Stalin

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Tercera parte » 20

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Lo que me vinculó a Lenin fue el crimen, lo que me vinculó a Trotski fue el insulto, y ambas cosas sucedieron en el mismo lugar, en el Londres de 1907.

Hasta el momento, Trotski no ha encontrado indicios de mi colaboración con la policía secreta zarista, pero por algún motivo se está concentrando en el crimen que me unió a Lenin.

El Quinto Congreso del Partido Social Demócrata, que se celebró en Londres, estuvo muy concurrido. Había 302 delegados con derecho a voto, cada uno de los cuales representaba a quinientos miembros del Partido. Yo no tenía derecho a voto y era simplemente lo que se conocía como «un miembro deliberante». Eso suscita el recelo de Trotski.

«¿Por qué tuvo Koba que acudir a Londres? No podía alzar la mano como delegado con derecho a voto. Como orador, demostró ser innecesario. Evidentemente, no desempeñó papel alguno en la sesión a puerta cerrada de la facción bolchevique. Resulta inconcebible que acudiera por simple curiosidad, para escuchar y echar un vistazo. Debió de tener otras razones. Pero ¿cuáles?»

Fueron dos.

En primer lugar me había propuesto ver a Lenin en acción siempre que me fuera posible. Lenin era un gran maestro. Él te enseñaba cómo debías actuar, cómo debías ser. En el congreso de Londres los bolcheviques lograron imponer sus criterios. La victoria se sube a la cabeza de ciertos líderes; los hace vanidosos, jactanciosos. Pero Lenin no era en absoluto uno de tales líderes. Muy al contrario, fue precisamente tras la victoria cuando comenzó a mostrarse particularmente alerta.

—Lo primero —dijo Lenin— es no dejarse llevar por la emoción de la victoria; lo segundo es consolidar la victoria; lo tercero es aplastar a tu rival, ya que, aunque se encuentre derrotado, dista de estar aplastado.

Y había una segunda razón, que Trotski adivina. Sabe que Lenin y yo celebramos una reunión a solas en Berlín antes del congreso de Londres, y da en el blanco cuando dice; «No fue para enfrascarse en “conversaciones” teóricas… y es casi seguro que hablaron de la inminente expropiación… No existía otro modo de seguir financiando la Revolución que obtener fondos mediante el uso de la fuerza. La iniciativa, como casi siempre, llegó desde abajo.»

Ese «desde abajo» va por mí.

Lenin envió a su esposa a hacer unas diligencias para el Partido. Los dos bebimos té asomados a un balcón desde el que veíamos los árboles y el tráfico de Berlín.

Él se mostró a un tiempo amistoso, cordial e insoportablemente apasionado. Una vena azul le latía en la sien, su taza hacía ruido sobre el platillo.

No era que Lenin tuviese miedo. Pero se sabía a punto de cruzar una línea, la que separa la violencia revolucionaria de la violencia criminal. Existía un alto riesgo político, sobre todo si fallábamos.

Yo seguía sintiéndome un poco incómodo en su presencia, como, por mucho que se preparen y ensayen, suele ocurrirles a los jóvenes cuando están con hombres de más edad que ellos. Aunque eso no me impidió comenzar a percibir algunas de las pequeñas debilidades de Lenin. Su cerebro era el de un jugador de ajedrez. Le faltaba la poesía del recelo. Los kintos lo habrían respetado, aunque tal respeto no les hubiera impedido robarle la cartera.

—Muy bien —dijo Lenin—, oigámoslo.

—El Banco Imperial de la plaza Erevan en Tiflis.

—¿Cuándo?

—Esta primavera.

—¿Y cuánto conseguiremos?

—Centenares de miles de rublos.

Hizo una pausa. A todo el mundo le gustan las grandes cifras.

—¿Y qué hay del riesgo?

—No es excesivo.

—¿Y si la cosa falla?

—Diremos que nos escindimos de tu grupo porque tú te negaste a aprobar el uso de la violencia.

—¿Piensas ir a Londres?

—Sí.

—Allí te daré la respuesta, en cuanto el congreso termine. Quiero pasar unos días meditando sobre este asunto. Y sobre ti.

