Stalin

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Tercera parte » 21

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Ya es oficial. Hoy, 11 de marzo de 1939, a última hora de la noche, la operación para eliminar a León Trotski se ha puesto en marcha.

Comencé la jornada examinando el expediente de Pável Sudoplátov, el hombre escogido por Beria para dirigir el grupo que se encargará de la tarea. Sobre el papel, Sudoplátov parecía adecuado. Nacido en Ucrania, de padre ucraniano y madre rusa, en 1907. Eso me gustó. Había nacido el mismo año en que Trotski me insultó en Londres.

A los doce años, Sudoplátov se escapó de casa y se alistó en el Ejército Rojo. Luchó valerosamente durante la guerra civil. Para cuando cumplió los catorce, ya se había unido a las fuerzas de seguridad y trabajaba como telefonista y encargado de codificaciones. Casado con una judía que también pertenece a las fuerzas de seguridad, a las que Sudoplátov ha dedicado toda su vida. Es un hombre valeroso, enérgico, de amplios recursos.

Naturalmente, en un caso como este, yo no tomaría una decisión basándome solo en el expediente, pero, como dicen los rusos, la información es la madre de la intuición.

Y de pronto recordé que yo conocía personalmente a Sudoplátov. Lo conocí dos años atrás, en el 37, poco después de la conmemoración de la Revolución, cuando las purgas se encontraban en su momento de mayor intensidad. Sudoplátov, que por entonces contaba treinta años, se mostró extraordinariamente nervioso en mi presencia y no fue capaz de informarme de modo coherente. Le dije:

—Tranquilícese, joven. Deme los datos esenciales. Solo disponemos de veinte minutos.

Su respuesta me agradó:

—Camarada Stalin, para un miembro de la base del Partido conocerlo a usted es un gran acontecimiento. Comprendo que estoy aquí por motivos de trabajo. Dentro de un momento controlaré mis emociones y le informaré de los datos esenciales.

Y lo hizo.

Los datos hacían referencia a un nacionalista ucraniano llamado Konoválets que vivía en el extranjero y había sido sentenciado a muerte in absentia por crímenes contra el proletariado ucraniano. Sudoplátov era el encargado de ejecutar tal sentencia.

Le pregunté si Konoválets tenía alguna debilidad de la que nosotros pudiéramos aprovecharnos.

—Le encantan los bombones —dijo Sudoplátov.

—Quizá ahí tenga usted la clave —sugerí.

Y así fue. Sudoplátov hizo volar por los aires al hombre en un restaurante de Rotterdam. El arma fue una caja de explosivos que parecía un estuche de bombones ucranianos. Konoválets murió por goloso.

De todas maneras, Beria se juega su reputación con Sudoplátov. Si Beria acierta con él, subirá aún más alto; de lo contrario, caerá muy bajo. Esas son las reglas del juego. De cualquier juego.

Por la mañana, haciendo ejercicios calisténicos, me había torcido la rodilla y esta me molestó intermitentemente durante todo el día. No quería que el dolor me distrajera durante la entrevista con Beria y Sudoplátov, pero, pese a ello, me resistía a tomarme una aspirina. Me desagrada meterme en el cuerpo cualquier pastilla, por bien precintado que esté el frasco. Prefiero soportar las molestias a tomarme una píldora que tal vez me haya sido recetada por el doctor Trotski.

Convoqué la entrevista en el Kremlin, aunque hubiera preferido reunirme con Sudoplátov y Beria en mi dacha. Pero tenía que hacer otras cosas en el Kremlin. Hitler se había apoderado de Praga, y en nuestro flanco oriental se estaban produciendo choques con Japón.

Sentado a mi escritorio, llené una pipa pero no la encendí.

Poskriobyshev estaba ociosamente ocupado en quitar el polvo y poner bien las sillas. Aunque tenía la espalda vuelta hacia mí, se encontraba pendiente de cualquier señal o gesto que yo pudiera hacerle. Me daba cuenta de que él, pese a no demostrarlo en lo más mínimo, se alegraba de que la operación fuera a iniciarse. Algo en su carácter le hacía aprobar la solemnidad del acontecimiento, el hecho de que no se hubiera actuado con prisas y de que la cosa se lanzara desde el Kremlin, y en el año en que yo cumpliría los sesenta, una edad sumamente seria.

Sin duda, mientras colocaba las sillas, Poskriobyshev había consultado su reloj y sabía tan bien como yo que ya era la hora de la cita, lo que significaba que nuestros invitados ya habían llegado. Beria ya me anticipó por teléfono que llamaría a Sudoplátov, lo reprendería por su inactividad durante los últimos meses y luego le ordenaría que lo acompañase, sin decirle adónde se dirigían ni con quién se iban a reunir. Naturalmente, ahora esto ya debía de resultar claro para él, pero se trataba de desconcertarlo, lo cual siempre es un buen sistema para averiguar de qué material está hecho un hombre.

Decidí hacer esperar a Beria unos minutos por la misma razón.

