Sapiens

Sapiens


Parte III. La unificación de la humanidad » 10. El olor del dinero

Página 18 de 40

10

El olor del dinero

En 1519, Hernán Cortés y sus conquistadores invadieron México, que hasta entonces había sido un mundo humano aislado. Los aztecas, como se llamaban a sí mismos las gentes que allí vivían, pronto se dieron cuenta de que los extranjeros demostraban un interés extraordinario por cierto metal amarillo. En realidad, parecía que nunca dejaban de hablar de él. A los nativos no les era desconocido el oro: era bello y fácil de trabajar, de manera que lo utilizaban para hacer joyas y estatuas, y en ocasiones empleaban polvo de oro como un medio de trueque. Pero cuando un azteca quería comprar algo, por lo general pagaba mediante semillas de cacao o rollos de tela. Por esta razón, la obsesión de los españoles por el oro les parecía inexplicable. ¿Dónde residía el poder de un metal que no podía ser comido, bebido o tejido, y que era demasiado blando para utilizarlo para producir herramientas o armas? Cuando los nativos preguntaron a Cortés por qué los españoles tenían tal pasión por el oro, el conquistador contestó: «Tenemos yo y mis compañeros mal de corazón, enfermedad que sana con ello».[1]

En el mundo afroasiático del que procedían los españoles, la obsesión por el oro era realmente una epidemia. Incluso el enemigo más encarnizado codiciaba el mismo metal amarillo e inútil. Tres siglos antes de la conquista de México, los antepasados de Cortés y su ejército libraron una sangrienta guerra de religión contra los reinos musulmanes en Iberia y el norte de África. Los seguidores de Cristo y los seguidores de Alá se mataron entre sí a miles, devastaron campos y huertas, y convirtieron ciudades prósperas en ruinas humeantes… todo ello por la mayor gloria de Cristo o de Alá.

A medida que los cristianos iban ganando batallas, señalaban sus victorias no solo mediante la destrucción de mezquitas y la construcción de iglesias, sino también acuñando nuevas monedas de oro y plata que llevaban la señal de la cruz y que daban las gracias a Dios por su ayuda al combatir a los infieles. Pero junto a las nuevas monedas, los vencedores acuñaron otras de un tipo distinto, los millareses, que llevaban un mensaje algo diferente. Estas monedas cuadradas producidas por los conquistadores cristianos estaban adornadas con escritura árabe que declaraba: «No hay otro dios más que Alá, y Mahoma es el mensajero de Alá». Incluso los obispos católicos de Melgueil y Agde hicieron acuñar estas copias fieles de monedas musulmanas populares, y los cristianos temerosos de Dios las usaban tranquilamente.[2]

La tolerancia también florecía al otro lado de la colina. Los mercaderes musulmanes de África del Norte realizaban negocios utilizando monedas cristianas como el florín florentino, el ducado veneciano y el carlino gigliato napolitano. Incluso a los dirigentes musulmanes, que clamaban para emprender la yihad contra los cristianos infieles, les encantaba recibir tributos en monedas que invocaban a Jesucristo y a la Virgen María.[3]

¿CUÁNTO CUESTA?

Los cazadores-recolectores no tenían dinero. Cada banda cazaba, recolectaba y manufacturaba casi todo lo que necesitaba, desde carne a medicinas, y desde sandalias a brujería. Los diferentes miembros de una banda quizá se especializaban en tareas diferentes, pero compartían sus bienes y servicios mediante una economía de favores y obligaciones. Un pedazo de carne que se ofrecía gratuitamente llevaría consigo la asunción de reciprocidad: una asistencia médica gratuita, pongamos por caso. La banda era económicamente independiente; solo unos pocos artículos raros que no podían encontrarse localmente (conchas marinas, pigmentos, obsidiana, entre otros) tenían que obtenerse de extranjeros. Por lo general, esto podía conseguirse mediante simple trueque: «Os daremos conchas muy bonitas y vosotros nos daréis pedernal de gran calidad».

