Sira

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Primera partePalestina » Capítulo 6

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Recibimos desconcertados la noticia de mi embarazo. No entraba en nuestros planes, no estaba previsto. Un hijo en camino, Dios mío. Ya no era ninguna niña, superaba los treinta, a mi edad muchas mujeres tenían formadas familias enteras. Aun así, la desazón resultaba inmensa: tan lejos de mis coordenadas, en esa Palestina turbia, con Marcus siempre activo y a menudo ausente.

Arañándome el alma, además, aún sobrevivía el recuerdo amargo de otro tiempo. Tánger, el hotel Continental, la huida de Ramiro, mi confusión al leer esa carta que por fin me abrió los ojos a la realidad de sus intereses y sus sentimientos. El autobús camino de Tetuán, la hemorragia incontenible, el comisario Vázquez y las deudas injustas que sobre mí cayeron. Había transcurrido casi una década desde aquel verano del 36, muy atrás quedaba esa joven ingenua que un día fui, y en nada se parecía tampoco Marcus a Ramiro Arribas: el padre de la criatura que se empezaba a gestar dentro de mí era un hombre íntegro, no un canalla. Con todo, no logré evitar sentir de nuevo la congoja de aquellos días terribles. La incertidumbre. El abatimiento.

Marcus, como siempre, reaccionó con eficiencia. Su mente pragmática racionalizó la situación de inmediato para verla desde el ángulo más conveniente.

—En algún momento teníamos que lanzarnos a esta aventura. Y en Jerusalén hay un excelente hospital británico —me aseguró—. No existe riesgo de insalubridad, los alimentos del American Colony son de garantía absoluta, Bertha Vester está dispuesta a alojarnos hasta el fin de los días…

Le hice callar poniendo mis dedos sobre sus labios, necesitaba otra certeza.

—Pero nos iremos antes de que nazca, ¿verdad?

Sin responder, me acogió contra su pecho y me abrazó, como si quisiera contagiarme una porción de esa solidez que él desprendía y que en mí tanto escaseaba últimamente.

—No lo sé, Sira. No lo sé todavía.

El malestar del inicio, las náuseas que me llevaron a vomitar sobre el suelo de mármol de Katy Antonius y sobre los pies de un extraño fueron desapareciendo a medida que nos adentramos en diciembre. En las casas judías se celebraba Hanukkah, la Fiesta de las Luminarias, con el encendido progresivo de la hanukkiah, los candelabros de nueve velas. La Navidad se preparaba entretanto en los hogares de los cristianos, todo el mundo intercambiaba felicitaciones sentidas con la esperanza de que esos días y el año entrante trajeran la paz que tanto necesitaba aquella tierra.

Bertha Vester dispuso un gran árbol en el salón principal del American Colony y me invitó para que me sumara a decorarlo, como si se tratara de algo ilusionante. En mi infancia de la calle de la Redondilla tan solo colocábamos encima de la estufa un humildísimo nacimiento de barro; en los años de Tetuán nunca tuve el ánimo como para aderezos festivos, y en mi piso de adulta de Núñez de Balboa me vi obligada a distribuir año a año unos cuantos adornos con el único fin de complacer a mis clientas. Pero jamás puse un árbol. Para mí, niña humilde del Madrid castizo, joven costurera en África y tramposa modista de barrio distinguido, un pino repleto de brillos tenía escaso sentido. Aun así, accedí por educación.

Dos días después, la invitación fue para hornear dulces navideños. Acepté de nuevo, sin interés ni ganas. La tercera convocatoria proponía ir a cantar Christmas carols. Ahí decidí plantarme. No echaba de menos ni mi esforzado día a día en el taller ni mis quehaceres clandestinos, siempre tan escabrosos, pero sí añoraba sentirme activa, útil de alguna forma. Aun así, colgar cadenetas de papel y bolas de colores, hacer gingerbread cookies o entonar villancicos entre desconocidos distaba mucho de ser aquello a lo que yo aspiraba en este nuevo tramo de mi existencia.

—La entiendo, querida —dijo Bertha Vester cuando rehusé su propuesta con excusas volátiles—. En su estado, necesita reposo. En cualquier caso, saldremos de casa media hora antes de las cuatro, por si finalmente se encuentra mejor y decide sumarse.

No, no era reposo lo que necesitaba. La gestación no me estaba debilitando: tenía brío, tenía fuerza. Lo que me ocurría era algo distinto, algo para lo que me resultaba difícil encontrar palabras. Como una especie de melancolía, una sensación de inquietud permanente. O tal vez se trataba tan solo de mis hormonas revueltas.

