Sola

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Capítulo 31

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El señor Bosu estaba esforzándose mucho por ser un buen empleado.

En esos momentos se hallaba vigilando el hogar débilmente iluminado de un hombre que valía cincuenta mil dólares. No había duda, aquel trabajo iba a ser un poco complicado.

Para empezar, la casa se encontraba situada en el centro de un vecindario densamente poblado. En segundo lugar, en la ventana de la fachada había una pegatina que advertía de que contaba con un sistema de seguridad instalado. En tercer lugar, había una luz encendida en la casa, lo cual le sorprendió porque, dado lo tarde que era, cabía esperar que el ocupante estuviera dormido.

No había modo de evitarlo, para llevar a cabo aquel trabajo el señor Bosu iba a necesitar ayuda.

Él observó a

Diablillo, que dormía acurrucado en el asiento delantero del coche robado. Y como si hubiera percibido que su dueño lo estaba mirando, el cachorrito abrió un ojo y emitió un enorme bostezo.

—Necesito un cómplice —dijo.

Otro bostezo de perro.

—¿Crees que sabrías hacerte el muerto? Quedarte así, como si estuvieras medio dormido. Sí, eso es.

Diablillo ya había vuelto a acomodar la cabeza entre las patas y cerrado los ojos. Acarició las orejas del cachorro con gesto pensativo, recorriendo delicadamente aquella pequeña cabecita con sus enormes dedos que parecían salchichas.

Al momento le abordó un pensamiento: «Fingir no era un método infalible». Si de verdad se esforzaba por ser un empleado diligente, no debía correr riesgos innecesarios. Con un breve movimiento podía partir el pescuezo a

Diablillo. Sería rápido e indoloro, el perrito no sentiría nada. Y con cincuenta mil dólares, podría comprarse un montón de cachorritos nuevos.

Detuvo la mano con la que acariciaba la parte de atrás de la cabeza de

Diablillo. Sintió sus dedos indagar entre el pelaje. Suave. Sedoso. Frágil. «Todos tenemos que morir algún día».

Retiró la mano y extrajo la navaja que llevaba sujeta con una correa al tobillo. Miró a

Diablillo por última vez, se subió la manga de la camisa de lino por encima del codo y se hizo un corte en el antebrazo. Un chorro de sangre brotó hacia fuera; un reguero de color rojo oscuro. Se la limpió con los dedos y a continuación la untó en uno de los blancos cuartos traseros del cachorro.

—No pasa nada —le dijo—, te daré un baño en cuanto lleguemos casa. Ahora aguanta un poco, esto está a punto de ponerse interesante.

Puso la marcha atrás del coche y retrocedió por la calle sin encender las luces. Después volvió a acariciar la cabeza del perrito para tranquilizarlo, y también para tranquilizarse a sí mismo.

—Una, dos y tres.

Encendió los faros, pisó a fondo el pedal del acelerador y el coche se subió de un salto a la acera, ante la vivienda de su objetivo. A continuación condujo directamente hacia el césped, hizo chirriar los frenos y, solo por si acaso, exclamó un enorme «¡Mierda!».

Agarró a

Diablillo y se apeó del coche a toda prisa, dejándolo aparcado en mitad del jardín, con los faros encendidos.

—¡Oh, no! —gimió en voz alta—. Oh no, oh no, oh no.

Avanzó unos pasos por el césped, tambaleándose, y llamó con energía a la puerta del hombre que valía cincuenta mil dólares.

El señor Bosu jadeaba profundamente y tenía la frente perlada de sudor. Se había bajado de nuevo la manga de la camisa, pero la sangre seguía goteando desde la fina tela. Excelente.

Golpeó otra vez la puerta, con fuerza, insistentemente, hasta que de pronto se encendió la luz del porche.

—Socorro, socorro —suplicó al tiempo que bajaba la vista hacia

Diablillo, satisfecho con la mancha de sangre que apelmazaba el blanco pelaje del perrito.

Por fin se abrió la puerta una rendija, hasta donde daba de sí la cadena metálica. Aquel tipo era precavido, había que reconocérselo.

—Señor, señor, perdone que le moleste —exclamó el señor Bosu apurado—. Iba en mi coche cuando de repente se me ha cruzado un perro. He intentado esquivarlo, se lo juro, pero he terminado atropellándolo. Por favor, me parece que está herido.

Levantó el sangriento bulto en alto.