Esta forma de actuar cambió muy poco con el inicio de la revolución agrícola. La mayoría de la gente continuaba viviendo en comunidades pequeñas e íntimas. De manera muy parecida a una cuadrilla de cazadores-recolectores, cada aldea era una unidad económica autosuficiente que se mantenía mediante favores y obligaciones mutuos y el trueque con los forasteros. Un aldeano bien podría haber sido particularmente hábil a la hora de hacer zapatos y otro como dispensador de cuidados médicos, de manera que los lugareños sabían a quién dirigirse cuando iban descalzos o estaban enfermos. Pero las aldeas eran pequeñas y sus economías limitadas, de modo que no podía haber zapateros ni médicos a tiempo completo.

El auge de ciudades y reinos y la mejora en las infraestructuras de transporte produjeron nuevas oportunidades para la especialización. Las ciudades densamente pobladas proporcionaban empleo a tiempo completo no solo a zapateros y médicos, sino también a carpinteros, sacerdotes, soldados y abogados. Las aldeas que se labraron una reputación por producir vino, aceite de oliva o cerámicas realmente buenos descubrieron que valía la pena especializarse casi exclusivamente en dicho producto, y canjearlo con otros poblados por todos los demás bienes que necesitaban. Esto tenía mucho sentido. Los climas y los suelos difieren, de modo que ¿por qué beber vino mediocre procedente del propio huerto si se puede comprar una variedad más suave de un lugar cuyo suelo y clima están mucho mejor adaptados a la vid? Si la arcilla que podemos obtener cerca de casa produce cacharros más resistentes y bellos, entonces podemos conseguir un intercambio. Además, los especialistas vinateros y alfareros a tiempo completo, por no mencionar los médicos y los abogados, pueden perfeccionar su experiencia para beneficio de todos. Pero la especialización creó un problema: ¿cómo gestionar el intercambio de bienes entre especialistas?

Una economía de favores y obligaciones no funciona cuando hay un gran número de extraños que pretenden cooperar. Una cosa es proporcionar asistencia gratuita a una hermana o un vecino, y otra muy distinta es atender a extraños que quizá nunca devuelvan el favor. Se puede volver al trueque. Pero el trueque es efectivo solo cuando se intercambia una gama limitada de productos. No puede formar la base de una economía compleja.[4]

Con el fin de entender las limitaciones del trueque, imagine el lector que posee un manzanar en las colinas que produce las manzanas más firmes y dulces de toda la provincia. Trabaja tan duro en el manzanar que sus zapatos se desgastan. De modo que enjaeza el asno a la carreta y se dirige al pueblo que hay junto al río, que tiene mercado. Su vecino le dice que un zapatero que hay en el extremo sur del mercado le hizo un par de botas realmente resistentes que le han durado cinco temporadas. El lector encuentra el taller del zapatero y le ofrece baratar algunas de sus manzanas a cambio de los zapatos que necesita.

El zapatero duda. ¿Cuántas manzanas debe pedir en pago? Cada día se encuentra con decenas de clientes, algunos de los cuales le traen sacos de manzanas, mientras que otros le traen trigo, cabras o tela, todo ello de calidad variable. Otros todavía le ofrecen su experiencia en dirigir peticiones al rey o en curar el dolor de espalda. La última vez que el zapatero canjeó zapatos por manzanas fue hace tres meses, y entonces pidió tres sacos de manzanas. ¿O fueron cuatro? Pero, ahora que lo piensa, aquellas manzanas eran las ácidas del valle, y no las de primera calidad de las colinas. Por otro lado, en aquella ocasión obtuvo las manzanas a cambio de pequeños zapatos de mujer. Este compadre le pide botas de tamaño apropiado para un hombre. Además, en las últimas semanas una enfermedad ha diezmado los rebaños de los alrededores del pueblo y las pieles escasean. Los curtidores han empezado a pedir el doble de zapatos acabados por la misma cantidad de cuero. ¿No debería tomar esto en consideración?

En una economía de trueque, todos los días el zapatero y el criador de manzanas tendrán que aprender de nuevo los precios relativos de decenas de mercancías. Si hay 100 artículos diferentes que se truecan en el mercado, los compradores y los vendedores tendrán que conocer 4.950 tasas de canje. Y si los artículos que se truecan son 1.000, ¡los compradores y los vendedores tendrán que habérselas con 499.500 tasas de canje distintas![5] ¿Cómo se resuelve esto?

