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Parte III. La unificación de la humanidad » 9. La flecha de la historia

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La flecha de la historia

Después de la revolución agrícola, las sociedades humanas crecieron más y se hicieron más complejas, mientras que también los constructos imaginados que sostenían el orden social se tornaron más refinados. Los mitos y las ficciones acostumbraron a la gente, casi desde el momento del nacimiento, a pensar de determinada manera, a comportarse de acuerdo con determinados estándares, desear ciertas cosas y observar determinadas normas. Por lo tanto, crearon instintos artificiales que permitieron que millones de extraños cooperaran de manera efectiva. Esta red de instintos artificiales se llama «cultura».

Durante la primera mitad del siglo XX, los expertos enseñaban que cada cultura era completa y armoniosa, y que poseía una esencia invariable que la definía para siempre. Cada grupo humano tenía su propia visión del mundo y su propio sistema de disposiciones sociales, legales y políticas que funcionaba de manera tan regular como los planetas que giran alrededor del Sol. Según esta concepción, las culturas abandonadas a sus propios recursos no cambiaban. Simplemente seguían avanzando al mismo ritmo y en la misma dirección. Solo una fuerza aplicada desde el exterior podía cambiarlas. Así, antropólogos, historiadores y políticos se referían a la «cultura samoana» o a la «cultura tasmana» como si las mismas creencias, normas y valores hubieran caracterizado a los samoanos y los tasmanos desde tiempo inmemorial.

En la actualidad, la mayoría de los expertos de la cultura han llegado a la conclusión de que es justo lo contrario. Toda cultura tiene sus creencias, normas y valores, pero estos se hallan en un flujo constante. La cultura puede transformarse en respuesta a cambios en su ambiente o mediante la interacción con culturas vecinas. Sin embargo, las culturas también experimentan transiciones debido a sus propias dinámicas internas. Incluso una cultura completamente aislada que exista en un ambiente estable desde el punto de vista ecológico no puede evitar el cambio. A diferencia de las leyes de la física, que carecen de inconsistencias, todo orden creado por el hombre está repleto de contradicciones internas. Las culturas intentan constantemente reconciliar dichas contradicciones, y este proceso impulsa el cambio.

Por ejemplo, en la Europa medieval la nobleza creía a la vez en el cristianismo y en la caballería. El noble iba a la iglesia por la mañana y oía al sacerdote predicar la vida de los santos. «Vanidad de vanidades —decía el sacerdote—, todo es vanidad. Riquezas, lujuria y honor son tentaciones peligrosas. Debéis elevaros por encima de ellas, y seguir los pasos de Jesucristo. Sed humildes como Él, evitad la violencia y la extravagancia, y si os ofenden ofreced simplemente la otra mejilla.» Al volver a casa, sumiso y pensativo, el noble vestía sus mejores sedas e iba a un banquete en el castillo de su señor. Allí el vino fluía como el agua, el trovador entonaba canciones sobre Lanzarote y Ginebra, y los invitados intercambiaban bromas subidas de tono y sangrientos relatos bélicos. «Es mejor morir —declaraban los barones— que vivir con deshonor. Si alguien cuestiona vuestro honor, solo la sangre puede borrar el insulto. ¿Y qué cosa hay mejor en la vida que ver cómo tus enemigos huyen ante ti, y que sus lindas hijas tiemblan a tus pies?»

La contradicción nunca se resolvió por entero. Pero mientras la nobleza, el clero y los plebeyos trataban de resolverla, su cultura cambió. Un intento de remediarla desembocó en las Cruzadas. Mientras participaban en la cruzada, los caballeros podían demostrar su bravura militar y su devoción religiosa de un solo golpe. La misma contradicción promovió órdenes militares como los Templarios y los Hospitalarios, que intentaron mezclar los ideales cristianos y caballerescos de manera todavía más firme. También fue responsable de una gran parte del arte y la literatura medievales, como los relatos del rey Arturo y del Santo Grial. ¿Qué fue Camelot sino un intento de demostrar que un buen caballero puede y debe ser un buen cristiano, y que los buenos cristianos son los mejores caballeros?

