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Leo

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God, I pity the violins

In glass coffins, they keep coughing

They’ve forgotten, forgotten how to sing.

Regina Spektor, «All the Rowboats»

Los sábados tocaba comida familiar. Sin excepción. Ya estuviéramos sufriendo un ataque zombi o nos hubieran declarado la guerra, como se me ocurriera faltar, mi madre era capaz de mandar a alguien a buscarme.

Cora me había llamado el día anterior para informarme de que habían programado el rodaje del spot de Nadiur para el próximo lunes. Cuando le pregunté por el guión, me dijo que no me preocupara, que no tenía ninguna complicación y que ella ya lo había aprobado. Aquello me tranquilizó. A diferencia de Develstar, sabía que Cora no me dejaría hacer el ridículo.

Tras ducharme y remolonear por la casa, me encaminé solo a Moncloa para coger el autobús de vuelta al hogar paterno. Sophie prefería no asistir a esas reuniones.

Por el camino, con Simple Plan tronando en mis auriculares, avisé a David y a Oli de que iba para allá. Técnicamente eran los amigos de mi hermano, lo sabía, pero si algo había descubierto a mi regreso a Madrid era que nadie me trataba igual que antes de hacerme famoso. Nadie excepto mi familia, Sophie y ellos dos, claro. En parte me gustaba tener a mi lado a otras personas que hubieran vivido en directo la desintegración de la burbuja en la que había estado todo ese tiempo. Me proporcionaba cierta calma; la seguridad de saber que no había sido producto de un mal viaje por culpa de las drogas.

Además, para qué negarlo, lo pasaba bien con ellos.

Cuando llegué a casa, me encontré a mi madre con la manguera en la mano y a Alicia corriendo en bañador por el jardín. Mi hermana iba de un lado a otro dando gritos mientras mi madre intentaba darle caza con el agua. Distraída como estaba, Alicia vino directa hacia mí. En cuanto la tuve al alcance, la agarré por los hombros y la aupé en el aire.

—¡Leo! —gritó en cuanto se recuperó del susto.

Mi madre cerró el agua y se acercó para darme un beso. Cuando dejé a Alicia en el suelo me di cuenta de que me había empapado la camiseta.

—¿Juegas? —preguntó.

—No voy vestido para la ocasión —me excusé—. Además, vosotras tenéis ventaja, que lleváis un buen rato practicando.

Mi hermana se encogió de hombros y me agarró de la mano.

—Ven, quiero enseñarte lo que he hecho.

Arrastrado por Alicia, me volví hacia mi madre y le sonreí con inocencia.

—La comida estará en diez minutos. Haz que se cambie e id a poner la mesa en cuanto terminéis.

De camino a la habitación de mi hermana pequeña, me crucé con Esther. Se había cortado el flequillo al estilo caballo y su pelo lacio, largo y rubio le tapaba la cara mientras tecleaba ansiosa en su teléfono móvil.

—Hola a ti también —dije cuando pasó a mi lado sin tan siquiera levantar la vista.

Por respuesta, me hizo una peineta y se metió en la cocina. No esperaba más. Esther había sido quien peor se había tomado la verdad sobre Play Serafin. Cuando regresé a Madrid me acusó de mentiroso y de que, por nuestra culpa, ahora era el hazmerreír de sus amigos. Pero me temía que lo que peor le había sentado había sido tener que admitir que Aarón molaba mucho más de lo que ella pensaba.

Mi madre me había dicho que tuviera paciencia, pero Esther no me había vuelto a dirigir la palabra desde que había regresado a España. Y por cómo estaban las cosas, temía que eso no fuera a cambiar pronto. Al menos me quedaba el consuelo de que para Alicia seguía siendo su hermano favorito.

Un rato después, ya en la cocina, mi madre me realizó el consabido interrogatorio de cada sábado:

—¿Comes bien? ¿Te falta dinero? ¿Qué tal el trabajo? ¿Sale algo? Y la universidad, ¿sigues sin plantearte esa posibilidad? ¿Ni siquiera a…?

—¡Voy a ser la imagen de los yogures Nadiur! —la interrumpí.

Las tres me miraron como si les hubiera dado un ataque nervioso.

—¿Esos no son los que come la abuela? —preguntó Alicia.

—¡Y dale! —exclamé yo—. Es un yogur muy saludable y, como quieren que los jóvenes también lo tomen, han decidido que sea yo quien los recomiende ahora.

Esther terminó de tragar y aplaudió tres veces sin ganas.

—Bravo, Leo. Por si a alguien le quedaba alguna duda de que habías tocado fondo. ¿Por qué no dejas de avergonzar a esta familia?

—¿Por qué no te marchas a una cuadra con el resto de tus amigos? —le espeté yo.

—Eres patético.

—Dejadlo los dos inmediatamente —ordenó nuestra madre—. ¿Es que no podemos tener ni una sola comida como una familia normal?

