Sapiens

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Parte II. La revolución agrícola » 5. El mayor fraude de la historia

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El mayor fraude de la historia

Durante 2,5 millones de años, los humanos se alimentaron recolectando plantas y cazando animales que vivían y se reproducían sin su intervención. Homo erectus, Homo ergaster y los neandertales recogían higos silvestres y cazaban carneros salvajes sin decidir dónde arraigarían las higueras, en qué prado debería pastar un rebaño de carneros o qué macho cabrío inseminaría a qué cabra. Homo sapiens se extendió desde África oriental a Oriente Próximo, hasta Europa y Asia, y finalmente hasta Australia y América; pero, dondequiera que fuera, los sapiens continuaron viviendo también mediante la recolección de plantas silvestres y la caza de animales salvajes. ¿Por qué hacer cualquier otra cosa cuando tu estilo de vida te da de comer en abundancia y sostiene un rico mundo de estructuras sociales, creencias religiosas y dinámicas políticas?

Todo esto cambió hace unos 10.000 años, cuando los sapiens empezaron a dedicar casi todo su tiempo y esfuerzo a manipular la vida de unas pocas especies de animales y plantas. Desde la salida hasta la puesta de sol los humanos sembraban semillas, regaban las plantas, arrancaban malas hierbas del suelo y conducían a los carneros a los mejores pastos. Estas tareas, pensaban, les proporcionarían más frutos, grano y carne. Fue una revolución en la manera en que vivían los humanos: la revolución agrícola.

La transición a la agricultura se inició alrededor de 9500-8500 a.C. en el país montuoso del sudeste de Turquía, el oeste de Irán y el Levante. Empezó lentamente, y en un área geográfica restringida. El trigo y las cabras se domesticaron aproximadamente hacia 9000 a.C.; los guisantes y las lentejas hacia 8000 a.C.; los olivos hacia 5000 a.C.; los caballos hacia 4000 a.C., y la vid en 3500 a.C. Algunos animales y plantas, como los camellos y los anacardos, se domesticaron incluso más tarde, pero en 3500 a.C. la principal oleada de domesticación ya había terminado. Incluso en la actualidad, con todas nuestras tecnologías avanzadas, más del 90 por ciento de las calorías que alimentan a la humanidad proceden del puñado de plantas que nuestros antepasados domesticaron entre 9500 y 3500 a.C.: trigo, arroz, maíz, patatas, mijo y cebada. En los últimos 2.000 años no se ha domesticado ninguna planta o animal dignos de mención. Si nuestra mente es la de los cazadores-recolectores, nuestra cocina es la de los antiguos agricultores.

Antaño, los estudiosos creían que la agricultura se extendió desde un único punto de origen en Oriente Próximo hasta los cuatro extremos del mundo. En la actualidad, los entendidos están de acuerdo en que en otras partes del mundo surgió también la agricultura, pero no porque los agricultores de Oriente Próximo exportaran su revolución, sino de manera completamente independiente. Los pueblos de América Central domesticaron el maíz y las habichuelas sin saber nada del cultivo del trigo y los guisantes en Oriente Próximo. Los sudamericanos descubrieron cómo cultivar patatas y criar llamas, ignorantes de lo que ocurría tanto en México como en el Levante. Los primeros revolucionarios en China domesticaron el arroz, el mijo y los cerdos. Los primeros jardineros de Norteamérica fueron los que se cansaron de registrar el sotobosque en busca de calabacines comestibles y decidieron cultivar calabazas. Los habitantes de Nueva Guinea domesticaron la caña de azúcar y los plátanos, mientras que los primeros granjeros de África occidental produjeron el mijo africano, el arroz africano, el sorgo y el trigo conforme a sus necesidades. Desde estos puntos focales iniciales, la agricultura se extendió por todas partes. En el siglo I a.C., la inmensa mayoría de las personas en la mayor parte del mundo eran agricultores.

¿Por qué se produjeron revoluciones agrícolas en Oriente Próximo, China y América Central y no en Australia, Alaska o Sudáfrica? La razón es simple: la mayoría de las especies de plantas y animales no se pueden domesticar. Los sapiens podían extraer del suelo deliciosas trufas y abatir mamuts lanudos, pero domesticar estas especies estaba fuera de sus posibilidades; los hongos eran demasiado escurridizos y las gigantescas bestias, demasiado feroces. De los miles de especies que nuestros antepasados cazaban y recolectaban, solo unas pocas eran candidatas adecuadas para cultivarlas y apriscarlas. Estas pocas especies vivían en lugares concretos, y en esos lugares fue donde tuvieron lugar las revoluciones agrícolas (véase el mapa 2).[1]

MAPA 2. Localización y fechas de las revoluciones agrícolas. No hay consenso sobre las fechas, y el mapa se redibuja continuamente para incorporar los últimos descubrimientos arqueológicos.

Los entendidos proclamaban antaño que la revolución agrícola fue un gran salto adelante para la humanidad. Contaban un relato de progreso animado por la capacidad cerebral humana. La evolución produjo cada vez personas más inteligentes. Al final, estas eran tan espabiladas que pudieron descifrar los secretos de la naturaleza, lo que les permitió amansar a las ovejas y cultivar el trigo. En cuanto esto ocurrió, abandonaron alegremente la vida agotadora, peligrosa y a menudo espartana de los cazadores-recolectores y se establecieron para gozar de la vida placentera y de hartazgo de los agricultores.

