Seven

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Capítulo 6

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Capítulo 6

A la mañana siguiente, un tipo de aspecto ridículo, que vestía un mono blanco y gorra de pintor, estaba junto a la puerta del despacho de Somerset y borraba el nombre de Somerset del vidrio. Somerset estaba sentado ante la máquina de escribir, intentando concentrarse en los formularios que debía rellenar sobre el caso del hombre gordo, pero el pintor lo estaba cabreando, y no solo por ser lento y perezoso. En opinión de Somerset, aquel tío personificaba un síntoma de todo lo que andaba mal en el mundo.

Antaño la gente ponía interés en lo que hacía, pero ahora tenía la sensación de que a nadie le importaba nada un comino. ¿Y qué si eres un chapucero? Te pagarán de todos modos. Con la precaria situación de los sindicatos, alguna gente trabajaba poquísimo y aun así cobraba. La situación dejaba mucho que desear. La gente creía merecer más de lo que en realidad merecía. Eso le inducía a querer hacer menos por cada vez más. ¿Para qué rascar pintura por nueve dólares la hora si puedes vender drogas y ganar mil dólares a la semana sin ningún problema y además en la comodidad de tu hogar? Lo peor del caso es que tal lógica tenía sentido.

Somerset dio una calada al cigarrillo y se volvió hacia la ventana. Su atención fue captada por una valla publicitaria que mostraba un reluciente coche negro japonés con un hombre apuesto tras el volante y una rubia elegante junto a él. Somerset calculaba que aquel coche costaría al menos treinta de los grandes. Los tipos que ganan nueve dólares la hora solo pueden soñar con coches y mujeres así. Pero la sociedad despliega ante ellos todas esas tentaciones, y algunas personas son incapaces de resistirse. Tienen que conseguir cosas así para poderse comprar un poco de autoestima, así que hacen lo que sea para obtenerlas.

Dio otra calada al cigarrillo y lo dejó en el cenicero antes de volverse a concentrar en el formulario de cuatro páginas que lo aguardaba en su vieja máquina de escribir. Tecleaba con dos dedos, pero se las arreglaba bien para describir el escenario del crimen y la posición del cadáver cuando llegaron al lugar: Marcas profundas de ataduras alrededor de los tobillos con sangre reseca, escribió.

Un fuerte golpe en la puerta lo distrajo.

—Perdón —se disculpó el capitán ante el pintor mientras abría la puerta y entraba—. ¿Puedo hablar con usted un momento? —preguntó a Somerset.

—Claro, entre.

El capitán se abrió paso en la pequeña oficina, sorteando las cajas de embalaje que cubrían el suelo. La mitad de ellas llevaba garabateado el nombre de Mills en los costados, con rotulador negro. Mills se quedaría con el despacho, pero durante el resto de la semana tendrían que compartirlo.

El capitán se sentó en el borde de la mesa y apoyó un pie sobre una de las cajas de Mills. Se había cruzado de brazos, y su mandíbula trabajaba a toda velocidad. Somerset advirtió que estaba buscando el modo de empezar. Cuando por fin se decidió, el pintor eligió aquel preciso momento para empezar a rascar el vidrio. El capitán apretó las mandíbulas aún con más fuerza e hizo una mueca. Era como si alguien deslizara las uñas por una pizarra.

—¿Por qué no va a tomarse un café? —sugirió el capitán a través del vidrio.

—¿Qué? —replicó el pintor, llevándose una mano detrás de la oreja.

El capitán alzó la voz para que el hombre lo oyese.

—Vaya a descansar un rato. Aquí dentro tenemos que hablar.

El hombre esbozó una sonrisa y asintió antes de desaparecer a toda prisa, satisfecho de poder aplazar el trabajo un poco más.

—¿Ya se ha enterado? —empezó el capitán.

—¿Si me he enterado de qué?

—Anoche encontraron muerto a Eli Gould.

Somerset se apartó de la máquina de escribir sin saber exactamente cómo tomarse la noticia. Al fin y al cabo, Gould era abogado.

