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Parte II. La revolución agrícola » 6. Construyendo pirámides

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Construyendo pirámides

La revolución agrícola es uno de los acontecimientos más polémicos de la historia. Algunos partidarios proclaman que puso a la humanidad en el camino de la prosperidad y el progreso. Otros insisten que la llevó a la perdición. Fue el punto de inflexión, dicen, en el que los sapiens se desprendieron de su simbiosis íntima con la naturaleza y salieron corriendo hacia la codicia y la alienación. Fuera cual fuese la dirección que tomara el camino, no había posibilidad de dar marcha atrás. La agricultura permitió que las poblaciones aumentaran de manera tan radical y rápida que ninguna sociedad agrícola compleja podría jamás volver a sustentarse si retornaba a la caza y la recolección. Hacia el año 10000 a.C., antes de la transición a la agricultura, la Tierra era el hogar de unos 5-8 millones de cazadores-recolectores nómadas. En el siglo I d.C., solo quedaban 1-2 millones de cazadores-recolectores (principalmente en Australia, América y África), pero su número quedaba empequeñecido comparado con los 250 millones de agricultores en todo el mundo.[1]

La inmensa mayoría de los agricultores vivían en poblados permanentes y solo unos pocos eran pastores nómadas. El hecho de establecerse hacía que el territorio de la mayoría de las personas se redujera de manera espectacular. Los antiguos cazadores-recolectores solían vivir en territorios que ocupaban muchas decenas e incluso cientos de kilómetros cuadrados. El «hogar» era todo el territorio, con sus colinas, ríos, bosques y cielo abierto. Los campesinos, en cambio, pasaban la mayor parte de sus días laborando en un pequeño campo o huerto, y su vida doméstica se centraba en una estructura confinada de madera, piedra o barro, que medía no más que unas pocas decenas de metros cuadrados: la casa. El campesino medio desarrolló un apego muy fuerte a esta estructura. Esta fue una revolución de gran alcance, cuyo impacto fue tanto psicológico como arquitectónico. En lo venidero, el apego a «mi casa» y la separación de los vecinos se convirtieron en el rasgo psicológico distintivo de un ser mucho más egocéntrico.

Los nuevos territorios agrícolas no eran solo mucho más pequeños que los de los antiguos cazadores-recolectores, sino mucho más artificiales. Aparte del uso del fuego, los cazadores-recolectores hicieron pocos cambios deliberados en las tierras por las que vagaban. Los agricultores, en cambio, vivían en islas humanas artificiales que labraban laboriosamente a partir de las tierras salvajes circundantes. Talaban bosques, excavaban canales, desbrozaban campos, construían casas, cavaban surcos y plantaban árboles frutales en metódicas hileras. El hábitat artificial resultante estaba destinado únicamente a los humanos y a «sus» plantas y animales, y a menudo estaba cercado mediante paredes y setos. Las familias de agricultores hacían todo lo que podían para mantener alejadas las malas hierbas y los animales salvajes. Si estos intrusos conseguían introducirse, eran expulsados. Si persistían, sus antagonistas humanos buscaban maneras de exterminarlos. Alrededor del hogar se erigían defensas particularmente fuertes. Desde los albores de la agricultura hasta la actualidad, miles de millones de seres humanos armados con ramas, matamoscas, zapatos y sprays venenosos han librado una guerra implacable contra las diligentes hormigas, las furtivas cucarachas, las audaces arañas y los extraviados escarabajos que constantemente se infiltran en los domicilios humanos.

Durante la mayor parte de la historia, estos enclaves de factura humana fueron muy pequeños, y estuvieron rodeados de extensiones de naturaleza indómita. La superficie de la Tierra mide unos 510 millones de kilómetros cuadrados, de los cuales 155 millones son de tierras. Hacia el año 1400 d.C., la inmensa mayoría de los agricultores, junto con sus plantas y animales, se arracimaban en un área de solo 11 millones de kilómetros cuadrados, el 2 por ciento de la superficie del planeta.[2] Todo el resto era demasiado frío, demasiado cálido, demasiado seco, demasiado húmedo o inadecuado por otras razones para el cultivo. Este minúsculo 2 por ciento de la superficie de la Tierra constituía el escenario en el que se desplegaba la historia.

A la gente le resultaba difícil dejar sus islas artificiales. No podían abandonar sus casas, campos y graneros sin correr el riesgo de perderlos. Además, a medida que el tiempo pasaba, acumularon cada vez más cosas: objetos, no fácilmente transportables, que los mantenían ligados. Los antiguos agricultores nos pueden parecer pobres de solemnidad, pero una familia media poseía más artefactos que toda una tribu de cazadores-recolectores.

LA LLEGADA DEL FUTURO

Mientras que el espacio agrícola se encogía, el tiempo agrícola se expandía. Los cazadores-recolectores no solían invertir mucho tiempo pensando en la próxima semana o el mes siguiente. En cambio, los agricultores recorrían en su imaginación años y décadas hacia el futuro.

Los cazadores-recolectores daban poca importancia al futuro porque vivían precariamente y solo podían conservar alimentos o acumular posesiones con dificultad. Desde luego, se dedicaron a una cierta planificación avanzada. Los ejecutores del arte rupestre de Chauvet, Lascaux y Altamira pretendían, casi con toda seguridad, que este persistiera durante generaciones. Las alianzas sociales y las rivalidades políticas eran asuntos a largo plazo. A menudo se tardaba años en devolver un favor o vengar un agravio. No obstante, en la economía de subsistencia de la caza y la recolección, había un límite obvio a esta planificación a largo plazo. Paradójicamente, les ahorró a los cazadores-recolectores muchas angustias. En realidad, no tenía sentido preocuparse por cosas sobre las que no podían influir.