Este relato es una fantasía. No hay ninguna prueba de que las personas se hicieran más inteligentes con el tiempo. Los cazadores-recolectores conocían los secretos de la naturaleza mucho antes de la revolución agrícola, puesto que su supervivencia dependía de un conocimiento cabal de los animales que cazaban y de las plantas que recolectaban. En lugar de anunciar una nueva era de vida fácil, la revolución agrícola dejó a los agricultores con una vida generalmente más difícil y menos satisfactoria que la de los cazadores-recolectores. Los cazadores-recolectores pasaban el tiempo de maneras más estimulantes y variadas, y tenían menos peligro de padecer hambre y enfermedades. Ciertamente, la revolución agrícola amplió la suma total de alimento a disposición de la humanidad, pero el alimento adicional no se tradujo en una dieta mejor o en más ratos de ocio, sino en explosiones demográficas y élites consentidas. El agricultor medio trabajaba más duro que el cazador-recolector medio, y a cambio obtenía una dieta peor. La revolución agrícola fue el mayor fraude de la historia.

¿Quién fue el responsable? Ni reyes, ni sacerdotes, ni mercaderes. Los culpables fueron un puñado de especies de plantas, entre las que se cuentan el trigo, el arroz y las patatas. Fueron estas plantas las que domesticaron a Homo sapiens, y no al revés.

Pensemos por un momento en la revolución agrícola desde el punto de vista del trigo. Hace 10.000 años, el trigo era solo una hierba silvestre, una de muchas, confinada a una pequeña área de distribución en Oriente Próximo. De repente, al cabo de solo unos pocos milenios, crecía por todo el mundo. Según los criterios evolutivos básicos de supervivencia y reproducción, el trigo se ha convertido en una de las plantas de más éxito en la historia de la Tierra. En áreas como las Grandes Llanuras de Norteamérica, donde hace 10.000 años no crecía ni un solo tallo de trigo, en la actualidad se pueden recorrer centenares y centenares de kilómetros sin encontrar ninguna otra planta. En todo el mundo, el trigo cubre 2,25 millones de kilómetros cuadrados de la superficie del planeta, casi diez veces el tamaño de Gran Bretaña. ¿Cómo pasó esta hierba de ser insignificante a ser ubicua?

El trigo lo hizo manipulando a Homo sapiens para su conveniencia. Este simio había vivido una vida relativamente confortable cazando y recolectando hasta hace unos 10.000 años, pero entonces empezó a invertir cada vez más esfuerzos en el cultivo del trigo. En el decurso de un par de milenios, los humanos de muchas partes del mundo hacían poca cosa más desde la salida hasta la puesta de sol que cuidar de las plantas del trigo. No era fácil. El trigo les exigía mucho. Al trigo no le gustan las rocas y los guijarros, de manera que los sapiens se partían la espalda despejando los campos. Al trigo no le gusta compartir su espacio, agua y nutrientes con otras plantas, de modo que hombres y mujeres trabajaban durante largas jornadas para eliminar las malas hierbas bajo el sol abrasador. El trigo enfermaba, de manera que los sapiens tenían que estar atentos para eliminar gusanos y royas. El trigo se hallaba indefenso frente a otros organismos a los que les gustaba comérselo, desde conejos a enjambres de langostas, de modo que los agricultores tenían que vigilarlo y protegerlo. El trigo estaba sediento, así que los humanos aportaban agua de manantiales y ríos para regarlo. Su insaciabilidad impulsó incluso a los sapiens a recoger heces de animales para nutrir el suelo en el que el trigo crecía.

El cuerpo de Homo sapiens no había evolucionado para estas tareas. Estaba adaptado a trepar a los manzanos y a correr tras las gacelas, no a despejar los campos de rocas ni a acarrear barreños de agua. La columna vertebral, las rodillas, el cuello y el arco de los pies pagaron el precio. Los estudios de esqueletos antiguos indican que la transición a la agricultura implicó una serie de dolencias, como discos intervertebrales luxados, artritis y hernias. Además, las nuevas tareas agrícolas exigían tanto tiempo que las gentes se vieron obligadas a instalarse de forma permanente junto a sus campos de trigo. Esto cambió por completo su modo de vida. No domesticamos el trigo. El término «domesticar» procede del latín domus, que significa «casa». ¿Quién vive en una casa? No es el trigo. Es el sapiens.

¿De qué manera convenció el trigo a Homo sapiens para cambiar una vida relativamente buena por una existencia más dura? ¿Qué le ofreció a cambio? Desde luego, no le ofreció una dieta mejor. Recordemos que los humanos son simios omnívoros que medran a base de una amplia variedad de alimentos. Los granos suponían solo una pequeña fracción de la dieta humana antes de la revolución agrícola. Una dieta basada en cereales es pobre en minerales y vitaminas, difícil de digerir y realmente mala para los dientes y las encías.

El trigo no confirió seguridad económica a la gente. La vida de un campesino es menos segura que la de un cazador-recolector. Los cazadores-recolectores se basaban en decenas de especies para sobrevivir, y por lo tanto podían resistir los años difíciles incluso sin almacenes de comida conservada. Si la disponibilidad de una especie se reducía, podían recolectar y cazar otras especies. Hasta hace muy poco, las sociedades agrícolas se han basado para la mayor parte de su ingesta de calorías en una pequeña variedad de plantas domésticas. En muchas áreas se basaban en una única planta, como el trigo, las patatas o el arroz. Si las lluvias fallaban o llegaban plagas de langostas o si un hongo aprendía cómo infectar a esta especie alimentaria básica, los campesinos morían por miles y millones.

