Shakespeare

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Muerte

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Esto significa que había que planificar con antelación la disposición del texto específico de cada página. Este proceso se denomina casado y cuando no se hacía bien, cosa muy habitual, los compositores se las veían y se las deseaban para lograr que las páginas acabaran casando. A veces bastaba con introducir una contracción aquí o allá, usar la forma arcaica «ye» en lugar de «the», pero a veces era necesario tomar medidas más drásticas. Como, por ejemplo, quitar líneas enteras.

Para imprimir el Primer Folio se repartieron el trabajo tres talleres, cada uno de los cuales tenía compositores de variada destreza, experiencia y dedicación, lo cual dio pie a que muchos volúmenes difirieran entre sí. Si, cosa harto habitual, se detectaba un error durante la impresión de una página, éste se subsanaba allí mismo y en el acto. Así, determinado número de errores generaría un número similar de diferencias entre dos volúmenes cualesquiera. Los impresores de la época (y, de hecho, los de casi todas) eran singularmente obcecados y dogmáticos, y rara vez se abstenían de introducir cambios allí donde les parecía adecuado. Se ha llegado a comprobar, mediante el estudio de los manuscritos que se conservan, que cuando el editor Richard Field publicó un libro del poeta John Harrington sus compositores introdujeron en el texto más de mil correcciones ortográficas y de estilo.

Además de las alteraciones intencionadas realizadas durante el proceso de impresión, había diferencias sutiles de uso y calidad entre los propios tipos, sobre todo si procedían de distintas cajas. Teniendo todo esto en cuenta, Charlton Hinman hizo en la década de 1950 un examen microscópico de cincuenta y cinco folios de Folger mediante una lupa especial de su invención. El resultado fue La impresión y lectura de pruebas del Primer Folio de Shakespeare (1963), uno de los hitos de la lingüística forense del pasado siglo.

Mediante el meticuloso estudio y la comparación de las querencias individuales de cada impresor, así como de las muescas microscópicas que presentaban determinadas letras en cada uno de los cincuenta y cinco volúmenes, Hinman logró relacionar a los distintos compositores con sus respectivos bloques de trabajo, llegando a identificar nueve manos distintas, denominadas A, B, C, D, etc.

Ahora bien, estos nueve compositores no se distribuyeron la tarea de manera equitativa; tal es así que B compuso casi la mitad del texto impreso. El azar pudo querer que uno de ellos fuera un tal John Shakespeare, que había sido aprendiz de Jaggard diez años antes. De ser así, su participación en el proyecto fue totalmente accidental, pues no tenía relación alguna con William Shakespeare. Resulta irónico que el único compositor cuya identidad puede certificarse con relativa certeza —un joven de Hursley, Hampshire, llamado John Leason e identificado por Hinman como la Mano E— fuera, con mucho, el peor de todos ellos. Se trataba obviamente de un aprendiz; y, a juzgar por la calidad de su trabajo, no demasiado promisorio.

Entre otras muchas cosas, Hinman llegó a determinar que no había dos copias del Primer Folio exactamente iguales. «La conclusión de que cada volumen era distinto de los demás resultó inesperada y no pudo alcanzarse sin consultar una buena cantidad de ellos», señaló Rachel Doggett con manifiesta satisfacción. «De manera que la obsesión de Folger por coleccionar Folios acabó prestando una inestimable ayuda a la erudición shakesperiana».

«No deja de sorprender», se sumó Ziegler, «que todo este revuelo tenga que ver con un libro cuya hechura dejaba bastante que desear». Para demostrarlo, abrió sobre la mesa uno de los Primeros Folios y colocó a su lado una copia de las obras completas publicadas por el propio Ben Jonson. La diferencia de calidad entre ambos era notable. El entintado del Primer Folio era deficiente y muchos pasajes apenas se leían o estaban borrosos o mal burzados.

«El papel era de factura manual», continuó, «pero era de mediana calidad». A su lado, el libro de Jonson era un dechado de buen hacer editorial. De cuidado diseño, con mayúsculas floridas y ornamentos de imprenta, incorporaba numerosos detalles útiles, como las fechas de estreno de cada obra, de los que carece la edición del Folio.