—Alguien entró en su despacho y lo desangró hasta morir —explicó el capitán—. Y escribió la palabra CODICIA en el techo con su sangre.

Somerset cogió el cigarrillo.

—¿Codicia?

Se le ocurrían cosas mucho peores que decir acerca de Eli Gould.

—Voy a dejar que Mills dirija la investigación. Le prometí que tendría un caso enseguida. Ojalá fuera algo un poco más insignificante, la verdad.

Somerset asintió con un gesto mientras el cigarrillo oscilaba entre sus labios y empezaba a teclear de nuevo.

—Estoy seguro de que se las arreglará.

—Oh, por supuesto. No me cabe la menor duda.

—Bien.

Somerset tecleó unas cuantas palabras más, en espera de que el capitán fuera al grano. Por el rabillo del ojo vio que los músculos de su mandíbula seguían palpitando con furia.

—¿Qué va a hacer con su vida en el campo, Somerset?

¿Se lo ha pensado bien?

Somerset se reclinó en su silla y alzó la mirada.

—Conseguiré un empleo, tal vez en una granja. Es posible que acabe cultivando mi propia tierra. Hay muchas obras que hacer en la casa. No me aburriré.

El capitán empezó a menear la cabeza.

—¿Aún no lo siente?

—¿Qué?

—¿No tiene esa sensación en la boca del estómago? Dejará de ser policía.

—Ahí está la gracia.

—Vamos, Somerset, no se engañe. No se va a marchar.

Tan solo cree que puede marcharse.

Somerset lo miró fijamente.

—Anoche, un hombre estaba paseando al perro. Lo atacaron, le robaron la cartera y el reloj. Pero cuando estaba tumbado en la acera, inconsciente, el animal que lo atacó decidió clavarle un puñal en los dos ojos. Anoche, poco después de las nueve, a unas cuatro manzanas de aquí.

—Sí, ya lo sé. Es terrible…, terrible. Pero ya hemos atrapado al tipo. Esta mañana. Un adicto al crack.

—No puedo vivir aquí. Ya no entiendo este sitio.

—Venga, siempre ha sido así.

—¿Está seguro?

—Por supuesto.

—Se equivoca. Antes la gente se mataba entre sí por alguna razón, aunque fuera una razón estúpida. Pero ahora…

Ahora mata porque sí, para comprobar qué pasa. ¿Sabe lo que ha dicho el culpable cuando le han preguntado por qué le clavó al hombre un cuchillo en los ojos? Ha dicho que quería saber qué pasaba, si salía sangre, fluido o qué. —Somerset se volvió hacia el hombre del coche japonés de lujo—. Ya no puedo vivir aquí.

El capitán cogió el montón de papeles que yacía junto a la máquina de escribir y lo arregló; era otro de sus tics.

—Sabe hacer este tipo de trabajo. Nació para ello, y no puede negarlo. Me cuesta imaginarlo con un cinturón de herramientas y una caña de pescar. Pero… —Se encogió de hombros antes de proseguir—. A lo mejor me equivoco.

Somerset también se encogió de hombros.

—Para serle franco, yo tampoco me imagino haciendo esas cosas. Pero ya no soporto la vida aquí. He visto más mierda sin sentido en mi vida de lo que cualquier persona debería aguantar. Sé que hay tipos que trabajan en las calles durante toda su carrera, pero yo ya no lo soporto más. Me volveré loco si me quedo. La vida tiene que ser algo más que limitarse a vadear la mierda.

El capitán exhaló un hondo suspiro.

—Ya le entiendo. Pero, por pelmazo que sea, no quiero perderle. Ya no existen policías como usted.

—Tiene a Mills. Se las arreglará bien.

—Pero Mills no es usted.

No, si es inteligente no será como yo, pensó Somerset.

Debería largarse ahora que es joven. Hacer otra cosa. Ver el lado bueno de la vida.

El capitán se levantó para marcharse, pero de repente se detuvo y se llevó una mano al bolsillo lateral de la americana.

—Casi se me olvida. Ha llegado esto para usted, del laboratorio.

