Sexy girl

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Es agradable echarnos al monte después de los meses de oscuridad por los que hemos atravesado. Pero ninguno habla. ¿A qué viene este silencio sepulcral? Como si nos dirigiésemos a un velatorio. En parte es así. Intuyo que vamos a enterrar una etapa de nuestras vidas. Las sombras que se han cernido sobre nosotros.

El paisaje de la Pedriza me hace recuperar la vitalidad que sentía antes. El aire puro, los árboles centenarios, los arrendajos, los buitres leonados –a los que Jesús no presta ahora la menor atención—, el generoso río Manzanares, con el hipnótico sonido de sus aguas al precipitarse corriente abajo, y sobre todo las mágicas siluetas de granito rosa, cuyas formas me trasladan a un mundo fantástico, que se remonta a la época en que la naturaleza explotó en este entorno de ensueño.

Cuando dejamos las bicicletas en el cobertizo, sólo veo caras serias a mi alrededor. Hacemos la ascensión a la Charca Verde más despacio de lo normal. Parece que una fuerza invisible tira de nosotros hacia atrás.

Me hundo en extraños pensamientos. Luego me siento ida. El viento de la Pedriza, que sopla con fuerza, ha barrido mi mente.

Me sobresalto al oír unos ladridos. Roco está en medio del camino, coronando un terraplén. Gruñe, rabioso, enseñándonos los dientes. Cuando Pedro intenta acercarse a él, rompe a ladrar, amenazador.

Roco se da la vuelta y empieza a subir por el sendero, río arriba. Lo seguimos. A cada rato se detiene y nos ladra, quizá urgiéndonos a ir más deprisa, pero no deja que Pedro se acerque a él y redobla los ladridos para mantenerlo a distancia. ¿Teme que le usurpe su papel de guía?

Enseguida comprendo que nos está llevando a la cueva. Avanza con mucha seguridad. ¿Habrá acudido allí más veces? ¿Tal vez en su anterior escapada? ¿Qué significa para él la cueva? ¿De qué manera puede percibir un perro la explosión demoníaca que según intuyo experimentamos durante nuestra visita a la guarida de Paco el Sastre?

Roco emite tres ladridos secos. Luego se yergue, apoyándose en los cuartos traseros, y se pone a aullar, levantando el morro. Hemos llegado. Pero no al acceso que conocíamos, sino a otro situado en una zona más intrincada y profunda, que parece imposible de localizar si no se conoce. ¿Cómo ha podido Roco dar con él?

Ahora Roco sí permite que Pedro se le acerque.

—Buen chico –dice Pedro—. ¿A dónde nos has traído?

Roco se pone a escarbar el suelo. Quiere descubrir algo que está enterrado. Toto y los mellizos le ayudan, hay piedras demasiado pesadas para él. Entonces vemos, pasmados, que empieza a aparecer una superficie de metal.

—¡Esto es una puerta! –dice Jose.

—Una trampilla –dice Toto.

Los dos tienen razón. Cuando terminan de retirar las piedras y la arena que la cubre, encontramos una trampilla grande como una puerta.

—¡Flipa! –dice Carlos.

—Supongo que estará cerrada con llave –dice Aurora.

—No creo –dice Jesús, y se agacha para tirar del pomo que tiene la trampilla.

Los goznes chirrían. Su sonido es como un siniestro lamento en la apacible quietud que reina en la Pedriza.

Jesús deja abierta la trampilla, que ha cedido enseguida. Bajo ella hay un amplio hueco. Nos asomamos. A un lado distinguimos una escalera de caracol. Me resulta gracioso que todas nuestras cabezas se junten alrededor del hueco para echar un vistazo. Nos miramos con recelo.

—Tenemos que entrar –digo.

—Sí –dice Jesús.

Por alguna razón todos percibimos que es una obligación para nosotros regresar a las entrañas de esa cueva que al parecer ha contaminado nuestras vidas.

—Sacad las linternas de las mochilas –dice Toto.

