Seven

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Capítulo 7

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Capítulo 7

La navaja de Somerset se clavó en la diana con un golpe sordo. Acertó en el número 3 del anillo negro de puntuación simple.

Atravesó el salón desierto y arrancó la navaja del corcho antes de regresar a su posición inicial, al otro lado del sofá, y lanzar el cuchillo una vez más. ¡Tac! La hoja se clavó en el 20 del anillo de puntuación doble, a escasos centímetros del blanco. Se acercó y volvió a arrancar el cuchillo.

A excepción de la diana, las paredes estaban vacías. Las estanterías empotradas estaban casi desiertas, y el suelo de parquet estaba repleto de cajas llenas de libros. Somerset no había terminado de clasificarlos. Tenía cientos de libros, algunos de los cuales sabía que jamás volvería a leer, pero aun así le costaba separarse de ellos.

¡Tac! La navaja se clavó en el anillo triple, en el 17.

El ruido de la ciudad, que penetraba por la ventana, resonaba en la estancia vacía. Los niños del callejón juraban como marineros y competían en estruendo con un radiocasete que emitía rap gangsta a todo volumen. Somerset conocía a los niños que siempre haraganeaban allá abajo.

Ninguno de ellos superaba los doce años.

Arrancó la navaja y volvió a la posición inicial. ¡Tac!

La hoja se clavó en el 4, al borde de la diana, muy lejos del blanco.

Estaba pensando en lo que había encontrado detrás del frigorífico. Tal vez debería haberse callado. Podría habérselo guardado hasta final de semana, hasta después de irse.

Entonces ya no habría sido problema suyo. Pero no iba con él hacer una cosa así, de modo que ahora se enfrentaba a la gula y a la codicia. Si hubiera silenciado el hecho de que los asesinatos de Eli Gould y Peter Eubanks guardaban relación, no habría tenido que implicarse. No habría sido asunto suyo, sino de Mills.

Somerset recuperó la navaja, la cerró y la dejó en el borde del sofá. Mientras permanecía sentado en el borde del sofá con las manos colgando entre las rodillas, pensó que Mills no estaba preparado para aquello. Creía estarlo, pero no era así. Aquel chico no tenía ni puta idea de nada. Si Mills tuviera dos dedos de frente se habría quedado en Springfield. Pero quería estar en el meollo. Quería emociones fuertes. Bueno, pues ya las tenía.

Mills babeó como un lobo cuando Somerset regresó a la comisaría y le mostró la nota que había encontrado detrás del frigorífico del hombre gordo. Con pulcra letra de imprenta escrita en bolígrafo sobre papel blanco lineado, se leía la frase: Largo y duro es el camino que del infierno conduce a la luz.

Mills estaba examinando las fotografías de dieciocho por veinticinco correspondientes al homicidio de Gould cuando Somerset entró en la oficina de ambos. Las fotos se hallaban desparramadas sobre la mesa que no sería suya hasta la semana siguiente. En cuanto Somerset le mostró la nota, Mills empezó a revolver las fotografías como un loco, buscando primeros planos de la palabra CODICIA y sosteniéndolos junto a la nota para comparar la letra. Quería salir disparado para solicitar un análisis caligráfico y asegurarse de que era la misma persona quien había escrito ambas cosas. Aquello demostraba lo verde que estaba.

Era bastante obvio que se trataba de la misma persona.

La prensa todavía no se había enterado de la noticia, de modo que no podía tratarse de alguien que hubiera plagiado el método, aún no. Y lo peor del caso es que Mills estaba demasiado alterado para darse cuenta de que tenía la prueba más importante delante de las narices: el contenido de la nota, no la caligrafía. Largo y duro es el camino que del infierno conduce a la luz.

—¿Cree que intenta decirnos algo? —preguntó Mills—. A mí me parecen chorradas religiosas.

Somerset tuvo que echar mano de su autodominio para contener la lengua. Pero en lugar de decirle a Mills que era un imbécil, escogió una de las fotografías de la palabra CODICIA escrita con sangre y la sostuvo junto a la foto Polaroid que había tomado del término GULA escrito con grasa.

—¿Nunca ha oído hablar de los siete pecados capitales, Mills?

—Sí, creo que sí —contestó Mills, encogiéndose de hombros.

—Codicia, gula, ira, envidia, pereza, orgullo y lujuria.