Sacó una bolsa de pruebas que contenía una hoja de papel y un pequeño vial de vidrio.

Somerset cogió la bolsa y reconoció las partículas azules que flotaban en el líquido conservante del vial.

—Eso lo encontraron en el estómago del gordo —explicó el capitán.

—Sí, ya lo sé.

—El doctor Santiago cree que se lo hicieron ingerir a la fuerza.

Junto con todo lo demás.

—El laboratorio dice que son fragmentos de baldosas.

—¿Baldosas?

—Sí, ya sabe, de linóleo.

El capitán abrió la puerta y salió.

Somerset sacó el frasquito de la bolsa y lo sostuvo al trasluz. Lo agitó y observó cómo los fragmentos azules se arremolinaban en el líquido.

—Linóleo —murmuró para sus adentros mientras intentaba recordar de qué color era el suelo de la cocina de Peter Eubanks—. Linóleo.

De repente, el sonido de uñas al deslizarse por una pizarra arrancó a Somerset de sus pensamientos y le puso la piel de gallina. Lanzó una mirada furiosa al pintor, que rascaba con una mano mientras con la otra sostenía un vaso de café.

Somerset se levantó y cogió la chaqueta del respaldo de la silla. Se la puso y se guardó el frasquito en el bolsillo antes de alargar el brazo para abrir la puerta.

—¿Por qué no lo intenta un poco más en serio? —masculló Somerset al atónito pintor antes de alejarse por el pasillo.

Delante del piso del hombre gordo, Somerset sacó la navaja de empuñadura de nácar y desplegó la hoja. Cortó los precintos de la puerta, firmó la hoja de registro que había en la pared con una chincheta y entró. El piso olía a comida rancia e insecticida. No se había tocado nada en la cocina, pero los de la oficina del forense habían decidido rociar el lugar con insecticida para que las cucarachas no se comieran las posibles pruebas.

Atravesó el salón y se detuvo en el umbral de la cocina.

Reinaba un silencio sepulcral, bien distinto al barullo del día anterior, cuando todos perdieron los nervios mientras intentaban realizar su trabajo. Contempló la silla vacía de vinilo y cromo en la que Peter Eubanks, el hombre gordo, había estado sentado, y pensó en Mills y en cómo se había cabreado cuando él le ordenó que se marchara. Se preguntó si Mills realmente sería tan buen policía como esperaba el capitán. Mills era demasiado primario y emocional para aquel trabajo. Por lo general, los nerviosos no llegaban a ser buenos policías; un encefalograma plano ayudaba si se trabajaba en Homicidios, al menos desde el punto de vista emocional.

Somerset sacó un par de guantes de látex y se los puso.

Mills tenía un caso jodido para empezar: el asesinato de Eli Gould, mira por dónde. Probablemente, Eli Gould era el abogado más criminal de toda la ciudad. Ningún canalla era tan espantoso como para que Gould no lo representara.

Si uno podía permitirse sus honorarios, Gould bailaba claqué en pelotas para sacarle del apuro. Corría el rumor de que había rogado a Jeffrey Dahmer, el antropófago asesino en serie, que le permitiera representarlo, e incluso que le ofreció sus servicios gratis a cambio de los derechos exclusivos para un libro y una película. Al menos Dahmer tuvo el sentido común suficiente para mandar a Gould a la mierda. No estaba tan loco.

Cuando entró en la cocina, pensó en uno de los clientes más notorios de Gould, Ed Zalinski. Somerset jamás olvidaría a Zalinski. El Vampiro de las Bañeras, lo habían apodado los periódicos. Era un asesino en serie que había matado a seis mujeres jóvenes antes de que lo detuvieran. Debía el mote al hecho de que le encantaba extraer toda la sangre a la víctima y bañarse en ella. ¡Cómo una cabra! Pero Somerset jamás lo olvidaría, ni tampoco la expresión de su cara el día en que entraron en su casa y lo encontraron…

Se trataba de una casa de madera destartalada de tres plantas que se hallaba en la parte norte de la ciudad. Zalinski la había heredado de sus padres, de modo que vivía allí solo. Somerset había dirigido el equipo de asalto y se había asegurado de que los agentes uniformados cubrieran todas las salidas antes de entrar. Era una noche de locura.

