Sexy girl

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Aquí estoy yo, delante de once kilos de eurazos, como una reina de Java, y Kurt como un jeque árabe.

No hemos conseguido el tomo dos. Saturna ya lo ha vendido. ¡Anda que se ha dado prisa! Y los beneficios los ha convertido en sus modelitos Versace y el Rolex de oro y el Maserati del setenta y uno.

Herc se empeñó en que por lo menos nos dieran el Maserati, porque se había encariñado con el coche, pero era un lío y además en breve él podrá comprarse todos los Maseratis que le dé la gana.

Por lo menos le hemos enseñado los dientes a esa pandilla de instaladores de enchufes. Han visto cómo nos las gastamos. Nos hemos ganado a pulso y con merecimiento su respeto y el de todo el gueto y eso es importante.

Seguro que no vuelven a acercarse a nosotros a menos de diez metros. Son unos aficionados, me digo, lapidariamente.

Lo mejor de todo es que hemos restaurado el buen nombre de la abuela, que habían tirado por los suelos como si fuera un viejo monumento aplastado por una manada de búfalos. Ahora la abuela puede ir a comprar el pan con la cabeza bien alta. Y puede presumir en sus cotilleos de su genial nieto, como dice Kurt, y de su genial novia, esta menda lerenda que viste y calza.

Ahora la abuela trajina de un lado a otro de la casa, embalándolo todo. Ha decidido trasladarse a Venecia. Asegura que Venecia es la tierra del amor y que allí encandilará a un gondolero romántico vestido con camiseta a rayas rojas y blancas. ¡La abuela es de ideas fijas!

Se ha traído montones de cajas que le ha pedido al farmacéutico, al estanquero y al de la casquería. Incluso ha bajado a las tres de la madrugada, cuando todas las cajas de los comercios están por ahí tiradas, y se ha agenciado un buen montón.

Ahora para llegar a nuestro dormitorio Kurt y yo tenemos que realizar la arriesgada empresa de cruzar una muralla de cartón. Y cuando comemos la abuela nos pasa la sal y el vinagre a través de una caja de Ducados y otra de Pharmaton Complex.

Las cajas de la casquería huelen que apestan. Como no nos vayamos mañana mismo a Venecia esto se puede convertir en un vertedero. El ambiente es tan irrespirable que nos cuesta conciliar el sueño.

La abuela ha embalado hasta la lavadora y la nevera. Sólo ha dejado libre la tele, porque a las tres de la madrugada van a echar un anticipo del próximo culebrón.

Pero digo yo que antes de emigrar a Venecia tendremos que vender los libros, ¿no?, reflexiono, a la luz de estos acontecimientos.

Me quedo mirando los once mamotretos. Los hemos apilado junto a la pared del pasillo y llegan hasta el techo. La araña que ha arrendado por el morro esas tierras ya se ha puesto manos a la obra para tejer una pasarela que conecta su gran telaraña del techo con el tomo doce de Beato.

Es increíble ver este cerro de polvo y papeles en pleno proceso de desintegración. ¡Y pensar que vale nada menos que un millón de euros cada tomo!

La vida es lo más ridículo que se ha inventado, colijo, tras arduas meditaciones.

De repente se viene abajo la puerta de la calle.

—¡Al suelo! ¡Al suelo! –gritan.

Dios, esto parece una redada de la bofia. Se nos echa encima un montón de polis armados hasta los dientes. La abuela se pone a chillar como las fans en un concierto de sus ídolos.

—¡Al suelo! ¡Al suelo! —no paran de repetir los polis.

—¡Horizontal! ¡Eh! ¡Horizontal! ¡So—so—cor—cor—ro—ro!

La abuela corre a esconderse debajo de los cartones. Kurt ha hecho mutis por el foro y también por el forro y por el morro. Yo no tengo tiempo de reaccionar. Cuando me quiero dar cuenta tengo los cañones de la escopeta recortada metidos en la boca.

Un momento, aquí hay algo que no encaja. Miro a los invasores, recelosa. Todos estos pistoleros son la banda de matones del Rapper’s Club. Reconozco al tipo del manga, el del sombrero y el matón que se ponía en la salida.

Saturna entra la última, ceremoniosamente, como una diva. ¿Se cree la última Pepsicola del desierto o qué?

