Sexy girl

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Todo sale de lujo. Miramos la página web del Rapper’s Club y descubrimos lo que traman. Después hablamos con Charly para reclutar efectivos, sin contarle todo, naturalmente. Charly no tiene por qué saber lo que nos traemos entre manos.

Me pongo mi pantalón espacial y mis Air Jordan. Hay que estar presentable para la función. Kurt, Herc y Bambi también están de punta en blanco, como mandan los cánones, y la abuela —no hemos conseguido encerrarla en la caseta del perro de Herc— lleva un modelito años veinte de lo más chic, que Dios sabe de dónde ha sacado.

Le digo a la abuela que habrá tiros y demás y que puede salir trasquilada, pero ella nada, tan contenta, como si fuese a una boda de pueblo o a la feria del ganado. Nunca la había visto tan peripuesta. Bambi se pone a cantarle eso de blanca y radiante va la novia.

Así que aquí estamos los cinco, la peña del mortífero, apostados en una trinchera del descampado, a las tres en punto de la madrugada.

Bambi tiembla, para variar, y le castañetean los dientes. Herc le tiene que soltar un guantazo porque dicen que es la mejor medicina para los ataques de histeria.

Kurt todavía se encuentra algo magullado, pero nada del otro viernes.

Herc se ha traído la mochila de Barrio Sésamo y dentro lleva cinco paquetes de donuts, por si se alargan las escaramuzas, dice.

—¿Cu—cu—án—án—do—do em—em—pie—pie—za—za la—la guer—guer—ra—ra? —pregunta la abuela, poniéndose cómoda.

—Todo a su debido tiempo, abuela.

—¿No decías que vendría Charly? —dice Bambi.

—¡Ya debería estar aquí!

Kurt desenfunda el veintidós y me entrega la Mágnum.

—Toma, nena.

—Hoy no colará, Kurt Blow.

—Cierra el pico, Bambi.

Por suerte hoy toca luna llena y hay claridad a punta pala.

Cuando aparezcan los gánsteres de Groucho los veremos venir a la legua.

—¡Ya—ya vie—vie—nen—nen, Horizontal! —anuncia la abuela.

Herc gruñe. Bambi se tapa la cabeza con los brazos.

Entra en el descampado a toda pastilla un cuatro por cuatro.

—Es el coche de Groucho —digo.

El cuatro por cuatro apaga las luces. En el interior se enciende una lucecita parpadeante.

—Groucho está fumando y parece más asustado que nosotros —informo.

A continuación aparece una furgoneta mordiendo el polvo y frena en seco detrás del cuatro por cuatro.

—Allí vienen los matones de Groucho —anuncio.

Tengo una clarividencia digna de apreciarse. Un segundo después se abre la furgoneta y se apean diez tíos casposos como los bandidos de Sandokán.

—Groucho ha traído refuerzos. Seguro que los ha fichado por un bocata en el barrio chino. Son mercenarios de poca monta. No hay que preocuparse –digo en un tono de experta catadora de hampones.

Los matones se apuestan detrás de unas chatarras. Vemos asomar una especie de puntas de lanza. ¿Rifles? ¿Fusiles? ¿Ametralladoras? ¿O simples escopetas de caza?

Se escucha el ruido de un motor. Una moto, una Harley Davidson plateada con el depósito cromado y las ruedas de aleación. Una melena rubia a lo Marilyn Monroe ondea al viento por encima de la moto.

—¡Mirad, muchachos, es la Satur! –salta Kurt.

—Esto me da mala espina —dice Bambi.

El segundero no para de dar vueltas y el minutero también y ya son las tres y media. La abuela se ha puesto a descabezar un sueñecito con la cabeza apoyada en una lata de conservas oxidada.

—En el chat dijeron que los del Rapper’s Club quedaban a las tres con los mafiosos de Sicilia, ¿no? —digo yo.

—¡Y Charly sin aparecer! –se lamenta Kurt.

Los del otro bando se lo están montando de vicio. Se han traído un infiernillo de gas y una parrilla y están preparando una chuletada y un café que huele a gloria bendita. Uno de los matones saca una guitarra acústica y toca un blues. Satur y el tipo del manga se ponen a bailar.

El olor a carne chamuscada despierta a la abuela, que se queda mirando fijamente los chuletones de la parrilla.

—¿Ya—ya no—no hay—hay guer—guer—ra—ra, Horizontal?

—Duerme, abuela, que estás viendo visiones –dice Kurt.

La abuela se encoge de hombros y se vuelve a dormir.

De repente surge en el descampado un coche larguísimo que no acaba nunca. Es la limusina más grande que he visto en mi life.

—Ha llegado la mafia —anuncio.

Herc frunce el ceño y aprieta los puños.

Kurt y yo accionamos imaginariamente el percutor de las pipas.

La abuela abre los ojos, como si le hubiese despertado el imaginario clic del percutor de nuestras pipas, qué gracia y qué chiste.

—¿Ya—ya, Horizontal?

—Ya están aquí, abuela.

Se baja la ventanilla de la limusina y asoma un tipo bastante siniestro, con aspecto de Al Capone. Se abre la limusina y sale un pequeño ejército de pistoleros rodeando a Capone. Groucho, secundado por sus diez esbirros, va a reunirse con él en el centro del descampado. Y parlamentan.

—¿Por qué la gente hace siempre lo que echan en las pelis? Seguro que si nunca se hubiera rodado El Padrino ésos no aparcarían a cada lado del descampado ni harían el paripé.

—Eres un tipo listo, Kurt Blow –dice Bambi.

—Ahora sacarán el caudal. Ahí, en los cinco maletines que lleva ése que parece el Yeti.

—Ya huelo el dinero, Kurt Blow. Estoy viendo las playas de California.

—¿Dónde se habrá metido Charly? Seguro que nos viene con el cuento de que hay atasco en la M—30, ¡a las cuatro de la madrugada!

—Dos matones de Groucho están sacando de la furgoneta los libros de Beato de Liébana —digo.

Herc se pone a rugir como un tigre de bengala.

—Todavía no, Herc. Nos harían puré de calabacín –dice Kurt, agarrándolo del hombro.

La abuela lo mira todo con ojos de sapo.

¡Se lo está pasando cañón!

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