Stalin

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Tercera parte » 22

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En cuanto recibí el consentimiento de Lenin para proceder con el robo del banco decidí que yo mismo me ocuparía de todos los detalles. No dejé nada al azar, ya que demasiadas cosas dependerían de él. Cuando uno se pone a arrojar bombas a los caballos y a los cosacos en una plaza pública, puede suceder cualquier cosa. Se trata de crear el caos, pero no un caos tan grande que te resulte imposible aprovecharlo. Y este es un matiz muy fino cuando hay gente gritando y desangrándose.

Sabíamos que estaba previsto que el 12 de junio de 1907 llegase un importante envío de fondos al Banco Imperial de la plaza Erevan de Tiflis. El dinero sería vulnerable en tres ocasiones.

Primero, podíamos asaltar el tren camino de Tiflis, pero las posibilidades de éxito serían mínimas. Cuando se trataba de cargamentos de gran importancia, los horarios de los trenes se cambiaban en el último minuto. El vagón estaría blindado e iría muy bien protegido. Sin duda sufriríamos bajas y el riesgo de fracasar por completo era enorme.

Segundo, el dinero habría que trasladarlo desde el tren hasta la estafeta de correos de la plaza Pushkin. En ese punto sería más vulnerable pero la zona que rodeaba la estafeta no era adecuada para andar remoloneando por ella, y en el atraco debería participar un gran número de hombres: los lanzadores de bombas, los que blandirían los revólveres, los que irían directamente a apoderarse del dinero, los que aguardarían en las cercanías con los caballos. Además, el dinero sería trasladado desde el tren bajo la vigilancia de la Guardia Imperial, considerablemente más diestra y eficaz que los hombres que transportarían el dinero en coche de caballos desde la estafeta hasta el banco.

Así que la más adecuada era la tercera posibilidad: interceptar el dinero mientras este iba desde la estafeta hasta el Banco Imperial de la plaza Erevan. Pero… ¿en qué punto de esa ruta?

Tras mucho recorrer las calles de Tiflis, decidí que debíamos efectuar el asalto en la propia plaza Erevan. El banco se encontraba en esa plaza que, a esas horas de la mañana, estaría llena de gente, lo cual nos ayudaría a pasar inadvertidos. Al entrar en la plaza, el coche tendría que reducir velocidad debido a los otros vehículos y caballos y a que todo estaría lleno de gente. Y cuanta más gente, más pánico.

Existía otro motivo, este de índole revolucionaria. Apoderarnos del dinero en pleno día y en la plaza más concurrida de la ciudad produciría un gran impacto en la población. Verían que las autoridades ni siquiera eran capaces de proteger su propio dinero, admirarían el temple de los revolucionarios, su valor y su osadía.

Comprobé personalmente todos los detalles, desde la exactitud de la información inicial hasta la longitud de las mechas de las bombas.

¿Hasta qué punto era fidedigna la información de que una gran remesa de dinero llegaría al Banco Imperial en la mañana del 12 de junio? Ellos tenían informantes en nuestra organización y nosotros los teníamos en la suya. Pero también era cierto que ambos bandos facilitaban al otro información falsa. Para confundir, para desorientar. Todo nuestro plan dependía de la fiabilidad de aquella primera información.

A pesar de todo, disponíamos de medios de verificación. Primero, a través de nuestros contactos con los ferroviarios, en cuyas filas llevábamos años infiltrados, sabríamos si ese día iba a circular efectivamente un tren especial, puesto que en tal caso había que dar instrucciones por adelantado a los encargados de los semáforos y las agujas. En segundo lugar, un pequeño grupo de personas podía ocuparse de vigilar el traslado del dinero desde el tren hasta la estafeta. Si el traslado no se efectuaba, suspenderíamos la operación.

Visité a Vitia, el fabricante de bombas, en el sótano en que tenía instalado su taller. Vitia era un hombre que adoraba su trabajo. Aunque la serenidad le es tan imprescindible al fabricante de bombas como la temeridad se lo es al encargado de lanzarlas, la calma de Vitia resultaba un poco exagerada. Me ponía nervioso. Y, por supuesto, en aquel sitio ni pensar en fumar.

Las gafas de alambre de Vitia parecían estar mordiendo constantemente la piel de las sienes de su propietario. Cuando se las quitaba, siempre era visible un surco en sus aladares y una huella en el puente de su nariz.

—Vitia, ¿has probado ya alguna? —pregunté.