Luego hice un ligero movimiento de cabeza y Poskriobyshev fue hacia la puerta. Sentado al escritorio, esperé a que Poskriobyshev franquease la entrada a Sudoplátov y Beria. Beria dejó pasar primero a Sudoplátov, tanto como gesto de cortesía como para permitirme echarle un buen primer vistazo al recién llegado. Cabello oscuro, cejas pobladas, facciones nobles que más parecían griegas que rusas. Y no era tonto. Supo mirarme y supo dejarse ver. Sonrió como si me dijera: Ya no soy el aturullado joven de hace dos años, cuando usted me conoció, aunque mi respeto hacia usted no ha hecho más que aumentar. Perfecto.

Me levanté del sillón y nos dimos la mano. Eso también lo hizo bien Sudoplátov. Supo estrechar la mano de Stalin.

Beria, con la frente ligeramente perlada de sudor, permanecía en segundo plano. Se daba cuenta de que mi primera impresión había sido favorable. Los invité a sentarse a una mesa cubierta con un tapete verde. Advertí que Sudoplátov dirigía una rápida mirada en torno. Su vista fue del retrato de Lenin situado detrás de mi escritorio a los de Marx y Engels que colgaban de la pared adyacente, como si intentara aprenderse de memoria mi despacho antes que comenzáramos a hablar de trabajo.

Beria sabía que yo sería el último en tomar la palabra y que, por descontado, a Sudoplátov, siendo el más joven de los tres, no iba a ocurrírsele hablar primero, así que solo tuve que dirigirle una leve inclinación a Beria para que este comenzase.

Fue entonces cuando me hirió el olfato la espantosa colonia de Beria, una colonia propia de un camarero cursi, una colonia propia de un violador. Se me ocurrió que aquella reunión debía de estar afectando a Beria más de lo que parecía y que, probablemente, cuando terminase, para aliviar su nerviosismo, Beria saldría en una de sus excursiones de caza.

—En cuestión de meses estallará la guerra en Europa —dijo Beria—. Todo el mundo está intentando colocarse en la mejor posición. Deseamos tener el mayor número posible de agentes con influencia situados en los círculos financieros y políticos europeos, en los sindicatos y en la prensa. Queremos influir en la opinión y en las decisiones de Occidente. Por definición, las personas que nos pueden servir de agentes son simpatizantes de izquierdas. Lo malo es que muchas de esas personas se decantan por Trotski.

Sentí un aguijonazo de dolor en la rodilla. Me la froté, me puse en pie y comencé a pasear para librarme de la molestia.

—Muchas no —dije—, pero algunas sí.

Hice una pausa para encender la pipa y, entre el humo, miré a Beria para ver cómo encajaba la corrección.

—Aunque solo sean algunas, resultan demasiadas —dijo.

Sonreí. Me gustó la frase, la pipa tiraba bien y el dolor casi había desaparecido. Cuando volví a pasear, Beria continuó:

—Propongo que el camarada Pável Sudoplátov sea ascendido a subdirector del Departamento del Exterior y colocado al frente de una misión que recabará todos los medios necesarios para eliminar a Trotski, el mayor enemigo del pueblo.

Cuando Beria hubo terminado, miramos a Sudoplátov, el cual, aunque no se movió en absoluto, pareció cuadrarse. Percibí que se sentía cómodo con la conversación, con su lógica y su tono. Y me di cuenta de que se sentía verdaderamente honrado por haber sido escogido para la misión.

Me detuve de nuevo y, esforzándome en que en mis palabras no hubiera la más mínima ambigüedad, dije:

—La única figura relevante del movimiento trotskista es el propio Trotski. Eliminado Trotski, eliminado el peligro.

Con el dolor reducido ya a una simple molestia, volví a sentarme a la mesa.

—Si alcanza el éxito —le dije a Sudoplátov de modo que Beria también se diera por aludido—, recibirá todo tipo de honores y recompensas, y lo mismo les ocurrirá a todos los miembros de su familia.

Sudoplátov asintió agradecido. Y a continuación dijo algo que parecía más una honesta admisión que una forma de tratar de escurrir el bulto:

—No estoy totalmente cualificado para la misión en México. No hablo ni una palabra de español.

—Informará usted directamente a Beria, el cual me informará directamente a mí. Y no se preocupe, porque nosotros tampoco hablamos español.

—Solicito permiso para reclutar para el trabajo a hombres que, en la guerra civil española, tomaron parte en acciones de guerrillas —dijo Sudoplátov.

—Su misión y su deber hacia el Partido consisten en seleccionar un personal adecuado y de confianza para llevar a cabo el trabajo. Se le facilitará el material y el apoyo que necesite. Debe encargarse usted mismo de organizar el envío de un equipo de trabajo de Europa a México, y los informes que envíe debe escribirlos usted con su propia mano.

Hice una pausa para ver si Sudoplátov insistía en escurrir el bulto. Aceptar la misión era peligroso pero rechazarla no lo era menos. Me alegró advertir que Sudoplátov era lo bastante despierto como para darse cuenta de ello.

No necesitaba decirle a Beria que debía pasarme inmediatamente a mí los informes de Sudoplátov, pero lo dije porque deseaba que Sudoplátov lo oyera.

—Le deseo éxito en su misión —dije, aunque el auténtico significado de mis palabras fue: No fracases.

Me puse en pie, intercambiamos apretones de manos y mis visitantes salieron por la puerta que para ellos abrió Poskriobyshev. El pálido rostro de este permanecía impasible pero radiante: al fin, al cabo de tantos años, el asunto era oficial.

—Airea la habitación —dije—. Apesta a colonia.

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