Cuando Shakespeare murió, pocos podían imaginar que con el tiempo se convertiría en el máximo exponente de la dramaturgia inglesa. Tanto Francis Beaumont como John Fletcher o Ben Jonson eran autores más populares y reputados. El Primer Folio sólo contenía cuatro loas poéticas, cifra notablemente modesta. Tras la muerte en 1643 del hoy desconocido William Cartwright, cinco docenas de admiradores se apresuraron a ofrecer sus poemas elegiacos. «Son las servidumbres de la reputación», suspira Schoenbaum en su Vida documental.

Pero esto no debería sorprendernos. Toda época se muestra poco sagaz a la hora de juzgar a sus figuras. ¿Cuánta gente apoyaría actualmente las candidaturas al Nobel de Literatura de Pearl S. Buck, Henrik Pontoppidan, Rudolf Eucken, Selma Lagerlof y tantos otros cuya fama ni siquiera quiso acompañarlos hasta finales de su propio siglo?

En cualquier caso, Shakespeare no haría precisamente las delicias de la sensibilidad de la Restauración y sus obras, si es que se representaban alguna vez, sufrían salvajes adaptaciones. Sólo cuatro décadas después de su muerte, Samuel Pepys ya calificaba en su diario a Romeo y Julieta de «lo peor que he oído en mi vida»… hasta que fue a ver El sueño de una noche de verano, que le pareció «la obra más insípida y ridicula que he visto en toda mi vida». Y aunque la mayoría de observadores eran algo más elogiosos, en general preferían las intrincadas tramas y los llamativos giros de la Tragedia de una doncella, Un rey y ningún rey y otras obras de Beaumont y Fletcher que hoy han caído en el olvido salvo para los estudiosos.

Si bien Shakespeare nunca perdió del todo la estima del público (y así lo certifican las ediciones del Segundo, Tercero y Cuarto Folios), tampoco era el autor reverenciado que es hoy. Algunas de sus obras dejaron de representarse durante largo tiempo. Como gustéis no volvió a los escenarios hasta el siglo XVIII. Troilo y Crésida tuvo que esperar hasta 1898 para reaparecer, y en Alemania, a pesar de que entretanto John Dryden había tenido la amabilidad de proporcionar al mundo una versión totalmente revisada. Dryden se atrevió a hacerlo, según dice, porque gran parte del texto de Shakespeare era terriblemente agramatical, había partes soeces y, en general, estaba «tan atiborrado de expresiones figurativas que resulta tan afectado como obscuro». Casi todo el mundo convino en que la versión de Dryden, titulada «Una verdad demasiado tardía», mejoraba con creces el original. «La encontraste en la mugre y la convertiste en oro», lo piropeó el poeta Richard Duke.

También los poemas dejaron de estar de moda. Los Sonetos, dice Auden, «cayeron en el olvido durante un siglo y medio», y otro tanto ocurriría con Venus y Adonis y La violación de Lucrecia hasta que Samuel Taylor Coleridge y sus compinches románticos los redescubrieron a principios del siglo XIX.

Tan desigual era la reputación de Shakespeare que, a medida que pasaba el tiempo, el mundo empezó a perder la noción exacta de qué obras había escrito. El Tercer Folio, publicado cuarenta años después que el Primero, incluía seis obras que Shakespeare nunca escribió (Una tragedia de Yorkshire, El pródigo de Londres, Locrino, Sir John Oldcastle, Thomas lord Cromwell y La viuda puritana), aunque, por fortuna, le hacía un sitio a Pericles, para mayor provecho de los estudiosos y aficionados al teatro de ese tiempo a esta parte. En otras recopilaciones de sus obras, aparecían más títulos apócrifos (como El alegre demonio de Edmonton, Mucedoro, Ifis y Iante y El nacimiento de Merlin). Resolver —y aún no del todo— el problema de la autoría llevaría dos siglos de disquisiciones.