Comí en mi cuarto, Marcus rara vez volvía para el almuerzo. Pasadas las dos me eché sobre la cama, intenté dormir pero me lo impidieron los ladridos de un perro en los corrales traseros, o unas voces desde el patio, tal vez el goteo del grifo mal cerrado del lavabo. O quizá, simplemente, no tenía sueño. Miré la hora, tres menos veinte. Me propuse entonces leer, en los últimos tiempos solía atreverme con novelas en inglés no demasiado complejas. Pero las líneas de Hungry Hill de Daphne du Maurier me bailaban ante los ojos, tampoco era capaz de concentrarme. Volví a mirar la hora: tres y cinco. Me puse las manos sobre el vientre en busca de un latido o un movimiento, aunque de sobra sabía que no iba a encontrarlo: todavía resultaba orgánicamente imposible percibir a esa criatura diminuta. ¿Qué nombre le pondríamos? ¿Tendría la nariz de Marcus, mis ojos oscuros, sus rodillas huesudas, mis pies estrechos, su color de pelo? ¿Su solidez? ¿Mis miedos? Incapaz de hallar respuestas, me giré sobre el costado y volví a enfocar la vista en el despertador. Faltaban diez minutos para las tres y media.

Llegué al vestíbulo poniéndome los guantes en el momento en que Bertha Vester se disponía a salir; la acompañaban otras dos huéspedes, maduras norteamericanas como ella.

—Me alegra que haya decidido sumarse, querida. Será un concierto muy especial, ya verá como no se arrepiente.

Ni siquiera sabía con exactitud adónde íbamos, me limité a contemplar el paisaje según descendíamos hacia el sur desde Sheij Jarrah. Envueltos en una tarde desapacible, a lo largo del trayecto vi niños jugando al borde de la carretera, mujeres árabes con fardos de leña a las espaldas, un pastor con su kufiya en la cabeza empeñado en meter en vereda a un rebaño de cabras famélicas. Pasamos junto a la Puerta de Damasco, nos dirigimos luego a la hermosa calle de los Profetas, llena de consulados, escuelas extranjeras, pequeños sanatorios y villas espléndidas. Torcimos en una de sus esquinas, QUEEN MELISANDE’S WAY, leí. Nos detuvimos finalmente frente a un edificio grande, construido con la misma piedra y aspecto semejante a todo lo levantado por los británicos. Desde las alturas, la sempiterna Union Jack ondeaba con furia movida por el viento.

Habíamos llegado a Broadcasting House, otros autos lo hacían a la vez o acababan de aparcar momentos antes; de ellos salían multitud de niños meticulosamente peinados con raya al lado y decenas de señoras, sus madres. Los primeros subían precipitados la ancha escalera; las segundas, con estolas de piel al cuello, sombreros de fieltro y elegantes carteras de mano, se detenían a saludarse atentas y complacientes. Se trataba en su mayoría de compatriotas de Marcus, las familias de los altos mandos militares y de los funcionarios más notables. Alumnos de Saint George’s School, alumnas del English Girls’ College y las esposas más internacionales de toda Jerusalén, como él solía comentar con ironía. Las que tenían a su servicio nanny del sur de Inglaterra, doncella rusa, jardinero chipriota, cocinero bereber y conductor armenio. Tal vez debería esforzarme e intentar parecerme a ellas, pensé observándolas: adaptadas a las idas y venidas de sus maridos en los diversos puestos que ocupaban a lo ancho del Imperio, plenamente conscientes de su papel de apoyo, conocedoras perfectas de la etiqueta, el protocolo, los escalafones y los nombramientos; expertas en obras benéficas y en el arte de servir la mesa.

Para lo bueno y lo malo, sin embargo, entre todas esas impecables cónyuges yo resultaba un ente extraño. Era la esposa de uno de los suyos, pero ni hablaba ni vestía ni comía ni me movía a su manera, ni entendía sus códigos ni conocía los entresijos de la Administración colonial o las normas más rutinarias de la perfecta intendencia doméstica. Esperé por eso a que ellas ocuparan las filas delanteras del salón de actos, dispuestas a escuchar los cánticos de sus criaturas. Bertha Vester me buscó para indicarme que me sentara a su lado. Por señas le di las gracias y le señalé la puerta de salida: prefería mantenerme en la parte trasera, sola, por si necesitaba una fuga urgente. Eso le di a entender. Una mentira como otra cualquiera.

