Shakespeare

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Pretendientes

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PRETENDIENTES

Es notable la cantidad de gente que manifiesta una extraordinaria —y al parecer insaciable— necesidad de atribuir las obras de William Shakespeare a otro autor. La cifra de libros que plantean —y a menudo afirman— esta eventualidad ronda hoy los cinco mil títulos.

Las obras de Shakespeare son, se aduce, tan ricas en conocimientos específicos (en derecho, medicina, asuntos de estado, vida cortesana, temas bélicos 7 marítimos, historia antigua, vida en el extranjero) que es imposible que las haya escrito un único individuo dotado de una somera educación provinciana. Por tanto, William Shakespeare de Stratford no sería, en el mejor de los casos, más que una cordial marioneta, un actor que prestó su nombre para encubrir a alguien de mayor talento, alguien que no podía, por las razones que fuese, darse a conocer en público como dramaturgo.

Esta polémica ha gozado de una respetuosa difusión en las más altas instancias. La cadena estadounidense de televisión PBS produjo en 1996 un documental de cuatro horas en el que se sugería de manera explícita que Shakespeare quizá no fuera Shakespeare. Tanto la revista Harper’s como el New York Times han contribuido con generosidad a exponer los argumentos antistratfordianos. En 2002, el Instituto Smithsonian organizó un seminario titulado «¿Quién escribió todo Shakespeare?», pregunta que la uxoria de eruditos desecharía de plano por ser palmariamente tautológica. El artículo más leído de la revista británica History Today fue uno sobre la cuestión de la autoría. Hasta el Scientific American se metió en la gresca con un artículo en el que se proponía que la persona retratada en el famoso grabado de Martin Droeshout podía ser —duele decirlo— la reina Isabel I. Quizás el hecho más asombroso de todos sea que el teatro Globe de Londres, erigido a modo de monumento shakesperiano y con aspiraciones de ser un centro de estudios a nivel mundial, se convirtiera, bajo la batuta de su director artístico Mark Rylance, en una suerte de cuartel general del sentimiento antistratfordiano.

Cabe decir, por tanto, que casi todo lo que representa el pensamiento antishakesperiano, e incluso podría decirse que todo él, cada mínima parte, se nutre de manipulaciones eruditas o interpretaciones dolosas de los hechos demostrados. Un articulista del New York Times informó a sus lectores en 2002 que Shakespeare «jamás poseyó un libro». No hay modo de refutar esta afirmación, toda vez que no se sabe nada de sus posesiones circunstanciales. Pero otro tanto podría haberse dicho con respecto a su calzado o sus pantalones. No hay prueba alguna que demuestre que no pasó la vida desnudo de cintura para abajo, o que no poseyó un libro, aunque lo más probable es que sean pruebas —y no libros o vestimentas— las que falten.

Daniel Wright, profesor de la Universidad de Concordia, en Portland, Oregon, y activo antistratfordiano, escribió en la revista Harper’s que Shakespeare era «un sencillo comerciante de grano y lana sin estudios» y «un individuo bastante corriente, sin relación alguna con el mundo literario». Estas afirmaciones dan cuenta de una indudable capacidad imaginativa. De manera similar, en la generalmente intachable History Today, William D. Rubinstein, profesor de la Universidad de Gales en Aberystwyth, aseveraba en el párrafo inicial de su estudio antishakesperiano: «De los setenta y cinco documentos contemporáneos a Shakespeare que lo nombran, ninguno hace referencia a su carrera de autor».

Nada más lejos de la verdad. En los apuntes contables del Maestre de Festejos de 1604-1605 (el registro de las obras que se representaron ante el rey, documento oficial donde los haya), Shakespeare aparece nombrado en siete ocasiones como autor de las obras presenciadas por Jacobo I. La página de portada de los Sonetos también lo identifica como autor, así como las dedicatorias de La violación de Lucrecia y Venus y Adonis. Otro tanto ocurre en varias ediciones en cuarto de las obras, en alusiones de Francis Meres en su Palladis Tamia y, a pesar del tono que se gasta, en Los cuatro peniques de sabiduría de Robert Greene. Y John Webster lo señala como uno de los grandes dramaturgos de su tiempo en su prefacio a El demonio blanco.

