Sola

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Capítulo 30

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—Me contó que usted y su padre hicieron un pacto para dejar la bebida… —dijo Elizabeth—. Creo recordar que mencionó que su padre tuvo un incidente mientras conducía bajo los efectos del alcohol y que se asustó tanto que decidió moderarse.

—Mentí.

—¿Suele mentir con frecuencia?

Bobby se encogió de hombros.

—Hay situaciones que requieren explicaciones fáciles. Decir que mi padre agredió a mi hermano con un cuchillo no es una explicación precisamente fácil de dar para mí. Además, el incidente conduciendo bajo los efectos del alcohol ocurrió realmente. Fue durante una de las recaídas de mi padre; llegar a la sobriedad no fue para él una meta que alcanzó de un solo paso… Digamos que más bien se convirtió en una carrera de un paso hacia adelante y dos hacia atrás. Y en aquella época yo también padecía mis propios problemas, así que, sí hicimos ese pacto.

—Entiendo. Reconoce que no me contó toda la verdad, pero en realidad solo se trataba de una mentira a medias.

—Algo así.

—Ya. Y cuando era pequeño, cada vez que lucía un nuevo moratón, imagino que siempre tenía una explicación para ello. Igual que cada vez que su padre no podía asistir a una función del colegio o lo avergonzaba delante de sus amigos. Ya entonces inventaba explicaciones basadas en mentiras o verdades a medias, ¿no es así?

—Sí, de acuerdo. Entiendo dónde quiere ir a parar.

—Dice que su padre se encuentra mejor, pero sin embargo tengo la impresión de que treinta años más tarde usted sigue atrapado en los mismos patrones, que incluyen lo de contar mentiras a medias.

Él no respondió de inmediato. Elizabeth supuso que Bobby estaba urdiendo alguna argumentación defensiva, pero se sorprendió cuando él aceptó todo con absoluta tranquilidad.

—Mi padre estaría de acuerdo con usted.

—No me diga.

—Hace ocho años que se inscribió en Alcohólicos Anónimos, y para él ha sido como descubrir la religión. Está empeñado en expiar sus pecados; quiere reconocer lo que hizo, necesita hablar de los viejos tiempos, suplicar perdón. Pero mi hermano George no responde a sus llamadas telefónicas y yo… Yo solo quiero olvidar. Mi padre fue el que fue y ahora es el que es. No veo dónde está la gracia de sacar los trapos sucios a relucir.

—Bobby, ¿no se siente muy furioso a ratos? ¿Más furioso de lo que probablemente debería?

—Supongo que sí.

—¿Y no hay ocasiones en las que mira hacia el futuro y experimenta una abrumadora sensación de desesperanza?

—Puede.

—¿Y a veces no tiene la sensación de que todo se le escapa de las manos?

Bobby la miraba, claramente cautivado.

—En efecto.

—Por eso necesita hablar con su padre, Bobby. Y por ese mismo motivo su padre necesita hablar con usted. Su familia ha cambiado, pero no se ha curado. Perdonar a su padre supone, en parte, darse permiso para odiarle por lo que hizo. Y mientras no lo haga, no estará preparado para seguir adelante porque, francamente, tampoco va a quererlo por lo que es en la actualidad.

Bobby dibujó una lánguida sonrisa en su rostro cansado.

—Ya odio a mi madre, ¿no es suficiente?

—Su madre es un blanco fácil, Bobby. Cuando ella se marchó, al único que podía amar era a su padre, no tenía a nadie más que cuidara de usted, pero también lo temía y lo odiaba por el modo en que le trataba. Odiar a su madre resolvió el conflicto; si ella era la culpable de todo lo que le sucedía, querer a su padre era lo correcto. Eso es lo que se denomina «rabia desplazada». Treinta años después, usted la tiene acumulada en grandes cantidades.

—¿Por eso apunto con un arma a personas a las que no conozco de nada? —replicó Bobby en tono irónico.

—No lo sé, Bobby. Solo usted puede responderse a esa pregunta.