La reacción del hombre que valía cincuenta mil dólares fue instantánea y admirable. Igual que sería su caída.

—¡Rápido! —dijo—. Pase.

La cadena desapareció y se abrió la puerta. El hombre no iba en bata, como había esperado, sino que aparentemente estaba vestido para trabajar.

—Me pareció escuchar algo —dijo el propietario de la vivienda, guiándole al interior de la casa.

Con una ligera patada, el señor Bosu se aseguró de cerrar la puerta a su espalda.

—¿Es usted veterinario o conoce a alguno? —balbuceó en tono de urgencia. Su mirada iba escaneando la casa, fijándose en cómo estaba distribuida. Siguió al dueño hasta donde había una luz encendida. Ambos entraron en una cocina estrecha, decorada estilo años cincuenta, que contaba con un pequeño espacio para desayunar; con una vieja mesa totalmente cubierta por montañas de papeles.

—Estaba trabajando —comentó el hombre distraídamente—, y he debido de quedarme dormido.

—¿A qué se dedica?

—Soy ayudante del fiscal del distrito. A ver, déjeme echar un vistazo al perro, veamos si la cosa es muy grave.

El señor Bosu soltó por fin a

Diablillo. Así le resultaría más fácil agacharse y coger la navaja. Cuando se irguió, el hombre ya tenía al cachorro colocado sobre la encimera de la cocina y lo inspeccionaba cuidadosamente, buscando las heridas.

—Veo sangre —informó Rick Copley—, pero lo curioso es que no encuentro de dónde viene.

—¿De verdad? A lo mejor yo puedo ayudarle.

El señor Bosu era corpulento, el señor Bosu estaba fuertemente armado. Sin embargo Copley era rápido y, al parecer, tenía un buen juego de piernas.

La primera vez que arremetió contra Copley, este lo esquivó lanzándose hacia la izquierda. El ayudante del fiscal se apartó de

Diablillo y el cachorro saltó al suelo de linóleo, saliendo disparado hacia el cuarto de estar, donde se perdió de vista.

Ninguno de los dos le prestó atención. Copley estaba ya preparado, bailando sobre la punta de los pies, sin perder el tiempo en negar lo evidente. El señor Bosu se sintió complacido; después del día que había pasado, tenía el estado de ánimo idóneo para disfrutar de una buena pelea.

Su contrincante era un tipo que pensaba. Y un tipo que pensara intentaría coger un teléfono para poder informar a sus colegas de su apurada situación. Y, efectivamente, Copley se abalanzó sobre el aparato inalámbrico que descansaba al borde de la mesa. Pero él llegó antes y tuvo la satisfacción de hacer brotar la primera sangre.

Copley retrocedió de un salto, agarrándose el corte del antebrazo. Había empezando a sudar.

—¿Qué es lo que quiere? —exclamó.

—La paz en el mundo.

—¿Necesita dinero? En la billetera tengo trescientos dólares.

—Por favor, usted vale cien veces más muerto.

—¿Qué?

El ayudante del fiscal se quedó estupefacto y perdió la concentración. El señor Bosu aprovechó para arremeter de nuevo. Copley se giró en el último segundo, aunque un pelín tarde, por lo que pudo alcanzarle en las costillas.

El hombre huyó hacia el cuarto de estar. El señor Bosu salió detrás, disparado.

La casa era pequeña, no había demasiados lugares a donde huir, ni tampoco muchos donde esconderse. Copley encontró un sujeta libros, una estantería, el almohadón de un sofá. Bailó, dribló y esquivó, pero el señor Bosu pesaba veinticinco kilos más que él y tenía los brazos mucho más largos, por lo que en ningún momento tuvo la menor duda de cómo iba a acabar aquello. Copley atacaba, arrojaba cosas y huía, pero el señor Bosu se acercaba de manera implacable, acorralándolo lejos de la puerta de entrada; obligándole a internarse cada vez más en su propia casa, hasta que, lento pero seguro, quedase atrapado por las mismas paredes que, se suponía, debían protegerlo. El hogar de un hombre es su castillo, pero para Rick Copley iba a convertirse en su cámara de ejecución.

Por fin consiguió acorralar al hombre, más pequeño que él, en su propio cuarto de baño, atrapado contra la bañera. A partir de ahí todo fue muy rápido.