El trigo tampoco podía ofrecer seguridad contra la violencia humana. Los primeros agricultores eran al menos tan violentos como sus antepasados cazadores-recolectores, si no más. Los agricultores tenían más posesiones y necesitaban terreno para plantar. La pérdida de tierras de pastos debido a las incursiones de vecinos podía significar la diferencia entre la subsistencia y la hambruna, de manera que había mucho menos margen para el compromiso. Cuando una banda de cazadores-recolectores se veía acosada por un rival más fuerte, por lo general podía marcharse. Era difícil y peligroso, pero era factible. Cuando un enemigo fuerte amenazaba una aldea agrícola, la retirada significaba ceder los campos, las casas y los graneros. En muchos casos, esto condenaba a los refugiados a morirse de hambre. Por lo tanto, los agricultores tendían a quedarse en su tierra y a luchar hasta las últimas consecuencias.

Muchos estudios antropológicos y arqueológicos indican que en las sociedades agrícolas simples, sin marcos políticos más allá de la aldea y la tribu, la violencia humana era responsable de un 15 por ciento de las muertes, incluido un 25 por ciento de las muertes de hombres. En la Nueva Guinea contemporánea, la violencia explica el 30 por ciento de las muertes de hombres en una sociedad tribal agrícola, los dani, y el 35 por ciento en otra, los enga. ¡En Ecuador, quizá hasta el 50 por ciento de los waorani adultos sufren una muerte violenta a manos de otro humano![2] Con el tiempo, la violencia humana se puso bajo control mediante el desarrollo de estructuras sociales mayores: ciudades, reinos y estados. Pero hicieron falta miles de años para construir estas estructuras políticas enormes y efectivas.

La vida en las aldeas aportó ciertamente a los primeros agricultores algunos beneficios inmediatos, como una mejor protección contra los animales salvajes, la lluvia y el frío. Pero para la persona media, las desventajas probablemente sobrepasaban a las ventajas. Esto resulta difícil de apreciar por parte de las personas que viven en las sociedades prósperas de hoy en día. Debido a que gozamos de abundancia y seguridad, y puesto que nuestra abundancia y seguridad se han construido sobre los cimientos que estableció la revolución agrícola, suponemos que esta fue una mejora maravillosa. Pero es erróneo juzgar miles de años de historia desde la perspectiva actual. Un punto de vista mucho más representativo es el de una niña de tres años de edad que muere de desnutrición en la China del siglo I porque los cultivos de su padre no han prosperado. ¿Acaso diría «Me estoy muriendo de desnutrición, pero dentro de 2.000 años la gente tendrá comida abundante y vivirá en casas con aire acondicionado, de modo que mi sufrimiento es un sacrificio que vale la pena»?

¿Qué es, pues, lo que el trigo ofrecía a los agriculturalistas, incluida esta niña china desnutrida? No ofrecía nada a la gente en tanto que individuos, pero sí confirió algo a Homo sapiens como especie. Cultivar trigo proporcionaba mucha más comida por unidad de territorio, y por ello permitió a Homo sapiens multiplicarse exponencialmente. Hacia el año 13000 a.C., cuando las gentes se alimentaban recolectando plantas silvestres y cazando animales salvajes, el área alrededor del oasis de Jericó, en Palestina, podía sostener todo lo más una tropilla errante de 100 personas relativamente saludables y bien alimentadas. Hacia el 8500 a.C., cuando las plantas silvestres habían dado paso a los campos de trigo, el oasis sostenía una aldea grande pero hacinada de 1.000 personas, que padecían mucho más de enfermedades y desnutrición.

La moneda de la evolución no es el hambre ni el dolor, sino copias de hélices de ADN. De la misma manera que el éxito económico de una compañía se mide solo por el número de dólares en su cuenta bancaria y no por la felicidad de sus empleados, el éxito evolutivo de una especie se mide por el número de copias de su ADN. Si no quedan más copias de ADN, la especie se extingue, de la misma manera que una compañía sin dinero está en bancarrota. Si una especie puede alardear de muchas copias de ADN, es un éxito, y la especie prospera. Desde esta perspectiva, 1.000 copias siempre son mejores que 100 copias. Esta es la esencia de la revolución agrícola: la capacidad de mantener más gente viva en peores condiciones.

Pero ¿por qué les habría de importar a los individuos este cálculo evolutivo? ¿Por qué habría cualquier persona sana de reducir su propio nivel de vida simplemente para multiplicar el número de copias del genoma de Homo sapiens? Nadie consintió este trato: la revolución agrícola era una trampa.

LA TRAMPA DEL LUJO

El auge de la agricultura fue un acontecimiento muy gradual que se extendió a lo largo de siglos y de milenios. Una banda de Homo sapiens que recolectaba setas y nueces y cazaba ciervos y conejos no se estableció de repente en una aldea permanente, labrando los campos, sembrando trigo y acarreando agua desde el río. El cambio tuvo lugar por fases, cada una de las cuales implicó solo una pequeña alteración de la vida cotidiana.

Homo sapiens llegó a Oriente Próximo hace unos 70.000 años. Durante los 50.000 años siguientes, nuestros antepasados medraron allí sin agricultura. Los recursos naturales del área eran suficientes para sostener a su población humana. En épocas de abundancia, la gente tenía algunos hijos más, y en tiempos de carestía unos pocos menos. Los humanos, como muchos animales, poseen mecanismos hormonales y genéticos que ayudan a controlar la procreación. En los tiempos buenos, las mujeres alcanzan antes la pubertad, y sus probabilidades de quedar embarazadas son algo mayores. En los tiempos malos, la pubertad se demora y la fertilidad se reduce.