Sin embargo, todavía puede ser peor. Aun en el caso de que el lector consiga calcular cuántas manzanas equivalen a un par de zapatos, el trueque no siempre es posible. Después de todo, una barata requiere que cada parte quiera lo que la otra ofrece. ¿Qué ocurre si al zapatero no le gustan las manzanas y, en el momento en cuestión, lo que realmente desea es el divorcio? Ciertamente, el granjero puede buscar un abogado al que le gusten las manzanas y establecer un trato a tres partes. Pero ¿qué ocurre si el abogado está hasta el tope de manzanas pero necesita un corte de pelo?

Algunas sociedades intentaron resolver el problema mediante el establecimiento de un sistema de trueque centralizado que recolectaba productos de los granjeros y artesanos especialistas y los distribuía a los que los necesitaban. El mayor y más famoso de dichos experimentos se realizó en la Unión Soviética y fracasó estrepitosamente. La frase «Todos trabajarán según sus capacidades y recibirán según sus necesidades» se transformó, en la práctica, en «Todos trabajarán tan poco como puedan y recibirán todo lo que puedan conseguir». En otras ocasiones se hicieron experimentos más moderados y con más éxito, por ejemplo en el Imperio inca. Pero la mayoría de las sociedades encontraron una manera más fácil de conectar a un gran número de expertos: el dinero.

CONCHAS Y CIGARRILLOS

El dinero fue creado muchas veces y en muchos lugares. Su desarrollo no requirió grandes descubrimientos tecnológicos: fue una revolución puramente mental. Implicó la creación de una nueva realidad intersubjetiva que solo existe en la imaginación compartida de la gente.

El dinero no son las monedas y los billetes. El dinero es cualquier cosa que la gente esté dispuesta a utilizar para representar de manera sistemática el valor de otras cosas con el propósito de intercambiar bienes y servicios. El dinero permite que la gente compare rápida y fácilmente el valor de bienes distintos (como manzanas, zapatos y divorcios), que intercambie fácilmente una cosa por otra, y que almacene la riqueza de manera conveniente. Ha habido muchos tipos de dinero. El más familiar es la moneda, que es una pieza estandarizada de metal acuñado. Pero el dinero existió mucho antes de que se inventara la acuñación, y ha habido culturas que han prosperado empleando otras cosas como dinero, como conchas, ganado, pieles, sal, grano, cuentas, tela y notas de pago. Las conchas blancas o cauris se utilizaron como moneda durante unos 4.000 años en toda África, el Sudeste Asiático, Asia oriental y Oceanía. A principios del siglo XX, en la Uganda Británica todavía podían pagarse los impuestos mediante cauris.

En las prisiones y los campos de prisioneros de guerra modernos, a menudo se han utilizado cigarrillos como moneda. Incluso los prisioneros que no fuman se han mostrado dispuestos a aceptar cigarrillos como pago, y a calcular el valor de todos los demás bienes y servicios en cigarrillos. Un superviviente de Auschwitz describía el dinero en cigarrillos que se usaba en el campo: «Teníamos nuestro propio dinero, cuyo valor nadie discutía: el cigarrillo. El precio de todos los artículos se expresaba en cigarrillos […] En época “normal”, es decir, cuando los candidatos a las cámaras de gas llegaban a un ritmo regular, una hogaza de pan costaba doce cigarrillos; un paquete de margarina de trescientos gramos, treinta; un reloj, de ochenta a doscientos; un litro de alcohol, ¡cuatrocientos cigarrillos!».[6]

De hecho, incluso hoy en día las monedas y billetes son una forma rara de dinero. Actualmente, la suma total de dinero en el mundo era de unos 60 billones de dólares, pero la suma total de monedas y billetes no llegaba a los 6 billones de dólares.[7] Más del 90 por ciento de todo el dinero (más de 50 billones de dólares que aparecen en nuestras cuentas) existe solo en los servidores informáticos. De acuerdo con esto, la mayoría de las transacciones comerciales se ejecutan moviendo datos electrónicos de un archivo informático a otro, sin ningún intercambio de dinero en efectivo, físico. Solo un delincuente compra una casa con un maletín lleno de billetes de banco. Mientras la gente esté dispuesta a canjear bienes y servicios a cambio de datos electrónicos, ello es incluso mejor que las monedas relucientes y los billetes nuevos y crujientes: son más ligeros y menos voluminosos y es más fácil seguirles la pista.