Él hizo una pirámide con las manos, apoyando las yemas de los dedos unos contra otros.

—Susan me ha dicho que quiero estar enfadado —dijo a bocajarro.

—¿Susan?

—Mi novia. Mi exnovia. Cuando hablamos esta tarde… me dijo que he boicoteado deliberadamente mi vida. Que me aferro a mi furia. Que la necesito.

—¿Y qué piensa usted?

—Que soy un tipo motivado. ¿Tan malo es eso? —dijo al cabo de un instante, casi con vehemencia, elevando la voz—. El mundo necesita a los policías. El mundo necesita que haya tipos como yo, apostados en una azotea con un rifle de gran alcance. Sin mí, Catherine Gagnon y su hijo podían estar muertos. ¿Es que eso no cuenta?

Ella no respondió.

—El resto del mundo espera que nosotros seamos omniscientes, pero yo no soy más que un ser humano, ¿vale? Hago las cosas lo mejor que puedo. Me llamaron para que acudiera a una misión. No, no me acordaba de los Gagnon, pero aunque lo hubiera hecho, ¿qué diablos sé yo de ellos y de su matrimonio? Lo único que podía hacer era actuar en función de lo que estaba viendo, y lo que vi fue a un hombre que apuntaba con una pistola a su mujer y a su hijo. ¡No soy un asesino, maldita sea! ¡Tuve que matarlo!

Ella continuó sin decir nada.

—¿Qué hubiera ocurrido de haberme demorado? ¿Qué hubiera pasado si me quedo mirando y no hago nada? Ese tipo podría haber matado a su mujer o disparado a su hijo. Entonces la culpa sería igualmente mía, ¿sabe? Si disparo estoy jodido, pero si no lo hago, también. ¿Cómo…? ¿Cómo se supone que puedo acertar? ¿Cómo…? ¿Cómo diablos se supone que voy a saber qué hacer?

»Jimmy apuntaba a su mujer a quemarropa y, entonces, puso esa expresión en su cara… Vi su mirada… Oh, Dios mío, he visto esa mirada demasiadas veces, y estoy tan cansado de que resulten heridas otras personas… Usted no se creería cuánta sangre… No se creería…

Se le quebró la voz, y sus hombros, enormes, se agitaron al ritmo de los entrecortados sollozos. Luego se giró, alejándose de ella, mortificado por aquel estallido emocional, y buscó con la mano el respaldo de la butaca para aferrarse a él como único apoyo.

Ella no se movió. No se aproximó a él. Se quedó donde estaba y permitió que la emoción le atravesara en oleadas crudas, violentas. Bobby lo necesitaba. Después de treinta y seis años, aquel breve arrebato emocional había tardado demasiado en llegar.

Después él se limpió la cara apresuradamente, secándose las lágrimas con el dorso de la mano.

—Estoy cansado —dijo con voz ronca, medio excusándose, medio pidiendo perdón.

—Ya lo sé.

—Necesito dormir.

—Así es.

—Mañana me espera un día difícil.

—Este no es un buen momento para tomar decisiones —respondió ella sin rodeos.

Bobby se echó a reír.

—¿Cree que al juez Gagnon le importa eso?

—¿Puede evadirse de la situación, Bobby? ¿Tomarse un respiro?

—Imposible. La Oficina del Fiscal del Distrito tiene en curso una investigación formal. Además, están sucediendo demasiadas cosas.

—Muy bien, Bobby, entonces vuelva a sentarse porque hay otro asunto que tenemos que tratar antes de que se vaya. Tenemos que hablar, sin tapujos, de Catherine Gagnon.

Catherine estaba con Nathan en el vestíbulo del hotel Ritz. Ella sabía que debían de causar una impresión extraña; una mujer y un niño pequeño, sin equipaje, pidiendo una habitación en un hotel a aquellas horas. No le preocupaba. Nathan temblaba en sus brazos, literalmente, con una angustia evidente en su carita pálida y los ojos abiertos de par en par. Pancreatitis de nuevo, pensó. O una infección, o dolor de pecho, o Dios sabía qué. Siempre enfermaba cuando sufría estrés.