A estos controles naturales de la población se añadieron mecanismos culturales. Los bebés y los niños pequeños, que se desplazan lentamente y requieren mucha atención, eran una carga para los cazadores-recolectores nómadas. La gente intentaba espaciar sus hijos en intervalos de tres a cuatro años. Las mujeres lo hacían amamantando a sus hijos continuamente y hasta una edad avanzada (dar de mamar continuamente reduce de manera significativa las probabilidades de quedar embarazada). Otros métodos incluían la abstinencia sexual total o parcial (reforzada quizá por tabúes culturales), el aborto y ocasionalmente el infanticidio.[3]

Durante estos largos milenios, los humanos comían ocasionalmente granos de trigo, pero esto era una parte marginal de su dieta. Hace unos 18.000 años, la última época glacial dio paso a un período de calentamiento global. A medida que aumentaban las temperaturas, también lo hicieron las precipitaciones. El nuevo clima era ideal para el trigo y otros cereales de Oriente Próximo, que se multiplicaron y se expandieron. La gente empezó a comer más trigo, y a cambio y sin darse cuenta extendieron su expansión. Puesto que era imposible comer granos silvestres sin aventarlos previamente, molerlos y cocerlos, las gentes que recogían estos granos los llevaban a sus campamentos temporales para procesarlos. Los granos de trigo son pequeños y numerosos, de modo que algunos caían inevitablemente en el camino al campamento y se perdían. Con el tiempo, cada vez más trigo creció a lo largo de los senderos favoritos de los humanos y alrededor de sus campamentos.

Cuando los humanos quemaban bosques y malezas, esto también ayudaba al trigo. El fuego eliminaba árboles y matorrales, lo que permitía que el trigo y otras hierbas monopolizaran la luz solar, el agua y los nutrientes. Allí donde el trigo se hacía particularmente abundante, y también lo eran los animales de caza y otras fuentes de alimento, las tropillas humanas podían abandonar de manera gradual su estilo de vida nómada y establecerse en campamentos estacionales e incluso permanentes.

Al principio pudieron haber acampado durante cuatro semanas, durante la cosecha. Una generación más tarde, al haberse multiplicado y extendido las plantas de trigo, el campamento de cosecha pudo haber durado cinco semanas, después seis, y finalmente se convirtió en una aldea permanente. A lo largo de todo Oriente Próximo se han descubierto indicios de estos poblados, en particular en el Levante, donde la cultura natufia floreció entre 12500 y 9500 a.C. Los natufios eran cazadores-recolectores que subsistían a base de decenas de especies silvestres, pero vivían en aldeas permanentes y dedicaban gran parte de su tiempo a la recolección y procesamiento de cereales silvestres. Construían casas y graneros de piedra. Almacenaban grano para las épocas de escasez. Inventaron nuevos utensilios, como guadañas de piedra para la recolección del trigo silvestre, y morteros y manos de mortero de piedra para molerlo.

En los años posteriores a 9500 a.C., los descendientes de los natufios continuaron recolectando y procesando cereales, pero también empezaron a cultivar de maneras cada vez más refinadas. Cuando recolectaban granos silvestres, tenían la precaución de dejar aparte una fracción de la cosecha para sembrar los campos en la siguiente estación. Descubrieron que podían conseguir resultados mucho mejores si sembraban los granos a una cierta profundidad del suelo y no repartiéndolos al azar sobre la superficie. De manera que comenzaron a cavar y labrar. Gradualmente empezaron también a eliminar las malas hierbas de los campos, a impedir la presencia de parásitos, y a regarlos y fertilizarlos. A medida que se dirigían más esfuerzos al cultivo de los cereales, había menos tiempo para recolectar y cazar especies salvajes. Los cazadores-recolectores se convirtieron en agricultores.

No hubo un solo paso que separara a la mujer que recolectaba trigo silvestre de la mujer que cultivaba trigo domesticado, de manera que es difícil decir exactamente cuándo tuvo lugar la transición decisiva a la agricultura. Pero, hacia 8500 a.C., Oriente Próximo estaba salpicado de aldeas como Jericó, cuyos habitantes pasaban la mayor parte del tiempo cultivando unas pocas especies domesticadas.

Con el paso a aldeas permanentes y el incremento de los recursos alimentarios, la población empezó aumentar. Abandonar el estilo de vida nómada permitió a las mujeres tener un hijo cada año. Los hijos se destetaban a una edad más temprana: se les podían dar de comer gachas y avenate. Las manos sobrantes se necesitaban perentoriamente en los campos. Pero las bocas adicionales hicieron desaparecer pronto los excedentes de comida, de manera que tuvieron que plantarse más campos. Cuando la gente empezó a vivir en poblados asolados por las enfermedades, cuando los niños se alimentaban más de cereales y menos de la leche materna, y cuando cada niño competía por sus gachas con más y más hermanos, la mortalidad infantil se disparó. En la mayoría de las sociedades agrícolas, al menos uno de cada tres niños moría antes de alcanzar los veinte años de edad.[4] Sin embargo, el aumento de los nacimientos todavía superaba el aumento de las muertes; los humanos siguieron teniendo un número cada vez mayor de hijos.

Con el tiempo, el «negocio del trigo» se hizo cada vez más oneroso. Los niños morían en tropel, y los adultos comían el pan ganado con el sudor de su frente. La persona media en el Jericó de 8500 a.C. vivía una vida más dura que la persona media en el Jericó de 9500 a.C. o de 13000 a.C. Sin embargo, nadie se daba cuenta de lo que ocurría. Cada generación continuó viviendo como la generación anterior, haciendo solo pequeñas mejoras aquí y allá en la manera en que se realizaban las cosas. Paradójicamente, una serie de «mejoras», cada una de las cuales pretendía hacer la vida más fácil, se sumaron para constituir una piedra de molino alrededor del cuello de estos agricultores.

