Sola

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Capítulo 29

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Catherine observaba cómo la policía iba dando por finalizando el trabajo paulatinamente. La detective ya se había marchado y Bobby también. Solo quedaba algún que otro agente uniformado aquí y allá, haciendo Dios sabía qué.

La vivienda iba escupiendo gente, tratando de volver a convertirse en su casa. Pensó que debería sentirse agradecida pero, en cambio, al contemplar cómo salían por la puerta de uno en uno los investigadores del CSI, cada vez se sentía más nerviosa y vulnerable. Su hogar ya no era su hogar. Había sido invadido, violado de una forma horrible. Quería huir de allí, pero en cambio se quedó montando guardia a solas en el salón, en su afán porque Nathan lograse dormir al menos unas pocas horas.

El pequeño se rebulló entre los cojines y sus labios murmuraron palabras en un sueño, sin duda, desagradable. Alguien que no les conociera pensaría que aquel salón estaba demasiado iluminado, pero ella sabía la verdad; las dos lámparas encendidas no proporcionaban suficiente claridad para ella y para su hijo, obsesionados con la luz. Tal y como estaban sucediéndose las cosas, pronto no habría suficientes bombillas en el mundo entero que les concedieran un respiro en medio de tanta tiniebla.

No sabía qué hacer.

Y, por supuesto, llegó su suegro.

James Gagnon entró en el vestíbulo, con su abrigo de cachemir de mil dólares y sus zapatos impecablemente brillantes. Por el amor de Dios, eran las tres de la madrugada y daba la impresión de acabar de salir de la sala del Tribunal.

El joven agente uniformado que se encontraba apostado en el vestíbulo le dirigió una mirada y al momento adoptó la posición de firmes.

«Aguanta, sé fuerte», se dijo ella. Dios, qué cansada estaba.

—Catherine —tronó su suegro—, he venido nada más enterarme.

Ella salió a su encuentro, con la intención de poner distancia entre Nathan y el juez. Este le apoyó las manos en los hombros, la viva imagen de la preocupación paternal, y después la besó en ambas mejillas. Pero su mirada ya se desviaba con ansia hacia otra parte, buscando a su nieto.

—Por descontado, Nathan y tú debéis venir conmigo inmediatamente. Maryanne y yo no aceptamos ninguna otra solución.

—Estamos bien, gracias.

—¡Tonterías! Dudo mucho que quieras pasar la noche en el lugar donde ha tenido lugar un ahorcamiento.

Ella tenía muy presente al agente que montaba guardia, a menos de cinco metros, escuchándolo todo.

—Es curioso, no recuerdo haberte llamado para darte la noticia.

—No era necesario, me lo ha contado uno de mis colegas. Ha sido horroroso, desde luego. Siempre he dicho que no me parecía una buena idea contratar a niñeras extranjeras. Pobres chicas, no saben aguantar la presión. Nathan debe de estar horriblemente afectado. Déjame que hable con él…

Hizo ademán de avanzar al frente, pero ella le bloqueó el paso.

—Nathan está durmiendo.

—¿Con todo este caos alrededor?

—Estaba muy cansado.

—Razón de más para permitir que venga conmigo. En el LeRoux tenemos una suite realmente gigantesca. Nathan dispondrá de una cama para él solo y descansará hasta que se harte. Y Maryanne estará encantada.

—Te agradezco la oferta. Sin embargo, teniendo en cuenta que Nathan ya está dormido, creo que sería una lástima despertarle.

—Catherine… —James mantuvo un tono de voz amable y paciente. Luego siguió hablando como si estuviera haciéndolo con un niño muy pequeño—. ¿Serás capaz de consentir que tu hijo pase la noche en el escenario de un homicidio?

—No. Estoy pensando en consentir que mi hijo pase la noche en la comodidad de su propia habitación.

—Por el amor de Dios, hay rastro del polvo que han usado para levantar las huellas dactilares por todas partes. ¿Cómo vas a explicar eso a un niño de cuatro años? ¡Y no digamos el olor!

—Yo sé lo que es adecuado para mi hijo.

—¿En serio? —James sonrió—. ¿Igual que sabías lo que era adecuado para Prudence?

Ella apretó los labios. No había nada que pudiera replicar a aquello y ambos lo sabían.

—Me disgusta constatar lo que es obvio —siguió diciendo James—, pero es posible que no conozcas tan bien como crees lo que sucede en tu propia casa. Es evidente que Prudence se sentía profundamente alterada por lo que le ocurrió a Jimmy, y solo Dios sabe cómo debe de sentirse Nathan.

—Márchate.

—Vamos, Catherine…

—¡Márchate!