Después, cuando la sed de sangre dejó de tronar en la cabeza del señor Bosu, cuando su respiración se normalizó y se le serenó el pulso, advirtió varias cosas al mismo tiempo; que le dolía la espinilla, el hombro con el que había golpeado la jamba de una puerta y el lado de la cabeza en el que Copley por fin tuvo la suerte de acertarle con una lámpara.

También le escocía el antebrazo izquierdo; la herida que se había autoinfligido. Lo que le hizo pensar que, puesto que el corte continuaba sangrando, posiblemente había ido dejando salpicaduras en el suelo según fue moviéndose. Intentó buscar gotas que pudieran delatarle, pero con semejante estropicio…

La casa estaba destrozada. Por todas partes había libros, papeles, cojines destripados y, en fin, sangre. Un montón de sangre por todas partes. Si alguna gota suya había caído al suelo, ahora estaba tan mezclada con los demás fluidos que posiblemente los del laboratorio nunca serían capaces de distinguirla. Sinceramente, no lo sabía bien; el trabajo de los forenses no era su fuerte. Tan solo sabía lo que había visto en la televisión.

Se replegó hacia la cocina y se lavó las manos y los brazos con mucho cuidado. Sus zapatos de piel de quinientos dólares estaban manchados de sangre. Se los quitó e intentó lavarlos, pero hizo una mueca de disgusto ante el resultado. Nota para el futuro: la sangre destroza los zapatos de vestir.

Empezó a buscar el cuarto de la colada.

Encima de la lavadora encontró una botella de lejía. Regresó con ella a la cocina y vertió la mitad por el fregadero. Una vez vio un episodio en el que la sangre se había quedado adherida a las tuberías, y así fue como resolvieron el crimen los sagaces técnicos del CSI.

El señor Bosu era un delincuente sexual fichado, lo cual quería decir que sus huellas dactilares, su sangre y su ADN figuraban en los archivos de la Policía.

Vertió el resto de la lejía en un paño de cocina y utilizó este para eliminar el rastro esparcido por todos los rincones de la casa. Como no iba a poder limpiar toda la sangre, se dedicó a emborronarla a fin de eliminar las huellas de zapatos y, en algunos casos, las de las patas del cachorro. Mirándolo en retrospectiva, debería haber cogido más equipaciones quirúrgicas del hospital; le habían resultado muy prácticas.

Terminó en el cuarto de baño. Allí el estropicio era todavía mayor. Arrojó el paño a la bañera, sobre el cadáver de Copley.

Eran las cuatro y media de la mañana. El señor Bosu estaba oficialmente cansado y, ahora que lo pensaba, tremendamente hambriento. Se puso a buscar a

Diablillo y lo encontró acurrucado debajo de la cama.

—No pasa nada —dijo al tembloroso perrillo—. Ya se acabó todo. Se terminó.

Le tendió una mano y el cachorrito, obediente, salió arrastrándose y le hociqueó las yemas de los dedos. Él lo levantó del suelo y le acarició la cabeza para consolarlo.

Diablillo se había meado en la moqueta. Bueno, había sido inevitable. Además, nunca había visto ninguna película en la que el técnico del CSI examinara orines de perro.

—Eres un buen chico —dijo a su cachorro manchado de sangre—. ¡Te prometo que mañana te daré un filete para cenar!

Estaba planeando cómo salir de allí cuando, de pronto, sonó el teléfono. Se quedó inmóvil, preguntándose quién llamaría a aquellas horas, y escuchó hipnotizado cuando saltó el contestador.

—Copley, soy D. D. Acabamos de regresar de la residencia de los Gagnon y me ha sorprendido no verle allí. Han ocurrido algunas cosas. —Un suspiro profundo—. Me gustaría hablar con usted del agente Dodge. Tengo cierta preocupación sobre su implicación con Catherine Gagnon. Puede que… Puede que esté en lo cierto sobre algunos detalles. Deme un telefonazo en cuanto pueda, durante las próximas horas voy a estar ocupada con el papeleo.

La llamada se cortó y el señor Bosu entró en la cocina y se quedó mirando fijamente el parpadeo del contestador automático. Entonces su mirada recayó sobre el montón de papeles. Echó un vistazo al sumario, a la lista de nombres y, por primera vez, lo entendió. Entendió lo que acababa de hacer y el porqué.

Después, y a renglón seguido de comprender aquello…

Diablillo —murmuró—, me parece que ya sé cómo hacer feliz al Benefactor X. Muy, pero que muy, feliz.

Y el brillante señor Bosu se puso a trabajar.

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