Para que los sistemas comerciales complejos funcionen, es indispensable algún tipo de dinero. Un zapatero, en una economía monetaria, solo necesita saber los precios que hay que atribuir a los distintos tipos de zapatos; no hay necesidad de memorizar las tasas de cambio entre zapatos y manzanas o cabras. El dinero libera asimismo a los expertos en manzanas de la necesidad de buscar zapateros a los que les gusten las manzanas, porque todo el mundo quiere el dinero, lo que significa que puede intercambiarse dinero por todo lo que uno quiera o necesite. Al zapatero siempre le convendrá aceptar nuestro dinero porque, sea lo que fuere que quiera (manzanas, cabras o un divorcio), lo puede obtener a cambio de dinero.

El dinero es así un medio universal de intercambio que permite a la gente convertir casi todo en casi cualquier cosa. El músculo se convierte en cerebro cuando un soldado licenciado financia su matrícula universitaria con sus prestaciones militares. La tierra se convierte en lealtad cuando un barón vende propiedades para mantener a sus servidores. La salud se convierte en justicia cuando un médico usa sus ingresos para contratar a un abogado… o para sobornar a un juez. Incluso es posible convertir el sexo en salvación, como hacían las prostitutas en el siglo XV cuando se acostaban con hombres a cambio de dinero, que a su vez empleaban para comprar indulgencias de la Iglesia católica.

Los tipos de dinero ideales no solo permiten a la gente transformar una cosa en otra, sino también almacenar caudales. Muchas cosas valiosas no pueden almacenarse, como el tiempo y la belleza. Algunas cosas pueden guardarse solo por un corto tiempo, como las fresas. Otras cosas son más duraderas, pero ocupan mucho espacio y requieren instalaciones y cuidados caros. El grano, por ejemplo, puede guardarse durante años, pero para hacerlo hay que construir grandes almacenes para preservarlo de las ratas, los hongos, el agua, el fuego y los ladrones. El dinero, ya sea en forma de papel, bits informáticos o conchas de porcelana, resuelve estos problemas. Los cauris no se pudren, a las ratas no les gustan, pueden resistir los incendios y son lo suficientemente compactos para encerrarlos en una caja fuerte.

Con el fin de utilizar los caudales no basta simplemente con almacenarlos. A veces es necesario trasladarlos de un lugar a otro. Algunas formas de riqueza, como los bienes raíces, no pueden transportarse en absoluto. Artículos como el trigo y el arroz pueden transportarse con cierta dificultad. Imaginemos a un agricultor acomodado que vive en una tierra sin dinero y que emigra a una provincia lejana. Sus riquezas consisten principalmente en su casa y sus arrozales. El granjero no puede llevárselos consigo. Puede cambiarlos por toneladas de arroz, pero sería muy engorroso y caro transportar todo este arroz. El dinero resuelve estos problemas. El granjero puede vender su propiedad a cambio de un saco de cauris, que puede transportar fácilmente a dondequiera que vaya.

Debido a que el dinero puede convertir, almacenar y transportar de manera fácil y barata los bienes, su contribución fue vital a la aparición de redes comerciales complejas y a mercados dinámicos. Sin dinero, las redes comerciales y los mercados se habrían visto condenados a permanecer muy limitados en su tamaño, complejidad y dinamismo.

¿CÓMO FUNCIONA EL DINERO?

Los cauris y los dólares solo tienen valor en nuestra imaginación común. Su valor no es intrínseco de la estructura química de las conchas y el papel, ni de su color, ni de su forma. En otras palabras, el dinero no es una realidad material; es un constructo psicológico. Funciona al convertir materia en mente. Pero ¿por qué tiene éxito? ¿Por qué desearía nadie cambiar un fértil arrozal por un puñado de inútiles cauris? ¿Por qué querríamos preparar hamburguesas a la plancha, vender seguros de enfermedad o hacer de canguro de tres mocosos detestables si todo lo que obtendremos por nuestro esfuerzo son unos pocos pedazos de papel coloreado?

La gente está dispuesta a hacer estas cosas cuando confía en las invenciones de su imaginación colectiva. La confianza es la materia bruta a partir de la cual se acuñan todas las formas de dinero. Cuando el granjero rico vendió sus posesiones por un saco de cauris y viajó con ellos a otra provincia, confiaba en que al llegar a su destino otras personas estarían dispuestas a venderle arroz, casas y campos a cambio de las conchas. En consecuencia, el dinero es un sistema de confianza mutua, y no cualquier sistema de confianza mutua: El dinero es el más universal y más eficiente sistema de confianza mutua que jamás se haya inventado.