Manoteó con el bolso, intentando ponerlo encima del mostrador, sin soltar a Nathan. Por fin apareció un empleado del hotel, sorprendido de ver a alguien a aquellas horas.

—¿Señora?

—Quisiera una habitación, por favor. De no fumadores. La que tengan.

El empleado alzó una ceja, pero no hizo comentarios.

Después de teclear durante unos segundos en el ordenador, anunció que tenían una habitación libre. Cama de matrimonio. No fumadores. ¿Quiere que pongan una cuna?

Ella declinó la oferta de la cuna, en cambio solicitó un cepillo de dientes y pasta dentífrica, así como tres lámparas adicionales. No era necesario que trajeran ningún diseño especial, se conformarían con las que tuvieran a mano.

Sacó una tarjeta de crédito. El empleado la pasó por la máquina.

Hum, ¿me permite un documento de identidad?

Ella acariciaba la espalda a Nathan, intentando calmar sus temblores.

—¿Perdón?

—Necesito una identificación. Quizá el permiso de conducir. Es por seguridad.

Estaba perpleja, pero accedió y rebuscó en su bolso. Extrajo el carné de conducir y el empleado dedicó un larguísimo momento a cotejar la fotografía con su imagen, hasta que por fin se lo devolvió.

—Señora, ¿sabe usted que esta tarjeta de crédito ha sido denunciada como robada?

—¿Cómo dice?

—Señora, no puedo aceptarla.

Se lo quedó mirando como si hablase otro idioma. Quería una habitación. Una habitación hermosa de un hotel de lujo, en la que las situaciones desagradables no sucedían nunca. Cuando uno está rodeado de sábanas de seda y almohadas de plumas, los monstruos no pueden encontrarlo.

—Tal vez su marido… —sugirió amablemente el empleado.

—Sí, sí, eso es —murmuró ella—. Hace poco perdió su tarjeta. No me di cuenta de que la empresa cancelaría ambas.

Sin embargo ella sabía que aquello no era obra de Jimmy; él nunca había poseído tal grado de sutileza. Aquello lo había hecho su suegro. Tenía la firma de James. «Solo vas a conseguir que, a partir de ahora, las cosas se pongan mucho más difíciles para ti…».

—¿Tiene otra tarjeta? —preguntó el empleado.

—Pues… deje que mire a ver…

Abrió la billetera y se quedó mirando fijamente su colección de tarjetas. Tenía una American Express y otras dos platinos más. Podía probar con ellas, pero supuso que ya conocía los resultados; James era un hombre concienzudo. Y cuantos más rechazos recibiera, más motivos tendría aquel empleado para abrigar sospechas.

Consultó el dinero que llevaba en efectivo. Ciento cincuenta dólares. No era suficiente, tratándose del Ritz.

Hizo un último intento con la esperanza de que su voz no dejara traslucir lo desesperada que realmente estaba.

—Como puede ver por la dirección que figura en mi carné de conducir, vivo a la vuelta de la esquina. Por desgracia, esta noche ha ocurrido un incidente terrible y mi hijo no puede dormir en casa. Necesitamos un sitio en el que descansar unas cuantas horas. No tengo más tarjetas de crédito, pero le juro que mañana le traigo un cheque.

—Señora, para dar una habitación necesitamos una tarjeta de crédito.

—Por favor —musitó Catherine.

«Tengo mucho poder, Catherine. No te haces ni idea de cuánto…».

—Lo siento, señora.

—Mi hijo solo tiene cuatro años.

—Lo siento, señora. ¿No tiene usted algún familiar que pueda ayudarla?

Se volvió de espaldas. No quería que aquel desconocido la viera llorar.

Dio unos pasos por el vestíbulo y, de pronto, vio un cajero automático. Con gesto resignado, sacó la tarjeta de débito, la introdujo en la ranura y tecleó el número secreto.

En la pantalla apareció un mensaje: «Por favor, póngase en contacto con su sucursal bancaria más cercana. Gracias».