La revolución agrícola dio al futuro mucha más importancia de la que había tenido antes. Los agricultores, que tienen siempre en mente el futuro, trabajan a su servicio. La economía agrícola se basaba en un ciclo estacional de producción, que comprendía largos meses de cultivo seguidos de períodos de cosecha cortos e intensos. En la noche que seguía al final de una cosecha abundante los campesinos podían celebrar por todo lo que tenían, pero al cabo de una semana o así, se levantaban de nuevo al alba para pasar un largo día en el campo. Aunque había comida suficiente para hoy, para la semana siguiente e incluso el mes siguiente, tenían que preocuparse por el año próximo y por el año posterior a este.

La preocupación por el futuro se basaba no solo en los ciclos estacionales de producción, sino también en la incertidumbre fundamental de la agricultura. Puesto que la mayoría de las aldeas vivían cultivando una variedad muy limitada de plantas y animales domesticados, se hallaban a merced de las sequías, las inundaciones y la peste. Los campesinos se veían obligados a producir más de lo que producían, para poder acumular reservas. Sin grano en el silo, tinajas de aceite de oliva en la bodega, queso en la despensa y salchichas colgadas de las alfardas, se morirían de hambre en los años malos. Y los años malos llegarían más tarde o más temprano. Un campesino que viviera creyendo que no vendría un año malo no viviría mucho.

En consecuencia, desde la aparición de la agricultura las preocupaciones por el futuro se convirtieron en actores principales en el teatro de la mente humana. Allí donde los agricultores dependían de la lluvia para regar sus campos, el inicio de la estación de las lluvias significaba que todas las mañanas los granjeros oteaban el horizonte, oliscaban el viento y forzaban la vista. ¿Era aquello una nube? ¿Llegarían las lluvias a tiempo? ¿Llovería lo suficiente? ¿Acaso las tormentas violentas arrastrarían las simientes de los campos y derribarían los plantones? Mientras tanto, en los valles de los ríos Éufrates, Indo y Amarillo, otros campesinos vigilaban, con no menos ansiedad, la altura del agua. Necesitaban que los ríos subieran con el fin de extender los fértiles sedimentos de la capa superficial de las tierras altas, y que permitieran que sus extensos sistemas de irrigación se llenaran de agua. Pero las crecidas excesivas o que llegaran en el momento inadecuado podían destruir sus campos tanto como una sequía.

Los campesinos se preocupaban por el futuro no solo porque tenían más motivos para preocuparse, sino también porque podían hacer algo al respecto: podían desbrozar otro campo, excavar otra acequia de irrigación, sembrar más plantas. El campesino ansioso era tan frenético y trabajaba tan duro como una hormiga agricultora en verano, sudaba para plantar olivos cuyo aceite sería prensado por sus hijos y sus nietos, y dejaba para el invierno o el año siguiente los alimentos que le apetecía comer hoy.

El esfuerzo vinculado a la agricultura tuvo consecuencias trascendentales. Fue el fundamento de sistemas políticos y sociales a gran escala. Lamentablemente, los diligentes campesinos casi nunca consiguieron la seguridad económica futura que tanto ansiaban mediante su duro trabajo en el presente. Por todas partes surgían gobernantes y élites, que vivían a costa de los excedentes de alimentos de los campesinos y que solo les dejaban con una mera subsistencia.

Estos excedentes alimentarios confiscados impulsaron la política, las guerras, el arte y la filosofía. Construyeron palacios, fuertes, monumentos y templos. Hasta la época moderna tardía, más del 90 por ciento de los humanos eran campesinos que se levantaban cada mañana para labrar la tierra con el sudor de su frente. Los excedentes que producían alimentaban a la reducida minoría de élites (reyes, funcionarios gubernamentales, soldados, sacerdotes, artistas y pensadores) que llenan los libros de historia. La historia es algo que ha hecho muy poca gente mientras que todos los demás araban los campos y acarreaban barreños de agua.

UN ORDEN IMAGINADO

Los excedentes de alimentos producidos por los campesinos, junto con una nueva tecnología del transporte, acabaron permitiendo que cada vez más gente se hacinara primero en aldeas grandes, después en pueblos y, finalmente, en ciudades, todas ellas unidas por nuevos reinos y redes comerciales.

Sin embargo, para sacar partido de estas nuevas oportunidades, los excedentes de alimentos y el transporte mejorado no eran suficientes. El simple hecho de que se pueda dar de comer a mil personas en el mismo pueblo o a un millón de personas en el mismo reino no garantiza que puedan ponerse de acuerdo en cómo dividir la tierra y el agua, en cómo zanjar disputas y conflictos, y en cómo actuar en épocas de sequía o de guerra. Y si no se puede llegar a ningún acuerdo, los conflictos se extienden, aunque los almacenes estén repletos. No fue la carestía de los alimentos lo que causó la mayor parte de las guerras y revoluciones de la historia. La Revolución francesa fue encabezada por abogados ricos, no por campesinos hambrientos. La República romana alcanzó su máximo apogeo en el siglo I a.C., cuando flotas cargadas de tesoros procedentes de todo el Mediterráneo enriquecían a los romanos superando los sueños más visionarios de sus antepasados. Y, sin embargo, fue en ese momento de máxima prosperidad cuando el orden político romano se desplomó en una serie de mortíferas guerras civiles. Yugoslavia tenía en 1991 recursos suficientes para alimentar a todos sus habitantes, y aun así se desintegró en un baño de sangre terrible.

El problema de raíz de dichos desastres es que los humanos evolucionaron durante millones de años en pequeñas bandas de unas pocas decenas de individuos. Los pocos milenios que separan la revolución agrícola de la aparición de ciudades, reinos e imperios no fueron suficientes para permitir la evolución de un instinto de cooperación en masa.