Otro ejemplo es el orden político moderno. Desde la Revolución francesa, las personas de todo el mundo han llegado gradualmente a la convicción de que la igualdad y la libertad individual son valores fundamentales. Sin embargo, estos valores son contradictorios entre sí. La igualdad solo puede asegurarse si se recortan las libertades de los que son más ricos. Garantizar que todo individuo será libre de hacer lo que le plazca es inevitablemente una estafa a la igualdad. Toda la historia política del mundo desde 1789 puede considerarse como una serie de intentos de reconciliar dicha contradicción.

Quien haya leído una novela de Charles Dickens sabe que los regímenes liberales de la Europa del siglo XIX daban prioridad a la libertad individual, aunque ello supusiera llevar a la cárcel a familias pobres e insolventes y dar pocas opciones a los huérfanos como no fueran las de incorporarse a las escuelas de raterillos. Quien haya leído una novela de Alexandr Solzhenitsin sabe que el ideal igualitario del comunismo produjo tiranías brutales que intentaban controlar todos los aspectos de la vida cotidiana.

La política estadounidense contemporánea gira también alrededor de esta contradicción. Los demócratas quieren una sociedad más equitativa, aunque ello signifique aumentar los impuestos para financiar programas de ayuda a los pobres, a los ancianos y a los enfermos. Pero esto transgrede la libertad de las personas para gastar su dinero como quieran. ¿Por qué ha de obligarme el gobierno a comprar un seguro de enfermedad si yo prefiero utilizar el dinero para hacer que mis hijos vayan a la universidad? Los republicanos, en cambio, quieren maximizar la libertad individual, incluso si ello implica que la brecha de ingresos entre ricos y pobres aumente todavía más y que muchos norteamericanos no puedan permitirse la asistencia sanitaria.

De la misma manera que la cultura medieval no consiguió casar la caballería con el cristianismo, el mundo moderno no logra casar la libertad con la igualdad. Pero esto no es un defecto. Estas contradicciones son una parte inseparable de toda cultura humana. En realidad, son los motores de la cultura, responsables de la creatividad y el dinamismo de nuestra especie. Así como cuando dos notas musicales discordantes que se tocan juntas obligan a una pieza musical a avanzar, la discordancia en nuestros pensamientos, ideas y valores nos fuerzan a pensar, reevaluar y criticar. La consistencia es el campo de juego de las mentes obtusas.

Si las tensiones, los conflictos y los dilemas irresolubles son la sazón de toda cultura, un ser humano que pertenezca a cualquier cultura concreta ha de tener creencias contradictorias y estar dividido por valores incompatibles. Esta es una característica tan esencial de cualquier cultura que incluso tiene nombre: disonancia cognitiva. A veces se considera que la disonancia cognitiva es un fracaso de la psique humana. En realidad, se trata de una ventaja vital. Si las personas no hubieran sido capaces de poseer creencias y valores contradictorios, probablemente habría sido imposible establecer y mantener ninguna cultura humana.

Si, pongamos por caso, un cristiano quiere comprender realmente a los musulmanes que asisten a la mezquita situada calle abajo, no debe buscar un conjunto de valores prístinos que todos los musulmanes estimen. En lugar de ello, debe profundizar en las paradojas y las contradicciones de la cultura musulmana, aquellos lugares en los que las normas están en conflicto y los criterios en liza. Es exactamente el punto en el que los musulmanes titubean entre dos imperativos donde mejor los comprenderemos.

EL SATÉLITE ESPÍA

Las culturas humanas se hallan en un flujo constante. Dicho flujo, ¿es completamente aleatorio, o sigue una pauta general? En otras palabras, ¿la historia tiene dirección?

La respuesta es sí. A lo largo de los milenios, las culturas pequeñas y sencillas se conglutinan gradualmente en civilizaciones mayores y más complejas, de manera que el mundo contiene cada vez menos megaculturas, cada una de las cuales es mayor y más compleja. Esta es, desde luego, una generalización muy burda, que solo es verdad a un nivel macro. A nivel micro, parece que para cada grupo de culturas que se conglutina en una megacultura, existe una megacultura que se descompone en fragmentos. El cristianismo convirtió a cientos de millones de personas al mismo tiempo que se escindía en numerosas sectas. La lengua latina se extendió por toda la Europa occidental y central y después se dividió en dialectos locales que a su vez terminaron por convertirse en idiomas nacionales. Pero estas desintegraciones son inversiones temporales en una tendencia inexorable hacia la unidad.

