Sira

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Primera partePalestina » Capítulo 5

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Dos semanas después, la carismática Katy Antonius nos invitó a una de sus fiestas. Las mejores de Jerusalén, sin duda, me adelantó Bertha Vester. Aun así, yo no tenía el menor interés en asistir. Llevaba un par de días sin encontrarme bien, habría preferido cien veces una de nuestras noches tranquilas sin movernos del American Colony, Marcus y yo solos, cenando cualquier cosa. O sin cenar siquiera.

Se lo repetí mientras terminaba de maquillarme, rizándome las pestañas frente al espejo con el vestido de gasa granate y los zapatos de tafilete puestos; aún llevaba unas cuantas pinzas en la cabeza, marcándome las ondas del pelo. Él, a mi espalda, acabó de abrocharse los gemelos, se aproximó, me agarró de los hombros, me dio la vuelta.

—¿Y qué voy a hacer yo sin ti, solo entre toda esa gente?

Mi respuesta fue una carcajada floja, me faltaban fuerzas.

—Mentiroso —susurré.

Una a una, empezó a retirar las pinzas que sostenían mi melena.

—No miento; siempre logras meterte a quien te propones en el bolsillo —dijo despacio, rozándome con su aliento.

Quitó la primera y la lanzó al suelo, sobre las baldosas sonó un repiqueteo metálico. Varios mechones se posaron sobre mi hombro izquierdo.

—Apareces como una esposa bella y extraña colgada de mi brazo…

Quitó la segunda, se oyó otro clin, los mechones se extendieron ahora sobre el hombro derecho.

—… examinas con precisión el panorama fingiendo que estás admirando la decoración o el ambiente…

Con la retirada de la tercera pinza, sobre mi espalda cayó el resto.

—… captas a tu objetivo y lo analizas minuciosa…

La cuarta y última hizo que me cubriera el rostro una cortina de pelo; él la apartó con el índice.

—… y en media hora logras tu objetivo.

A pesar de mi malestar, no tuve más remedio que sonreír con ironía; sabía de sobra que, agazapado tras sus alabanzas, había un propósito.

—Y esta noche, mi amor, ¿a quién quieres que consiga?

—A alguna pareja de judíos. Creo que estarán los Valero.

Actuábamos así a menudo, coordinados, cómplices. Cuando él perseguía algún objetivo disfrazado de evento social amistoso, yo le echaba una mano. Antes me proporcionaba siempre un pequeño arsenal de datos.

—Origen sefardí —prosiguió en tono casi telegráfico mientras se ponía la chaqueta—. Él, médico. Descendiente de una acaudalada familia de banqueros locales, antepasados llegados desde España hace siglos.

Me volví de nuevo hacia el espejo, hundí los dedos entre el cabello que Marcus me acababa de soltar, terminé de peinarme.

—Llevan varias generaciones conviviendo amigablemente con los árabes, haciendo negocios juntos, tejiendo relaciones fluidas sin apenas altibajos. Pero en los últimos tiempos, tras las oleadas de judíos askenazíes procedentes de Europa central y del este, los sefardíes se han convertido en minoría. Me interesa, por eso, conocer a algunos de ellos. Saber de primera mano si retienen algo de influencia.

Desencapuché entonces una barra de rouge.

—¿Qué necesitas exactamente?

La pasé por mis labios, el superior antes, el inferior luego. Marcus, a mi espalda, se había metido las manos en los bolsillos del pantalón y me contemplaba apreciativo. Presioné la boca para fijar el carmín, volví a abrirla.

—¿Una invitación a cenar en su casa, por ejemplo?

El chófer del American Colony nos llevó hasta Karm al Mufti, la imponente villa de Katy Antonius en la falda del monte Scopus, relativamente cerca de nuestro alojamiento. Atravesamos un portón de forja repleto de arabescos, el jardín apareció ante nosotros iluminado con antorchas. Hasta el porche llegaba la música cuando descendimos del Ford de los Vester. Apenas entramos, un sirviente de tez oscura con vistosa túnica de terciopelo tomó nuestros abrigos, otro igualmente ataviado nos ofreció una bandeja con bebidas, un tercero nos tentó con pequeños bocados y frutos secos. Me conocía bien Marcus: el tiempo que tardé en rechazar cortésmente tanto los cocktails como los aperitivos fue justo el que necesité para elaborar una panorámica. Más o menos.