A pesar de la carencia de estos instintos biológicos, durante la era de los cazadores-recolectores, cientos de extraños pudieron cooperar gracias a sus mitos compartidos. Sin embargo, dicha cooperación era laxa y limitada. Cada cuadrilla de sapiens continuó desarrollando su vida de manera independiente y proveyendo la mayor parte de sus necesidades. Un sociólogo arcaico que hubiera vivido hace 20.000 años, que no tuviera conocimiento de los acontecimientos que siguieron a la revolución agrícola, bien pudiera haber llegado a la conclusión de que la mitología tenía muy pocas posibilidades de salir airosa. Los relatos sobre espíritus ancestrales y tótems tribales eran lo bastante fuertes para permitir que 500 personas intercambiaran conchas marinas, celebraran un festival ocasional y unieran fuerzas para exterminar a una banda de neandertales, pero nada más. La mitología, habría pensado el sociólogo de la antigüedad, no podría haber capacitado a millones de extraños para cooperar cada día.

Pero esto resultó ser erróneo. Aconteció que los mitos son más fuertes de lo que nadie podía haber imaginado. Cuando la revolución agrícola abrió oportunidades para la creación de ciudades atestadas e imperios poderosos, la gente inventó relatos acerca de grandes dioses, patrias y sociedades anónimas para proporcionar los vínculos sociales necesarios. Aunque la evolución humana seguía arrastrándose a su paso usual de caracol, la imaginación humana construía asombrosas redes de cooperación en masa, distintas a cualesquiera otras que se hubieran visto en la Tierra.

Hacia el año 8500 a.C., los mayores poblados del mundo eran aldeas como Jericó, en la que vivían unos pocos cientos de individuos. Hacia 7000 a.C., la ciudad de Çatalhöyük, en Anatolia, contaba entre 5.000 y 10.000 habitantes, probablemente el mayor poblado del mundo de la época. Durante el quinto y cuarto milenio a.C., en el Creciente Fértil surgieron ciudades con decenas de miles de habitantes, y cada una de ellas dominaba sobre muchos pueblos de las inmediaciones. En 3100 a.C., todo el valle del Nilo inferior fue unificado en el primer reino egipcio. Sus faraones gobernaban sobre miles de kilómetros cuadrados y cientos de miles de personas. Hacia el año 2250 a.C., Sargón el Grande forjó el primer imperio, el acadio. Se jactaba de tener un millón de súbditos y un ejército permanente de 5.400 soldados. Entre 1000 a.C. y 500 a.C., aparecieron los primeros megaimperios en Oriente Próximo: el Imperio asirio tardío, el Imperio babilonio y el Imperio persa. Gobernaban a varios millones de súbditos y mandaban a decenas de miles de soldados.

En el año 221 a.C. la dinastía Qin unió China, y poco después Roma unió la cuenca del Mediterráneo. Los impuestos recaudados a 40 millones de súbditos qin pagaban un ejército permanente de cientos de miles de soldados y una compleja burocracia que empleaba a más de 100.000 funcionarios. En su cénit, el Imperio romano recaudaba impuestos de hasta 100 millones de súbditos. Estos ingresos financiaban un ejército permanente de 250.000-500.000 soldados, una red de carreteras que todavía se usaba 1.500 años después y teatros y anfiteatros que desde entonces y hasta hoy han albergado espectáculos.

Sin duda, es impresionante pero no hemos de hacernos falsas ilusiones acerca de las «redes de cooperación en masa» que operaban en el Egipto de los faraones o en el Imperio romano. «Cooperación» suena muy altruista, si bien no siempre es voluntaria y rara vez es igualitaria. La mayoría de las redes de cooperación humana se han organizado para la opresión y la explotación. Los campesinos pagaban las redes de cooperación iniciales con sus preciosos excedentes de alimentos, y se desesperaban cuando el recaudador de impuestos eliminaba todo un año de arduo trabajo con un simple movimiento de su pluma imperial. Los famosos anfiteatros romanos solían ser construidos por esclavos, para que los romanos ricos y ociosos pudieran contemplar a otros esclavos enzarzarse en terribles combates de gladiadores. Incluso las prisiones y los campos de concentración son redes de cooperación, y pueden funcionar únicamente porque miles de extraños consiguen coordinar de alguna manera sus acciones.

Todas estas redes de cooperación, desde las ciudades de la antigua Mesopotamia hasta los imperios qin y romano, eran «órdenes imaginados». Las normas sociales que los sustentaban no se basaban en instintos fijados ni en relaciones personales, sino en la creencia en mitos compartidos.

¿Cómo pueden los mitos sustentar imperios enteros? Ya se ha comentado uno de tales ejemplos: Peugeot. Examinemos ahora dos de los mitos mejor conocidos de la historia: el Código de Hammurabi, de aproximadamente 1776 a.C., que sirvió como manual de cooperación para cientos de miles de antiguos babilonios; y la Declaración de Independencia de Estados Unidos de 1776 d.C., que en la actualidad todavía sirve como manual de cooperación para cientos de millones de americanos modernos.

En 1776 a.C., Babilonia era la mayor ciudad del mundo. El Imperio babilonio era probablemente el mayor del mundo, con más de un millón de súbditos. Gobernaba la mayor parte de Mesopotamia, que incluía prácticamente todo el Irak moderno y partes de lo que hoy es Siria e Irán. El rey babilonio más famoso fue Hammurabi. Su fama se debe principalmente al texto que lleva su nombre, el Código de Hammurabi. Se trata de una colección de leyes y decisiones judiciales cuyo objetivo era presentar a Hammurabi como un modelo de rey justo, servir como base para un sistema legal más uniforme para todo el Imperio babilonio y enseñar a las futuras generaciones qué es la justicia y cómo actúa un rey justo.