Bajamos por los escalones de piedra y desembocamos en un largo subterráneo por el que nos adentramos, iluminándonos con las linternas.

—Aquí huele a muerto –dice Carlos.

—Y hace un frío que pela –dice Jose.

Entramos en una cámara revestida de mármol negro.

—¡Mirad, en el suelo han grabado una estrella de siete puntas! –dice Jesús.

Dentro de la estrella hay un círculo. Y en el centro del círculo hay un ojo cerrado.

—Todo esto tiene muy mala pinta –dice María.

—Yo diría que aquí se reúnen los miembros de una secta –dice Jorge.

Jesús no para de palpar las paredes y el suelo.

—Estamos en una cámara secreta –dice, ajustándose las gafas.

—¿Por qué lo crees? –dice Toto.

—No tiene ninguna salida y se supone que está comunicada con el resto de la cueva.

Examinamos el suelo y las paredes. Al cabo de un rato nos damos por vencidos.

—¡Es verdad, no hay nada! –dice Aurora.

Nos quedamos mirándonos sin saber qué hacer. Entonces oímos ladrar a Roco. Pedro se pone a silbar.

—¿Dónde se ha metido? –dice, preocupado.

Revisamos la cámara.

—¡No está aquí! –dice Susana.

Pero los ladridos se siguen oyendo, aunque suenan atenuados, como si algo los tapase.

—¡Se ha colado dentro de la cueva! –dice Jesús, deteniéndose en una esquina.

Echamos un vistazo. En efecto, los ladridos proceden del otro lado de una de las paredes que forma esa esquina.

—¿Cómo ha podido pasar? –dice María.

Los mellizos y Toto frotan la pared palmo a palmo.

—No hay nada –dice Jorge.

Nos apartamos de la pared y la iluminamos con nuestras linternas. En ese momento Roco brota de la pared, a un metro de altura, y aterriza a nuestros pies.

—¡Flipa! –dice Carlos.

—¿Cómo lo ha hecho? –dice Jose, asombrado.

—¡Eres un genio! –dice Pedro, acariciando a su perro.

—Creía que Roco es un simple pastor alemán –dice Aurora.

—Pues ya ves, es un súper perro —dice Jose.

Jesús se pone a dar palmadas en la parte de la pared que ha traspasado Roco.

—Hay eco –dice—. Lo extraño es que parece una superficie sólida.

Conforme Jesús aumenta la intensidad de sus palmadas, el eco se oye con más claridad.

—Déjame –dice Toto, apartándolo, y da un puñetazo, sin contemplaciones, a esa parte de la pared.

Entonces su brazo, como por arte de magia, atraviesa la pared y Toto nos mira sonriente.

—¡Misterio resuelto! –dice, triunfal.

Los mellizos prueban si ocurre lo mismo en otras zonas de la pared, pero sus puños se estrellan en el duro mármol y profirieren exclamaciones de dolor.

—¡Mierda! –dice Jose.

—¡Casi me destrozo los nudillos! –dice Jorge.

—Parece que sólo hay una entrada mágica por donde ha pasado Roco –dice Jesús.

La cuestión es por qué conoce Roco la existencia de esa entrada.

Aurora tiene razón: es un simple perro… se supone.

—¡Vamos a hacer lo mismo que él! –propone Jorge.

—Tenemos que lanzarnos de cabeza, como si nos tirásemos a la piscina –aprueba Jose.

—Hay que hacerlo con fuerza o no podremos cruzar esa extraña barrera –dice Toto.

—¿Quién es el guapo que lo intenta primero? –pregunta María.

—Yo lo haré –se ofrece Toto.

Pero Roco se le adelanta. Tras tomar carrerilla, da un salto, elevándose un metro aproximadamente, y desaparece por el lugar donde Toto ha hundido el brazo. Pedro aplaude.

—¡Es el perro más listo del mundo!

—¡Allá voy! –dice Toto, tomando carrerilla, y se tira de cabeza, con los brazos por delante, gritando.