Lo que en verdad falta en los registros de la época no son referencias a Shakespeare como autor de sus obras sino documentos que las atribuyan a cualquier otra persona. Tal como señala el erudito shakesperiano Jonathan Bate, prácticamente nadie «en vida de Shakespeare o durante los dos siglos que siguieron a su muerte puso en duda su autoría».

¿De dónde sale entonces todo este furor antistratfordiano? La historia se inicia, de manera un tanto inesperada, con una extraña e inverosímil mujer estadounidense llamada Delia Bacon. Bacon nació en 1811 en las praderas fronterizas de Ohio, en una cabaña de madera que albergaba como podía a una numerosa familia. La familia era pobre y lo fue aún más tras la muerte del padre de la joven Delia.

Delia era lista y según parece bastante guapa, aunque no muy equilibrada. Siendo adulta dio clases en colegios y escribió un poco de ficción, si bien relegada a la soltería y el anonimato de New Haven, Connecticut, donde vivía con su hermano, que era pastor de la iglesia. El único acontecimiento destacable de su vida recogida data de la década de 1840, cuando surgió en ella una atracción apasionada y algo obsesiva por un estudiante de teología al que le llevaba varios años. El asunto, por llamarlo así, acabó de manera humillante para ella cuando descubrió que el joven entretenía a sus amigos leyéndoles pasajes de sus febriles y apasionadas cartas. Jamás se recuperó de tamaña crueldad.

Poco a poco, y por razones desconocidas, empezó a germinar en ella el convencimiento de que Francis Bacon, su célebre tocayo, era el verdadero autor de las obras de William Shakespeare. La idea no era del todo original: cierto rector provincial de Warwickshire, el reverendo James Wilnot, ya había cuestionado la autoría de Shakespeare allá por 1785. Pero sus dudas no trascendieron hasta 1932, de modo que Delia llegó a su conclusión por generación espontánea. A pesar de que no se le conocían lazos de parentesco con Francis Bacon, la coincidencia de apellidos debió de jugar sin duda un papel determinante.

En 1852 viajó a Inglaterra y se embarcó en una larga y decidida campaña para demostrar que William Shakespeare era un fraude. Aunque lo más fácil es desautorizar a Delia calificándola de frívola y delirante, algo debían de transmitir su manera de ser y su aspecto físico pues consiguió ganarse la confianza de muchas personas influyentes (que, todo hay que decirlo, acabarían lamentándolo). Charles Butler, un próspero empresario, fue quien costeó los gastos del viaje a Inglaterra, y seguramente no escatimó en medios pues Delia permaneció allí durante casi cuatro años. Ralph Waldo Emerson la recomendó a Thomas Carlyle, que a su vez se ocupó de ella a su llegada a Londres. El método de investigación de Bacon era, por llamarlo de algún modo, un tanto singular. Permaneció diez meses en St. Albans, el pueblo natal de Francis Bacon, tiempo durante el cual, según afirmó, no había hablado con nadie. No rastreó información alguna en museos o archivos y declinó amablemente las propuestas de Carlyle de presentarle a los estudiosos más destacados. En cambio, buscó los sitios donde Bacon había pasado algún tiempo y «absorbió las atmósferas» en silencio, puliendo sus teorías por mera osmosis intelectual.

En 1857 dio a luz su magnum opus, La filosofía de las obras de Shakspere (sic) revelada, publicada por Ticknor y Fields, de Boston. Era una obra vasta, ilegible y extraña por dónde se la mirase. Para empezar, no mencionaba ni una sola vez en las 675 apretadas páginas a Francis Bacon, y el lector tenía que deducir que era él a quien tenía ella por autor de las obras de Shakespeare. Nathaniel Hawthorne, que era a la sazón cónsul estadounidense en Liverpool, le proporcionó un prefacio y casi de inmediato deseó no haberlo hecho, pues el libro fue calificado unánimemente de chapucero fiasco. Hawthorne incluso llegó a justificarse diciendo que no lo había leído. «Ésta es la última de mis locuras benévolas, y nunca más le haré un favor a nadie mientras viva», le confió por carta a un amigo.