Él no respondió. Tenía el entrecejo fruncido y estaba inclinado sobre su sucio pero ordenado banco de trabajo. Con los alicates, forcejeaba con algo que se negaba a ceder. El metal siguió resistiéndose y Vitia hizo una mueca. Tenía la frente a escasos centímetros de la bomba.

—Bueno, ya está —dijo enderezándose y sonriéndome—. ¿Qué decías? ¿Que si las he probado? Sí, sí: hice dos pruebas. Las dos bombas funcionaron bien. Y, lo más importante, las dos funcionaron igual de bien.

—¿Qué quieres decir?

—Quiero decir que produjeron un buen fogonazo, considerables cantidades de humo negro y lanzaron metralla suficiente para matar, por ejemplo, a un caballo y a cinco personas. Y, sin embargo, y esto es lo mejor, pesan muy poco y pueden lanzarse a gran distancia. Si varias detonan al mismo tiempo, la gente que escape de una será alcanzada por otra.

—Me parece perfecto.

—Si no tienes inconveniente, me gustaría estar en la plaza para ser testigo de la operación —dijo Vitia quitándose las gafas. Se frotó los acuosos ojos y se las volvió a poner—. Se puede aprender mucho observando la utilización final de los mecanismos.

—No tengo inconveniente.

Me dio las gracias con una inclinación y me miró para ver si yo quería algo más. Estaba ansioso por volver al trabajo. Y yo también estaba ansioso de que lo hiciera.

—Déjame una —dije.

Vitia sonrió. Le agradaba que fueran a juzgar su trabajo no solo con la vista, sino también mediante el tacto.

Aunque ligera, la bomba tenía un peso contundente y haría falta un buen brazo para arrojarla bien lejos, a fin de que la metralla no alcanzase al propio lanzador.

Mientras sopesaba la bomba, sopesé también una posibilidad. Estaba tentado de lanzar una yo mismo, por controlar hasta ese último detalle, y también por ver qué se sentía. Pero había excelentes razones para no hacerlo. Yo era más valioso como planificador que como activista, cometido para el cual siempre había gente que no era imprescindible.

Y otra buena razón para no lanzarla era que siempre podía suceder lo imprevisible. Al hermano de Lenin lo ahorcaron porque la policía lo detuvo y encontró en su poder un falso diccionario con una bomba dentro. Si a él le ocurrió, a mí podía ocurrirme. Además, ¿quién me aseguraba que no iba a alcanzarme por azar un fragmento de la metralla de mi propia bomba?

Me dije que lo que fundamentalmente había que conseguir era que la operación saliese bien y que yo pudiera llevarle a Lenin una fortuna. Todo lo que no fuera ocuparse de eso resultaba una pérdida de tiempo. Pero pensar en Lenin me hizo recordar a Trotski estropeando mi gran momento en Londres, rozándose zafiamente conmigo cuando se apartó de nosotros. En realidad, fue allí, en el taller de Vitia, donde alboreó por primera vez en mí el deseo de matar a Trotski. Hasta entonces solo me había sentido insultado, dolido y furioso. Ahora acababa de encender una larga, larguísima mecha.

Estaba a punto de devolverle la bomba a Vitia cuando, de pronto, mis intenciones dieron un vertiginoso giro de noventa grados. Había estado pensando en el nivel del suelo, en horizontal. Pero no necesariamente tenía que ser así. También podía ser desde lo alto, en vertical. Ya había seleccionado un edificio de la plaza desde cuyo tejado me sería posible observar la acción. También podía tirar una bomba desde allí, sobre todo si alguien me la dejaba en el tejado de antemano y me ahorraba así la necesidad de caminar por toda la ciudad con ella encima. Y, si estás en un tejado, la posibilidad de que te alcance un fragmento de metralla es prácticamente nula.

—Prepara una más por si acaso —le dije a Vitia al tiempo que le entregaba la bomba.

Luego fui a entrevistarme con Kamo por última vez. Kamo es armenio y nació, como yo, en Gori. Es unos años más joven que yo y en tiempos me pagaron para que le hiciese de tutor. Años más tarde lo instruí en el marxismo. Como le encantaba el peligro y detestaba la injusticia, resultó fácil convertirlo. Pocas personas he conocido que tuvieran menos cerebro, y muchas veces me he preguntado si la razón de que Kamo jamás perdiera la cabeza no sería que ignoraba que tenía una.

Kamo no podía estarse quieto, cosa que no me gustaba, pues lo quería sereno, tranquilo, calmado.