¿Por qué cometió la gente este error fatal? Por la misma razón que, a lo largo de la historia, esta ha hecho cálculos equivocados. La gente era incapaz de calibrar todas las consecuencias de sus decisiones. Cada vez que decidían hacer un poco más de trabajo extra (cavar los campos en lugar de dispersar las semillas sobre la superficie del suelo, pongamos por caso), la gente pensaba: «Sí, tendremos que trabajar más duro. ¡Pero la cosecha será muy abundante! No tendremos que preocuparnos nunca más por los años de escasez. Nuestros hijos no se irán nunca más a dormir con hambre». Tenía sentido. Si trabajabas más duro, tendrías una vida mejor. Ese era el plan.

La primera parte del plan funcionó perfectamente. En efecto, la gente trabajó más duro, pero no previó que el número de hijos aumentaría, lo que significaba que el trigo excedente tendría que repartirse entre más niños. Y los primeros agricultores tampoco sabían que dar de comer a los niños más gachas y menos leche materna debilitaría su sistema inmunitario, y que los poblados permanentes se convertirían en viveros para las enfermedades infecciosas. No previeron que al aumentar su dependencia de un único recurso alimentario en realidad se estaban exponiendo cada vez más a la depredación y a la sequía. Y los granjeros tampoco previeron que en los años de bonanza sus graneros repletos tentarían a ladrones y enemigos, lo que les obligaría a empezar a construir muros y a hacer tareas de vigilancia.

Entonces, ¿por qué los humanos no abandonaron la agricultura cuando el plan fracasó? En parte, porque hicieron falta generaciones para que los pequeños cambios se acumularan y transformaran la sociedad, y a esas alturas nadie recordaba que habían vivido de forma diferente.

Y en parte debido a que el crecimiento demográfico quemó las naves de la humanidad. Si la adopción del laboreo de la tierra aumentó la población de la aldea de 100 personas a 110, ¿qué diez personas habrían aceptado voluntariamente morirse de hambre para que las demás pudieran volver a los buenos y viejos tiempos? La trampa se cerró de golpe.

La búsqueda de una vida más fácil trajo muchas privaciones, y no por última vez. En la actualidad nos ocurre a nosotros. ¿Cuántos jóvenes graduados universitarios han accedido a puestos de trabajo exigentes en empresas potentes, y se han comprometido solemnemente a trabajar duro para ganar dinero que les permita retirarse y dedicarse a sus intereses reales cuando lleguen a los treinta y cinco años? Pero cuando llegan a esa edad, tienen hipotecas elevadas, hijos que van a la escuela, casa en las urbanizaciones, dos coches como mínimo por familia y la sensación de que la vida no vale la pena vivirla sin vino realmente bueno y unas vacaciones caras en el extranjero. ¿Qué se supone que tienen que hacer, volver a excavar raíces? No, redoblan sus esfuerzos y siguen trabajando como esclavos.

Una de las pocas leyes rigurosas de la historia es que los lujos tienden a convertirse en necesidades y a generar nuevas obligaciones. Una vez que la gente se acostumbra a un nuevo lujo, lo da por sentado. Después empiezan a contar con él. Finalmente llegan a un punto en el que no pueden vivir sin él. Tomemos otro ejemplo familiar de nuestra propia época. A lo largo de las últimas décadas hemos inventado innumerables aparatos que ahorran tiempo y que se supone que hacen la vida más relajada: lavadoras, aspiradores, lavavajillas, teléfonos, teléfonos móviles, ordenadores, correo electrónico. Previamente, escribir una carta, poner la dirección y el sello en un sobre y llevarlo hasta el buzón llevaba mucho tiempo. Para obtener la respuesta se tardaban días o semanas, quizá incluso meses. Hoy en día puedo escribir rápidamente un mensaje de correo electrónico, enviarlo a medio mundo de distancia y (si mi dirección está en línea) recibir una respuesta un minuto después. Me he ahorrado toda esta complicación y tiempo, pero ¿acaso vivo una vida más relajada?

Lamentablemente, no. Antaño, en la época del correo caracol, la gente por lo general solo escribía cartas cuando tenía algo importante que relatar. En lugar de escribir lo primero que se les venía a la cabeza, consideraban detenidamente qué es lo que querían decir y cómo expresarlo en palabras. Luego esperaban recibir una respuesta parecidamente considerada. La mayoría de las personas escribían y recibían no más que unas cuantas cartas al mes, y rara vez se sentían obligadas a contestar de inmediato. En la actualidad recibo cada día decenas de mensajes de correo electrónico, todos de personas que esperan una respuesta célere. Pensábamos que ahorraríamos tiempo; en cambio, aceleramos el tráfago de la vida hasta diez veces su anterior velocidad, haciendo que nuestros días sean más ansiosos y agitados.

Aquí y allí, un ludita resistente se niega a abrir una cuenta de correo electrónico, de la misma manera que hace miles de años algunas bandas de humanos rehusaron dedicarse a la agricultura y de esta manera escaparon de la trampa del lujo. Pero la revolución agrícola no necesitaba que todas las cuadrillas de una región determinada se incorporaran al proceso. Solo hacía falta una. Una vez que una banda se establecía y empezaba a labrar la tierra, ya fuera en Oriente Próximo o en América Central, la agricultura era irresistible. Puesto que la agricultura creó las condiciones para el rápido crecimiento demográfico, los granjeros podían por lo general superar a los cazadores-recolectores por una cuestión simplemente numérica. Los cazadores-recolectores podían huir, abandonando sus terrenos de caza a favor del campo y los pastos, o tomar ellos mismos la azada. De un modo u otro, la antigua vida estaba condenada.

El relato de la trampa del lujo supone una lección importante. La búsqueda de la humanidad de una vida más fácil liberó inmensas fuerzas de cambio que transformaron el mundo de maneras que nadie imaginaba ni deseaba. Nadie planeó la revolución agrícola ni buscó la dependencia humana del cultivo de cereales. Una serie de decisiones triviales, dirigidas principalmente a llenar unos pocos estómagos y a obtener un poco de seguridad, tuvieron el efecto acumulativo de obligar a los antiguos cazadores-recolectores a pasar sus días acarreando barreños de agua bajo un sol de justicia.