James todavía tenía dibujada en la cara aquella horrible sonrisa paternalista. Trató de sujetarla por el hombro, pero ella se volvió hacia el policía que seguía de guardia.

—Quiero que este hombre salga de mi casa.

—Catherine…

—Ya me has oído. —Señaló con el dedo al policía, que parpadeaba asombrado al verse arrastrado a aquella situación—. Este caballero no es bienvenido en mi casa. Haga el favor de escoltarlo hasta la calle.

Aún así, James siguió intentándolo.

—Catherine, estás alterada, no piensas con claridad…

—Agente, ¿voy a tener que llamar a su superior? ¡Acompañe a este caballero a la calle!

El joven se apartó de la pared y, con efecto retardado, se puso en acción. James, al verlo acercarse, bajó el tono de voz una octava para que solo lo oyese ella.

—Se me está agotando la paciencia, Catherine.

—¡Fuera!

—Recuerda mis palabras, solo vas a conseguir que, a partir de ahora, las cosas se pongan mucho más difíciles para ti. Tengo mucho poder, Catherine. No te haces ni idea de cuánto…

—¡He dicho que fuera! —gritó.

El ruido terminó por despertar a Nathan, que empezó a llorar.

El agente por fin llegó a su altura y puso una mano sobre el codo de su suegro. Este no tuvo más remedio que obedecer. Fue entonces cuando James subió la voz, para que el policía le escuchara.

—Lamento profundamente haberte molestado, querida. Por supuesto, Maryanne y yo solo queremos lo mejor para nuestro nieto. Quizá mañana por la mañana, cuando seas capaz de pensar con más claridad…

Ella señaló enérgicamente hacia la puerta abierta. James hizo un frío y único movimiento de muda afirmación con la cabeza. Acto seguido se encontró sola, escuchando los histéricos sollozos entrecortados de su hijo.

«Las batallas de una en una. De una en una…».

Entró en el salón y levantó a Nathan del montón de cojines. Al instante el pequeño le rodeó el cuello con los brazos y la estrechó con fuerza.

—Luz, luz, luz —sollozaba—. Luz, luz… ¡luz!

—Chist… Chist…

El vestíbulo ya no servía; era demasiado oscuro, demasiado extraño. Su hijo necesitaba disfrutar de un sueño profundo y sin interrupciones en una habitación muy iluminada, en la que todas las luces pudieran ahuyentar a los demonios. En la que por fin pudiera relajarse.

Y, tal vez, ella también lo conseguiría.

El agente de policía ya había regresado. No cabía duda de que James le había dicho que no era necesario que lo acompañase, que él se marcharía, pues no deseaba crear ningún problema. Que simplemente estaba intentando ayudar a su familia. Que su nuera no se encontraba equilibrada del todo… «Compréndalo…».

Suspiró y, sin dejar de estrechar con fuerza a Nathan, miró al policía a los ojos.

—Voy a llevar a mi hijo a su habitación y a cerrar la puerta —le informó—. Él va a dormir y yo también. Sea lo que sea lo que ustedes necesiten, podrán esperar hasta mañana.

—Sí, señora —respondió el agente con un leve tono de sarcasmo.

Ella le dio la espalda y subió la escalera, antes de perder el valor.

El olor ya estaba disipándose, probablemente desapareció al mismo tiempo que el cadáver de Prudence; había visto cómo lo sacaban por la puerta en una camilla metálica con ruedas. Su cerebro todavía no había asimilado lo sucedido, no había reconciliado la imagen de Prudence sentada en el suelo leyendo un cuento a Nathan con la de Prudence metida dentro de una bolsa de plástico negro. El concepto de que Prudence estuviera muerta seguía siendo algo abstracto. Más bien tenía la sensación de que la joven había salido en su día libre y, simplemente, había decidido no regresar.

Así le resultaba más fácil. No era porque sintiera algún apego hacia aquella chica, para ser sincera Prudence no le caía ni mejor ni peor que las otras. Pero el asesinato en sí —el cuello partido, el cuerpo colgando de las vigas de su dormitorio— trasmitía un horror que superaba lo imaginable. Implicaba que un intruso había invadido su casa. Significaba que había un hombre que iba a por ella y a por las personas que la rodeaban. Denotaba que si no renunciaba a Nathan, tal como exigía su suegro, la siguiente sería ella.

Pensó en las amenazas de James, emitidas con aquella voz suave… Que le iba a hacer la vida imposible; que él tenía todo el poder; que ella no era nada…

«Ya», pensó casi con resentimiento, «dime algo que yo no sepa».