Hubo asimismo de pasar un siglo de su muerte antes de que surgieran los primeros y tímidos intentos biográficos, y para entonces numerosos detalles sobre su vida se habían perdido para siempre. El primero en lanzarse al ruedo fue Nicholas Rowe, poeta laureado y dramaturgo por mérito propio, que en 1709 produjo un esquema de unas cuarenta páginas que debía acompañar la introducción de una nueva edición en seis tomos de las obras completas de Shakespeare. Casi todo el material se nutría de leyendas y rumores, y una gran parte del texto era completamente inexacta. Rowe le adjudicaba a Shakespeare tres hijas en lugar de dos, así como la autoría de un único poema largo, Venus y Adonis, ignorándolo todo al parecer acerca de La violación de Lucrecia (por no mencionar El lamento de una amante). Es a Rowe a quien debemos la atractiva pero fementida especie de que Shakespeare fue pillado mientras cazaba furtivamente ciervos en Charlecote. De acuerdo con el erudito Edmond Malone, de los once hechos de la vida de Shakespeare que consigna Rowe, ocho están equivocados.

Shakespeare tampoco tiene que mostrarse agradecido a todos aquellos que se esforzaron por redimirlo. En consonancia con la tradición iniciada por Dryden, el poeta Alexander Pope pergeñó en 1723 una elegante edición de obras de Shakespeare libre y oportunamente retocadas por él allí donde le dictaba su criterio, que era en casi todas partes. Desechó pasajes que le parecían superfluos (con el argumento de que habían sido creados por los actores y no por el propio autor), reemplazó las palabras arcaicas que no comprendía por palabras modernas de su predilección, eliminó prácticamente todos los juegos de palabras y retruécanos y modificó de manera implacable el fraseo y la métrica a fin de adaptarlos a su particular universo formal. Por ejemplo, donde Shakespeare hablaba de armarse contra un océano de contrariedades, Pope cambiaba «océano» (sea) por «asedio» (siege), evitando así la metáfora mixta.

En parte como respuesta al descarriado empeño de Pope, empezaron a aparecer algunos estudios eruditos y nuevas ediciones. Lewis Theobald, sir Thomas Hamner, William Warburton, Edward Capell, George Steevens y Samuel Johnson aportaron cada cual su valiosa contribución a la tarea de remozar la imagen de Shakespeare.

Especial influencia tuvo la aportación del actor y empresario David Garrick, quien inició en la década de 1740 una larga, afectuosa y muy provechosa relación con la obra de Shakespeare. No diremos que las producciones de Garrick careciesen de idiosincrasia propia. Por ejemplo, no dudó en dotar a El rey Lear de un final feliz, ni de prescindir de tres de los cinco actos de Un cuento de invierno, sacrificando la coherencia narrativa en aras del dinamismo escénico. A pesar de estos despistes, Garrick encarriló a Shakespeare en una trayectoria ascendente que no lleva visos de decaer. Nadie hizo tanto por situar a Stratford en el mapa turístico, para fastidio del reverendo Francis Gastrell, el vicario que era dueño de New Place y a quien el ruidoso e intrusivo desfile de turistas le amargó tanto la vida que en 1759 prefirió tirar la casa abajo antes de soportar un nuevo rostro fisgoneando a través de la ventana.

(Al menos la casa natal logró eludir el destino que le tenía reservado el empresario P. T. Barnum, que en la década de 1840 tuvo la idea de embarcarla entera y llevarla a Estados Unidos, donde pretendía pasearla sobre ruedas por todo el país; tan alarmante era la perspectiva que no tardaron en realizarse colectas en Gran Bretaña para convertir la casa en museo y mausoleo).

El estudio crítico de Shakespeare puede considerarse inaugurado por William Dodd, que a la vez era clérigo, erudito de primer nivel —sus Bellezas de Shakespeare (1752) ejercieron una crucial influencia durante siglo y medio— y un bribón de mucho cuidado. A principios de la década de 1770, atrapado por las deudas, se agenció de manera fraudulenta de 4200 libras, falsificando en una fianza la firma de lord Chesterfield. Tales desvelos lo llevaron al patíbulo, inaugurando así una larga tradición de estudiosos shakesperianos ligeramente excéntricos, por no decir del todo lunáticos.