Lo que creó dicha confianza fue una red muy compleja y a muy largo plazo de relaciones políticas, sociales y económicas. ¿Por qué creo en la concha de cauri, o la moneda de oro, o el billete de dólares? Porque mis vecinos creen en ellos. Y mis vecinos creen en ellos porque yo creo en ellos. Y todos creemos en ellos porque nuestro rey cree en ellos y los exige en los tributos, y porque nuestro sacerdote cree en ellos y los reclama en los diezmos. Tomemos un billete de un dólar y observémoslo con detenimiento. Veremos que es simplemente un pedazo de papel de color con la firma del secretario del Tesoro de Estados Unidos a un lado y la leyenda «En Dios confiamos» en el otro. Aceptamos el dólar como pago, porque confiamos en Dios y en el secretario del Tesoro de Estados Unidos. El papel crucial de la confianza explica por qué nuestros sistemas financieros están tan fuertemente entrelazados con nuestros sistemas políticos, sociales e ideológicos, por qué las crisis financieras suelen desencadenarse por acontecimientos políticos, y por qué el mercado de valores puede subir o bajar en función del humor que tengan los empresarios en una mañana concreta.

Inicialmente, cuando se crearon las primeras versiones de dinero, la gente no tenía este tipo de confianza, de modo que fue necesario definir como «dinero» cosas que tenían un valor intrínseco real. El primer dinero conocido de la historia, el dinero de cebada sumerio, es un buen ejemplo. Apareció en Sumer hacia 3000 a.C., en la misma época y el mismo lugar, y en las mismas circunstancias, en las que apareció la escritura. De la misma manera que la escritura se desarrolló para dar respuesta a las necesidades de intensificar las actividades administrativas, el dinero de cebada apareció para dar respuesta a las necesidades de actividades económicas que se hacían más intensas.

El dinero de cebada era simplemente cebada: cantidades fijas de granos de cebada utilizadas como una medida universal para evaluar e intercambiar todos los demás bienes y servicios. La medida más común era la sila, equivalente aproximadamente a un litro. Cuencos normalizados, cada uno de ellos con capacidad para una sila, se produjeron en masa para que, siempre que la gente tuviera necesidad de comprar o vender algo, fuera fácil medir las cantidades de cebada necesarias. También los salarios se establecían y se pagaban en silas de cebada. Un obrero ganaba 60 silas al mes y una obrera 30 silas. Un capataz podía ganar entre 1.200 y 5.000 silas. Ni el más hambriento de los capataces podía comer 5.000 litros de cebada en un mes, pero podía utilizar las silas que no comía para comprar todo tipo de artículos: aceite, cabras, esclavos y alguna otra cosa para comer que no fuera cebada.[8]

Aunque la cebada tiene un valor intrínseco, no fue fácil convencer a la gente para que la utilizara como dinero en lugar de como cualquier otra mercancía. Para comprender por qué, piense el lector qué ocurriría si llevara un saco lleno de cebada a su centro comercial local, e intentara comprar una camisa o una pizza. Probablemente, los vendedores llamarían a seguridad. Aun así, era algo más fácil llegar a confiar en la cebada como el primer tipo de dinero, porque la cebada tiene un valor biológico intrínseco. Los humanos pueden comerla. Por otra parte, la cebada era difícil de almacenar y transportar. El gran avance en la historia del dinero se produjo cuando la gente llegó a confiar en dinero que carecía de valor intrínseco, pero que era más fácil de almacenar y transportar. Tal dinero apareció en la antigua Mesopotamia a mediados del tercer milenio a.C. Era el siclo de plata.

El siclo de plata no era una moneda, sino 8,33 gramos de plata. Cuando el Código de Hammurabi declaraba que un hombre superior que matara a una mujer esclava tenía que pagar a su dueño 20 siclos de plata, esto significaba que debía pagar 166 gramos de plata, no 20 monedas. La mayor parte de los términos dinerarios en el Antiguo Testamento se dan en términos de plata y no de monedas. Los hermanos de José lo vendieron a los ismaelitas por veinte siclos de plata, o 166 gramos de plata (el mismo precio que una esclava; después de todo, era un joven).