Luego la pared lo devora. Nos sentimos tan impresionados que no podemos articular palabra durante un instante.

—¡Flipa! –dice Carlos.

—Yo no hago eso ni borracha –dice María.

—Pues mola mazo –dice Jorge—. ¡Es mi turno!

Jorge pasa sin problemas, pero le oímos quejarse al otro lado.

—Ha aterrizado mal –dice Carlos.

Los demás nos quedamos mirándolo, acusadores.

—Te toca a ti –digo.

—¿Por qué a mí?

—Venga, Carlitos, no te hagas el remolón –dice Pedro.

—¡Salta tú, listillo!

—Tenemos que comprobar si necesitas ayuda –digo.

—Eso –añade Pedro.

Estamos discutiendo la cuestión cuando Toto vuelve a materializarse, como si fuese Spiderman.

—¿A qué estáis esperando? –pregunta.

—Hay que lanzar a Carlos al agujero negro –replica Jose.

Toto echa una ojeada a la barriga de Carlos.

—Es verdad. ¡Manos a la obra! Necesitamos a Jorge –dice.

Luego da unos golpes en la pared y al momento aparece Jorge.

—¡Es una pasada! –dice.

Entre los mellizos, Toto y Pedro levantan a Carlos, agarrándolo cada uno de una extremidad. Lo columpian varias veces, para tomar impulso. Carlos aúlla, atemorizado.

—¡Os arrepentiréis de esto! –dice.

Se balancea tanto que su cuerpo llega a la altura de nuestras cabezas.

—¡Ahora! –dice Toto.

Y lo sueltan, arrojándolo contra la pared. Cierro los ojos, pensando que el invento no saldrá bien. Cuando vuelvo a abrirlos, Carlos ha desaparecido y oímos sus gritos de dolor al otro lado de la pared.

—¡Si pensáis hacerme eso a mí estáis listos! –dice María.

—¿Serás capaz de saltar a un metro de altura? –le pregunta Toto.

—¿Por qué tenemos que meternos allí?

—¿No ves que esto es alucinante? ¿Dónde está tu curiosidad? ¡Esta cueva es mágica!

—Yo no le veo la magia por ningún sitio. Desde que estuvimos aquí la última vez nos hemos vuelto todos un poco locos.

Mientras Toto y María discuten, Pedro consigue pasar al otro lado, a pesar del sobrepeso que ha cogido en los últimos meses. Y lo siguen los mellizos, Susana y Aurora, que se toman el asunto a juego.

—Ahora tú –le digo a Jesús.

—¡De puta Maiden!

Jesús se ajusta las gafas, mete la linterna en la mochila, como han hecho los otros, y atraviesa la pared de un salto, aunque los pies se le enganchan un momento en el borde inferior de la entrada mágica y le oímos gritar.

Toto se encoge de hombros.

—Se habrá caído de morros –dice.

Nos reímos.

—Bueno, ¿qué? –le digo a María.

—¡Ya voy! ¡No me apures!

Es evidente que no quiere quedarse sola en esta inquietante cámara secreta. Y la idea de regresar sobre sus pasos no le seduce.

Toma más carrerilla de lo necesario. A pesar de estar obesa siempre ha sido muy ágil y rápida, de modo que puede saltar sin dificultad. Luego oímos que Jesús suelta un alarido.

—Ha aterrizado encima de él –me dice Toto.

Volvemos a reírnos.

—Tu turno, Cleo. Yo iré el último.

Asiento. Espero un poco, para que María y Jesús se aparten, y salto. Al cruzar la pared siento como si franquease una barrera de goma espuma. Luego caigo a cuatro patas y me levanto enseguida. Por detrás de mí viene Toto. Los demás nos enfocan con sus linternas.

—Ya estamos todos –dice Jorge.

—Vamos –digo yo.

—¿A dónde? –pregunta María.

—A ninguna parte –dice una voz ronca.

Y vemos salir de la penumbra una figura encorvada y siniestra.

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