El telón al abrirse dejó a la vista un piano en un lateral, a una directora rubia y redondita batuta en mano y un coro de cuarenta o cincuenta niños menores de diez años; a partir de esa edad, solían ser enviados a Inglaterra para continuar su educación en internados. En la oscuridad de la sala, mientras sonaban las primeras notas de Silent Night, volví a ponerme la mano en el vientre, donde algo iría creciendo con el paso de los meses. ¿Sería yo también capaz de separarme de mi criatura en cuanto me llegara a la altura del codo, tal como hacían esas exquisitas inglesas? ¿O me convertiría en una madre abundante, posesiva, gritona, al estilo de las mujeres de mi patria y mi plaza?

La soledad en la retaguardia duró poco. De uno en uno, de dos en dos, múltiples cuerpos tardíos fueron entrando con sigilo en la sala, ocupando asientos dispersos con discreción. Quedaban tan solo dos o tres libres cuando alguien se sentó a mi derecha. El coro terminó O Come, All Ye Faithful, el salón entero se fundió en un aplauso.

—Confío en que ya esté recuperada.

Me giré súbitamente y a mi lado distinguí a un hombre; a pesar de la penumbra lo reconocí de inmediato. Era el mismo al que salpiqué los pies con mi vómito. Entre la mañana en que casi chocamos en Barclays Bank y el desastroso incidente de la fiesta, lo había visto en la distancia en algunos eventos, pero nunca nos habían presentado.

Intenté sonreír a modo de saludo, pero solo logré una mueca tensa. Varios fogonazos de aquella escena incómoda volvieron a mi cabeza; recordé que él pronunció su nombre en el momento más crítico, pero no llegué a retenerlo. Cuando Katy Antonius y otras invitadas me llevaron casi en volandas a un cuarto de baño y los sirvientes se agacharon raudos para resolver mi estropicio, él debió de quitarse de en medio; después avisaron a Marcus y nos fuimos de inmediato. Al día siguiente, o al otro o en algún momento impreciso, pensé que quizá debería averiguar quién era, localizarlo, ofrecerle mis excusas. Pero nunca lo hice. Y ahora ahí lo tenía de nuevo, a unos palmos de distancia, casi rozando mi brazo con su brazo mientras el público se sumaba entusiasta a la invitación de la directora del coro para entonar todos juntos un nuevo villancico. Fuimos los únicos que permanecimos callados.

—¿Por qué no canta? ¿No le conmueve tanta ternura navideña? —musitó.

Me pareció detectar un punto de ironía en su voz, pero preferí ser discreta.

—No conozco las letras —reconocí simplemente—. No soy inglesa.

—Yo no la soporto —confesó sin rubor—; he venido solo unos minutos por cubrir el expediente. —Desde la fila de delante se giraron ligeramente un par de cabezas con gesto malhumorado, estuve a punto de echarme a reír. Bajó entonces él la voz hasta un tono comedido—. ¿Me permite que la invite a un té, y así podrá disculparse por haberme estropeado mis mejores zapatos?

Su nombre, el que yo no lograba recordar, era Nicholas Soutter. O Nick, como le saludaron algunos compañeros. Trabajaba en el edificio en el que nos encontrábamos para la cadena Palestina Broadcasting Service, PBS comúnmente, la emisora oficial del Mandato Británico. De todo eso me informó él mismo mientras recorríamos un par de pasillos y me cedía el paso a una estancia amplia, con dos grandes ventanales y una mesa de trabajo repleta de papeles y carpetas. En el otro extremo, bajo un gran mapamundi enmarcado, había un pequeño sofá, una mesa baja y dos butacas. Me invitó a acomodarme; una joven secretaria con falda plisada se asomó en ese instante, él pidió que nos preparara un té, ella asintió y se quitó de en medio.

—Me agrada saber que nos une un común desafecto por los villancicos —dijo sentándose frente a mí.

Estiré una pizca los labios, con un gesto neutro que podía implicar cualquier cosa. Ni yo misma sabía por qué absurda razón había decidido abandonar el recital de voces infantiles para seguir a ciegas a un desconocido hasta su despacho.

Se inclinó hacia delante para apagar su pitillo, apretándolo con fuerza contra el fondo del cenicero. Y yo lo observé. Bastante menos gélido que los altos funcionarios de la Administración del Mandato, infinitamente menos rígido que los militares. Más del molde de los corresponsales que discutían a gritos mientras consumían cajas enteras de brandy de Chipre en el sótano del Jasmine House Hotel. Y, a su vez, era también diferente.

—Tendrá que perdonar mi intromisión, pero no tuve más remedio que averiguar quién era la hermosa mujer con la que me iba chocando por todas partes. Tras saberlo, he estado varias veces a punto de telefonearle al American Colony, o de intentar llegar hasta usted a través de su marido.