Así que, como es natural, aquel congreso de Londres suponía mucho para mí. Lenin o confiaba en mí, o no confiaba en mí, o se unía a mí o no se unía a mí. Aunque presté gran atención a los debates, no deseaba participar en ellos. No habría tenido nada que decir porque no sentía el suficiente interés. Y tampoco me interesaban las votaciones ni las sesiones a puerta cerrada. Lo único que me importaba era saber si Lenin votaría a mi favor en nuestra propia sesión a puerta cerrada.

Sin embargo, no pude evitar fijarme en Trotski, que hablaba frecuentemente, y mucho, en el ruso excesivamente atildado propio de los judíos; cuando estaba muy alterado, de su boca salían perdigones de saliva y no dejaba de agitar el dedo índice. Fue la primera ocasión en que habló de su idea de la «revolución permanente». Tenía la descabellada idea de que, andando el tiempo, el hombre medio podría elevarse a las alturas de un Goethe o de un Aristóteles. Era una extraña situación. La Revolución de 1905 había sido aplastada, nos estaban apretando las tuercas más que nunca y el verdugo tenía que hacer horas extra. Los obreros y los intelectuales estaban abandonando el Partido en masa, los obreros porque estaban hartos de que los golpearan en la cabeza, y los intelectuales porque ahora el misticismo erótico les resultaba más atractivo. Sin embargo, el propio Partido era mayor que nunca y Trotski profetizaba la revolución permanente. Y aunque el Partido fuera mayor que nunca, también estaba más arruinado que nunca. Yo sabía de buena tinta que si cierto liberal inglés no hubiese aportado el dinero, no nos habría sido posible reunirnos en aquella iglesia de la fraternidad ni, si vamos a eso, en ninguna otra parte. Ese hecho era lo que me permitía albergar esperanzas.

En una conferencia anterior yo había chocado con Lenin, pero fue del mismo modo que un niño choca con otro en el patio del colegio, solo para ver lo sólido que es el otro niño. Pero Trotski atacó a Lenin, se batió en duelo con él y en ningún momento aceptó su liderazgo. Incluso sermoneó a Lenin sobre estrategia y sobre marxismo. Trotski se estaba dejando ver por los otros delegados para que estos se dieran cuenta de que existía competencia por la jefatura, competencia por conseguir la lealtad de todos ellos.

Me di cuenta de que Lenin trataba de ganarse a Trotski para su bando, y no me sorprendió que deseara que aquel gran cañón disparase a su favor y no en su contra. Objetivamente, eso no constituía problema alguno, pero subjetivamente hubo algo que no terminó de gustarme en la forma como Lenin se tomó su victoria sobre Trotski. Lenin se mostró demasiado alegre cuando Trotski y él se pusieron al fin de acuerdo.

Pude darme cuenta de que Lenin creía necesitar a Trotski; lo que no estaba tan claro era si a mí también me consideraba necesario.

Me crucé con Lenin unas cuantas veces y nos saludamos con movimientos de cabeza. No me fue posible deducir nada de su expresión, pero no habría tenido buena opinión de él si su rostro hubiera delatado algo.

Lo cual no significaba que no tuviera ganas de enterarme. Yo puedo ser el más paciente de los mortales, pero el tiempo pasaba más deprisa en algunas de las cárceles en las que me habían encerrado que en aquella iglesia de la fraternidad que, aunque estuviera en Londres, tenía un olor inconfundiblemente ruso: abrigos húmedos, sudor, tabaco barato.

A veces, desentendiéndome de los delegados, intentaba anticipar las preguntas y las objeciones de Lenin. Tenía que conocer sus reacciones. Yo no era como Trotski, tenía que vencer a Lenin.

Pero… ¿era así? ¿Y si Lenin decía que no, que le parecía una mala idea? Entonces me quedarían dos opciones: obedecer o desacatar su autoridad. Si el asunto salía mal y me detenían, eso suponía diez años en el Círculo Ártico, al cabo de los cuales Lenin ya se habría olvidado de mí. Pero si el atraco salía bien, ¿cómo iba Lenin a rechazar aquellos cientos de miles de rublos cuando dirigir una revolución costaba un dineral y él ni siquiera tenía los fondos suficientes para alquilar una iglesia?