Exhausta por el esfuerzo de su empeño, Delia regresó a su tierra natal y se recluyó en la demencia. Murió pacífica pero penosamente en 1859 bajo cuidado estatal, convencida de ser el Espíritu Santo. A pesar del fracaso del libro y de su farragoso contenido, de algún modo la idea de que Bacon había escrito las obras de Shakespeare caló hondo. Mark Twain y Henry James se unieron al coro de convencidos de la tesis baconiana. Se extendió la convicción de que las obras de Shakespeare contenían códigos secretos que revelaban al verdadero autor (que por entonces no era otro que Francis Bacon).

Mediante ingeniosas fórmulas en las que echaban mano de números primos, raíces cuadradas, logaritmos y otras cifras arcanas se abrían paso, como en un tablero de ouija, a los mensajes ocultos en el texto que, como era esperable, confirmaban sus axiomas. En El gran criptograma, un popular libro de 1888, el abogado y congresista estadounidense Ignatius Donnelly revelaba la existencia de mensajes como éste entre las líneas de Enrique IV, Segunda Parte: «Seas ill (fonéticamente Cecil, por William Cecil, lord de Burghley) said that More low o Shak’st Spur never writ a word of them» (Cecil dijo que Marlowe o Shakespeare no escribieron ni una palabra de ellos). Sin embargo, la admiración que pudo despertar el método descodificador de Donnelly tambaleó cuando otro descifrador aficionado, el reverendo R. Nicholson, encontró, aplicando exactamente el mismo método, mensajes tales como «El Maestro William Shak’st-spurre escribió la Obra y trabajaba en el Curtain».

No menos meticuloso en su inventiva fue sir Edward Durning-Lawrence, que en otro popular libro, Bacon es Shakespeare, publicado en 191o, daba cuenta de los esclarecedores anagramas que pululaban en las obras. En particular, descubrió que «honorificabilitudinitatibus», una abstrusa palabra que aparece en Trabajos de amor perdidos, puede convertirse en el hexámetro latino «Hi ludi F. Baconis nati tuiti orbi» o, lo que es lo mismo, en «Estas obras, creación de F. Bacon, se preservan para el mundo».

También se ha escrito a menudo que Stratford no aparece en ninguna obra de Shakespeare, en tanto que en ellas se cita a St. Albans, de donde era originario Bacon, en diecisiete ocasiones (Bacon era vizconde de St. Albans). El hecho es que las alusiones a St. Albans son quince y no diecisiete, y que doce de ellas hacen referencia explícita a la Batalla de St. Albans, un hito histórico de vital importancia en la trama de las segunda y tercera partes de Enrique IV (las restantes tres se refieren al santo de ese nombre). En base a argumentos de este tipo, podríamos inferir que Shakespeare era en realidad alguien de Yorkshire, pues York aparece en sus obras catorce veces más que St. Albans. Hasta Dorset, un condado que no juega un papel fundamental en ninguna de las obras, goza de más menciones que St. Albans.

Con el tiempo, la teoría baconiana adquirió un carácter de culto, y sus más atrevidos seguidores llegarían a sugerir que Bacon no sólo escribió todo lo de Shakespeare sino también lo de Marlowe, Kyd, Greene y Lyly, así como la Reina de las hadas de Spenser, Anatomía de la melancolía de Burton, los Ensayos de Montaigne (en francés) y la Biblia del Rey Jacobo. Algunos incluso pretendían que era hijo ilegítimo de Isabel I y su amado Leicester.

Una de las objeciones más obvias a la teoría baconiana es que Bacon ya tenía una vida lo bastante rica como para hacerse cargo además del canon shakesperiano, por no mencionar las obras de Spenser, Montaigne y los demás. Existe asimismo una incómoda desconexión entre Bacon y todo ser humano relacionado con el teatro, lo cual no ha de sorprendernos pues no parece haber sido un entusiasta del arte dramático, que tilda en muchos de sus ensayos de pasatiempo ligero y frívolo.