Las generaciones futuras tomaron nota. La élite intelectual y burocrática de la antigua Mesopotamia canonizó el texto, y los aprendices de escribas continuaron copiándolo mucho después de que Hammurabi muriera y su imperio se desmoronara. Por lo tanto, el Código de Hammurabi es una buena fuente para comprender el ideal de orden social de los antiguos mesopotámicos.[3]

El texto se inicia diciendo que los dioses Anu, Enlil y Marduk (las principales deidades del panteón mesopotámico) designaron a Hammurabi «para que la justicia prevaleciera en la tierra, para abolir a los inicuos y a los malos, para impedir que los fuertes oprimieran a los débiles».[4] A continuación cita unas 300 sentencias, siguiendo la fórmula «Si ocurre tal y cual cosa, esta es la sentencia». Por ejemplo, las sentencias 196-199 y 209-214 rezan lo siguiente:

196. Si un hombre superior deja tuerto a otro hombre superior, lo dejarán tuerto.

197. Si le rompe el hueso a otro hombre superior, que le rompan el hueso.

198. Si deja tuerto a un plebeyo o le rompe un hueso a un plebeyo, pagará 60 siclos de plata.

199. Si deja tuerto al esclavo de un hombre superior o le rompe un hueso al esclavo de un hombre superior, pagará la mitad del valor del esclavo (en plata).[5]

209. Si un hombre superior golpea a una mujer de clase superior y así le provoca que aborte su feto, pagará 10 siclos de plata por su feto.

210. Si esa mujer muere, que maten a la hija del hombre.

211. Si es a la hija de un plebeyo a quien le causa a golpes la pérdida del feto, pagará 5 siclos de plata.

212. Si esa mujer muere, pagará 30 siclos de plata.

213. Si golpea a la esclava de un hombre superior y le provoca así el aborto de su feto, pagará 2 siclos de plata.

214. Si esa esclava muere, pagará 20 siclos de plata.[6]

Después de listar sus sentencias, Hammurabi vuelve a declarar que:

Estas son las justas decisiones que Hammurabi, el hábil rey, ha establecido, y por las que ha dirigido la tierra a lo largo de la ruta de la verdad y del camino correcto de la vida. […] Soy Hammurabi, noble rey. No he sido descuidado ni negligente hacia la humanidad, cuyo cuidado me concedió el dios Enlil, y cuyo pastoreo me encargó el dios Marduk.[7]

El Código de Hammurabi afirma que el orden social babilonio se basa en principios universales y eternos de justicia, dictados por los dioses. El principio de jerarquía es de importancia capital. Según el código, las personas se dividen en dos géneros y tres clases: personas superiores, plebeyos y esclavos. Los miembros de cada género y clase tienen valores diferentes. La vida de una plebeya vale 30 siclos de plata, mientras que el ojo de un plebeyo vale 60 siclos de plata.

El código establece asimismo una jerarquía estricta en el seno de las familias, según el cual los niños no son personas independientes, sino propiedad de sus padres. De ahí que, si un hombre superior mata a la hija de otro hombre superior, la hija del homicida es ejecutada como castigo. A nosotros nos puede parecer extraño que el homicida siga impune mientras que su hija inocente es sacrificada, pero a Hammurabi y a los babilonios esto les parecía perfectamente justo. El Código de Hammurabi se basaba en la premisa de que si todos los súbditos del rey aceptaban su posición en la jerarquía y actuaban en consecuencia, el millón de habitantes del imperio podrían cooperar de manera efectiva. Entonces su sociedad podría producir alimentos suficientes para sus miembros, distribuirlos eficientemente, protegerse contra sus enemigos y expandir su territorio con el fin de adquirir más riquezas y mayor seguridad.

Unos 3.500 años después de la muerte de Hammurabi, los habitantes de trece colonias británicas en Norteamérica sentían que el rey de Inglaterra los trataba injustamente. Sus representantes se reunieron en la ciudad de Filadelfia y, el 4 de julio de 1776, las colonias declararon que sus habitantes ya no eran súbditos de la corona británica. Su Declaración de Independencia proclamó principios universales y eternos de justicia que, como los de Hammurabi, estaban inspirados por un poder divino. Sin embargo, el principio más importante que dictaba el dios americano era algo diferente del principio dictado por los dioses de Babilonia. La Declaración de Independencia de Estados Unidos afirma:

Sostenemos como evidentes por sí mismas dichas verdades: que todos los hombres son creados iguales; que son dotados por su Creador de ciertos derechos inalienables; que entre estos están la vida, la libertad y la búsqueda de la felicidad.

Al igual que el Código de Hammurabi, el documento fundacional estadounidense promete que si los americanos actúan según sus sagrados principios, millones de ellos podrán cooperar de manera efectiva, y vivir seguros y en paz en una sociedad justa y próspera. Al igual que el Código de Hammurabi, la Declaración de Independencia de Estados Unidos no era solo un documento de su tiempo y su lugar: también fue aceptado por generaciones futuras. Durante más de 200 años, los escolares estadounidenses la han copiado y la han aprendido de memoria.

Ambos textos nos plantean un dilema. Tanto el Código de Hammurabi como la Declaración de Independencia de Estados Unidos afirman compendiar principios universales y eternos de justicia, pero según los americanos todas las personas son iguales, mientras que según los babilonios las personas son claramente desiguales. Desde luego, los americanos dirían que ellos tienen razón, y que Hammurabi está equivocado. Hammurabi, por supuesto, replicaría que él está en lo cierto, y que los americanos están equivocados. En realidad, ambos están equivocados. Tanto Hammurabi como los Padres Fundadores americanos imaginaban una realidad regida por principios de justicia universales e inmutables, tales como la igualdad y la jerarquía. Pero el único lugar en el que tales principios existen es en la fértil imaginación de los sapiens, y en los mitos que inventan y se cuentan unos a otros. Estos principios no tienen validez objetiva.