A diferencia de la sila de cebada, el siclo de plata no tenía un valor intrínseco. La plata no se puede comer, beber ni hacer vestidos con ella, y es demasiado blanda para producir herramientas útiles: los arados o las espadas de plata se deformarían casi tan rápidamente como las hechas de papel de aluminio. Cuando son usados para algo, la plata y el oro son transformados en joyas, coronas y otros símbolos de jerarquía: bienes de lujo que los miembros de una determinada cultura identifican con un nivel social elevado. Su valor es puramente cultural.

Los pesos fijados de metales preciosos acabaron dando origen a las monedas. Las primeras monedas de la historia las hizo acuñar hacia el año 640 a.C. el rey Aliates de Lidia, en Anatolia occidental. Estas monedas tenían un peso normalizado de oro o plata, y se acuñaban con una marca de identificación. La marca testificaba dos cosas. Primera, indicaba cuánto metal precioso contenía la moneda. Segunda, identificaba la autoridad que emitía la moneda y que garantizaba su contenido. Casi todas las monedas en uso en la actualidad son descendientes de las monedas de Lidia.

Las monedas tenían dos ventajas importantes sobre los lingotes de metal sin marcas. Primera, estos tenían que pesarse para cada transacción. Segunda, pesar el lingote no es suficiente. ¿Cómo sabe el zapatero que el lingote de plata que yo le entrego para pagar sus botas está hecho realmente de plata pura, y no de plomo cubierto en el exterior por un delgado revestimiento de plata? Las monedas ayudan a resolver estos problemas. La marca impresa sobre ellas atestigua su valor exacto, de manera que el zapatero no necesita tener unas balanzas en su caja registradora. Y más importante todavía: la marca en la moneda es la rúbrica de alguna autoridad política que garantiza su valor.

La forma y el tamaño de la marca variaron enormemente a lo largo de la historia, pero el mensaje era siempre el mismo: «Yo, el Gran Rey Fulano de Tal, os doy mi palabra personal de que este disco de metal contiene exactamente cinco gramos de oro. Si alguien osa imitar esta moneda, eso significa que está falsificando mi propia firma, lo que sería una mancha en mi reputación. Castigaré este crimen con la mayor severidad». Esta es la razón por la que la falsificación de moneda siempre se ha considerado un crimen mucho más grave que otros actos de impostura. Producir moneda falsa no es solo timar: es una violación de soberanía, un acto de subversión contra el poder, los privilegios y la persona del rey. El término legal era lèse majesté («lesa majestad»), y se solía castigar con la tortura y la muerte. Mientras el pueblo confiara en el poder y la integridad del rey, confiaban en sus monedas. Personas totalmente extrañas podían aceptar fácilmente el valor de un denario romano, porque confiaban en el poder y la integridad del emperador romano, cuyo nombre e imagen adornaban la moneda.

A su vez, el poder del emperador se apoyaba en el denario. Pensemos simplemente en lo difícil que hubiera sido mantener el Imperio romano sin monedas, si el emperador hubiera tenido que recaudar impuestos y pagar salarios en cebada y trigo. Habría sido imposible recaudar impuestos de cebada en Siria, transportar los fondos a la tesorería central en Roma y transportarlos de nuevo a Britania con el fin de pagar a las legiones que allí había. Habría sido igualmente difícil mantener el imperio si los habitantes de la propia Roma hubieran creído en las monedas de oro, pero los galos, griegos, egipcios y sirios hubieran rechazado esta creencia y hubieran depositado su confianza en cauris, cuentas de marfil o rollos de tela.

EL EVANGELIO DEL ORO

La confianza en las monedas de Roma era tan fuerte que incluso fuera de los límites del imperio a la gente le gustaba recibir su paga en denarios. En el siglo I d.C., las monedas romanas eran un medio de intercambio aceptado en los mercados de la India, aunque la legión romana más cercana se hallaba a miles de kilómetros de distancia. Los indios tenían una confianza tan fuerte en el denario y en la imagen del emperador que cuando los gobernadores locales acuñaron sus propias monedas imitaron fielmente al denario, ¡incluso hasta el retrato del emperador romano! El nombre «denario» se convirtió en un término genérico para las monedas. Los califas musulmanes arabizaron este nombre y emitieron «dinares». El dinar sigue siendo el nombre oficial del dinero en Jordania, Irak, Serbia, Macedonia, Túnez y otros países.