Debido a estos y otros argumentos, los más suspicaces empezaron a mirar en otras direcciones. En 1918, un maestro de escuela de Gateshead, en el noreste inglés, llamado además de manera harto significativa J. Thomas Looney (es decir, lunático), daba los últimos toques a la obra de su vida, un libro titulado Shakespeare identificado, en el que demostraba para su enorme satisfacción que el verdadero autor de Shakespeare era el decimoséptimo conde de Oxford, Edward de Vere. Tardó dos años en encontrar un editor dispuesto a publicarle el libro sin cambiarle el apellido. Looney se resistió tozudamente a adoptar un seudónimo, aduciendo, quizás al límite de la desesperación, que su nombre no tenía nada que ver cqn la demencia porque, de hecho, se pronunciaba loney (es decir, solitario; el caso es que Looney no estaba solo en el panteón de los apellidos sugerentes: tal como señaló Samuel Schoenbaum en cierta ocasión y con indisimulado placer, entre otros eminentes antistratfordianos de la época figuran Sherwood S. Silliman —simplón— y George M. Battey —maltrecho).

El planteo de Looney se basaba en el argumento de que William Shakespeare carecía de la sensibilidad mundana y el lustre necesario para escribir sus propias obras, que por tanto debían de pertenecer a alguien provisto de mayor formación y experiencia: un aristócrata como mínimo. Oxford tenía, todo hay que decirlo, varios puntos a favor como candidato: era listo y tenía cierta fama como poeta y dramaturgo (aunque ninguna de sus obras ha sobrevivido y su poesía no tiene marchamo de grandeza, al menos no de la grandeza shakesperiana), era viajado y hablaba italiano y se movía en los círculos adecuados para conocer las costumbres cortesanas. La reina Isabel lo admiraba e incluso se decía que «se deleitaba… en su persona, con esa destreza bailarina y esa animosidad», y una de sus hijas estuvo comprometida durante un tiempo con Southampton, a quien Shakespeare dedica dos de sus poemas largos. Sus conexiones, no cabe duda, eran impecables.

Pero Oxford tenía puntos flacos que no parecen casar bien con la voz compasiva, ponderada, serena y sabia que resuena de manera tan afable y seductora en las obras de Shakespeare. Era arrogante, petulante y caprichoso, un gastador compulsivo y un libertino de cuidado, poco apreciado y dado a desagradables estallidos de violencia. A los diecisiete años mató en un ataque de furia a un sirviente de su casa (pero eludió el castigo tras convencer al jurado que la víctima había corrido hacia su espada). No hay nada en su conducta que deje entrever, en algún momento de su vida, la menor pizca de compasión, empatia o generosidad de espíritu, ni la entrega responsable al trabajo arduo que implicaría escribir con entusiasmo tres docenas de obras, además de las que escribió bajo su propio nombre, mientras no perdía bocado de lo que ocurría en la corte.

Looney nunca aportó pruebas que explicasen por qué una persona de tan ilimitada vanidad como Oxford podía querer ocultar su identidad. ¿Por qué iba a estar dispuesto a entregar alegremente al mundo en su nombre unas cuantas obras y poemas olvidados y relegar toda su fantástica y genial obra de madurez al anonimato? A este respecto, Looney se limitaría a decir: «En todo caso, eso es asunto suyo, no nuestro». Pero si hemos de creer en Oxford, es asunto nuestro. Qué remedio.

Los problemas con Oxford no cesan aquí. Consideremos el caso de sus dos poemas narrativos. Cuando apareció Venus y Adonis, Oxford tenía cuarenta y cuatro años y era un duque de rango superior a Southampton, que aún era un aterciopelado mozalbete. El tono sicofántico de la dedicatoria, con su disculpa por escoger «tan poderoso puntal para tan ínfima carga», y su promesa de «sacar provecho de todas mis horas libres hasta poder honraros con una obra más enjundiosa», no coinciden con cómo cabría esperar que un aristócrata de alcurnia, y, sobre todo, tan soberbio como Oxford, se dirigiese a otro de rango inferior. También queda sin respuesta la pregunta de por qué Oxford, patrono de su propia compañía teatral, los Earl of Oxford’s Men, se molestaría en escribir sus mejores obras para la troupe rival de los Chamberlain’s Men. Sin mencionar las numerosas referencias textuales que avalan la autoría de William Shakespeare, como por ejemplo la broma sobre el nombre de Anne Hathaway en los Sonetos. Demasiado buen fingidor tendría que haber sido Oxford como para pergeñar retruécanos referentes a la esposa del testaferro de su obra.