Durante unos momentos no dije nada ni hice más que observar cómo se movía. Su fortaleza física era pavorosa. El cabello, las cejas y el bigote eran negros como las alas de un cuervo. Ojos simples, infantiles. Los pabellones de las orejas estaban separados de la cabeza, como si trataran de escuchar pisadas.

Pero yo sabía controlarlo. Usando con él las palabras adecuadas y el tono de voz preciso, Kamo haría lo que se le dijese. La explicación de esto era muy sencilla. A Kamo le gustaba actuar y le disgustaba pensar. En realidad, siempre agradecía que se le dijese lo que debía hacer, ya que eso le ahorraba practicar un ejercicio para el que no estaba dotado.

—Siéntate, Kamo, tenemos que hablar —dije.

Luego le hice recitar de nuevo su cometido en la operación. A caballo y disfrazado de oficial del ejército zarista, debía cruzar la plaza al galope y agarrar el dinero una vez lo hubieran sacado del coche, para luego entregarlo a los otros jinetes. Quería cerciorarme de que tenía las ideas claras o, al menos, tan claras como le fuera posible.

Kamo no tenía precisamente fama de entender las cosas al ciento por ciento. Incluso debía su apodo a su modo de pronunciar la palabra rusa kamu, que significa «¿para quién?». Yo le tomé un poco el pelo con eso para evitar que se distrajera: «Bombas, ¿para quién? El dinero, ¿para quién?».

Pero, como en los tiempos en que le hacía de tutor, él supo todas las respuestas. La única duda era si seguiría recordándolas cuando cruzase la puerta. Pero de algo me sentía seguro: cuanto más enconada fuera la acción, más valerosamente se comportaría él. Así era el chico. Junto a la puerta, le palmeé la espalda como señal de confianza en él.

Al fin recibimos la noticia: ya había llegado el dinero y ya lo habían trasladado a la estafeta. Saldría en carruaje de caballos hacia el banco a las diez de la mañana siguiente. A las ocho de aquella mañana crucé la plaza Erevan vestido con sucias ropas de trabajo, con el cepillo y el cubo que suelen llevar los deshollinadores. La bomba me esperaba en el tejado, envuelta en trapos, metida en un desagüe.

Desde el tejado pude ver, recortadas contra el claro cielo de junio, las montañas que se alzaban por encima de la ciudad. Pero mantuve la vista en la plaza tratando de percibir si ocurría algo inusual. Todo parecía normal. Gente yendo y viniendo, madres con sus pequeños, militares de uniforme, vendedores callejeros, un cansino caballo arrastrando una carreta llena de melones. Desde aquella altura, las personas no eran más que formas vagas.

Dentro de un rato, algunas de aquellas personas estarían muertas o mutiladas. Alguien perdería un brazo por ir a la tienda a comprar hilo. Otros se librarían. Alguno se habría levantado antes de lo habitual para ver a un funcionario a una hora inusitadamente temprana y estaría ya lejos, con el papel que necesitaba entre las manos y los bolsillos aligerados tras el pago, con soborno incluido, al funcionario.

Salvo por la bomba, yo no iba armado. Lo único que tenía en los bolsillos era un reloj, una caja de fósforos y una orden de trabajo para limpiar una chimenea en aquella dirección. De cuando en cuando, por mantener las apariencias, le pasaba el cepillo a la sucia y resquebrajada chimenea, a la que realmente no le habría venido mal un repaso. Por lo demás, me limité a permanecer sentado en el tejado, que se encontraba salpicado de blancas cagadas de pájaro. Apoyado en los codos, esperé y observé.

A aquella vieja huesuda con un pan debajo del brazo que se había parado a cotillear más le valía no tener muchos chismes que contar. Aquel muchacho que estaba lanzando una pelota roja contra un muro no sabía lo bien que le vendría que en ese momento apareciera un compañero llamándolo. Los vendedores callejeros no se iban a mover de la plaza y algunos de ellos eran hombres muertos, aunque nunca se sabía cuáles.

Llegadas las nueve y media, toda mi atención estaba pendiente de la oleada de sonido y nerviosismo que precedería la llegada del carro a la plaza.

Pero dieron las diez y siguió sin ocurrir nada. ¿Habrían cambiado la ruta? ¿El horario? ¿Habría habido un fallo en el sistema de señales, que siempre me pareció excesivamente complicado? ¿Habría ocurrido alguna de las mil cosas que podían dar al traste con el asalto? ¿Accidente, pánico, arresto?