Pero la verdadera erudición shakesperiana se inicia con Edmond Malone. Malone, irlandés, abogado de profesión y un gran erudito en muchos aspectos, no carecía de una faceta inquietante. En 1763, cuando contaba veintipocos años, Malone se trasladó a Londres, donde desarrolló un gran interés por todo lo relacionado con la vida y obra de Shakespeare. Se hizo amigo de James Boswell y Samuel Johnson, y se congració con todos aquellos que poseían documentos de contrastada utilidad. El director del Dulwich College le prestó los papeles reunidos de Philip Henslowe y Edward Alleyn. El vicario de Stratford-upon-Avon permitió que se llevara los registros parroquiales. George Stevens, otro estudioso de la obra de Shakespeare, se entusiasmó tanto con Malone que le entregó su colección completa de viejas obras. No obstante, poco después ambos protagonizaron un áspero enfrentamiento y durante el resto de su carrera Stevens apenas escribió nada que no contuviera, en palabras del Diccionario de Biografías Nacionales, «numerosas referencias ofensivas a Malone».

Algunas de las aportaciones de Malone a los estudios shakesperianos son de incalculable valor. Antes de que apareciera en escena, nadie sabía casi nada de la familia de William Shakespeare, de sus parientes más próximos. Parte del problema radicaba en que durante las décadas de 158o y 1590 Stratford había albergado a un segundo John Shakespeare, un fabricante de calzados que, si bien río tenía relación alguna con el padre de William, se casó en dos ocasiones y tuvo tres hijos, sino más. Malone agrupó trabajosamente a unos y otros Shakespeares, labor por la que los estudiosos posteriores le estarán eternamente agradecidos, y corrigió con bastante acierto numerosos detalles sobre la vida de Shakespeare.

Envalentonado por los éxitos de su labor detectivesca, Malone se atrevió a embarcarse en una tarea mucho más espinosa, enfrascándose durante años en Un intento de establecer el orden en que las obras de Shakespeare fueron escritas. Por desgracia, el libro iba totalmente desencaminado y carecía de fundamento. Por alguna razón desconocida, Malone decidió que Heminges y Condell no eran de fiar y se dedicó a sustraer obras del canon shakesperiano (como por ejemplo Tito Andrónico y las tres partes de Enrique VI) aduciendo que eran flojas y a él no le gustaban demasiado. Fue más o menos por entonces que convenció a las autoridades eclesiásticas de Stratford de que blanqueasen el busto conmemorativo de William Shakespeare en la Divina Trinidad, despojándolo literalmente de todos sus detalles significativos, pues suponía, erradamente, que en su versión original carecía de color.

Entre tanto, las autoridades de Stratford y Dulwich empezaban a inquietarse ante la extraña resistencia de Malone a devolver los documentos prestados. El vicario de Stratford tuvo que llegar al extremo de amenazarlo con una demanda si no le devolvía los registros de la parroquia. Aunque las autoridades de Dulwich no se vieron obligadas a llegar a tanto, advirtieron con espanto, cuando por fin recuperaron los documentos, que Malone había recortado algunos aquí y allá para quedárselos como recuerdo. «Está claro», escribió R. A. Foakes, «que se han realizado varias incisiones que comprometen las firmas de dramaturgos reconocidos», un acto de despiadado vandalismo que le ha hecho flaco favor tanto a la investigación shakesperiana como a la reputación de Malone.

Aun así, y por asombroso que resulte, Malone fue un dechado de contención comparado con otros como, por ejemplo, John Payne Collier. Éste, cuyas dotes de investigador eran igualmente considerables, se sintió tan frustrado ante la dificultad de encontrar pruebas físicas relacionadas con la vida de Shakespeare que empezó a crear pruebas propias, falsificando documentos para apuntalar sus teorías y, a la postre, su reputación. Finalmente quedó en evidencia cuando el curador de mineralogía del Museo Británico demostró, mediante una serie de ingeniosos experimentos químicos, que varios de los «descubrimientos» de Collier habían sido escritos a lápiz y repasados luego con una tinta que en modo alguno era antigua. Puede decirse que allí nació la ciencia forense. La fecha, 1859.