En cualquier caso, el punto más endeble de la teoría oxfordiana es que Edward de Vere murió incuestionablemente en 1604, cuando muchas de las obras de Shakespeare aún ni habían aparecido, e incluso difícilmente podían haberse escrito, pues llevan impresa la huella de acontecimientos posteriores. La tempestad, como es sabido, está inspirada en el relato de un naufragio en Bermuda que un tal William Strachey escribió en 1609. Macbeth, a su vez, se hacía eco a todas luces de la Conspiración de la Pólvora, un suceso que Oxford no llegó a vivir.

Los oxfordianos, de los cuales aún quedan unos cuantos, aducen que o bien de Vere dejó un montón de manuscritos, aireados a intervalos regulares a nombre de William Shakespeare, o que la datación de las obras ha de estar equivocada y que seguramente vieron la luz cuando Oxford aún no había exhalado su último suspiro. En cuanto a las inapelables menciones en los textos a acontecimientos posteriores al fallecimiento de Oxford, no cabe duda alguna de que fueron añadidas en su momento por manos ajenas. Es agarrarse a ese clavo ardiente o reventar.

A pesar de las evidentes lagunas, tanto argumentales como investigativas, del libro de Looney, el apoyo que obtuvo es sorprendente. El Nobel británico John Galsworthy lo alabó, y otro tanto hizo Sigmund Freud (aunque Freud desarrolló luego la interesante pero solitaria teoría de que Shakespeare era de linaje francés y en realidad se llamaba Jacques Pierre). El profesor L. P. Bénézet del Darmouth College estadounidense se convirtió en un adalid del oxfordismo. A él se debe la teoría de que el actor Shakespeare era un hijo ilegítimo de de Vere. Orson Welles se entusiasmó con la idea y entre los últimos fans se cuenta el actor Derek Jacobi.

Un tercer y, durante un breve período de tiempo, bastante popular candidato a la autoría shakesperiana fue Christopher Marlowe. Su edad era perfecta (era apenas dos meses mayor que Shakespeare), tenía el talento requerido y sin duda habría tenido todo el tiempo del mundo a partir de 1593, de no haber estado demasiado muerto para ocuparlo en algo, claro. La idea, no obstante, es que la muerte de Marlowe fue fingida y que éste pasó los siguientes veinte años escondido en Kent o en Italia, dependiendo de las versiones, pero en todo caso bajo la protección de su mecenas y posible amante Thomas Walsingham, dedicado a sacar adelante casi toda la obra de Shakespeare.

El abanderado de esta opción era un agente de prensa neoyorquino llamado Calvin Hoffman que obtuvo en 1956 permiso para exhumar la tumba de Walsingham, donde esperaba encontrar los manuscritos y las cartas que demostrarían su acierto. El caso es que no encontró nada, ni siquiera a Walsingham, que al parecer estaba enterrado en otro sitio. Sin embargo, el traspié no le impidió escribir un best-seller, El asesinato del hombre que era «Shakespeare», que el Times Literary Supplement desestimó históricamente como «una sarta de tonterías». Pero gran parte de la propuesta de Hoffman tenía, admitámoslo, su chiflado encanto. Por ejemplo, el célebre «Mr W. H.» de la dedicatoria de los Sonetos no era otro, según él, que «Mr Walsing-Ham». A pesar de la manifiesta fragilidad del planteo de Hoffman, y del hecho de que apenas queda alguien que lo apoye, el deán y capítulo de la abadía de Westminster se atrevió en 2002 a colocar un signo de interrogación después del año de muerte de Marlowe en un nuevo monumento dedicado a él en el Poet’s Corner.

