Sexy girl

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Cuando terminé de comerme el Gran Corazón de Circo Aleinad transformado en un carbón dulce de Navidad sentí que todas las mariposas de amor de los espectadores que habían asistido al maravilloso espectáculo de nuestro circo me revoloteaban por el cuerpo. ¡Se habían metido dentro de mí! ¡Ahora formaban parte de mi ser! Estaban en mi corazón y mi pensamiento. ¡Corrían por la sangre que llenaba mis venas!

He renacido, me dije, poniéndome de pie. ¡El mundo volvía a estar a mis pies! ¡Me sentía llena de vida, pletórica! Nada estaba perdido. Al contrario. Me encontraba al comienzo de un nuevo camino. Un camino sin explorar. Y necesitaría todas mis fuerzas para afrontarlo. Ahora los besugos no me importaban. ¡Podían tragarse su humo y su estupidez! ¡No conseguirían vencerme! ¡Nunca! ¡Yo era superior a ellos y se lo iba a demostrar!

Yo, Daniela, una simple niña de nueve años, iba a poner las cosas en su sitio. ¡Reuniría las piezas dispersas del Lego que era el mundo para construir una nueva realidad!

Porque la vida, al fin y al cabo, es un juego, pensé.

Y yo había aprendido a jugar…

Miré hacia lo alto. Estaba amaneciendo en el fondo del mar. Embargada por una alegría desconocida, me puse a bailar, a dar saltos, a cantar, ante la mirada horrorizada de los besugos, que no salían de su asombro. No podían creerse lo que estaba sucediendo. Les resultaba inconcebible.

—¡Vuestra presencia no me afecta! –les grité—. ¡Para mí habéis dejado de existir! ¡No significáis nada! ¡No tenéis el menor poder!

Los besugos me parecían ridículos con sus trajes y sus corbatas. No me daban miedo. Me daban risa. Me los imaginaba tragándose sus maletines repletos de billetes hasta reventar. Sintiéndome niña, les saqué la lengua, les insulté, les hice un corte de mangas, les escupí. Y ellos no reaccionaron. Estaban ahí parados, mirándome con sus ojos vacíos. Ya no los veía como un muro. Al renacer, gracias a las mariposas de amor de los espectadores de Circo Aleinad, yo había logrado derribar el muro.

¿Qué eran entonces esos besugos? ¿Cascotes? ¿Basura? Sí, había algo de cascotes y basura en ellos, en sus caras indefensas y estúpidas. Pero eran más ridículos que eso.

Eran verdaderos patitos feos…

¡Claro! Acababa de dar con su verdad oculta. Las personas que llegaban a ser besugos no eran más que patitos feos. Detrás de sus máscaras. Por debajo de su poder de humo. ¿Y qué princesa puede enamorarse de un patito feo? ¡Ninguna!

Por eso los pobres y los esclavos pagan el pato, pensé. Era la manera que tenía aquella pandilla de patitos feos de volverse cisne. Era su cruel venganza contra ese destino que les impedía recibir la bendición del amor.

—¡Farsantes! ¡Resentidos! –exclamé al percibir su ridícula pequeñez de patito feo.

Entonces se produjo la transformación. Desaparecieron los trajes, las corbatas y los maletines repletos de dinero. Y los temibles besugos quedaron reducidos a patitos horribles, de un color sucio, con cuatro plumas peladas y mal puestas. Tenían las alas atrofiadas. Sus patas eran demasiado gruesas y demasiado cortas. Sus ojos estaban torcidos. El pico era ancho y abombado. En la cabeza les había crecido un mechón de pelo como estropajo. Y la cola era tan despareja que resultaba chistosa.

—No me puedo creer que vosotros hayáis llevado a la ruina al mundo –les dije, pasmada.

Los patitos feos se pusieron a decir cua—cua, montando alboroto, como niños malcriados.

Es alucinante, me dije, frotándome la cara. Pero cierto. Aquella pandilla de patitos feos gobernaba el mundo. Con sus bancos y su maquinaria de poder. Eran muchos los pobres y esclavos que estaban sometidos a ellos, a sus perversas reglas del juego que los habían transformado de patitos feos en temibles besugos.

No estoy dispuesta a que un patito feo resentido compre mi felicidad, pensé, echándome a reír delante de los picos de aquellas ridículas criaturas.

—¡Vuestro dinero no representa nada para mí! –les dije—. ¡Nunca conseguiréis hacerme sentir en deuda con vosotros! ¡No dejaré que aseguréis mi infelicidad con vuestros seguros, vuestros préstamos y vuestras tarjetas de crédito! ¡Seré libre! Seré un cisne, aunque os pese, y algún día conquistaré el amor que vosotros no os merecéis, que nunca podréis tener, ridículos patitos feos.

Al oírme, los patitos feos enloquecieron de rabia. Pero sólo podían decir cua—cua y montar alboroto como niños malcriados. Porque yo les había quitado sus máscaras y los veía tal como eran.

Ojalá los pobres del Tercer Mundo y el Cuarto Mundo y los esclavos del Primer Mundo pudiesen verlos ahora, pensé. Entonces se acabarían para siempre los cuentos chinos de esos ridículos patitos feos que vivían resentidos por lo que eran en realidad, por debajo de las apariencias, de su engañosa máquina de poder formada por humo y números.

Le habían dado la vuelta a la realidad. Su estrategia consistía en hacer que los demás se sintiesen en deuda con ellos…

—¡Yo desmontaré vuestras mentiras! –les dije—. ¡Algún día! ¡Os lo prometo! Palabra de Daniela. Palabra de Aleinad.

Y los patitos feos sólo pudieron agitar sus alas atrofiadas y decir cua—cua.

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