Sexy girl

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—¿Qué hacéis vosotros aquí? ¿Cómo habéis entrado?

El jorobado es pequeño y anciano. Lleva una capa de paño gris que le tapa desde el cuello hasta los pies. Sus ojos están hinchados y son muy negros y brillantes. En sus orejas de duende, de lóbulos larguísimos, luce gruesos aros a modo de pendientes. Su enorme nariz tiene tantos granos, pelos y protuberancias que resulta repulsiva.

¡Dios, qué tipo más desagradable!

—¿Quién eres tú? –dice Toto, altanero, como si le envalentonase el aspecto menguado del jorobado y nuestra evidente superioridad numérica.

El jorobado guiña uno de sus ojos hinchados mientras el otro centellea.

—Me llamo Draco y nací hace cientos de años, no recuerdo nada más, muchacho, mi cabeza ha enfermado –dice.

Su voz ronca y cavernosa no puede ser humana.

—¿Por qué estás en esta cueva?

Draco duda, frotándose su mentón casi inexistente con lo que parecen garras de ave rapaz.

—Aquí se reúnen los Ángeles del Infierno, hijo –balbucea, asintiendo, como si lo acabase de recordar.

Nos miramos intrigados.

—¿Quiénes son? –pregunta Toto.

Draco parpadea, confundido. Le sorprende que Toto no lo sepa.

—Son… son…

De pronto cambia de actitud y nos mira inquisitivamente, casi con furia.

—¡Fuera de aquí, intrusos! –exclama, airado.

Luego se acerca a Toto y le da un manotazo en el pecho. Aunque el golpe en apariencia no es fuerte, Toto sale proyectado, como si lo arrastrase un huracán, y se choca contra la pared.

Contengo la respiración. ¿Cómo ha podido hacer eso este tipo anciano, enclenque y enfermizo?

María se abraza a sí misma, temblando, y Aurora se lleva la mano a la boca, espantada. Los demás estamos demasiado sorprendidos para reaccionar. Excepto Jesús, que ayuda a Toto a incorporarse.

—¡Largo, imbéciles! ¡No oséis enojar al guardián de los Ángeles del Infierno! –exclama Draco.

Según se acerca a nosotros, nos apartamos, temiendo que nos ataque como a Toto. Entonces Roco salta sobre él, ladrando, enloquecido. La boca sin labios, de sapo, del jorobado, se contrae en un gesto de dolor, mostrando unas encías renegridas y desdentadas. Roco ha mordido a Draco en uno de los tobillos y aprieta las fauces con rabia.

Nos quedamos asombrados por lo que sucede a continuación. De pronto la atmósfera se impregna de un olor ácido y penetrante, muy desagradable. Del tobillo que mantiene atenazado Roco comienza a salir un líquido amarillento y fosforescente que al derramarse en el suelo se esfuma.

Roco se separa del jorobado, ladrándole con ira. El líquido amarillento y fosforescente sigue extendiéndose y devora la capa de paño gris, que se descompone. Draco se nos muestra ahora desnudo. Tiene un repelente cuerpo de lagarto. Y está cojo. El tobillo que ha mordido Roco ha desaparecido, disolviéndose en ese líquido que luego se desvanece. La otra pierna está rematada por una pezuña de macho cabrío que Roco también muerde con saña.

—¿Qué espíritu ha venido a terminar con la vida de Draco? ¡Manifiéstate! –dice el guardián de los Ángeles del Infierno sufriendo terribles sacudidas, con los ojos llenos de lágrimas y la boca salpicada de espumarajos.

El otro tobillo desaparece al contacto del líquido amarillento, que parece provocado por los mordiscos de Roco. El jorobado se desploma, gimiendo, y se retuerce en el suelo, presa de convulsiones.

Roco, al que nunca habíamos visto tan alterado, sigue dándole dentelladas, por todo el cuerpo. En los lugares donde hunde sus dientes brota un chorro de voraz líquido que al extenderse volatiliza el extraño material del que está formado Draco.

Ahora sólo queda la cabeza, que sigue lamentándose, con la lengua fuera. Roco la mira fijamente, gruñendo, con la cola levantada y el pelo erizado. Luego se abalanza sobre ella y muerde con fiereza la espantosa nariz. El líquido amarillento y fosforescente comienza a extenderse por la cabeza, desintegrándola. La nariz, la boca de sapo, los ojos hinchados, las orejas de duende, la barbilla casi inexistente, la mata de pelo estropajoso…

Sólo queda el cráneo, que rueda por el suelo hasta uno de los pedestales vacíos que hay en la estancia —entre otros que sostienen una calavera— y se encarama en él, empujado por una fuerza invisible.

Roco resuella, dándose por satisfecho. Poco a poco vuelve a la normalidad. Pedro le acaricia el lomo con recelo.

—¡Dios mío, chico! ¿Qué te ha pasado? –dice, asombrado.

—¡Esto es de locos! –dice María, temblando por la impresión.

—¿Se puede saber qué rayos era eso? –dice Jose, señalando la calavera.

—Un demonio… –digo yo.

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