Percibir la dirección de la historia es realmente cuestión de situarse en una posición ventajosa. Cuando contemplamos la historia desde la proverbial vista de pájaro, que examina los acontecimientos en términos de décadas o de siglos, es difícil decir si la historia se desplaza en la dirección de la unidad o de la diversidad. Sin embargo, para comprender procesos a largo plazo, la vista de pájaro es demasiado miope. Haríamos mejor en adoptar, en cambio, el punto de vista de un satélite espía cósmico, que escudriña milenios en lugar de siglos. Desde esta posición ventajosa resulta clarísimo que la historia se desplaza implacablemente hacia la unidad. La escisión del cristianismo y el hundimiento del Imperio mongol no son más que pequeños obstáculos a la velocidad en la autopista de la historia.

La mejor manera de apreciar la dirección general de la historia es contar el número de mundos humanos separados que coexistieron en cualquier momento dado en el planeta Tierra. Hoy en día estamos acostumbrados a pensar en el planeta entero como una única unidad, pero durante la mayor parte de la historia la Tierra era en realidad una galaxia entera de mundos humanos aislados.

Consideremos Tasmania, una isla de tamaño medio al sur de Australia. Quedó separada del continente australiano alrededor de 10000 a.C., cuando el final del período glacial provocó el ascenso del nivel del mar. En la isla quedaron unos pocos miles de cazadores-recolectores, que no tuvieron ningún contacto con otros seres humanos hasta la llegada de los europeos en el siglo XIX. Durante 12.000 años, nadie supo que los tasmanos estaban allí, y ellos no sabían que hubiera nadie más en el mundo. Tuvieron sus guerras, sus luchas políticas, oscilaciones sociales y desarrollos culturales. Pero en lo que respecta a los emperadores de China o los gobernadores de Mesopotamia, Tasmania hubiera podido hallarse perfectamente en una de las lunas de Júpiter. Los tasmanos vivían en un mundo propio.

América y Europa, asimismo, fueron mundos separados durante la mayor parte de sus respectivas historias. En el año 378 d.C., el emperador romano Valente fue derrotado y muerto por los godos en la batalla de Adrianópolis. El mismo año, el rey Chak Tok Ich’aak de Tikal fue derrotado y muerto por el ejército de Teotihuacán. (Tikal era una importante ciudad-estado maya, mientras que Teotihuacán era la mayor ciudad de América, con casi 250.000 habitantes: el mismo orden de magnitud que su contemporánea, Roma.) No hubo absolutamente ninguna relación entre la derrota de Roma y el auge de Teotihuacán. Roma podría haber estado situada en Marte, y Teotihuacán en Venus.

¿Cuántos mundos humanos diferentes coexistían en la Tierra? Alrededor de 10000 a.C., nuestro planeta contenía muchos miles de ellos. En 2000 a.C., su número se había reducido hasta los centenares, o todo lo más unos pocos miles. En 1450 d.C., su número se redujo de manera todavía más drástica. En aquellos tiempos, justo antes de la época de la exploración europea, la Tierra contenía todavía un número significativo de mundos enanos como Tasmania. Pero cerca del 90 por ciento de los humanos vivían en un único megamundo: el mundo de Afroasia. La mayor parte de Asia, la mayor parte de Europa y la mayor parte de África (incluidas zonas sustanciales del África subsahariana) ya estaban conectadas por importantes lazos culturales, políticos y económicos (véase el mapa 3).

MAPA 3. La Tierra en 1450 d.C. Las localidades que se citan en el mundo afroasiático fueron lugares visitados por el viajero musulmán del siglo XIV Ibn Battuta. Natural de Tánger, en Marruecos, Ibn Battuta visitó Tombuctú, Zanzíbar, el sur de Rusia, Asia Central, China e Indonesia. Sus viajes ilustran la unidad de Afroasia a las puertas de la era moderna.

La mayoría de la décima parte del resto de la población humana estaba dividida entre cuatro mundos de tamaño y complejidad considerables:

1. El mundo mesoamericano, que comprendía la mayor parte de América Central y partes de América del Norte.

2. El mundo andino, que abarcaba la mayor parte de Sudamérica occidental.

3. El mundo australiano, que comprendía el continente de Australia.

4. El mundo oceánico, que incluía la mayoría de las islas del océano Pacífico sudoccidental, desde Hawái a Nueva Zelanda.