Cerca de un centenar de cuerpos fluían por el salón entre alfombras antiguas, tapicerías de Damasco y mobiliario francés art déco. Mujeres europeas con traje de noche acomodadas en otomanas y butacones con las piernas cruzadas y un pink gin en la mano, mujeres árabes cubiertas algunas con preciosos caftanes y otras a la moda mundana del presente, fumando todas unos largos cigarrillos con filtro color carmesí. Burócratas coloniales de estricto black tie, oficiales del Ejército de su majestad en uniforme de gala y árabes en amplio rango de edades, alguno ataviado con larga túnica blanca, la mayoría con trajes urbanos de tres piezas. Entremezclados con todos ellos, flanqueados por estantes repletos de libros, grandes faroles, hermosos grabados y lienzos expresionistas, circulaban diplomáticos e intelectuales de orígenes diversos, aristócratas de paso, reporteros en activo, exiliados de lujo y un puñado de personajes a los que me resultaba complicado insertar en una casilla concreta. Judíos, sin embargo, salvo algún periodista, apenas había: la creciente tensión no alentaba el contacto en encuentros festivos, y Katy Antonius era una árabe probritánica furibunda.

Desde un gramófono, las voces y las maracas extemporáneas de las Andrews Sisters sonaban en la sala al ritmo melodioso de Rum & Coca-Cola. En el ambiente flotaba el humo del tabaco, conversaciones acaloradas y risas sueltas de tanto en tanto. Mi valoración fue rápida: se trataba de un escenario infinitamente más sugestivo que cualquiera de las muchas fiestas formales a las que solía asistir en Madrid, donde todo era recato iluminado con bombillas de bajo voltaje, quizá porque mi patria todavía se estaba curando las heridas de una guerra y en Palestina se vivía esos días la efervescencia un tanto temeraria de quien aún desconoce lo venidero.

Una mujer de escasa estatura enfundada en capas de organza se nos acercó extendiendo los brazos. Su rostro era cordial y su voz algo chillona. Superaba los cuarenta, llevaba el pelo corto, rizado y oscuro a excepción de un mechón blanco caído sobre la frente. Colgado de su cuello, un largo collar de perlas barrocas.

Welcome, welcome, mis queridos amigos…

Apenas nos conocíamos, tan solo habíamos coincidido en algunas ocasiones sin cruzar casi palabra. Pero nos había visto no hacía mucho en la recepción de Government House, debió de intuir que algún quehacer interesante tenía Marcus entre sus gentes y decidió absorbernos. Por la calidez de la acogida de esa noche, cualquiera podría pensar que acumulábamos décadas de amistad a las espaldas.

—Adelante, qué alegría teneros entre nosotros, queridos; formáis una pareja fabulosa —prosiguió con júbilo—. Estás cada día más atractivo, mi admirado Mark. Y tú, my dear, impactante as usual con ese traje divino, muero de envidia por no compartir modista contigo. Ven, cariño, ardemos todos en deseos por conocer tu visión de cómo ha quedado España después de que el pequeño general se hiciera con el mando…

Katy Antonius pertenecía al grupo de los árabes cristianos de Jerusalén: los que mantenían un punto de vista más templado en el conflicto, a juicio de los ingleses. No eran mayoritarios, poco más de cien mil, pero sí cultos y viajados, muchos prestigiosos profesionales, residentes casi todos en barrios distinguidos, vestidos casi siempre al modo occidental, amantes de los caballos y los partidos de tenis en el YMCA, con sus hijos matriculados en universidades británicas, o en la tolerante American University de Beirut o en el prestigioso Victoria College de Alejandría. A menudo ocupaban cargos de relieve en la Administración del Mandato y para algunos de ellos la solución del territorio palestino no pasaba por la formación de Estados independientes, sino todo lo contrario: según ellos, todo se arreglaría si se acabaran convirtiendo en una auténtica colonia británica. Nuestra anfitriona, hija de un rico editor egipcio y viuda del historiador de origen libanés George Antonius, criada en la religión griega ortodoxa y educada en un colegio londinense para distinguidas señoritas, correspondía al patrón escrupulosamente.