El rostro de Mills se iluminó cuando el joven empezó a comprender.

—¿Cree que este tipo va a cargarse a una persona por cada pecado?

—Eso parece, ¿no?

—Mierda… —murmuró Mills anonadado.

Eso mismo, mierda, pensó Somerset mientras se reclinaba en su silla y apoyaba la cabeza en el brazo del sofá.

Habría cinco asesinatos más si no encontraban a aquel tipo, y si Mills dirigía la investigación después de que él se retirara, Somerset temía que aquel tipo lograra completar la lista sin dificultad alguna. No es que el muchacho fuera incompetente. Sencillamente, carecía de experiencia con aquella clase de mierda. Aquello no era Springfield.

Somerset contempló la navaja que descansaba en el otro brazo. Cuanto más pensaba en aquel embrollo, más se cabreaba. Quería dejarlo todo atrás, pero no podía. Ahora no. No podía limitarse a matar el tiempo hasta que terminara la semana. Tenía que implicarse en aquella investigación.

Se irguió, cogió la navaja, la abrió y la lanzó al otro lado de la habitación. ¡Tac! Anillo de triple puntuación, el 7.

Al cabo de media hora, Somerset oyó truenos a lo lejos.

Contempló el cielo al oeste. Los relámpagos revelaban la presencia de nubes violáceas de aspecto amenazador en la noche. La tormenta no tardaría en llegar. Nada conseguiría detenerla una vez que se adentrara en el desierto.

Mientras caminaba por el centro con un cigarrillo entre los labios, escudriñaba de forma inconsciente los huecos entre los coches aparcados, en busca de chiflados. Una de las casas de crack más importantes de la ciudad se hallaba en aquel barrio. Los adictos al crack te rebanan el cuello por cuatro chavos sin pensárselo dos veces.

Pasó un camión de bomberos con la sirena a todo volumen, y las luces parpadeantes rebotaron en los coches aparcados y tiñeron los edificios de rojo.

Más allá, un hombre de negocios con el traje desordenado gritaba al auricular de una cabina telefónica; de repente colgó con estruendo.

—¡A tomar por culo, zorra! ¡A tomar por culo! ¡A tomar por culo! —repetía cada vez más furioso.

Somerset pasó de largo y se dirigió hacia la escalinata de granito del edificio principal de la biblioteca pública.

Mientras la subía, arrojó el cigarrillo por encima de las cabezas de los vagabundos que dormían allí. La colilla aterrizó entre los arbustos.

—¿Tienes un cigarrillo, tío? —pidió uno de los vagabundos—. ¿Tienes un cigarrillo?

Somerset bajó la mirada hacia el rostro mugriento del hombre. Era un joven blanco no mayor de treinta años.

Igual que Mills. Somerset se llevó la mano al bolsillo de la camisa y sacó el paquete, pero estaba vacío.

—Lo siento. Me acabo de fumar el último.

—Vale, tío, vale. No pasa nada.

Somerset siguió subiendo y pasó entre las enormes columnas de la biblioteca antes de llamar a las puertas de cristal con la palma de la mano. Al ver que nadie acudía a abrir, golpeó con más fuerza.

—Tranquilo, tranquilo, ya voy —dijo una voz amortiguada por el vidrio.

Un hombre negro de sesenta y pocos años atravesó el vestíbulo con toda la rapidez que le permitía su cojera. Era George, el vigilante nocturno.

George abrió la puerta y lo dejó entrar.

—¿Qué tal? —saludó con una sonrisa.

—Muy bien, George. ¿Y tú?

—De fábula.

Mientras Somerset caminaba sobre el mármol verde del vestíbulo, una familiar sensación de calma se apoderó de él y le relajó los músculos de los hombros. Miró a través de la puerta de doble hoja que había tras el mostrador de salida y contempló la inmensa sala de lectura principal con sus mesas largas y coronadas por lámparas articuladas de pantalla verde. Numerosas estanterías se alineaban a lo largo de las paredes desde el suelo hasta el techo. Las de más estanterías se hallaban al otro lado de la sala de lectura, a lo largo de innumerables pasillos de libros. Y en el piso superior había más estanterías, literalmente kilómetros de libros. Aquello era el paraíso para Somerset. Hubiese podido vivir allí.

George subió la escalera curva de mármol hacia el primer piso.