A lo largo de los 300 años siguientes, el gigante afroasiático engulló a todos los demás mundos. Engulló el mundo mesoamericano en 1521, cuando los españoles conquistaron el Imperio azteca. Por la misma época, le dio el primer mordisco al mundo oceánico, durante la circunnavegación del globo por Fernando de Magallanes, y poco después completó su conquista. El mundo andino se hundió en 1532, cuando los conquistadores españoles aplastaron el Imperio inca. Los primeros europeos desembarcaron en el continente australiano en 1606, y aquel mundo prístino llegó a su fin cuando empezó de veras la colonización británica en 1788. Quince años después, los británicos establecieron su primera colonia en Tasmania, con lo que pusieron al último mundo humano autónomo dentro de la esfera de influencia afroasiática.

El gigante afroasiático tardó varios siglos en digerir todo lo que había engullido, pero el proceso fue irreversible. Hoy en día, casi todos los humanos comparten el mismo sistema geopolítico (todo el planeta está dividido en estados reconocidos internacionalmente); el mismo sistema económico (las fuerzas capitalistas del mercado modelan incluso los rincones más remotos del planeta); el mismo sistema legal (los derechos humanos y la ley internacional son válidos en todas partes, al menos teóricamente), y el mismo sistema científico (expertos en Irán, Israel, Australia y Argentina tienen exactamente la misma opinión acerca de la estructura de los átomos o el tratamiento de la tuberculosis).

La cultura global única no es homogénea. De la misma manera que un único cuerpo orgánico contiene muchos tipos diferentes de órganos y células, así nuestra única cultura global contiene muchos tipos diferentes de estilos de vida y de gente, desde corredores de Bolsa de Nueva York hasta pastores afganos. Sin embargo, todos están estrechamente interconectados y se influyen mutuamente de múltiples maneras. Todavía discuten y luchan, pero discuten empleando los mismos conceptos y luchan utilizando las mismas armas. Un «choque de civilizaciones» real es como el proverbial diálogo de sordos. Nadie puede entender lo que el otro está diciendo. Hoy en día, cuando Irán y Estados Unidos blanden las espadas uno contra otro, ambos hablan el lenguaje de los estados-nación, de las economías capitalistas, del derecho internacional y de la física nuclear.

Todavía hablamos mucho de culturas «auténticas», pero si por «auténtico» queremos decir algo que se desarrolló de forma independiente, y que consiste en tradiciones locales antiguas, libres de influencias externas, entonces no quedan en la Tierra culturas auténticas. A lo largo de los últimos siglos, todas las culturas cambiaron hasta hacerse prácticamente irreconocibles por un aluvión de influencias globales.

Uno de los ejemplos más interesantes de esta globalización es la cocina «étnica». En un restaurante italiano esperamos encontrar espaguetis con salsa de tomate; en restaurantes polacos e irlandeses, gran cantidad de patatas; en un restaurante argentino podemos elegir entre decenas de tipos de filetes de buey; en un restaurante indio añaden guindillas picantes prácticamente a todo, y la consumición típica de cualquier café suizo es chocolate espeso y caliente bajo unos Alpes de nata montada. Pero ninguno de estos alimentos es autóctono de estos países. Los tomates, las guindillas picantes y el cacao son de origen mexicano, y no llegaron a Europa y Asia hasta después de la conquista de México por los españoles. Julio César y Dante Alighieri nunca hicieron girar espaguetis bañados en tomate en su tenedor (ni los tenedores se habían inventado todavía), Guillermo Tell nunca probó el chocolate y Buda nunca sazonó su comida con guindilla. Las patatas llegaron a Polonia e Irlanda hace apenas 400 años. El único filete que se podía obtener en Argentina en 1492 era de una llama.

Los filmes de Hollywood han perpetuado la imagen de los indios de las llanuras como jinetes valientes que atacaban intrépidamente los carromatos de los pioneros europeos para proteger las costumbres de sus antepasados. Sin embargo, estos jinetes americanos nativos no eran los defensores de alguna cultura antigua y auténtica. Por el contrario, eran el producto de una revolución militar y política importante que barrió las llanuras del oeste de Norteamérica en los siglos XVII y XVIII, como consecuencia de la llegada de los caballos europeos. En 1492 no había caballos en América. La cultura de los sioux y los apaches del siglo XIX tiene muchos aspectos atractivos, pero era una cultura moderna (resultado de fuerzas globales) mucho más que «auténtica».