Ni corta ni perezosa Saturna agarra del pescuezo a Kurt, que se había escondido detrás del perchero.

—¿Pensabas que te saldrías con la tuya? —ruge, o más bien ladra, delatando su baja extracción social.

Se ha puesto unas botas Dr. Marteens como las que llevan los calvos. Se acerca a mí y me mira fijamente con sus ojos de lechuza desmayada. Luego saca la pistola y le suelta a Kurt una galleta que a buen seguro le hace ver la osa mayor y la menor y la de en medio.

Kurt se queda planchado en los cartones. Entonces la suela de las Marteens de Satur le endiñan en los riñones, mostrándole a Kurt esta vez la constelación de Sagitario.

Yo intento decir algo para protestar, pero mis cuerdas vocales parecen carámbanos. Saturna me mira con suficiencia. En sus ojos hay una expresión aviesa y triunfal.

—¿Te encuentras bien, mamarracho? –dice, echando una ojeada despectiva a Kurt.

Procuro sonreír y mostrarme amistosa para evitar represalias mayores, ya se sabe que cuando hay buena intención se acaban limando asperezas. Pero mi disposición favorable choca contra un muro de hostilidad.

Saturna arrima a Kurt a la pared y lo deja allí sentado, con la espalda bien pegada a la pared. Según parece el pobre Kurt se siente un muñeco de trapo, un pelele, un fantoche.

Entonces viene lo peor. Una paliza de escándalo, digna de registrarse en los anales de la brutalidad. Saturna con cada patada parece más rabiosa.

—¡Horizontal! —aúlla la abuela, desesperada, mientras a mí me agarran de los brazos los matones para evitar que salga en defensa de mi novio maltrecho.

—Es suficiente –oigo que dice Groucho.

Saturna se da por satisfecha. Kurt se cae en redondo, aunque no es muy grande la caída, pues se encuentra tendido cuan largo es en el colchón de cartones. Más bien parece una caída del nivel de consciencia. Seguro que todo da vueltas en su cabeza y su cerebro zumba como un moscardón. Imagino cómo debe de sentirse. En momentos de extrema debilidad tu conciencia abandona el cuerpo y revolotea por el aire como una mariposa. La sensación no es del todo desagradable.

—Espero que hayas aprendido la lección —dice Saturna, sentenciosa.

El gánster del sombrero y un matón están llevándose los once tomos del Liébana. ¿Por qué no se nos habrá ocurrido esconderlos?

—¡Abur, queridos! —se despide Saturna.

Y así, sin más, se van con viento fresco, se las piran, ahuecan el ala irremisiblemente, dejándonos a la abuela, a Kurt y a mí desmoralizados entre los cartones del estanco, la farmacia y la casquería.

¿Adiós Venecia? ¿Adiós San Francisco? ¿Adiós Sole y los veintiocho hijos de Herc? ¿Se ha acabado todo?

—¡Ay, abuela! –digo, abrazando a la abuela, tras comprobar que Kurt está sano y salvo, después del tute que le han dado, es más fuerte que un alcornoque.

—Horizontal —dice la abuela con una voz tan baja que casi parece un suspiro.

—¿Estás bien, abuelita? –pregunta Kurt, más preocupado por ella que por él mismo, aunque esté hecho un cromo.

La cara que pone la abuela al comprobar el estado lamentable en que se encuentra Kurt es todo un poema.

—En parte me gustaría que me viesen ahora mis colegas Herc y Bambi. Tiene sus ventajas que los colegas te vean así –dice Kurt, y añade, de pronto receloso—: Oye, abuela, ¿cómo sabían esos listillos que hay once tomos más del Beato y que los tenía yo?

La abuela rompe a llorar a moco tendido.

—Yo—yo se—se lo—lo di—di—je—je a—a Sa—Sa—tur—tur —confiesa.

—¿Se lo dijiste a Saturna? ¿Por qué?

La abuela se encoge de hombros.

—Cre—cre—í—í que—que e—e—ra—ra mi—mi a—a—mi—mi—ga—ga –replica cándidamente.

Kurt se lleva las manos a la cabeza.

—¡Abuela, eres de lo que no hay! –exclama.

Luego le da un soponcio del disgusto.

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