Al tiempo que el sistema lidio de acuñación de moneda se extendía por el Mediterráneo hasta el océano Índico, China desarrolló un sistema monetario ligeramente distinto, basado en monedas de bronce y lingotes de plata y oro sin marcar. Pero los dos sistemas monetarios tenían suficientes cosas en común (en especial el basarse en el oro y la plata) para que se establecieran relaciones monetarias y comerciales entre la zona china y la zona lidia. Los mercaderes y conquistadores musulmanes y europeos extendieron gradualmente el sistema lidio y el evangelio del oro a los rincones más alejados de la Tierra. A finales de la era moderna, todo el mundo era una única zona monetaria, que se basaba ante todo en el oro y la plata, y posteriormente en unas pocas monedas en las que se confiaba, como la libra inglesa y el dólar estadounidense.

La aparición de una única zona monetaria transnacional y transcultural puso los cimientos para la unificación de Afroasia, y finalmente de todo el globo, en una única esfera económica y política. Las personas continuaban hablando en idiomas incomprensibles, obedecían a gobernantes diferentes y adoraban a dioses distintos, pero todos creían en el oro y la plata y en las monedas de oro y plata. Sin esta creencia compartida, las redes comerciales globales habrían sido prácticamente imposibles. El oro y la plata que los conquistadores del siglo XVI encontraron en América permitieron a los mercaderes europeos adquirir seda, porcelana y especias en Asia oriental, con lo que movían las ruedas del crecimiento económico tanto en Europa como en Asia oriental. La mayor parte del oro y la plata extraídos de las minas de México y los Andes se escapó de las manos europeas hasta encontrar una buena acogida en las bolsas de los fabricantes chinos de seda y porcelana. ¿Qué le hubiera ocurrido a la economía global si los chinos no hubieran padecido la misma «enfermedad del corazón» que afligía a Cortés y sus compañeros, y hubieran rechazado aceptar pagos en oro y plata?

Pero ¿por qué razón los chinos, los indios, los musulmanes y los españoles, que pertenecían a culturas muy diferentes que no consiguieron ponerse de acuerdo en casi nada, compartían no obstante la creencia en el oro? ¿Por qué no ocurrió que los españoles creyeran en el oro, mientras que los musulmanes creían en la cebada, los indios en los cauris y los chinos en los rollos de seda? Los economistas ofrecen una respuesta rápida. Una vez que el comercio conecta dos áreas, las fuerzas de la oferta y la demanda tienden a igualar los precios de los bienes transportables. Con el fin de comprender por qué, consideremos un caso hipotético. Supongamos que cuando se abrió el comercio regular entre la India y el Mediterráneo, los indios no estaban interesados en el oro, de modo que casi no tenía valor. Pero en el Mediterráneo el oro era un codiciado símbolo de estatus social, de manera que su valor era elevado. ¿Qué habría ocurrido después?

Los mercaderes que viajaban entre la India y el Mediterráneo habrían advertido la diferencia en el valor del oro. Con el fin de obtener un beneficio, habrían comprado oro barato en la India y lo habrían vendido caro en el Mediterráneo. En consecuencia, la demanda de oro en la India habría aumentado mucho, al igual que su valor. Al mismo tiempo, en el Mediterráneo se habría asistido a una entrada de oro, cuyo valor, en consecuencia, habría caído. Al cabo de poco tiempo, el valor del oro en la India y en el Mediterráneo habría sido muy parecido. El mero hecho de que las gentes del Mediterráneo creyeran en el oro habría hecho que los indios empezaran a creer también en él. Aun en el caso de que los indios no tuvieran todavía un uso real para el oro, el hecho de que las gentes del Mediterráneo lo desearan habría sido suficiente para hacer que los indios lo valoraran.

De forma similar, el hecho de que otra persona crea en las conchas de porcelana, o en los dólares, o en los datos electrónicos, es suficiente para fortalecer nuestra propia creencia en ellos, incluso si, de otro modo, odiamos, despreciamos o ridiculizamos a esta persona. Los cristianos y los musulmanes que no pueden ponerse de acuerdo en creencias religiosas pueden no obstante coincidir en una creencia monetaria, porque mientras que la religión nos pide que creamos en algo, el dinero nos pide que creamos que otras personas creen en algo.