Para nosotros es fácil aceptar que la división de la gente en «superiores» y «plebeyos» es una invención de la imaginación. Pero la idea de que todos los humanos son iguales también es un mito. ¿En qué sentido todos los humanos son iguales entre sí? ¿Existe alguna realidad objetiva, fuera de la imaginación humana, en la que seamos realmente iguales? ¿Son todos los humanos iguales desde el punto de vista biológico? Intentemos traducir la sentencia más famosa de la Declaración de Independencia de Estados Unidos en términos biológicos:

Sostenemos como evidentes por sí mismas dichas verdades: que todos los hombres son creados iguales; que son dotados por su Creador de ciertos derechos inalienables; que entre estos están la vida, la libertad y la búsqueda de la felicidad.

Según la ciencia de la biología, las personas no fueron «creadas», sino que han evolucionado. Y, ciertamente, no evolucionaron para ser «iguales». La idea de igualdad se halla inextricablemente entrelazada con la idea de creación. Los americanos obtuvieron la idea de igualdad del cristianismo, que dice que toda persona tiene un alma creada divinamente y que todas las almas son iguales ante Dios. Sin embargo, si no creemos en los mitos cristianos acerca de Dios, la creación y las almas, ¿qué significa que todas las personas son «iguales»? La evolución se basa en la diferencia, no en la igualdad.

Cada persona posee un código genético diferente, y desde su nacimiento se halla expuesta a diferentes influencias ambientales. Esto conduce al desarrollo de cualidades diferentes que llevan consigo diferentes probabilidades de supervivencia. Por lo tanto, «creados iguales» debería traducirse por «evolucionados de manera diferente».

Del mismo modo que las personas no fueron creadas, tampoco, según la ciencia de la biología, existe un «Creador» que las «dote» de nada. Solo existe un proceso evolutivo ciego, desprovisto de cualquier propósito, que conduce al nacimiento de los individuos. «Dotados por su Creador» debería traducirse simplemente por «nacidos».

Asimismo, los derechos no existen en biología. Solo hay órganos, capacidades y características. Las aves vuelan no porque tengan el derecho a volar, sino porque poseen alas. Y no es cierto que dichos órganos, capacidades y características sean «inalienables». Muchos de ellos experimentan mutaciones constantes que pueden perderse por completo con el tiempo. El avestruz es un ave que perdió su capacidad de volar. De modo que «derechos inalienables» debe traducirse por «características mutables».

¿Y cuáles son las características que evolucionaron en los humanos? La «vida», ciertamente. Pero ¿la «libertad»? En biología no existe tal cosa. Al igual que la igualdad, los derechos y las sociedades anónimas, la libertad es una invención que solo existe en la imaginación. Desde un punto de vista biológico, no tiene sentido decir que los humanos en las sociedades democráticas son libres, mientras que los humanos en las dictaduras no son libres. ¿Y qué hay de la «felicidad»? Hasta el presente, la investigación biológica no ha conseguido obtener una definición clara de felicidad ni una manera de medirla objetivamente. La mayoría de los estudios biológicos solo reconocen la existencia del placer, que es más fácil de definir y de medir. De modo que habría que traducir «la vida, la libertad y la búsqueda de la felicidad» por «la vida y la búsqueda del placer».

He aquí, pues, sentencia de la Declaración de Independencia de Estados Unidos traducida en términos biológicos:

Sostenemos como evidentes por sí mismas dichas verdades: que todos los hombres han evolucionado de manera diferente; que han nacido con ciertas características mutables; que entre estas están la vida y la búsqueda del placer.

Los que abogan por la igualdad y los derechos humanos pueden indignarse por esta línea de razonamiento. Es probable que su respuesta sea: «¡Ya sabemos que las personas no son iguales desde el punto de vista biológico! Pero si creemos que todos somos iguales en esencia, esto nos permitirá crear una sociedad estable y próspera». No tengo ningún argumento que oponer. Esto es precisamente lo que quiero decir con «orden imaginado». Creemos en un orden particular no porque sea objetivamente cierto, sino porque creer en él nos permite cooperar de manera efectiva y forjar una sociedad mejor. Los órdenes imaginados no son conspiraciones malvadas o espejismos inútiles. Más bien, son la única manera en que un gran número de humanos pueden cooperar de forma efectiva. Pero tengamos presente que Hammurabi podría haber defendido su principio de jerarquía utilizando la misma lógica: «Yo sé que los hombres superiores, los plebeyos y los esclavos no son clases de personas intrínsecamente distintas. Pero si creemos que lo son, esto nos permitirá crear una sociedad estable y próspera».

VERDADEROS CREYENTES

Es probable que más de un lector se haya retorcido en su silla al leer los párrafos anteriores. En la actualidad, la mayoría de nosotros hemos sido educados para reaccionar de esta manera. Es fácil aceptar que el Código de Hammurabi era un mito, pero no queremos oír que los derechos humanos sean asimismo un mito. Si la gente se diera cuenta de que los derechos humanos solo existen en la imaginación, ¿no habría el peligro de que nuestra sociedad se desplomara? Voltaire dijo acerca de Dios que «Dios no existe, pero no se lo digáis a mi criado, no sea que me asesine durante la noche». Hammurabi habría dicho lo mismo acerca de su principio de jerarquía, y Thomas Jefferson acerca de los derechos humanos. Homo sapiens no tiene derechos naturales, de la misma manera que las arañas, las hienas y los chimpancés no tienen derechos naturales. Pero no se lo digamos a nuestros criados, no sea que nos maten por la noche.