INTERVENCIÓN DIVINA

La situación hipotética planteada arriba explica la revolución agrícola como un error. Es muy plausible. La historia está llena de errores mucho más tontos. Pero hay otra posibilidad. Quizá no fue la búsqueda de una vida más fácil lo que produjo la transformación. Quizá los sapiens tenían otras aspiraciones, y conscientemente estaban dispuestos a que su vida fuera más dura con el fin de alcanzarlas.

Por lo general, los científicos intentan atribuir los acontecimientos históricos a impersonales factores económicos y demográficos. Esto cuadra mejor con sus métodos racionales y matemáticos. En el caso de la historia moderna, los expertos no pueden evitar tener en cuenta factores inmateriales tales como la ideología y la cultura. Las pruebas escritas les compelen a obrar así. Tenemos suficientes documentos, cartas y memorias que demuestran que la Segunda Guerra Mundial no fue causada por carestías alimentarias o presiones demográficas. Pero no tenemos ningún documento de la cultura de los natufios, de modo que cuando tratamos de períodos antiguos la escuela materialista predomina de manera absoluta. Es difícil demostrar que personas en un estadio previo a la cultura estaban motivadas por la fe y no por la necesidad económica.

Pero, en algunos casos raros, tenemos la suerte de haber encontrado pistas reveladoras. En 1995, los arqueólogos empezaron a excavar una localidad del sudeste de Turquía llamada Göbekli Tepe. En el estrato más antiguo no descubrieron ninguna señal de una aldea, de casas o de actividades diarias. Sin embargo, encontraron estructuras columnares monumentales decoradas con grabados espectaculares. Cada columna de piedra pesaba hasta 7 toneladas y alcanzaba una altura de 5 metros. En una cantera cercana encontraron una columna a medio cincelar que pesaba 50 toneladas. En total, descubrieron más de 10 estructuras monumentales, la mayor de las cuales medía casi 30 metros (véase la figura 10).

FIGURA 10. Página anterior: Restos de una de las estructuras monumentales de Göbekli Tepe. Izquierda: Uno de los pilares de piedra decorados (de unos 5 metros de altura).

Los arqueólogos están familiarizados con estas estructuras monumentales de localidades de todo el mundo; el ejemplo más conocido es Stonehenge, en Gran Bretaña. Pero cuando estudiaron Göbekli Tepe descubrieron algo sorprendente. Stonehenge se remonta a 2500 a.C., y fue construido por una sociedad agrícola desarrollada. Las estructuras de Göbekli Tepe están datadas hacia 9500 a.C., y todos los indicios disponibles señalan que fueron construidas por cazadores-recolectores. La comunidad arqueológica no daba crédito a estos hallazgos, pero una prueba tras otra confirmaron la fecha temprana de las estructuras y la sociedad preagrícola de sus constructores. Las capacidades de los antiguos cazadores-recolectores, y la complejidad de sus culturas, parece que fueron mucho más impresionantes de lo que se sospechaba en un principio.

¿Por qué habría de construir estructuras de este tipo una sociedad de cazadores-recolectores? No tenían ningún propósito utilitario evidente. No eran ni mataderos de mamuts ni lugares en los que resguardarse de la lluvia o esconderse de los leones. Esto nos deja con la teoría de que fueron construidas con algún propósito cultural misterioso que los arqueólogos se esfuerzan en descifrar. Fuera lo que fuese, los cazadores-recolectores creyeron que valía la pena dedicarles una enorme cantidad de esfuerzo y de tiempo. La única manera de construir Göbekli Tepe era que miles de cazadores-recolectores pertenecientes a bandas y tribus diferentes cooperaran a lo largo de un período de tiempo prolongado. Solo un sistema religioso o ideológico complejo podía sostener tales empresas.

Göbekli Tepe contenía otro secreto sensacional. Durante muchos años, los genetistas han estado siguiendo la pista del trigo domesticado. Descubrimientos recientes indican que al menos una variante domesticada (el trigo carraón) se originó en las colinas de Karacadag, a unos 30 kilómetros de Göbekli Tepe.[5]

Es difícil que esto sea una coincidencia. Es probable que el centro cultural de Göbekli Tepe estuviera de algún modo relacionado con la domesticación inicial del trigo por la humanidad y de la humanidad por el trigo. Con el fin de dar de comer a las gentes que construyeron y usaron las estructuras monumentales, se necesitaban cantidades de alimento particularmente grandes. Bien pudiera ser que los cazadores-recolectores pasaran de recolectar trigo silvestre a un cultivo intensivo de trigo, no para aumentar sus recursos alimentarios normales, sino más bien para sostener la construcción y el funcionamiento de un templo. En la imagen convencional, los pioneros primero construían una aldea y, cuando esta prosperaba, establecían un templo en el centro de la misma. Pero Göbekli Tepe sugiere que primero pudo haberse construido el templo, y que posteriormente a su alrededor creció una aldea.