LA VISIÓN GLOBAL

Desde una perspectiva práctica, la fase más importante en el proceso de unificación global tuvo lugar en los últimos siglos, cuando los imperios crecieron y el comercio se intensificó. Entre las gentes de Afroasia, América, Australia y Oceanía se establecieron lazos cada vez más estrechos. Así, las guindillas picantes llegaron a la comida india y el ganado español empezó a pastar en Argentina. Pero, desde una perspectiva ideológica, un acontecimiento más importante todavía tuvo lugar durante el primer milenio antes de Cristo, cuando arraigó la idea de un orden universal. Durante los miles de años anteriores, la historia se iba moviendo lentamente en la dirección de la unidad global, pero la idea de un orden universal que gobernara todo el mundo era todavía ajena a la mayor parte de la gente.

Homo sapiens evolucionó para pensar que la gente se dividía entre nosotros y ellos. «Nosotros» era el grupo situado en nuestro entorno inmediato, quienquiera que uno fuera, y «ellos» eran todos los demás. En realidad, ningún animal social se mueve nunca por los intereses de toda la especie a la que pertenece. A ningún chimpancé le preocupan los intereses de la especie del chimpancé, ningún caracol levantará un tentáculo por la comunidad global de caracoles, ningún macho alfa de león se esfuerza para convertirse en el rey de todos los leones, y en ninguna entrada a una colmena se puede encontrar el eslogan: «Abejas obreras del mundo, ¡uníos!».

Pero, a partir de la revolución cognitiva, Homo sapiens se hizo cada vez más excepcional a este respecto. La gente empezó a cooperar de manera regular con personas totalmente extrañas, a las que imaginaban como «hermanos» o «amigos». Pero dicha hermandad no era universal. En algún lugar del valle vecino, o más allá de la sierra montañosa, todavía se podía sentir que estaban «ellos». Cuando el primer faraón, Menes, unificó Egipto alrededor de 3000 a.C., para los egipcios era evidente que el país tenía una frontera, y que más allá de la frontera acechaban los «bárbaros». Los bárbaros eran extranjeros, amenazadores e interesantes únicamente en la medida que tuvieran tierras o recursos naturales que los egipcios quisieran. Todos los órdenes imaginados que la gente creaba tendían a ignorar una parte sustancial de la humanidad.

El primer milenio a.C. contempló la aparición de tres órdenes universales en potencia, cuyos partidarios podían imaginar por primera vez a todo el mundo y a toda la raza humana como una única unidad gobernada por un único conjunto de leyes. Todos eran «nosotros», al menos en potencia. Ya no había «ellos». El primer orden universal que apareció fue económico: el orden monetario. El segundo orden universal fue político: el orden imperial. El tercer orden universal fue religioso: el orden de las religiones universales, como el budismo, el cristianismo y el islamismo.

Comerciantes, conquistadores y profetas fueron los primeros que consiguieron trascender la división evolutiva binaria de «nosotros frente a ellos» y prever la unidad potencial de la humanidad. Para los comerciantes, todo el mundo era un mercado único y todos los humanos eran clientes potenciales. Intentaron establecer un orden económico que se aplicara a todo en todas partes. Para los conquistadores, el mundo entero era un imperio único y todos los humanos eran súbditos en potencia, y para los profetas, todo el mundo sostenía una única verdad y todos los humanos eran creyentes en potencia. También ellos intentaron establecer un orden que fuera aplicable para todos en todas partes.

Durante los últimos tres milenios, la gente hizo intentos cada vez más ambiciosos para que esta visión global llegara a cumplirse. Los tres capítulos siguientes discuten de qué manera el dinero, los imperios y las religiones universales se expandieron, y cómo establecieron los cimientos del mundo unido de hoy en día. Empezaré con el relato del mayor conquistador de la historia, un conquistador provisto de una tolerancia y adaptabilidad extremas, gracias a las cuales ha convertido a la gente en ardientes discípulos. Este conquistador es el dinero. Personas que no creen en el mismo dios ni obedecen al mismo rey están más que dispuestas a utilizar la misma moneda. A Osama bin Laden, a pesar de todo su odio a la cultura estadounidense, la religión estadounidense y la política estadounidense, le encantaban los dólares estadounidenses. ¿Cómo consiguió triunfar el dinero donde dioses y reyes fracasaron?

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