La máquina escupió la tarjeta y ahí se acabó todo. Ni efectivo ni plástico. Su juego había sido ir siempre un paso por delante, pero aún así su suegro había sido más rápido que ella. ¿Hasta dónde podría continuar con ciento cincuenta dólares en metálico?

Respiró hondo. Durante un instante oyó en lo más recóndito de su cerebro una vocecita que le decía «renuncia a Nathan». Si jugaba bien sus cartas, seguro que lograba convencer a James de que le extendiera un cheque. No, nada de eso… Conseguiría dinero contante y sonante. O, mejor aún, una transferencia bancaria. ¿Cuánto valía un hijo? ¿Cien mil, doscientos mil, un millón?

No era una buena madre, las autoridades no estaban tan equivocadas como a ella le hubiera gustado; no sabía amar como lo hacía el resto del mundo, no sabía sentir como las demás personas. Había sido arrojada a un agujero siendo una niña feliz, pero emergió de él como un vacío cascarón de ser humano. Ella no era normal; simplemente hacía todo lo que podía para imitar la normalidad que percibía en los que la rodeaban.

Así que se buscó un marido y tuvo un hijo.

Y ahora estaba allí, con treinta y seis años y aterrorizada todavía por la oscuridad.

Sacó el teléfono móvil y marcó un número. El timbre sonó durante mucho rato, hasta que por fin contestó una voz masculina.

—Por favor —susurró—, no tenemos ningún otro sitio adonde ir.

—¿Cree usted que Catherine Gagnon sufría malos tratos por parte de su marido? —preguntó Elizabeth.

—Sí.

—¿Y cree que se lo merecía?

—¿Y yo qué coño sé?

—Venga, Bobby. Usted está rabioso con su madre y también con Catherine. Una parte de esa rabia se basa en la idea de que esas dos mujeres podrían haber actuado de manera diferente. Que deberían haber hecho algo para no convertirse en víctimas.

—La observé —dijo Bobby en tono brusco—. Había noches en que mi padre entraba en casa, obviamente borracho, y ella empezaba a atacarle. «¿Otra vez has estado bebiendo? Jesús, ¿ni siquiera una noche puedes comportarte como un hombre como Dios manda y pensar en tu familia?». Y a partir de ahí, todos sabíamos lo qué iba a ocurrir a continuación.

—¿Que él la golpeaba?

—Sí.

—¿Y ella le devolvía los golpes?

—Físicamente no.

—Pero él la golpeaba. ¿Y después?

Bobby se encogió de hombros.

—No sé. Él se enfadaba mucho y, al final, siempre se quedaba dormido.

—De modo que si empezaba enfadándose con su madre, como dice usted, ventilaba su agresividad con ella y después se quedaba dormido.

—Sí.

—¿Entonces no les pegaba ni a usted ni a su hermano?

—Si no nos entrometíamos, no.

—¿Cree usted que su madre sabía eso?

Bobby calló unos instantes. Parecía preocupado.

—No lo sé.

—El amor que siente una mujer por su marido es algo muy complicado, Bobby. Y también el que siente hacia sus hijos.

—Ya, nos quería tanto que se moría por venir a vernos.

—Sobre eso no puedo hacerle ningún comentario, Bobby, puesto que no conozco a su madre. Sin embargo, hay algunas mujeres que… Hay mujeres que se sienten avergonzadas.

—Pensaba que íbamos a hablar de Catherine —replicó Bobby.

—De acuerdo. ¿Cree que Catherine provocaba a su marido?

—Es muy capaz.

—¿Y la noche del jueves?

Él retomó su errático paseo.

—Puede ser. No tiene lógica. Pero claro… —Bobby la miró—. Lo que me preocupa es el hecho de que ya nos conociéramos; haber hablado antes de todo esto con ella es lo que me molesta. Yo no me acordaba, de eso estoy muy seguro, pero me preguntó cosas sobre mi trabajo. Cuestiones como cuándo y cómo se despliega un equipo táctico. ¿Por qué me hizo esas preguntas? ¿En qué estaba pensando?