Justo antes de conocer a Jimmy, había caído muy, muy bajo… Su madre había muerto y su vida estaba vacía. Pasaba un día tras otro de pie en unos grandes almacenes, despachando perfumes y procurando no encogerse de miedo cada vez que los hombres se fijaban en ella. Estudiaba las caras de todos los varones intentando adivinar si tocaban a sus hijas de manera impropia o pegaban a su esposa. Después se iba a su apartamento infestado de cucarachas y soñaba con una oscuridad que no acababa nunca.

Llegó una mañana en la que ya no aguantó más. Ya no podía soportar la idea de pasar un solo día más en aquel estado de miedo constante.

Se metió en la bañera, tomó la cuchilla de afeitar y empezó a hacer cortes en su piel, fina como papel de fumar. Y de repente, sonó el teléfono. Sin pensárselo dos veces, salió de la bañera para atenderlo. Lo irónico de aquella llamada es que no se trataba más que de telemarketing; le preguntaban si quería contratar un seguro de vida. Empezó a reírse y a continuación lloró, y mientras estaba allí de pie, sollozando histérica al oído de un vendedor que la escuchaba estupefacto, vio el anuncio publicitario en la televisión.

«¿Se siente solo? ¿Tiene la sensación de que no hay ninguna salida? ¿Tiene la impresión de que no le importa a nadie?».

En la pantalla apareció un teléfono de ayuda para posibles suicidas y, empujada por un instinto de supervivencia que ni siquiera sabía que tenía, colgó sin miramientos al vendedor de seguros y marcó el número.

Treinta segundos más tarde escuchaba la voz masculina más calmada que había oído jamás. Era profunda, relajante, divertida. Se acurrucó en el suelo y dejó que le hablara durante una hora.

Así fue como conoció a Jimmy, aunque en aquel momento no lo sabía.

Los teléfonos de ayuda tenían sus protocolos. Quienes los gestionaban no debían proporcionar demasiada información personal, sin embargo sí que podían formular preguntas y estimular al que había llevado a cabo la llamada para que hablara. Así lo hizo él y así lo hizo ella; habló del callejón sin salida que era su empleo, de su apartamento, de su madre…

Jimmy no fue al día siguiente, pues habría resultado demasiado obvio, ni tampoco el de después, pero acudió un día a los grandes almacenes en los que ella trabajaba. La encontró, coqueteó y la cortejó. Y ella se sintió extrañamente emocionada por aquel joven tan encantador, poseedor de esa voz tan increíblemente serena. Jimmy la invitó a salir y ella fue la primera sorprendida cuando le dijo que sí.

No fue hasta unos meses más tarde cuando él le confesó lo que había hecho. Le dijo que su llamada lo había conmovido de tal manera que se sintió obligado a conocerla en persona. «Por favor, no se lo digas a nadie —le suplicó lleno de encanto—, podrías meterme en un buen lío». Y a ella le pareció tan romántico; aquel hombre había removido cielo y tierra para encontrarla. Tenía que ser una señal, seguramente de que la amaba. Por fin su vida estaba dando un vuelco.

Fue más adelante, después de que se hubieran casado —quizá aquel lunes por la noche en que ella hizo un comentario sobre su costumbre de beber y él la sorprendió al propinarle una bofetada—, cuando empezó a dudar. ¿Qué clase de hombre se valía de un teléfono de ayuda a suicidas para ligar con las chicas? Aquello decía mucho de lo que él buscaba en una futura compañera.

Pero al igual que a su padre, a Jimmy le gustaba el poder. Disfrutaba recordándole que ella no sería nada sin él; que él la había sacado del arroyo y que no le costaría nada volver a arrojarla a él.

A veces, cuando su marido hablaba de aquel modo, le venía a la memoria Richard Umbrio; de pie, muy por encima de ella, rodeado por un halo de luz diurna mientras sostenía con una mano la trampilla de madera bajo la que estaba a punto de encerrarla de nuevo.

«Más te vale que la próxima vez me des una bienvenida más emocionante —le decía con una risilla—. De lo contrario… Nunca se sabe cuándo voy a decidir no hacerte más visitas. Te he dado mucho, Cat, pero nunca sabrás cuando voy a dejar de hacerlo».

Jimmy no había querido salvarla, solo dominar a alguien. Por eso fue a conocerla, aunque ella aún tardaría en enterarse.

Encendió la luz del techo de la habitación de Nathan. Dos bombillas de sesenta vatios iluminaron la estancia, sin embargo no era suficiente; para ella y para Nathan, nunca sería suficiente.

—El vaquero —murmuró Nathan, adormilado, contra su hombro.

Ella, obediente, fue a encender la lamparita de noche.

Clic.

Nada.