Durante miles de años, filósofos, pensadores y profetas han vilipendiado el dinero y lo han calificado de la raíz de todos los males. Sea como fuere, el dinero es asimismo el apogeo de la tolerancia humana. El dinero es más liberal que el lenguaje, las leyes estatales, los códigos culturales, las creencias religiosas y los hábitos sociales. El dinero es el único sistema de confianza creado por los humanos que puede salvar casi cualquier brecha cultural, y que no discrimina sobre la base de la religión, el género, la raza, la edad o la orientación sexual. Gracias al dinero, incluso personas que no se conocen y no confían unas en otras pueden, no obstante, cooperar de manera efectiva.

EL PRECIO DEL DINERO

El dinero se basa en dos principios universales:

a) Convertibilidad universal: con el dinero como alquimista, se puede convertir la tierra en lealtad, la justicia en salud y la violencia en conocimiento.

b) Confianza universal: con el dinero como intermediario, cualesquiera dos personas pueden cooperar en cualquier proyecto.

Estos principios han permitido a millones de extraños cooperar efectivamente en el comercio y la industria. Pero estos principios aparentemente benignos tienen un lado oscuro. Cuando todo es convertible, y cuando la confianza depende de monedas y cauris anónimos, esto corroe las tradiciones locales, las relaciones íntimas y los valores humanos, y los sustituye por las frías leyes de la oferta y la demanda.

Las comunidades y familias humanas siempre se han basado en la creencia en cosas «que no tienen precio», como el honor, la lealtad, la moralidad y el amor. Estas cosas quedan fuera del ámbito del mercado, y no deberían comprarse ni venderse por dinero. Incluso si el mercado ofrece un buen precio, hay ciertas cosas que, sencillamente, no se hacen. Los padres no deben vender a sus hijos como esclavos; un cristiano devoto no debe cometer un pecado mortal; un caballero leal no debe nunca traicionar a su señor, y las tierras tribales ancestrales no deben venderse nunca a extranjeros.

El dinero siempre ha intentado romper estas barreras, como el agua que rezuma por las grietas de un dique. Hay padres que se han visto obligados a vender a algunos de sus hijos como esclavos con el fin de comprar comida para los otros. Cristianos devotos han asesinado, robado y engañado… y después han usado su botín para comprar el perdón de la Iglesia. Caballeros ambiciosos subastaban su lealtad al mejor postor, al tiempo que aseguraban la lealtad de sus seguidores mediante pagos en efectivo. Se vendieron tierras tribales a extranjeros del otro lado del mundo con el fin de adquirir un billete de entrada en la economía global.

Sin embargo, el dinero tiene un lado todavía más oscuro. Si bien el dinero compra la confianza universal entre extraños, esta confianza no se invierte en humanos, comunidades o valores sagrados, sino en el propio dinero y en los sistemas impersonales que lo respaldan. No confiamos en el extraño, ni en el vecino de la puerta de al lado: confiamos en la moneda que sostienen. Si se les acaban las monedas, se nos acaba la confianza. Mientras el dinero hace caer los diques de la comunidad, la religión y el Estado, el mundo se encuentra en peligro de convertirse en un mercado enorme y despiadado.

De ahí que la historia económica de la humanidad sea una danza delicada. La gente se basa en el dinero para facilitar la cooperación con extraños, pero temen que corrompa los valores humanos y las relaciones íntimas. Con una mano, la gente destruye voluntariamente los diques comunales que durante mucho tiempo mantuvieron a raya el movimiento de dinero y el comercio. Pero con la otra construyen nuevos diques para proteger a la sociedad, la religión y el medio ambiente de la esclavización por parte de las fuerzas del mercado.

Ahora es general la creencia de que el mercado siempre prevalece, y que los diques levantados por reyes, sacerdotes y comunidades no podrán detener durante mucho tiempo la marea del dinero. ¡Qué ingenuidad! Guerreros brutales, fanáticos religiosos y ciudadanos preocupados han conseguido repetidamente vapulear a los mercaderes calculadores, e incluso remodelar la economía. Por eso es imposible entender la unificación de la humanidad como un proceso puramente económico. Con el fin de comprender de qué manera miles de culturas aisladas se conglutinaron a lo largo del tiempo para formar la aldea global de hoy, hemos de tener en cuenta el papel del oro y la plata, pero no podemos pasar por alto el papel igualmente crucial del acero.

Ir a la siguiente página

Report Page