—Ha dicho usted que es una persona manipuladora.

—Exacto. Pero al mismo tiempo… ¿Podría haber sido ella quien lo preparara todo? Le aseguro que yo ni por lo más remoto habría puesto un dedo en el gatillo si Jimmy no hubiera estado empuñando una pistola. Así pues, ella tendría que haber forzado una situación que le empujara a coger una pistola y, después, ponerse en peligro a sí misma y a su hijo, enfrentándose a un borracho armado.

—Peligroso —observó ella.

—Hay que tener un par de pelotas —dijo Bobby, negando con la cabeza—. Si hubiera estado sola en aquella habitación, lo contemplaría, pero no creo que sea capaz de poner en peligro a su hijo.

—¿No cree que Catherine esté maltratando a Nathan?

—No.

Ella arqueó una ceja.

—Parece estar muy seguro de eso.

—Lo estoy.

—¿Le molestaría saber que yo no estoy tan segura? De hecho, cuanto más cosas sé de Catherine Gagnon, más me preocupa la relación existente entre ella y su hijo.

—A usted y al resto del mundo.

—Es una persona egocéntrica, eso lo ha dicho usted mismo. Y además ha sido una víctima de malos tratos, y ya sabemos que esas personas tienden a repetir el patrón.

—Yo también he sido víctima de malos tratos —replicó Bobby con rigidez—. Y acabamos de descubrir que también me gusta mentir —agregó, en tono casi desafiante.

—Bobby, míreme a los ojos. Si Catherine Gagnon se sintiera en peligro, si tuviera la sensación de que peligraba seriamente su propia integridad o su estilo de vida, ¿de verdad cree que existe una línea que no se atrevería a cruzar? ¿Que existe una persona a la que no sacrificaría para salvarse?

Él la miró con rebeldía.

Pero ella no pensaba abandonar el tema. Por el bien de Bobby, no podía dejarlo pasar.

—Usted no cree tal cosa, Bobby. Esa es otra de las razones por la que no consigue olvidarse de lo sucedido la noche del jueves; porque, en el fondo de su alma, considera a Catherine capaz de haber organizado la muerte de su marido de un disparo. Simplemente, no tiene claro cómo lo hizo.

—¡Su marido era un capullo maltratador!

—¿Y eso cómo lo sabe?

—Porque ella dijo…

—Ella miente.

—¡El doctor Rocco vio los hematomas!

—¿Quién es el doctor Rocco?

Se sonrojó, disgustado.

—Su antiguo amante.

Ella dejó que aquella información calara en él. Luego, de improviso, cambió de tema.

—¿Por qué se ha visto esta tarde con Susan?

Bobby se quedó claramente estupefacto.

—Porque considero que se lo debía. Después de dos años juntos… lo mínimo era despedirme de ella en persona.

—¿Qué dijo ella?

Él se encogió de hombros.

—No gran cosa. A ver, ya habíamos roto, no quedaba mucho que decir.

—¿Y eso le decepcionó?

—No la entiendo…

—Esta tarde, cuando fue a su encuentro, ¿de verdad quería poner fin a la relación, Bobby? ¿O deseaba en secreto alguna otra cosa? ¿Deseaba que ella luchase por usted? ¿Deseaba que le suplicase continuar juntos? ¿Deseaba, en lo más hondo de su alma, que ella le quisiera tanto como para no dejarle marchar?

—Yo en ningún momento… —Él empezó a protestar, pero no pudo seguir. Pillado con la guardia baja y despojado de sus defensas, no pudo mentirle—. ¿Cómo lo ha sabido? —susurró.

—Alguien a quien usted amaba lo abandonó y nunca se giró para mirar atrás. Ahora, transcurridos todos esos años, continúa esperando que las personas lo abandonen, Bobby. De hecho, cuanto más tiempo se queda una mujer a su lado, más nervioso se pone usted, así que fuerza pequeñas situaciones, pequeñas pruebas. La mujer o bien lucha por usted o le abandona, y cualquiera de las dos cosas alivia su ansiedad, al menos temporalmente.