VÍCTIMAS DE LA REVOLUCIÓN

El acuerdo fáustico entre humanos y granos no fue el único trato que hizo nuestra especie. Se hizo otro convenio en relación con la suerte de animales tales como carneros, cabras, cerdos y gallinas. Las bandas nómadas que cazaban al acecho a los carneros alteraron gradualmente la constitución de los rebaños sobre los que depredaban. Este proceso se inició probablemente con la caza selectiva. Los humanos descubrieron que era ventajoso para ellos cazar únicamente a los moruecos adultos y ovejas viejas o enfermas. Exceptuaban de la caza a las hembras fértiles y a los corderos jóvenes con el fin de salvaguardar la vitalidad a largo plazo del rebaño local. El segundo paso pudo haber sido la defensa activa del rebaño frente a los depredadores, ahuyentando a leones, lobos y bandas humanas rivales. La cuadrilla pudo después haber apriscado al rebaño en un desfiladero estrecho con el fin de controlarlo y defenderlo mejor. Finalmente, la gente empezó a hacer una selección más cuidadosa de las ovejas con el fin de que se adecuaran a las necesidades humanas. Los carneros más agresivos, los que mostraban una mayor resistencia al control humano, eran los primeros en ser sacrificados. También lo fueron las hembras más flacas y curiosas. (A los pastores no les gustan las ovejas cuya curiosidad las lleva lejos del rebaño.) Con cada nueva generación, las ovejas se hicieron más gordas, más sumisas y menos curiosas.

Alternativamente, los cazadores pudieron haber capturado y «adoptado» un cordero, engordarlo durante los meses de abundancia y sacrificarlo en la estación de escasez. En algún momento empezaron a tener un número mayor de dichos corderos. Algunos de ellos alcanzaron la pubertad y comenzaron a procrear. Los corderos más agresivos e indóciles fueron los primeros en ser sacrificados. A los corderos más sumisos y atractivos se les permitía vivir más y procrear. El resultado fue un rebaño de ovejas domesticadas y sumisas.

Estos animales domesticados (ovejas, gallinas, asnos y otros) proporcionaban comida (carne, leche, huevos), materiales en bruto (pieles, lana) y potencia muscular. El transporte, la labor de la tierra, moler el grano y otras tareas que hasta entonces realizaba el vigor humano eran llevadas a cabo cada vez más por animales. En la mayoría de las sociedades agrícolas, la gente se centraba en el cultivo de plantas; criar animales era una actividad secundaria. Pero también apareció un nuevo tipo de sociedad en algunos lugares, basada principalmente en la explotación de los animales: las tribus de pastores.

A medida que los humanos se extendían por el mundo, lo mismo hicieron sus animales domesticados. Hace 10.000 años, no había más que unos pocos millones de ovejas, vacas, cabras, cerdos y gallinas que vivían en unos pocos nichos afroasiáticos privilegiados. En la actualidad, el mundo alberga alrededor de 1.000 millones de ovejas, 1.000 millones de cerdos, más de 1.000 millones de vacas y más de 25.000 millones de gallinas repartidos por todo el planeta. La gallina doméstica es el ave más ampliamente extendida de las que hayan existido nunca. Después de Homo sapiens, las vacas, los cerdos y las ovejas domésticas son los mamíferos grandes segundo, tercero y cuarto más extendidos por el mundo. Desde una perspectiva evolutiva estricta, la que mide el éxito por el número de copias de ADN, la revolución agrícola fue una maravillosa bendición para las gallinas, las vacas, los cerdos y las ovejas.

Lamentablemente, la perspectiva evolutiva es una medida incompleta del éxito. Todo lo juzga según los criterios de supervivencia y reproducción, sin considerar el sufrimiento y la felicidad de los individuos. Tanto los pollos como las vacas domésticas pueden representar una historia de éxito evolutivo, pero también figuran entre los animales más desdichados que jamás hayan existido. La domesticación de los animales se basaba en una serie de prácticas brutales que con el paso de los siglos se hicieron todavía más crueles.

La duración de la vida de los gallos salvajes es de 7-12 años, y la de los bóvidos salvajes de unos 20-25 años. En la naturaleza, la mayoría de los gallos y las vacas morían mucho antes, pero todavía tenían probabilidades de vivir durante un respetable número de años. En contraste, la inmensa mayoría de los pollos y las gallinas y del ganado bovino doméstico son sacrificados cuando tienen entre unas pocas semanas y unos pocos meses de edad, porque esta siempre se ha considerado la edad óptima para matarlos desde una perspectiva económica. (¿Por qué seguir alimentando a un gallo durante tres años si ya ha alcanzado su peso máximo a los tres meses?)

A las gallinas ponedoras, las vacas lecheras y los animales de tiro se les permite a veces vivir muchos años, pero el precio es la subyugación a un modo de vivir completamente ajeno a sus instintos y deseos. Por ejemplo, es razonable suponer que los toros prefieren pasar sus días vagando por praderas abiertas en compañía de otros toros y vacas en lugar de tirar de carros y de arados bajo el yugo de un simio que empuña un látigo.

Con el fin de convertir a toros, caballos, asnos y camellos en obedientes animales de tiro, se habían de quebrar sus instintos naturales y sus lazos sociales, se había de contener su agresión y sexualidad, y se había de reducir su libertad de movimientos. Los granjeros desarrollaron técnicas tales como encerrar a los animales dentro de rediles y jaulas, embridarlos con arneses y traíllas, adiestrarlos con látigos y puyas para el ganado, y mutilarlos. El proceso de amansamiento casi siempre implica la castración de los machos. Esto reduce su agresividad y permite a los humanos controlar selectivamente la procreación del rebaño (véase la figura 11).

FIGURA 11. Una pintura de una tumba egipcia, aproximadamente de 1200 a.C.: Un par de bueyes labran un campo. En la naturaleza, el ganado vagaba a su aire en rebaños con una compleja estructura social. El buey, castrado y domesticado, consumía su vida bajo el látigo y en un estrecho redil, y trabajaba solo o en parejas de una manera que no era adecuada para su cuerpo ni para sus necesidades sociales ni emocionales. Cuando un buey ya no podía tirar del arado, era sacrificado. (Adviértase la posición encorvada del labriego egipcio, quien, de manera parecida al buey, pasaba su vida realizando un duro trabajo que oprimía su cuerpo, su mente y sus relaciones sociales.)

