs no hay té.

Lenin sonrió.

—Eso me gusta —dijo—. Sin copecs no hay té.

Ir a la siguiente página

Report Page