—Es que algunos no son muy normales, mamá —replicó Esther mirándome de soslayo.

—No, algunos trafican con las sábanas y calzoncillos de sus hermanos.

—¿Por qué no me lo cantas, que no lo he pillado?

Cogí aire para soltar alguna burrada, pero mi madre me ordenó que me calmara. Terminé de comerme el postre en silencio mientras Alicia soltaba risitas mirándonos a uno y a otro.

—Entonces lo de la carrera todavía no lo ves, ¿no? —volvió a la carga mi madre.

—Por favor, mamá —le dije—. Te he repetido un millón de veces que por el momento estoy muy bien como estoy. Y si la cosa despega, en nada y menos tendré que volver a Estados Unidos a grabar una película.

A Esther le entró un ataque de risa. Mi madre suspiró con la mirada en el techo y Alicia aplaudió la idea.

Una vez que hubimos terminado de comer, mientras recogíamos la mesa, mi madre hizo la última pregunta que le faltaba, referente a Sophie. Cuando le dije que posiblemente se iría a San Francisco, me miró extrañada.

—Se lo está pensando todavía —añadí—. Pero yo la apoyo. Seguro que le va bien.

—¿Ves lo que hace tener una carrera?

—Mira que eres pesada. ¡Qué manera de ponerme de mala leche, de verdad!

—A mí no me levantes la voz, Leo —me advirtió—. ¿Has hablado con tu padre?

Tuve que hacer un esfuerzo por calmarme y responder de manera civilizada.

—Hace unas semanas. Con Aarón. Una llamada a tres bandas.

Nuestro padre llevaba prácticamente todo el verano en Japón, liado con los trámites para abrir una nueva sucursal de sus clínicas de cirugía estética. Lo bueno era que, ocupado como estaba, apenas tenía tiempo para conectarse de vez en cuando y hacer las preguntas de rigor. Por supuesto, seguía empeñado en arreglar cualquier imperfección que pudiera haber en nuestras vidas desde el otro extremo del mundo, pero yo me aprovechaba de la situación para contarle solo lo que me interesaba.

Un SMS me avisó de que, puntuales como siempre, Oli y David me esperaban fuera. Me despedí de mi madre y de Alicia y salí de casa.

Cuando entré en el coche de Oli, les saludé con un par de besos a cada uno y arrancamos.

—¿Cómo está la familia? —preguntó ella tamborileando sobre el volante al son del último single de Taylor Swift.

En pocas palabras les conté las novedades y les confesé lo agobiado que estaba por que Sophie volviera a Estados Unidos.

—En cualquier caso, es su vida —concluí—, y después de todo lo que yo he pasado para que mis padres me dejaran hacer lo que quería, no voy a comportarme ahora como ellos. Además, no es seguro que vayan a cogerla ni que ella decida marcharse. Hay más candidatos.

Ambos estuvieron de acuerdo conmigo. En silencio tomamos la autopista de vuelta a Madrid. Nuestro destino: un pequeño bar ecológico en el centro que descubrimos un día por casualidad y que ya habíamos hecho nuestro.

—Leo —dijo David cuando aparcamos en Moncloa. Ese gesto tan serio en él me preocupó—. Le he dicho a un… amigo que viniera hoy. Espero que no te importe. No podía quedar mañana y…

—Y te mola —supuse divertido—. No hay problema. ¿Sabe quién soy?

—Mejor de lo que imaginas… —intervino Oli.

Su apunte se quedó corto. Román no era mi fan, era algo más. Era un stalker. Un acosador, de los buenos, pero un acosador. ¡Y me encantaba! No me había sentido tan perseguido desde que abandoné Develstar, y la verdad es que lo había echado de menos.

Tras los saludos de rigor (el chico me tendió la mano temblando como un flan) nos encaminamos al bar. Se trataba de un lugar más bien pequeño, con menos de diez mesas y una terraza. Normalmente preferíamos fuera, pero hacía tanto calor esa tarde que aquello habría sido una tortura. Al menos dentro tenían puesto el aire acondicionado y estaba vacío.

En cuanto nos hubimos acomodado, la simpática camarera belga nos acercó las cartas para que decidiéramos.

—Qué. Sitio. Tan. Cool —dijo Román enfatizando cada palabra con un gesto de las manos.

—Lo mejor que tienen son los zumos. Todos naturales —explicó Oli.

—O la cerveza de cannabis —añadió David.

—¡No me decido! —exclamó de pronto el chico sobresaltándonos a todos—. Va, elegiré lo que tú elijas. —Y me cedió la carta.

Llevaba un enorme tupé, camiseta ajustada, pantalones pesqueros y unas All Star. Parecía majo, pero por cómo había preferido sentarse a mi lado antes que junto a David, sabía que esta sería la última vez que le vería por allí.

Cuando regresó la dependienta, nos tomó nota y volvió a desaparecer tras la barra. Como yo, Román se pidió un zumo de melocotón. Todos guardamos un incómodo silencio antes de que él lo rompiera.