En muchas sociedades de Nueva Guinea, la riqueza de una persona se ha determinado tradicionalmente por el número de cerdos que posee. Para asegurar que los cerdos no se vayan, los agricultores del norte de Nueva Guinea les cortan un gran pedazo de la nariz. Esto produce un agudo dolor cada vez que el cerdo intenta oliscar. Puesto que los cerdos no pueden encontrar comida ni hallar su camino sin olfatear, esta mutilación los hace completamente dependientes de sus dueños humanos. En otra región de Nueva Guinea ha sido habitual sacarles los ojos a los cerdos, de modo que ni siquiera pueden ver adónde van.[6]

La industria lechera tiene sus propios métodos para obligar a los animales a hacer su voluntad. Vacas, cabras y ovejas solo producen leche después de parir terneros, cabritos y corderos, y solo mientras las crías maman. Para continuar obteniendo leche animal, un granjero necesita tener terneros, cabritos o corderos para que mamen, pero ha de impedirles que monopolicen la leche. Un método común a lo largo de la historia consistía en sacrificar a terneros y cabritos poco después de nacer, ordeñar a la madre continuamente y después hacer que quedara de nuevo preñada, y todavía hoy continúa siendo una técnica muy generalizada. En muchas granjas lecheras modernas, una vaca lechera vive por lo general unos cinco años antes de enviarla al matadero. Durante estos cinco años está preñada casi constantemente, y es fecundada a los 60-120 días después de parir, con el fin de preservar la máxima producción de leche. Sus terneros son separados de ella poco después de nacer. Las hembras son criadas para que se conviertan en la siguiente generación de vacas lecheras, mientras que los machos son destinados a la industria de la carne.[7]

Otro método consiste en mantener a terneros y cabritos cerca de su madre, pero impidiéndoles por diversas estratagemas que mamen demasiada leche. La manera más sencilla de hacerlo es permitir que el cabrito o el ternero mame, pero apartarlo cuando la leche empieza a fluir. Este método suele encontrar resistencia tanto de la cría como de la madre. Algunas tribus de pastores acostumbraban a matar a la cría, se comían su carne y después rellenaban su piel. Luego se enseñaba la cría disecada a la madre para que su presencia la animara a producir leche. Las gentes de la tribu de los nuer, en Sudán, iban aún más lejos: embadurnaban a los animales disecados con la orina de su madre para dar a los falsos terneros un aroma familiar y vivo. Otra técnica nuer consistía en fijar un anillo de espinas alrededor de la boca del ternero, de manera que pinchasen a la madre y esta se resistiera a amamantar.[8] Los tuareg criadores de camellos en el Sáhara solían pinchar o cortar partes de la nariz y del labio superior de las crías de camello con el fin de hacer que el amamantamiento fuera doloroso, con lo que los desanimaban a consumir demasiada leche.[9]

No todas las sociedades agrícolas eran tan crueles con sus animales de granja. La vida de algunos animales domésticos puede ser muy buena. Las ovejas que se crían por su lana, los perros y los gatos de compañía, los caballos de batalla y los caballos de carreras suelen gozar de condiciones confortables. Es sabido que el emperador romano Calígula quiso nombrar cónsul a su caballo favorito, Incitatus. A lo largo de la historia, pastores y agricultores han mostrado afecto por sus animales y han cuidado de ellos, al igual que muchos dueños de esclavos sentían afecto y se preocupaban por ellos. No era casualidad que reyes y profetas se calificaran a sí mismos de pastores y asimilaran la idea de que ellos y los dioses cuidaban de su gente como un pastor cuida su rebaño.

Sin embargo, desde el punto de vista del rebaño, y no del pastor, es difícil evitar la impresión de que para la inmensa mayoría de los animales domésticos la revolución agrícola fue una catástrofe terrible. Su «éxito» evolutivo carece de importancia. Un rinoceronte salvaje que se halle al borde de la extinción está probablemente más satisfecho que un ternero que pasa su corta vida dentro de una caja minúscula, y que es engordado para producir jugosos bistecs. El satisfecho rinoceronte no está menos contento por ser uno de los últimos ejemplares de su especie. El éxito numérico de la especie del ternero es un pobre consuelo para el sufrimiento que el individuo soporta (véase la figura 12).

FIGURA 12. Una ternera moderna en una granja industrial de carne. Inmediatamente después de nacer, la ternera es separada de su madre y encerrada en una minúscula jaula, no mucho mayor que su propio cuerpo, donde pasará toda su vida: unos cuatro meses por término medio. Nunca abandona su jaula, ni se le permite jugar con otras terneras y ni siquiera andar, y todo para que sus músculos no se fortalezcan. Unos músculos blandos significan un bistec blando y jugoso. La primera vez que la ternera tiene ocasión de andar, estirar sus músculos y tocar a otras terneras es en su camino al matadero. En términos evolutivos, el ganado vacuno representa una de las especies animales con más éxito que haya existido nunca. Al mismo tiempo, figuran entre los animales más desgraciados del planeta.

Esta discrepancia entre éxito evolutivo y sufrimiento individual es quizá la lección más importante que podemos extraer de la revolución agrícola. Cuando estudiamos la historia de plantas como el trigo y el maíz, quizá la perspectiva puramente evolutiva tiene sentido. Pero en el caso de animales como los bóvidos, las ovejas y los sapiens, cada uno de ellos con un complejo mundo de sensaciones y emociones, hemos de considerar de qué manera el éxito evolutivo se traduce en experiencia individual. En los capítulos que siguen veremos, una y otra vez, que un aumento espectacular en el poder colectivo y en el éxito ostensible de nuestra especie iba acompañado de un gran sufrimiento individual.

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