—Siéntate donde quieras, amigo mío.

—Gracias, George.

—Hola, Sonrisas.

Somerset alzó la mirada y descubrió una cabeza coronada por una espesa mata gris asomada a la barandilla de la galería. Era Silas, el guardia de seguridad. Jake y Kostas, los otros dos guardias, estaban justo detrás de él y saludaban a Somerset con la mano.

—¿Qué tal, caballeros? —saludó Somerset.

—Bien —repuso Silas—. Bastante bien.

—Venga, George, muévete —instó Kostas—. Las cartas se están enfriando.

—El deber me llama —dijo George a Somerset por encima del hombro con una expresión de fingido hastío—.

—¿Seguro que no quieres jugar un par de manos con nosotros?

—No, gracias —repuso Somerset meneando la cabeza—. Tengo trabajo.

—Bueno, pues ponte cómodo. Estás en tu casa.

—Gracias, George —le respondió Somerset con una sonrisa.

Se sacó el cuaderno de notas del bolsillo y se dirigió hacia la sala de lectura; sus pisadas resonaron con majestuosidad en aquel espacio enorme. Retiró una silla, encendió una lámpara y, cuando estaba a punto de sentarse, un trueno retumbó en la cavernosa estancia. El aguacero empezó a golpear el tragaluz de cristal reforzado que se abría en el techo.

Oía a los hombres hablar en el piso superior mientras jugaban al póquer.

—Con todos estos libros —les gritó—, un mundo entero de conocimiento a vuestra disposición, y os pasáis toda la noche jugando al póquer.

George asomó la cabeza por la barandilla y colocó un radiocasete en el borde.

—Pero ¿qué dices? Tenemos tanta cultura que es para cagarse.

Los otros hombres rieron cuando George puso música.

Los compases de un solo de piano se propagaron por el espacio abierto y flotaron sobre las mesas como nieve en polvo. Somerset cerró los ojos y se dejó invadir por la música. Era una fuga de Bach, de El clave bien temperado.

Arriba, George se estaba encendiendo un puro con una cerilla de madera.

—¿Sabes una cosa, Sonrisas? Nos vas a echar de menos cuando te vayas. No hay bibliotecas abiertas las veinticuatro horas allí, en el culo del mundo, donde te vas a vivir.

—Probablemente tengas razón.

—¿Lo ves? Nos vas a echar de menos, seguro.

—Sí, es muy posible —asintió Somerset.

George volvió a la mesa de póquer y Somerset se dirigió a los ficheros. Mientras caminaba, abrió el cuaderno de notas. En la primera página había apuntado los siete pecados capitales y tachado la gula y la codicia.

Una vez junto a los ficheros, buscó la P y encontró el cajón que buscaba. Lo sacó, lo llevó a una mesa alta que había cerca y volvió la página del cuaderno. Purgatorio, vol. II, La divina comedia, Dante, escribió de memoria.

No le hacía falta comprobarlo. Sabía que aquel libro decía muchas cosas acerca del pecado.

Mientras examinaba las fichas en busca de libros que hablasen de los siete pecados capitales anotaba títulos y autores. Si al asesino le obsesionaban los siete pecados capitales, entonces Somerset tenía que saber tantas cosas acerca de ellos como el asesino. No, tenía que saber más. Aquella persona volvería a matar, a Somerset no le cabía ninguna duda, pero si podía descubrir cómo era aquel tipo, anticiparse a sus pensamientos, quizá podría salvar un par de vidas al final de la lista. Quizá.

Somerset se había propuesto atar todos los cabos posibles antes de marcharse. No encajaba con su carácter dejar pendiente un asunto como aquel. Aun cuando no lograra echar el guante al asesino antes de que acabara la semana, guiaría a Mills en la dirección correcta y le ayudaría en la medida de lo posible. Mills era demasiado testarudo para reconocer que había cometido un error al trasladarse a la ciudad, pero si estaba resuelto a aguantar allí, entonces Somerset tenía la obligación de enseñarle a ejecutar bien su trabajo.

Mientras los compases de la fuga se fundían con el repiqueteo de la lluvia contra el vidrio del tragaluz, Somerset seguía anotando títulos y autores. Sin embargo, aquella lista no era para él, sino para Mills. Si este pretendía lucirse con aquel caso, tendría que hacer los deberes, empezando por Dante 101.

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