Tales temores están bien justificados. Un orden natural es un orden estable. No hay ninguna probabilidad de que la gravedad deje de funcionar mañana, aunque la gente deje de creer en ella. Por el contrario, un orden imaginado se halla siempre en peligro de desmoronarse, porque depende de mitos, y los mitos se desvanecen cuando la gente deja de creer en ellos. Con el fin de salvaguardar un orden imaginado es obligado realizar esfuerzos continuos y tenaces, algunos de los cuales derivan en violencia y coerción. Los ejércitos, las fuerzas policiales, los tribunales y las prisiones trabajan sin cesar, obligando a la gente a actuar de acuerdo con el orden imaginado. Si un antiguo babilonio dejaba ciego a su vecino, por lo general era necesario cierto grado de violencia para hacer cumplir la ley del «ojo por ojo». Cuando, en 1860, una mayoría de ciudadanos norteamericanos llegaron a la conclusión de que los esclavos africanos son seres humanos y por lo tanto debían gozar del derecho a la libertad, hizo falta una sangrienta guerra civil para que los estados sureños lo aceptaran.

Sin embargo, un orden imaginado no puede sostenerse solo mediante la violencia. Requiere asimismo verdaderos creyentes. El príncipe Talleyrand, que inició su carrera camaleónica bajo el reinado de Luis XVI, sirvió posteriormente a los regímenes revolucionario y napoleónico y cambió su lealtad a tiempo de terminar sus días trabajando para la monarquía restaurada. Su célebre frase «Se pueden hacer muchas cosas con las bayonetas, pero es bastante incómodo sentarse sobre ellas» resume décadas de experiencia de gobierno. Un único sacerdote suele hacer el trabajo de cien soldados, y de manera mucho más barata y eficiente. Además, con independencia de lo eficientes que sean las bayonetas, alguien tiene que esgrimirlas. ¿Por qué habrían de mantener soldados, carceleros, jueces y policía un orden imaginado en el que no creen? De todas las actividades colectivas humanas, la más difícil de organizar es la violencia. Decir que un orden social se mantiene mediante la fuerza militar plantea inmediatamente la cuestión: ¿qué mantiene el orden militar? Es imposible organizar un ejército únicamente mediante la coerción. Al menos algunos de los mandos y los soldados han de creer realmente en algo, ya sea Dios, el honor, la patria, la hombría o el dinero.

Una pregunta incluso más interesante se refiere a los que se encuentran en la cima de la pirámide social. ¿Por qué querrían hacer cumplir un orden imaginado si ellos mismos no creen en él? Es relativamente común aducir que la élite puede hacerlo debido a la codicia cínica. Pero es improbable que un cínico que no cree en nada sea codicioso. No hace falta mucho para proporcionar las necesidades biológicas objetivas de Homo sapiens. Una vez se han cubierto dichas necesidades, se puede gastar más dinero en la construcción de pirámides, tomarse unas vacaciones alrededor del mundo, financiar campañas electorales, financiar a nuestra organización terrorista favorita o invertir en el mercado de valores y conseguir todavía más dinero… todas ellas actividades que un verdadero cínico encontraría absolutamente sin sentido. Diógenes, el filósofo griego que fundó la escuela cínica, vivía en una tinaja. Cuando Alejandro Magno visitó en una ocasión a Diógenes, mientras este se hallaba descansando al sol, y le preguntó si había algo que pudiera hacer por él, el cínico contestó al poderosísimo conquistador: «Sí, hay algo que puedes hacer por mí. Por favor, muévete un poco a un lado. Me tapas la luz del sol».

Esta es la razón por la que los cínicos no construyen imperios y por la que un orden imaginado solo puede mantenerse si hay grandes segmentos de la población (y en particular grandes segmentos de la élite y de las fuerzas de seguridad) que creen realmente en él. El cristianismo no habría durado 2.000 años si la mayoría de los obispos y sacerdotes no hubieran creído en Cristo. La democracia estadounidense no habría durado 250 años si la mayoría de los presidentes y congresistas no hubieran creído en los derechos humanos. El sistema económico moderno no habría durado ni un solo día si la mayoría de los accionistas y banqueros no hubieran creído en el capitalismo.

LOS MUROS DE LA PRISIÓN

¿Cómo se hace para que la gente crea en un orden imaginado como el cristianismo, la democracia o el capitalismo? En primer lugar, no admitiendo nunca que el orden es imaginado. Siempre se insiste en que el orden que sostiene a la sociedad es una realidad objetiva creada por los grandes dioses o por las leyes de la naturaleza. Las personas son distintas, no porque lo dijera Hammurabi, sino porque lo decretaron Enlil y Marduk. Las personas son iguales, no porque lo dijera Thomas Jefferson, sino porque Dios los creó así. Los mercados libres son el mejor sistema económico, no porque lo dijera Adam Smith, sino porque estas son las inmutables leyes de la naturaleza.

También se educa de manera concienzuda a la gente. Desde que nacen, se les recuerda constantemente los principios del orden imaginado, que se incorporan a todas y cada una de las cosas. Se incorporan a los cuentos de hadas, a los dramas, los cuadros, las canciones, a la etiqueta, a la propaganda política, la arquitectura, las recetas y las modas. Por ejemplo, hoy en día la gente cree en la igualdad, de manera que está de moda entre los niños ricos llevar pantalones tejanos, que originalmente eran la indumentaria de la clase trabajadora. En la Edad Media la gente creía en las diferencias de clases, de manera que ningún joven noble se habría puesto un sobretodo de campesino. En aquel entonces, dirigirse a alguien como «señor» o «señora» era un raro privilegio reservado a la nobleza, y que a menudo se ganaba con sangre. Hoy en día, toda la correspondencia educada, con independencia del destinatario, empieza con «Apreciado señor o señora».