Me mantuve imperturbable; mis años de colaboración con los ingleses me habían enseñado a comportarme como ellos cuando me veía envuelta de forma imprevista en una coyuntura cuya naturaleza no controlaba. Inmóvil, impávida, a la espera.

—Nos conocemos, sí; Mark Bonnard y yo hemos coincidido algunas veces y tenemos además varios amigos comunes repartidos por el mundo.

Hizo una breve pausa, como si de pronto recordara algo puntual, una anécdota, una estampa o un instante concreto.

—Un buen tipo, su marido —concluyó tendiéndome su pitillera.

La rechacé, él encendió un nuevo cigarrillo y aspiró con fuerza. Las palabras salieron de su boca envueltas en humo espeso.

—Para ser sincero, me alegro de que por fin nos conozcamos. Y sepa que aquí, en el PBS, tiene su casa. No sé si nos ha oído alguna vez, retransmitimos en onda media.

—No escucho mucho la radio —reconocí. En realidad, mentía. Desde que llegué a aquella tierra, lo cierto era que no la escuchaba nunca.

—Desde el Palestine Broadcasting Service nos dirigimos a las distintas comunidades con contenidos en inglés, árabe y hebreo. Somos familia de la BBC, pura radio pública; no tenemos anunciantes ni intereses comerciales. Esta emisora nació en el 36 con la firme determinación de no cubrir cuestiones políticas, sino para dedicarse tan solo a educar y elevar, promover la cultura y el conocimiento. Esas son, en fin, las órdenes que envían desde Londres: contribuir con nuestros programas a que la población árabe rural e iletrada se modernice, a que la judía profesional y urbana encuentre segmentos culturales que le resulten estimulantes y a que la inglesa no se muera de aburrimiento.

Por mera inercia tras tantos años en activo, sin dejar de prestarle atención, seguí examinándolo. Tendría una edad similar a la de Marcus y más o menos su misma altura. Ahí terminaban las similitudes. Marcus era delgado, fibroso y elástico, castaño de tez clara, ponderado de carácter, armonioso en los rasgos. Nick Soutter era en cambio corpulento, de pelo oscuro, facciones rotundas y cejas prominentes; más espontáneo, más expansivo, explosivo casi.

—Esa es la consigna —prosiguió—, y para ello contamos con programación independiente, y abundante personal tanto árabe como judío. En confianza le digo que, aunque bien intencionada, dudo mucho que esa actitud paternalista y una programación tan tajantemente separada puedan en modo alguno incidir positivamente a la hora de templar la convivencia; más bien al revés, para mí que con eso tan solo magnificamos las diferencias pero, en fin, eso es otra historia con la que ahora no quiero aburrirla.

No, no me aburría. Todo lo contrario.

—¿Y no se alejan nunca de las cuestiones cercanas? Del día a día, de lo que sucede dentro de esta burbuja.

—Sí, como es natural. De hecho, como programador de contenidos es uno de mis intentos: abrir perspectivas, que corra el aire. Ando por eso constantemente a la busca de nuevos colaboradores, para que charlen sobre cuestiones de interés al margen de nuestro agrio presente.

—¿Cuestiones de qué tipo?

—Qué sé yo, de todo lo que pueda resultar motivante para la audiencia. Hace poco tuvimos a un doctor hablando sobre la penicilina, semanas atrás a un profesor de historia del mundo grecorromano que andaba por aquí de visita, el mes pasado al chef del King David instruyéndonos sobre cocina francesa…

—¿Y acerca de España?

Se tomó unos segundos, esta vez serio.

—¿Qué quiere decir?

Tan elocuente debió de ser mi gesto que soltó una carcajada. Desde el fondo de la garganta.

—¿Me está proponiendo colaborar con nosotros, señora Bonnard?

—Se me acaba de ocurrir, disculpe mi atrevimiento.

—No, no, en absoluto…

—Tal vez sea un tanto osado por mi parte, pero de pronto he pensado que quizá podría resultar interesante para sus oyentes conocer algo acerca de mi patria.

Se empezaron en este instante a oír voces por el corredor, como si el repertorio de cánticos hubiera concluido y el salón se vaciase. Me puse en pie, me imitó rápidamente.

—No le entretengo más, imagino que me estarán buscando —dije tendiéndole la mano—. Piénselo con tranquilidad, sin compromiso alguno. Entendería que mi propuesta le parezca fuera de lugar, pero ya sabe dónde encontrarme si le interesa.

Intenté que mi apretón de manos fuese rotundo, como si estuviera cargado de confianza en mí misma. Tras aquella fingida firmeza, ante mi propio descaro yo ocultaba un enorme aturdimiento.

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