Con verborrea chispeante, Katy Antonius me agarró por la cintura y me adentró en la gran sala mientras Marcus se quedaba atrás, enredado en otros saludos por su cuenta. Nuestra anfitriona había decidido convertirme en la atracción de la noche, una insólita española para dar colorido a su fiesta. Yo, en cambio, habría dado un mundo por poder salir corriendo, retornar a mi cuarto y acurrucarme entre las mantas.

—Déjame que te presente a algunos amigos, pero come antes algo, cariño, qué te apetece, dime…

Intenté negarme mientras ella lanzaba una seña imperiosa a uno de los sirvientes. Ante mí apareció una bandeja repleta.

—Mira, esto es hummus, supongo que ya lo conoces.

Lo conocía, claro; todo lo que pretendía ofrecerme lo conocía de sobra, lo conocía y normalmente lo disfrutaba, en cualquier otro momento habría aceptado agradecida. Pero ahora no. Ahora no quería nada, llevaba todo el día con el cuerpo revuelto y el humo denso del salón, o tal vez el ardor que desprendía la acumulación de cuerpos, o lo que quiera que fuese, estaba intensificando mi malestar por segundos. Katy Antonius, sin embargo, hospitalaria hasta el exceso, no parecía dispuesta a soltarme.

—A esto lo llamamos fatayer, este está relleno de queso y es una delicia; prueba, cariño, prueba…

Empecé a sentir un intenso calor, noté que me sudaban las manos, la espalda. ¿Cómo se llamaba esa pareja a la que debería acercarme? Si me centrara en ellos, tal vez lograría mantener mi angustia a raya. Los Valero, ese era el nombre, pero ¿dónde estaban? Mi malestar crecía, y mi incombustible anfitriona no callaba.

—Y esto son kibbeh, hechos con cordero. Prueba, por favor, preciosa, están recién salidos de mis propias cocinas.

No tuve más remedio que acceder. Agarré entre los dedos uno de aquellos bocados con forma de croqueta, me lo llevé a la boca lentamente, con precaución extrema, como si estuviera a punto de ingerir una ampolla de cianuro y no una masa de trigo, carne picada y especias. Mordí un pequeño pedazo, mastiqué como pude. A mi alrededor, como en un universo paralelo, seguía sonando música americana, seguían flotando las conversaciones, dentro de algún corrillo estalló de pronto una descarga de carcajadas.

Incapaz fui de tragar, a pesar del esfuerzo. Y eso no fue lo peor. Mi estómago no solo se negaba a dar entrada a ese diminuto trozo de comida, sino que amenazaba con arrojar todo lo que llevaba dentro. Agobiada hasta el extremo, quise susurrar algo pero, a juzgar por la reacción de Katy, los sonidos no llegaron a tomar forma.

I beg your pardon?

Lo intenté de nuevo.

—No te entiendo, querida. ¿Te encuentras bien? Estás muy pálida…

No, no me encontraba bien. Necesitaba salir de allí de inmediato.

—¿Quizá quieres ir al tocador, my dear? Está en ese pasillo, al fondo…

No logró acabar la frase; dejando en su mano el resto del kibbeh, me encaminé precipitada hacia donde me estaba indicando. Hasta que, abruptamente, algo bloqueó mis zancadas. Un cuerpo. Un cuerpo grande de hombre que en ese momento se desgajaba de un grupo en busca de otra copa, o tal vez iba a marcharse ya, o quizá se estaba escapando de una conversación que no le interesaba.

Una ráfaga difusa de memoria pasó por mi cabeza. Ese hombre, ese hombro. Ese mismo hombre, su hombro y yo ya nos habíamos visto en un trance semejante. En Barclays Bank, recordé de súbito, como en un fogonazo. Él entraba, yo salía, chocamos.

—Parecemos destinados a colisionar, le ruego que me perdone mi torpeza. Aprovecho para presentarme, soy Nicholas Soutter, del …

Cuando terminó de pronunciar las tres letras del PBS, yo no había logrado contenerme y mi vómito le salpicó los bajos del pantalón y los zapatos.

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