Saber que disponía de esa opción me dio fuerzas para acudir a la entrevista con Lenin.

El tiempo pareció aflojar el paso de nuevo cuando el congreso finalizó. Algunos se marcharon inmediatamente pero, como suele suceder, otros muchos se quedaron, formando grupos, razonando, discutiendo, arengando. Yo permanecí cerca de uno de los grupos mayores, a fin de no dar la sensación de que estaba esperando y para que Lenin pudiera localizarme. En determinado momento, Trotski se acercó a ese grupo para ver de qué se discutía. Lo observé escuchar. Lo hacía mal. Es uno de esos hombres que, en realidad, no escuchan, sino que solo esperan su turno para intervenir. Uno puede ver cómo la máquina de hablar se pone en marcha sin que él sea capaz de controlarla. Y, cuando ya no puede más, las palabras surgen de su boca como si el aire únicamente se hubiera creado para que Trotski lo llene con sus opiniones.

Observé también la reacción de los compañeros. Algunos se quedaban hipnotizados, pero la mayor parte ya había tenido suficiente Trotski durante el congreso y no sentían el menor reparo en interrumpirlo. Disgustado, Trotski se alejó buscando otro grupo al que dominar y aleccionar al tiempo que agitaba sin cesar el dedo índice.

Fue en ese momento cuando Lenin se apartó de un pequeño grupo y comenzó a andar a grandes zancadas en mi dirección. Miré hacia él como si nada por si aquel era el momento y él intentaba llamar mi atención. Así fue. El brillo de sus ojos estaba dedicado a mí. Enseguida me di cuenta de que deseaba hacer las cosas con rapidez y naturalidad.

—Camarada Ivánovich —dijo—, apenas has hablado.

—Vine a escuchar.

De pronto, Trotski se interpuso en nuestro camino.

—Te equivocas al insistir en que las expropiaciones están justificadas —le dijo a Lenin—. A la revolución permanente se va por el camino derecho. —Mientras hablaba, Trotski me había mirado por un segundo y creí notar en la mejilla una salpicadura de saliva. Volviéndose de nuevo hacia Lenin, siguió—: Si no marcamos la diferencia entre los actos revolucionarios, como los atentados, y los actos criminales, como el robo, el primitivo pueblo ruso verá en la Revolución una llamada al saqueo y al asesinato.

Lenin sonrió con indulgencia, con demasiada indulgencia.

—Permíteme que te presente al camarada Ivánovich, del Cáucaso…

Trotski me miró arrugando el gesto como lo hacen los rusos cultos cuando su idioma es asesinado por un acento extranjero. Sin embargo, yo no había hablado.

Estaba a punto de ofrecerle la mano cuando Trotski volvió a dirigir sus ojos azules hacia Lenin y dijo:

—No puedo alinearme con alguien que no comparte ese criterio fundamental.

Luego se alejó pasando junto a mí, incluso rozándose conmigo de modo insultante.

—Exaltado pero brillante —comentó Lenin.

El momento quedó arruinado. Ahora ya casi me daba lo mismo lo que Lenin pudiera decir.

Si daba su aprobación a mi idea, esta quedaría permanentemente empañada por los perdigones de saliva de Trotski y por su ceño de desagrado. Y si Lenin no daba su visto bueno, la asociación de ideas no resultaría menos permanente.

—No te preocupes —dijo Lenin—. Otro día te lo presentaré. Quizá los tres nos sentemos a tomar el té e incluso a comer algo. Para entonces ya podremos permitimos ese gasto, ¿no crees, camarada Ivánovich?

Comprendí y asentí con la cabeza. E incluso logré sonreír agradecido. Luego alguien cogió a Lenin del brazo y se lo llevó aparte. Daba lo mismo. Nuestro negocio estaba listo.

Salí inmediatamente de la iglesia de la fraternidad. En el exterior caía una típica llovizna londinense y los espías de la policía zarista deambulaban con excesiva indiferencia por las inmediaciones, llevando probablemente en las manos los mismos periódicos que habían llevado durante las tres semanas del congreso. ¿Para qué malgastar dinero en periódicos cuando uno apenas sabe leer?

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