La ciudad había vivido presa del pánico a causa del Vampiro de las Bañeras, y todo el mundo estaba en ascuas. La brigada de Homicidios había trabajado día y noche en aquel caso, de modo que cuando redujeron la lista de sospechosos a Ed Zalinski, todos deseaban echarle el guante.

Querían atrapar al tipo con las manos en la masa para que el jurado no tuviera más opción que condenarlo a muerte. Somerset quería atraparlo como el que más. Pero sabía que hay que ser cauto con lo que más se desea.

Forzaron la puerta principal y la trasera al mismo tiempo para no correr riesgos. Somerset formaba parte del equipo que entró por la puerta trasera y pisaba los talones a los dos agentes uniformados que habían forzado la puerta con la barra. Pero la casa era muy grande y nadie respondió cuando los agentes uniformados gritaron ¡Policía!

Somerset se separó de los demás e irrumpió en la cocina, apuntando a todos los rincones con el arma. Parecía desierta, pero no estaba dispuesto a correr ningún riesgo.

En el extremo más alejado de la cocina había una puerta. Se acercó a ella con cuidado, creyendo que se trataba de una despensa y que aquel chalado hijo de puta estaría escondido en la oscuridad, como un murciélago. Con el arma por delante, abrió la puerta de golpe, pero le sorprendió lo que vio. En realidad, había un pasillo corto abarrotado de fajos de periódicos, cajas de botellas y latas, fregonas y escobas que llevaban años sin utilizarse. Al final del pasillo encontró una puerta abierta. Somerset siguió avanzando y comprobó que conducía al sótano. Bajó la escalera despacio, peldaño a peldaño, agazapado, arma en ristre. Del techo del sótano pendía una bombilla desnuda que proyectaba unas aberrantes sombras detrás de la caldera y el calentador de agua. En el otro extremo del sótano, en la parte delantera de la casa, Somerset avistó un resquicio de luz que se filtraba por debajo de otra puerta. Al parecer, había una habitación debajo de la escalinata de entrada.

El suelo de cemento era arenoso y Somerset lo pisaba con cautela, procurando avanzar con todo el sigilo posible hacia la puerta. El corazón le latía con violencia mientras por su mente cruzaban imágenes horribles en un vano intento de prepararse para las atrocidades que, estaba convencido, encontraría al otro lado de aquella puerta.

Se situó ante la puerta, dispuesto a realizar su trabajo.

Aguzó el oído para comprobar si se advertían indicios de actividad en la habitación, pero lo único que oyó fue el golpeteo de su propia sangre en los oídos. Por fin aspiró una profunda bocanada de aire y gritó ¡Policía!, al tiempo que abría la puerta de una patada y barría la habitación con el arma, preparado para disparar sobre lo primero que se moviera.

Pero lo que vio lo dejó atónito, anonadado. Aquel absurdo panorama escapaba a su comprensión.

Era la expresión indignada que vio en el rostro de Zalinski lo que hacía la situación tan extraña. El hombre estaba furioso porque Somerset había violado su intimidad.

El hecho de que estuviera sentado en una bañera llena de la sangre de un pastor alemán que colgaba del gancho de la ducha y de que tuviera el rostro y el pecho llenos de sangre, no importaba. Alguien había violado su intimidad, y estaba enojado. No sentía pánico, culpabilidad ni arrepentimiento, sino indignación.

Zalinski mostró aquella misma expresión durante todo el juicio, mientras que Eli Gould empleaba todos los trucos de listillo que sabía para convencer al jurado de que su cliente era víctima de una madre abusiva y, por tanto, no cabía responsabilizarlo de sus actos. ¡Y el jurado se lo tragó!

Enviaron a Zalinski al manicomio en lugar de a la cárcel.