Las humanidades y las ciencias sociales dedican la mayor parte de sus energías a explicar exactamente de qué manera el orden imaginado está entretejido en el tapiz de la vida. En el espacio limitado de que disponemos solo podemos arañar la superficie. Hay tres factores principales que impiden que la gente se dé cuenta de que el orden que organiza su vida existe únicamente en su imaginación:

a. El orden imaginado está incrustado en el mundo material. Aunque el orden imaginado solo existe en nuestra mente, puede entretejerse en la realidad material que nos rodea, e incluso grabarse en piedra. En la actualidad, la mayoría de los habitantes de Occidente creen en el individualismo. Piensan que cada humano es un individuo, cuyo valor no depende de lo que otras personas crean de él o de ella. Cada uno de nosotros tiene en su interior un brillante rayo de luz que confiere valor y significado a nuestra vida. En las escuelas modernas de Occidente, los maestros de escuela y los padres les dicen a los niños que si sus compañeros de clase se burlan de ellos, deben ignorarlos. Solo ellos, y no otros, conocen su verdadero valor.

En la arquitectura moderna, este mito salta de la imaginación para tomar forma en piedra y hormigón. La casa moderna ideal está dividida en muchas habitaciones pequeñas de modo que cada niño pueda tener un espacio privado, oculto a la vista, que proporcione la máxima autonomía. Esta habitación privada posee casi de manera invariable una puerta, y en muchos hogares es práctica aceptada que el niño cierre la puerta, hasta con llave. Incluso los padres tienen prohibido entrar sin llamar y pedir permiso para ello. La habitación está decorada como al niño le gusta, con carteles de estrellas de rock en la pared y calcetines sucios por el suelo. Quien crezca en un espacio así no puede hacer otra cosa que imaginarse que es «un individuo», cuyo verdadero valor emana de dentro y no de fuera.

Los nobles medievales no creían en el individualismo. El valor de alguien estaba determinado por su lugar en la jerarquía social y por lo que otras personas decían de ellos. Que se rieran de uno era un grave ultraje. Los nobles enseñaban a sus hijos a proteger su buen nombre a cualquier precio. Como el individualismo moderno, el sistema de valores sociales medieval dejó la imaginación y para manifestarse en la piedra de los castillos medievales. El castillo raramente contenía habitaciones privadas para los niños (ni para nadie). El hijo adolescente de un barón medieval no tenía una habitación privada en el segundo piso del castillo, con carteles de Ricardo Corazón de León y el rey Arturo en las paredes, ni una puerta cerrada que sus padres no podían abrir. Dormía junto a otros muchos jóvenes en una gran sala. Siempre se hallaba a la vista y siempre debía tener en cuenta lo que otros veían y decían. Quien creciera en tales condiciones llegaba naturalmente a la conclusión de que el verdadero valor de un hombre estaba determinado por su lugar en la jerarquía social y por lo que otras personas decían de él.[8]

b. El orden imaginado modela nuestros deseos. La mayoría de las personas no quieren aceptar que el orden que rige su vida es imaginario, pero en realidad todas las personas nacen en un orden imaginado preexistente, y sus deseos están modelados desde el nacimiento por sus mitos dominantes. Por lo tanto, nuestros deseos personales se convierten en las defensas más importantes del orden imaginado.

Por ejemplo, los deseos más apreciados de los habitantes modernos de Occidente están conformados por mitos románticos, nacionalistas, capitalistas y humanistas que han estado presentes durante siglos. Los amigos que se dan consejos a menudo se dicen: «Haz lo que te diga el corazón». Pero el corazón es un doble agente que por lo general toma sus instrucciones de los mitos dominantes del día, y la recomendación «Haz lo que te diga el corazón» fue implantada en nuestra mente por una combinación de mitos románticos del siglo XIX y de mitos consumistas del siglo XX. La compañía Coca-Cola, por ejemplo, ha comercializado en todo el mundo la Diet Coke o Coca-Cola Light con el eslogan «Haz lo que sienta bien».

Incluso lo que la gente cree que son sus deseos más personales suelen estar programados por el orden imaginado. Consideremos, por ejemplo, el deseo popular de tomarse unas vacaciones en el extranjero. No hay nada natural ni obvio en esa decisión. Un macho alfa de chimpancé nunca pensaría en utilizar su poder con el fin de ir de vacaciones al territorio de una tropilla de chimpancés vecina. Los miembros de la élite del antiguo Egipto gastaban su fortuna construyendo pirámides y momificando sus cadáveres, pero ninguno de ellos pensaba en ir de compras a Babilonia o en pasar unas vacaciones esquiando en Fenicia. Hoy en día, la gente gasta muchísimo dinero en vacaciones en el extranjero porque creen fervientemente en los mitos del consumismo romántico.

El romanticismo nos dice que con el fin de sacar el máximo partido a nuestro potencial humano, hemos de tener tantas experiencias diferentes como podamos. Hemos de abrirnos a un amplio espectro de emociones; hemos de probar varios tipos de relaciones; hemos de catar diferentes cocinas; hemos de aprender a apreciar diferentes estilos de música. Y una de las mejores formas de hacer todo esto es librarnos de nuestra rutina diaria, dejar atrás nuestro entorno familiar y viajar a tierras distantes, donde podamos «experimentar» la cultura, los olores, los sabores y las normas de otras gentes. Oímos constantemente los mitos románticos acerca de «cómo una nueva experiencia me abrió los ojos y cambió mi vida».

El consumismo nos dice que para ser felices hemos de consumir tantos productos y servicios como sea posible. Si sentimos que nos falta algo o que algo no va bien del todo, entonces probablemente necesitemos comprar un producto (un automóvil, nuevos vestidos, comida ecológica) o un servicio (llevar una casa, terapia relacional, clases de yoga). Cada anuncio de televisión es otra pequeña leyenda acerca de cómo consumir determinado producto o servicio hará nuestra vida mejor.