Aún peor, por así decirlo, fue lo de James Orchar Halliwelll (luego Halliwell-Phillipps), que además de ser un deslumbrante prodigio —había ingresado como miembro tanto en la Royal Society como en la Sociedad de Anticuarios cuando todavía era adolescente— era un ladrón incorregible. Entre sus delitos se cuenta el robo de diecisiete raros volúmenes de manuscritos de la Biblioteca del Trinity College de Cambridge (si bien se ha de decir que nunca lo condenaron por ello) y el pintarrajeo de cientos de libros, incluida una edición en cuarto de Hamlet… de las dos únicas que existen. Tras su muerte, aparecieron entre sus papeles 3600 páginas o fragmentos de páginas arrancadas —en un acto de inexplicable barbarie— de unos ochocientos incunables y libros antiguos, muchos de ellos imposibles de reemplazar. Por otra parte, escribió la biografía definitiva de Shakespeare para el resto del siglo XIX y parte del XX. En justicia, se ha de decir que Halliwell fue acusado pero nunca condenado por robo, si bien la proporción de libros que desaparecían de una biblioteca guardaba una íntima relación con la frecuencia de sus visitas.

Al morir Shakespeare, se dispuso que sus restos reposaran en el coro de la Sagrada Trinidad, una amplia y preciosa iglesia junto al Avon. Su vida —ya va siendo hora de que no nos asombremos de ello— también acaba con un misterio. De hecho, con una breve serie de ellos. En su lápida no se lee nombre alguno, tan sólo un cúmulo de ripios:

Amigo, por Jesús abstente

De hurgar el polvo subyacente.

Bendito aquel que honre estas piedras,

Maldito quien mis huesos mueva.

Su tumba está situada junto a las de su esposa y demás miembros de su familia; no obstante, tal como señala Stanley Wells, el orden en que reposan es cuando menos curioso. Si leemos de izquierda a derecha, los años en que fallecieron los respectivos ocupantes son 1623, 1616, 1647, 1635 y 1649: no hay allí lógica secuencial alguna. Tampoco parece haberla con relación a sus lazos de parentesco. Shakespeare yace entre su esposa y Thomas Nash, marido de su nieta Elizabeth, que murió treinta y un años más tarde. Luego vienen su yerno John Hall y su hija Susanna. Los padres, hermanos y los hijos gemelos de Shakespeare han quedado excluidos del grupo y estarían enterrados en el patio de la iglesia. Completan el grupo otras dos tumbas: las de Francis Watts y Anne Watts. Si bien no se les supone relación alguna con Shakespeare, los estudiosos aún se preguntan quiénes son. Tampoco resulta explicable por qué la lápida de Shakespeare es bastante más baja (unos 7 centímetros) que las del resto.

En el muro norte del presbiterio, de frente al grupo de sepulcros, se encuentra el célebre busto de tamaño real que Edward Malone mandó despintar en el siglo XVIII y hoy vuelto a pintar. Shakespeare aparece sosteniendo una pluma de ganso con expresión escrutadora; más abajo se lee:

Detente, visitante, ¿qué te apremia?

Y lee a quién la injusta Muerte encierra en este

altar: Shakespeare, con quien Natura Muere

también. Su nombre honra la tumba Más que el

valor, pues cuanto ha escrito es premio Del arte

vivo y muestra de su ingenio.

Dado que Shakespeare nunca estuvo dentro del monumento, muchos se han preguntado por el significado de esos versos. Paul Edmonson, que ha realizado un estudio a fondo de la tumba y el monumento conmemorativo, llega a la afortunada conclusión de que el texto es prácticamente imposible de descifrar con precisión. «Para empezar, se identifica como tumba cuando de tumba no tiene nada», apunta. Entre otras interpretaciones, se ha aventurado con frecuencia que el monumento no contendría el cuerpo de Shakespeare sino el cuerpo de su obra: sus manuscritos.

«Mucha gente se empeña en creer que los manuscritos se encuentran en algún sitio», dice Edmonton, «pero no hay nada que indique que podrían estar en el monumento o en cualquier otra parte. Más vale hacerse a la idea de que se han perdido para siempre».

En cuanto a los héroes de este capítulo, Henry Condell murió en 1627, cuatro años después de la publicación del Primer Folio, y John Heminges lo siguió tres años más tarde. Ambos fueron enterrados en la histórica iglesia londinense de Saint Mary Aldermanbury. Ésta se quemó en el Gran Incendio de 1666 y fue reemplazada por una estructura de Christopher Wren que, a su vez, fue pasto de las bombas alemanas durante la II Guerra Mundial.

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