Por un momento me sentí dominado por la desesperación y me odié a mí mismo. Me dije que mis esperanzas de prosperar en el Partido, de convertirme en el leal compañero de armas del propio Lenin, no eran más que las patéticas fantasías de un insignificante campesino. Nunca me sería posible llegar a más de lo que ya era: un organizador sin importancia, un pequeño delincuente al que Lenin solo le había prestado atención porque por aquellos contornos no había nadie mejor. El robo nunca se llevaría a cabo. En Europa, tanto Lenin como Trotski reirían, desdeñosos.

Pero entonces vi a Bachua, nuestro encargado de señales, cruzando la plaza al tiempo que abría y cerraba su periódico, que reflejó la brillante luz de la mañana. Eso significaba que todo había ido bien. Toda la serie de señales —a partir de la primera, hecha por la mujer de la plaza Pushkin a los lanzadores de bombas que aguardaban en un restaurante próximo— recorrió nuestra organización como un impulso recorre un nervio.

Y entonces, como si surgiera del fondo de un decorado teatral, el carruaje postal blindado apareció con gran estrépito en la plaza, rodeado de polvo y cosacos. Como habíamos previsto, la densa multitud hizo que el vehículo redujera velocidad hasta casi detenerse. Los cosacos, gritando y blandiendo látigos, se apartaron del carruaje para abrir paso. Eso dejó desprotegido el vehículo y a los caballos que tiraban de él. Fueron arrojadas tres bombas: una a los caballos, otra a los cosacos y otra al azar, contra la multitud, para crear el caos. Como Vitia había predicho, el fogonazo resultó cegador y fue seguido por densas nubes de humo negro. Los caballos se encabritaron y cayeron sobre la gente que intentaba huir. El enorme griterío quedó amortiguado por la altura desde la que yo lo oía.

Pero la bomba arrojada contra los caballos que tiraban del carruaje había caído algo desviada y solo mató al cochero. Presas del pánico, los caballos habían roto el cordón de cosacos y galopaban alocadamente hacia el centro de la plaza. Al disiparse el humo y el polvo, advertí que los cosacos daban media vuelta para seguir al vehículo.

Desde donde me encontraba, lo máximo que me resultaba posible hacer era lanzar mi bomba en su dirección. Tuve que volver la espalda a la acción para protegerme del viento, que apagó mi primera cerilla. Sentí un ramalazo de pánico, pero enseguida recuperé la calma y la segunda cerilla logró encender la mecha sin problema. Aguardé tres segundos y lancé la bomba con todas mis fuerzas en dirección a los cosacos. No los alcancé, pero logré asustar a los caballos, que retrocedieron y se encabritaron.

Otros compañeros estaban lanzando bombas desde el nivel del suelo. La pelota roja de un niño se elevó en el aire, pareció quedar allí momentáneamente suspendida y luego volvió a caer.

Bachua corría para detener el vehículo. Lo alcanzó en el extremo más distante de la plaza y no me resultó difícil verlo porque todos huían en dirección opuesta. Bachua tiró una bomba justo debajo de las patas de los caballos. La explosión los mató inmediatamente y arrojó al hombre al suelo. Pero otro de los nuestros vio lo que estaba sucediendo y llegó al lugar a los pocos segundos. Los cosacos habían logrado controlar a sus monturas y estaban cruzando la plaza al galope. Otra bomba dividió en dos la carga. Nuestro hombre corría ya con la bolsa del dinero a toda la velocidad que le era posible, que a mí, desde mi observatorio, me pareció insuficiente. Pero en aquel momento apareció galopando por una calle lateral Kamo, vestido con uniforme militar zarista. Mientras disparaba un revólver con una mano, con la otra agarró el saco y, antes incluso de que los cosacos lograran desenvainar sus sables, desapareció de la plaza al galope.

El botín, 375.500 rublos en total, estaba en nuestro poder. Y, lamentablemente, en nuestro poder siguió. Los 751 billetes de quinientos rublos tenían numeración consecutiva —desde AM62900 hasta AM63650—, lo cual, para todos los efectos, los convertía en papel moneda «marcado», como Kamo y otro no tardaron en descubrir cuando trataron de cambiarlos posteriormente en Europa y fueron arrestados. No pude evitar tener la sensación de que la sombra de Trotski se había cernido sobre nuestro plan, gafándolo de principio a fin.

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