Y es que la lista de posibles Shakespeares sigue creciendo. Otro de los candidatos propuestos ha sido Mary Sidney, condesa de Pembroke. Sus mentores —un grupo pequeño, todo sea dicho— alegan que así se explicaría por qué se dedica el Primer Folio a los duques de Pembroke y Montgomery: es que eran sus hijos. Además, alegan, la condesa tenía propiedades en Avon y en su divisa había un cisne, de ahí que Ben Jonson se refiriera al «dulce cisne de Avon». La verdad es que Mary Sidney es una candidata atractiva. Era hermosa y tan instruida como bien relacionada: su tío era Robert Dudley, duque de Leicester, y su hermano, el poeta y mecenas de poetas sir Philip Sidney. Mary pasó gran parte de su vida rodeada por personas de inclinación literaria, como por ejemplo Edmund Spenser, que le dedicó uno de sus poemas. Lo único que falta para relacionarla con Shakespeare es algo que la relacione con Shakespeare.

Ronda por ahí otra teoría que insiste en que Shakespeare era demasiado brillante para ser una sola persona y que en realidad era todo un colectivo de talentos estelares en el que militarían casi todos los mencionados hasta ahora: Bacon, la condesa de Pembroke y sir Philip Sidney, amén de sir Walter Raleigh y algunos más. Por desgracia, esta teoría no sólo no está mínimamente documentada sino que además implicaría un pacto de silencio de proporciones monumentales.

Cabe mencionar, finalmente, al doctor Arthur Titherley, un decano de ciencias de la Universidad de Liverpool que dedicó treinta años de investigaciones espaciotemporales a determinar (para satisfacción de nadie salvo la suya propia) que Shakespeare era William Stanley, sexto duque de Derby. En total, los pretendientes a la autoría del corpus shakesperiano superan la cincuentena.

Si algo tienen todas estas teorías en común es la convicción de que el individuo Shakespeare no daría la talla como autor de obras tan brillantes. Lo cual no deja de resultar extraño. La educación de Shakespeare, y espero que este libro haya contribuido a demostrarlo, no fue en absoluto retrógrada ni deficiente. Su padre era un destacado funcionario de una próspera ciudad. Y aunque no hubiera sido así, tampoco es tan inusual que una persona de modestos recursos consiga destacarse de manera brillante en la vida. De acuerdo, Shakespeare no tenía formación universitaria, pero tampoco la tenía Ben Jonson —que era un dramaturgo bastante más intelectual— y a nadie se le ha ocurrido plantear que Jonson fuera un fraude.

Es cierto que William Shakespeare utilizaba a veces terminología especializada en sus obras, pero también se servía de imágenes que reflejaban un evidente y arraigado trasfondo rural. Jonathan Bate cita un pareado de Cimbelino: «Dorados mozos y doncellas llegan / al polvo, como el limpiachimeneas», que cobra sentido añadido cuando nos enteramos que en el siglo XVI en Warwickshire un dorado diente de león era un jovenzuelo, en tanto que uno que estaba a punto de soltar sus semillas era un deshollinador. ¿Quién estaba más próximo a emplear esos términos, un cortesano de noble cuna o alguien que se había criado en el campo? Así, cuando Falstaff recuerda que de niño era lo bastante menudo como para pasar a través «del anillo del pulgar de un concejal», cabe preguntarse si semejante imagen sería propia de un aristócrata o, más bien, del hijo de un concejal de provincias.

El caso es que en todos los textos se percibe al muchacho criado en Stratford. Para empezar, Shakespeare conocía las madrigueras de los animales y sus usos y servicios. Su obra contiene numerosas referencias a los secretos de la curtiembre: limosneras de cuero, badanas grasas, aceite de buey, etc., materia de conversación diaria entre los curtidores pero en modo alguno frecuentes en los ambientes corteses. Shakespeare sabía que las cuerdas de los laúdes se hacían con tripa de vaca y que las cerdas de los arcos eran de pelo de caballo. ¿Acaso Oxford, o cualquier otro candidato, habría podido trasladar dichas peculiaridades a la poesía?

Shakespeare fue, a todos los efectos, un muchacho de campo que no se avergonzaba de ello, y nada en sus obras trasunta el deseo, en palabras de Stephen Greenblatt, de «repudiar ese origen o hacerse pasar por lo que no era». En parte, si Robert Greene y otros como él se burlaban de Shakespeare era, precisamente, porque jamás se privó de usar provincialismos. Les parecía un paleto.