Revisaban su caso cada año y medio; cualquier día de estos certificarían que estaba curado, y entonces el juez no tendría más remedio que soltarlo. Un hombre que consideraba que estaba en su perfecto derecho de bañarse en sangre andaría algún día suelto por las calles gracias a las maniobras legales de Eli Gould.

Aquel era el caso que había hecho famoso a Eli Gould, y cada vez que Somerset oía su nombre recordaba de inmediato la expresión del rostro de Ed Zalinski sin poder dejar de pensar que, a causa de Gould y otros abogados como él, el mal en sus manifestaciones más grotescas se había tornado aceptable.

Mills iba a sudar tinta con ese caso, pensó Somerset. Sin lugar a dudas, Eli Gould tenía un montón de enemigos. Por supuesto, con la palabra coDIcIA escrita en el techo con sangre, Mills no podía pasar por alto al propio Ed Zalinski.

Tal vez el Vampiro de las Bañeras se había escapado para comentar con él alguna pequeña discrepancia respecto a la factura que le había pasado el abogado. Por lo que sabía Somerset, Gould no se vendía barato.

—Debería haberse quedado en Springfield —masculló Somerset mientras activaba el interruptor de la luz de la cocina del hombre gordo.

La lámpara del techo funcionaba. Alguien de la oficina del forense debía de haber arreglado el interruptor.

Escudriñó los mostradores salpicados de comida mientras se llevaba la mano al bolsillo y extraía el frasquito que contenía los fragmentos de linóleo. Dirigió la vista hacia el suelo y comparó el linóleo azul moteado con los trocitos azules del frasquito. Se agachó para observarlo mejor. Parecían coincidir.

Se incorporó y volvió a examinar el suelo en busca de marcas. En un primer momento creyó que el peso de la víctima habría hecho que las patas tubulares de cromo de la silla atravesaran los extremos de plástico y penetraran en el linóleo, pero el suelo no presentaba ninguna marca debajo de la silla. Tampoco se apreciaba rasguño alguno debajo de las otras sillas, ni tampoco de las patas de la mesa. Frunció el ceño y siguió su búsqueda, deseando que la estancia estuviera mejor iluminada. Por último se puso en cuclillas y deslizó sus dedos a lo largo de los cantos de las alacenas, deteniéndose en cada muesca, en cada arañazo y en cada depresión. Pero nada de lo que encontró resaltaba bastante profundo para encajar con los fragmentos del frasco.

A continuación deslizó los dedos bajo la parte delantera del frigorífico. Unos profundos rasguños formaban un arco corto que arrancaba de una de las esquinas. Somerset los estudió, abrió el frasco y pescó los dos fragmentos de mayor tamaño. Los dejó en el suelo e intentó hacerlos coincidir con las marcas, girándolos en todas direcciones como si compusiera un rompecabezas. Parecían encajar, si no a la perfección, sí bastante bien. Volvió a depositar los fragmentos en el frasco y se lo guardó en el bolsillo. Era evidente que el suelo ya estaba deteriorado cuando la persona en cuestión desplazó el frigorífico. Se levantó y examinó ambos flancos del aparato para comprobar hasta qué punto estaba empotrado, y a continuación alargó el brazo para asir el canto posterior. Tuvo que arrastrarlo adelante y atrás, tirar de un lado y luego de otro, sacarlo caminando, prácticamente. El sudor le corría por las mejillas. Aquello era lo que le faltaba, destrozarse la espalda una semana antes del traslado.

Por fin logró retirar el frigorífico lo suficiente para echar un vistazo detrás. Alargó el cuello por encima del mostrador para ver qué había.

—Dios mío… —murmuró perplejo.

La pared parecía gris por el polvo y la mugre, pero quedaba un trozo ovalado completamente limpio. Escrita con grasa, se veía una sola palabra: GULA. Bajo la palabra, adherido a la pared con cinta adhesiva, encontró un sobre limpio de tamaño estándar.

A Somerset se le heló la sangre. Se sintió como en el momento en que contempló el rostro indignado y manchado de sangre de Ed Zalinski.

Alargó la mano para coger el sobre, pero quedaba justo unos milímetros fuera de su alcance.

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