—Vale, no lo aguanto más —dijo, y sacó del bolso que llevaba un CD de Play Serafin—. Fírmamelo.

David puso los ojos en blanco y Oli se rió por lo bajo.

—Sabes que yo no soy el que canta, ¿no? —me vi en la obligación de preguntar.

—¡Calla! —me espetó con las manos en las orejas—. Tú fuiste el artífice de todo, así que tú eres el artista. ¿O no? —preguntó a los otros, que se encogieron de hombros. Mientras yo firmaba, él siguió hablando—. A mí qué me importa si es tu voz o la de Perico el de los Palotes. Tú eres una estrella, y las estrellas no se crean solo por saber cantar o actuar, ¿sabes lo que te digo? ¿Que cantas mal? Pues mira tú qué cosa, anda que no hay gente que canta muy bien y no es ni la mitad de famosa que tú. ¿Puedes poner muchos besos encima de mi nombre? Además, que seguro que cantas superbién, solo que la gente no te lo ha dicho suficientes veces porque te tienen envidia, como siempre. Oye, ¿esa camiseta la has comprado aquí o en Estados Unidos?, porque es increíble. Buah, perdona que esté tan nervioso. ¿Te puedo preguntar algo? ¿Vas a sacar pronto un disco en solitario o ya lo has dejado del todo? Que sepas que toda mi familia es fan tuya.

Cuando se calló, el mundo pareció respirar de alivio (al menos nosotros lo hicimos). Como pude, respondí a sus preguntas. Me guardé el tema de los yogures para otra ocasión, no fuera a salir corriendo a por una caja para que se la dedicara.

Al principio tuvo su gracia. El muchacho estaba entusiasmado de conocerme en persona, y siempre que yo decía algo, él se desternillaba de risa. Pero el asunto comenzó a volverse bastante creepy cuando, un rato después de que nos sirvieran las bebidas, Román bebió de mi vaso en lugar del suyo.

—¡Ay, Dios! —gritó dejándolo sobre la mesa—. Ay, Dios, que he bebido de tu vaso.

Fruncí el ceño.

—Eh… tranquilo, no pasa nada. No tengo ninguna enfermedad —bromeé.

Él se rió, de los nervios.

—Aunque la tuvieras, ¡no me importaría! Pero es tu bebida. Toma, ahora bebe tú de la mía. —Y me acercó su zumo.

Yo insistí en que no pasaba nada. Él insistió en que pasaba y que ahora tenía que beber del suyo.

—Es lo justo.

Yo le dije que no y aparté el vaso. Él volvió a acercármelo hasta casi metérmelo en la boca. Yo lo alejé con una sonrisa nerviosa, pero él volvió a la carga con más fuerza y yo le arreé un manotazo. El vaso salió despedido al suelo, salpicando nuestros pies.

—Que te he dicho que no, joder —estallé sin poder contenerme.

La camarera llegó enseguida con una fregona para limpiar el estropicio, pero mis ojos estaban clavados en los de Román. Yo esperaba que rompiera a llorar, que se tirara al suelo a lamer mis zapatillas. Algo. Pero en lugar de eso, entornó los ojos y apretó la mandíbula.

—Es verdad lo que dicen —masculló con voz grave—. Eres un poco gilipollas. Solo quería ser simpático, ¿eh? —Se puso en pie y cogió su bolso. Rebuscó en el interior y sacó el CD, que tiró sobre la mesa—. ¿Sabes qué te digo? Que te vayas a la mierda. Fracasado.

No esperó mi respuesta. Esquivó a la camarera y abandonó el local. Durante los siguientes segundos, los tres guardamos silencio.

—¿Me puedes explicar de dónde has sacado a ese colgado? —pregunté a David cuando me recuperé.

—De un chat —respondió él, rojo como un tomate—. ¡Pero no sabía que estaba tan pirado! Hablamos un par de veces por Skype y como me dijo que le gustaba tu música y en fotos parecía tan normal…

Oli le acarició la espalda.

—Esta vez te has lucido, chaval. La próxima vez hazles un test psicológico, no vayan a sacarte un riñón después de drogarte.

—De verdad que lo siento —me aseguró él.

Yo le repetí que no tenía importancia y poco a poco fuimos tranquilizándonos. Al cabo de un rato nos estábamos desternillando de lo grillado que estaba el chico y de lo bien que lo habría pasado Aarón si hubiera estado allí.

—¿Sabéis qué es lo peor de todo? —dije—. Que al final nos toca a nosotros pagarle el puñetero zumo.

Volvimos a estallar en carcajadas cuando mi móvil comenzó a vibrar. Vi que era Sophie y me obligué a calmarme.

—¿Soph? ¿Qué pasa?

Que me han cogido, Leo. ¡Me han cogido! —exclamó emocionada.

—¿Dónde? ¿Para qué? —pregunté todavía distraído.

—¡Para el trabajo! ¡Me voy a San Francisco!

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