—Dios —exclamó Bobby en voz queda.

—Cada vez que Catherine le llama, usted le pide que lo deje en paz, ¿no es así?

—Sí.

—Pero Catherine no se da por vencida, ella lucha por verle. Le dice que le necesita, le recuerda a su pobre hijo enfermo y, cuando usted acude, se asegura de que los ve juntos, a ella y a Nathan. Imagino que con algunos hombres utilizará la baza del sexo, pero en su caso, Bobby, su fantasía sexual no es una mujer cubierta de encaje negro; su fantasía sexual es una mujer que nunca, jamás, abandonaría a su hijo.

Bobby cerró los ojos. Ella advirtió en su semblante cómo iba tomando conciencia de aquella verdad porque, sin prisa pero sin pausa, su expresión fue tornándose de horror.

Ella se inclinó hacia delante.

—Se lo pregunto una vez más, Bobby: ¿Cree que Catherine Gagnon pudo ser la causante de la muerte de su esposo?

—Sí —murmuró.

Ella asintió lentamente.

—En ese caso tiene que librarse de ella, Bobby. Tiene que dejar de verla. Porque si Catherine Gagnon es una depredadora, no me cabe duda que es consciente de que usted es la presa perfecta.

Eran las tres de la madrugada cuando Bobby llegó por fin a su casa. En su apartamento no había ninguna luz encendida, tan solo el piloto rojo de su contestador automático parpadeaba frenéticamente.

Se dejó caer en una de las sillas de madera de la cocina. Se sentía agotado, hecho polvo, sin una pizca de sentimiento ni inteligencia. Se quedó largo rato allí, sentado sin más, contemplando cómo parpadeaba el chivato luminoso.

Poco a poco, se acercó y pulsó la tecla de reproducir mensajes.

Su teniente. Un tipo del sindicato. Alguien que colgó. Su padre. Dos más que colgaron. Silencio.

Se inclinó sobre la mesa de la cocina y usó los brazos como almohada en la que apoyar la cabeza. En el contestador había tres llamadas de alguien que había colgado sin dejar mensaje. Catherine, supuso. Se presionó las sienes. «Debo sacármela de la cabeza, debo sacármela de la cabeza. No puedo permitir que juegue así conmigo». En la consulta de la doctora Lane todo había parecido perfectamente lógico, sin embargo ahora, una hora después, a solas en la oscuridad, ya estaba pensando en Catherine.

¿Se encontraría bien? ¿Qué tal estaría llevando todo aquello Nathan? ¿A dónde irían? Con sus suegros no, eso estaba claro.

A lo mejor tenía otro amante. ¿Por qué no? Desde luego no había perdido el tiempo en abordarlo a él. Una mujer como ella no es de las que lo afrontan todo a solas. Probablemente tenía un novio rico en cada puerto. A lo mejor ya estaba echándole el lazo a otro médico. O, mejor aún, a un abogado. Sí, Catherine necesitaba un peso pesado para enfrentarse al juez Gagnon.

Seguro que encontraba a alguien rápidamente. Emplearía la ropa adecuada, elegiría el momento oportuno, contonearía las caderas de la forma apropiada.

Ojalá pudiera odiarla, pero no lo hacía. Catherine hacía lo que necesitaba para sobrevivir, y eso él lo entendía muy bien.

Si la llamada del jueves por la noche la hubiera atendido otra persona, un francotirador cuyo padre jamás hubiera pegado a su madre, un francotirador que no hubiera llegado a la edad adulta viendo aquella expresión de desesperanza en el rostro de otra persona, ¿estaría aún vivo Jimmy Gagnon? ¿Sería Catherine Gagnon quien ahora estuviera muerta?

Nadie lo sabría jamás.

Hundió un poco más la cabeza entre los brazos y dejó escapar un suspiro entrecortado de puro agotamiento.

Hizo todo lo posible para no soñar.

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