El romanticismo, que promueve la variedad, encaja bien con el consumismo. Su matrimonio ha dado origen al infinito «mercado de experiencias» sobre el que se cimienta la moderna industria del turismo. La industria del turismo no vende billetes de avión ni habitaciones de hotel. Vende experiencias. París no es una ciudad, ni la India un país: ambos son experiencias, cuyo consumo se supone que amplía nuestros horizontes, satisface nuestro potencial humano y nos hace más felices. En consecuencia, cuando la relación entre un millonario y su esposa empieza a ir mal, él la lleva a realizar unas caras vacaciones en París. El viaje no es un reflejo de algún deseo independiente, sino una ardiente creencia en los mitos del consumismo romántico. Un hombre rico en el antiguo Egipto no hubiera pensado nunca en resolver una crisis matrimonial llevándose a su mujer de vacaciones a Babilonia. En lugar de eso, podría haberle construido la suntuosa tumba que ella siempre había deseado.

Como la élite del antiguo Egipto, la mayoría de la gente en la mayoría de las culturas dedica su vida a construir pirámides, solo que los nombres, formas y tamaños de estas pirámides cambian de una cultura a otra. Por ejemplo, pueden tomar la forma de un chalet en una urbanización con piscina y un césped siempre verde, o un flamante ático con unas vistas envidiables. Para empezar, pocos cuestionan los mitos que nos hacen desear la pirámide.

c. El orden imaginado es intersubjetivo. Incluso si por algún esfuerzo sobrehumano consiguiera liberar mis deseos personales del dominio del orden imaginado, solo soy una persona. Con el fin de cambiar el orden imaginado he de convencer a millones de extraños para que cooperen conmigo. Porque el orden imaginado no es un orden subjetivo que existe solo en mi imaginación; más bien, es un orden intersubjetivo que existe en la imaginación compartida de miles y millones de personas.

Para entender esto, necesitamos comprender la diferencia entre «objetivo», «subjetivo» e «intersubjetivo».

Un fenómeno objetivo existe con independencia de la conciencia humana y de las creencias humanas. La radiactividad, por ejemplo, no es un mito. Las emisiones radiactivas se producían mucho antes de que la gente las descubriera, y son peligrosas aunque no crea en ellas. Marie Curie, una de las descubridoras de la radiactividad, no supo, durante sus largos años de estudio de materiales radiactivos, que estos podían dañar su cuerpo. Aunque no creía que la radiactividad pudiera matarla, murió no obstante de anemia aplásica, una enfermedad mortal causada por la sobreexposición a materiales radiactivos.

Lo subjetivo es algo que existe en función de la conciencia y creencias de un único individuo, y desaparece o cambia si este individuo concreto cambia sus creencias. Muchos niños creen en la existencia de un amigo imaginario que es invisible e inaudible para el resto del mundo. El amigo imaginario existe únicamente en la conciencia subjetiva del niño, y cuando este crece y deja de creer en él, el amigo imaginario se desvanece.

Lo intersubjetivo es algo que existe en el seno de la red de comunicación que conecta la conciencia subjetiva de muchos individuos. Si un solo individuo cambia sus creencias o muere, ello tiene poca importancia. Sin embargo, si la mayoría de los individuos de la red mueren o cambian sus creencias, el fenómeno intersubjetivo mutará o desaparecerá. Los fenómenos intersubjetivos no son ni fraudes malévolos ni charadas insignificantes. Existen de una manera diferente de los fenómenos físicos tales como la radiactividad, pero sin embargo su impacto en el mundo puede ser enorme. Muchos de los impulsores más importantes de la historia son intersubjetivos: la ley, el dinero, los dioses y las naciones.

Peugeot, por ejemplo, no es el amigo imaginario del director general de Peugeot. La compañía existe en la imaginación compartida de millones de personas. El director general cree en la existencia de la compañía porque el consejo de administración también cree en ella, como hacen los abogados de la compañía, las secretarias de la oficina más próxima, los pagadores del banco, los corredores de Bolsa y los vendedores de automóviles desde Francia a Australia. Si fuera solo el director general el que dejara de creer repentinamente en la existencia de Peugeot, pronto acabaría en el hospital psiquiátrico más cercano y alguna otra persona ocuparía su despacho.

De forma similar, el dólar, los derechos humanos y los Estados Unidos de América existen en la imaginación compartida de miles de millones de personas, y no hay un solo individuo que pueda amenazar su existencia. Si únicamente yo dejara de creer en el dólar, los derechos humanos y Estados Unidos, no tendría mucha importancia. Estos órdenes imaginados son intersubjetivos, de manera que para cambiarlos tendríamos que cambiar simultáneamente la conciencia de miles de millones de personas, lo que no es fácil. Un cambio de tal magnitud solo puede conseguirse con ayuda de una organización compleja, como un partido político, un movimiento ideológico o un culto religioso. Sin embargo, con el fin de establecer estas organizaciones complejas es necesario convencer a muchos extraños para que cooperen entre sí. Y eso solo puede ocurrir si esos extraños creen en algunos mitos compartidos. De ahí se sigue que para cambiar un orden imaginado existente, hemos de creer primero en un orden imaginado alternativo.

Con el fin de desmantelar Peugeot, por ejemplo, necesitamos imaginar algo más poderoso, como el sistema legal francés. Con el fin de desmantelar el sistema legal francés necesitamos imaginar algo todavía más poderoso, como el Estado francés. Y si también quisiéramos desmantelarlo, tendríamos que imaginar algo más poderoso aún.

No hay manera de salir del orden imaginado. Cuando echamos abajo los muros de nuestra prisión y corremos hacia la libertad, en realidad corremos hacia el patio de recreo más espacioso de una prisión mayor.

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