Frunció el ceño y probó otra vez. Ningún resplandor iluminó mágicamente la alegre carita del vaquero. Debía de haberse fundido la bombilla. Probó a encender el reflector contiguo; un flexo tradicional.

Clic.

Tampoco.

¿Habría saltado algún fusible? La Policía, con tantos focos y grabadoras, quizá había sobrecargado la línea. Fue hasta la cómoda, con Nathan en brazos, que cada vez le pesaba más. Allí había dos apliques; uno tenía el pie en forma de cactus, el otro era un cabal o encabritado alzado sobre las patas traseras. Probó los dos con un ligero temblor en los dedos y la respiración acelerada.

Nada. Nada.

Está bien, disponía de un montón de alternativas. Había opciones de sobra. ¿De qué servía tener una neurosis si no se potenciaba como Dios manda? En la habitación de Nathan había seis lámparas de noche, tres de sobremesa y dos de pie. La del techo sí se había encendido, lo cual quería decir que por lo menos en una zona de la habitación había electricidad. Lo único que necesitaba era encontrar dónde más funcionaba y presionar los interruptores adecuados.

Empezó a moverse más deprisa. Nathan, como si hubiera percibido su agitación, levantó la cabeza de su hombro.

—¡Mamá, luces!

—Ya lo sé, mi amor, ya lo sé.

Aquel maldito chisme con forma de oso no se encendió. Le había costado doscientos pavos, lo encontró en Denver y lo envió por correo a casa como regalo. La luz del escritorio, un antiguo quinqué de latón que había comprado por quinientos dólares en una tiendecita de la calle Charles, tampoco funcionaba. Fue hasta las lámparas de pie, que tenían bombillas halógenas que iluminaban todo el techo.

Nada.

Probó con las iluminarias nocturnas, pequeños puntos luminosos coronados por cristales con dibujos, o por un Elmo de plástico rojo, o por un sonriente Winnie-the-Pooh. Tenían que funcionar, por lo menos una, o dos, o las tres. Dios santo, en aquella monstruosa habitación tenía que haber algo que quebrase la oscuridad.

Ella respiraba con demasiada fuerza, jadeaba en realidad. Nathan, con gesto rígido, se despegó de ella y arqueó la espalda, cada vez más angustiado.

—¡Luz, luz, luz!

—Lo sé, lo sé, lo sé.

A la mierda aquella habitación. Era demasiado grande, demasiado amplia. ¿Para qué necesitaban ellos dos un espacio tan enorme? Estrechó a Nathan contra sí y se dirigió al cuarto de baño anexo. Con un rápido gesto del dedo encendió el fluorescente del techo y esperó a que las blancas paredes de azulejos aparecieran ante sus ojos resplandecientes.

Nada.

Accionó otra vez el interruptor. Y otra. Empezaba a dominarla la histeria, notaba cómo le burbujeaba en la garganta.

Nathan comenzó a patalear en sus brazos.

—Mamá, mamá, mamá, ¿dónde están las luces? ¡Quiero luces!

—Ya lo sé. Calla, cielo, calla.

De pronto se le ocurrió una idea. El vestidor. En aquel confinado espacio había otras dos bombillas de sesenta vatios. Podría acurrucarse con Nathan en el suelo y refugiarse en aquel pequeño charco de luz. Aquello les permitiría pasar la noche.

—Nathan, cariño, vamos a vivir una aventura.

Le frotó la espalda, tratando de calmarle, al tiempo que salía a toda prisa del cuarto de baño y corría hacia el vestidor. Deslizó la puerta forrada de espejo, introdujo la mano y encontró el interruptor.

Clic.

Luz; brillante, deslumbrante, magnífica… Una luz que lo inundó todo con finos hilos resplandecientes que alcanzaban cada rincón y hacían retroceder a las sombras. Luz, maravillosa luz.

Ella echó un vistazo al interior del espacio y… se tapó la mano con la boca para amortiguar el grito.

Allí estaban, en mitad del suelo, justo para que ella las viera, todas las bombillas de todas las lámparas. Alguien las había quitado y las había colocado formando una única palabra de tres letras.

«Uuh».

Volvió a apretar la cara de su hijo contra su cuello y salió del vestidor dando traspiés. Recorrió el pasillo tambaleándose y bajó a toda prisa las escaleras. Ya en el vestíbulo, tomó los abrigos, su bolso y las llaves del coche. No dirigió la mirada al agente uniformado ni tampoco se molestó en decir nada.

Salió como una exhalación por la puerta de la casa.

—Luz, luz, luz —sollozaba Nathan.

Pero no había luz. Catherine lo entendía mejor que nadie. Ahora estaban solos, Nathan y ella, solos en la oscuridad.

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