Una curiosa característica de Shakespeare es que casi nunca usaba la palabra also (también). Sólo aparece en treinta y seis ocasiones en sus obras y casi siempre en boca de personajes satíricos cuyo pretencioso verbo invita a la risa. Se trata de un prejuicio curioso que no comparte con ningún autor contemporáneo. Bacon podía llegar a escribir also tantas veces en una sola página como Shakespeare en toda su vida. En una única oportunidad usa la forma arcaica mought en lugar de might (condicional del verbo poder). Solía emplear también hath, aunque en un 20 por ciento de ocasiones se decantó por la más moderna has (tercera persona singular del presente del verbo tener). Con el auxiliar do (hacer) pasa algo similar: usa en general doth para la tercera persona, una de cada cuatro veces la forma dost y muy de vez en cuando la rabiosamente moderna does. En cuanto a hermanos, no duda en preferir, ocho veces a una, el plural antiguo brethren al moderno hrothers.

Tales rasgos distintivos constituyen el idiolecto personal de cada individuo, y el de Shakespeare, como era de esperar, es distinto al de cualquier otra persona. No es imposible que Oxford o Bacon hayan aplicado las peculiaridades idiolécticas shakesperianas cuando escribían bajo su identidad, aunque cabe preguntarse qué razones podrían tener para querer camuflarse hasta tal punto.

En resumen, si bien es factible atribuir, mediante argumentos cuidadosamente tamizados, a cualquiera de los pretendientes el tiempo, el talento y la voluntad de anonimato necesarios para haber escrito las obras de Shakespeare, lo que nadie ha aportado hasta ahora es una prueba fehaciente de que así haya sido. Es preciso ser terriblemente dotado para crear, en los ratos libres, la literatura más sublime que se haya escrito en lengua inglesa, con una voz que no es la propia y tan hábilmente que nadie, ni los propios contemporáneos ni los lectores de los siguientes cuatrocientos años, sean capaces de darse cuenta. En el caso del duque de Oxford, además, anticipándose a su muerte y dejando un bagaje de obras suficiente para ir difundiendo nuevas obras a un ritmo estable durante décadas hasta que el propio Shakespeare se decidiera a pasar a mejor vida. Eso sí que es genio.

Si fue una conspiración, menuda debió ser. Tenían que estar en el ajo Jonson, Heminges, Condell y la mayoría de los miembros de la compañía de Shakespeare, más un número considerable de amigos y parientes. Ben Jonson fue capaz de mantener el secreto hasta en sus diarios privados. «Recuerdo», escribe allí, «que los intérpretes mencionaban a menudo con admiración que al escribir (escribiera lo que escribiese), Shakespeare jamás había borroneado una línea. A lo que yo respondí que ojalá hubiera borroneado miles». Curioso comentario para hacer doce años después de la muerte del aludido si uno sabe que no fue Shakespeare quien escribió las obras. En el mismo pasaje añade: «Pues yo amaba a ese hombre, y honro su memoria (al punto de la idolatría) tanto como cualquiera».

Eso en cuanto a la parte shakesperiana del complot. Ningún conocido de Oxford, Marlowe o Bacon jamás deslizó, que se sepa hasta ahora, la menor mención de algo semejante. Resulta realmente admirable la ingenuidad de los entusiastas antistratfordianos que, de estar en lo cierto, habrían logrado destapar, cuatrocientos años después de perpetrado, el mayor fraude literario de la historia sin necesidad de aportar nada semejante a una mínima prueba.

Sin duda, cualquiera que reflexione sobre la obra de Shakespeare no podrá por menos de asombrarse de que una sola persona haya sido capaz de crear un corpus tan suntuoso, sesudo, variopinto, interesante y gozoso, pero he ahí, desde luego, la prerrogativa del genio. Sólo hubo un hombre cuyas circunstancias y dones se aunaron para ofrecer tan incomparable obra, y ese hombre fue William Shakespeare de Stratford… quienquiera que fuese en realidad.

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