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Parte III. La unificación de la humanidad » 11. Visiones imperiales

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Visiones imperiales

Los antiguos romanos estaban acostumbrados a ser derrotados. Al igual que los mandatarios de la mayor parte de los grandes imperios de la historia, podían perder batalla tras batalla pero aun así ganar la guerra. Un imperio que no puede aguantar un golpe y seguir de pie no es realmente un imperio. Pero incluso a los romanos les resultó difícil asimilar las noticias que llegaban del norte de Iberia, a mediados del siglo II a.C. Una pequeña e insignificante ciudad de montaña llamada Numancia, habitada por los celtas nativos de la península, se había atrevido a librarse del yugo romano. En aquel tiempo, Roma era la dueña indiscutible de la cuenca mediterránea, después de haber vencido a los imperios macedonio y seléucida, sometido a las orgullosas ciudades-estado de Grecia y convertido Cartago en una ruina humeante. Los numantinos no tenían a su favor más que un gran amor por la libertad y su inhóspito terreno. Pero obligaron a una legión tras otra a rendirse o a retirarse con deshonor.

Finalmente, en 134 a.C. la paciencia de Roma llegó a su fin. El Senado decidió enviar a Escipión Emiliano, el principal general romano, el hombre que había arrasado Cartago, para que se encargara de los numantinos. Se le facilitó un ejército enorme, de más de 30.000 soldados. Escipión, que respetaba el espíritu de lucha y la habilidad marcial de los numantinos, prefirió no debilitar a sus soldados en combates innecesarios. En lugar de ello, rodeó Numancia con una línea de fortificaciones, bloqueando el contacto del pueblo con el mundo exterior. El hambre hizo su trabajo por él. Transcurrido más de un año, los recursos alimentarios se acabaron. Cuando los numantinos se dieron cuenta de que se había perdido toda esperanza, incendiaron su pueblo; según los relatos romanos, la mayoría se suicidaron para no convertirse en esclavos de Roma.

Posteriormente, Numancia se convirtió en un símbolo de la independencia y valentía de los españoles. Miguel de Cervantes, el autor de Don Quijote, escribió una tragedia titulada El cerco de Numancia que termina con la destrucción de la ciudad, pero también con una visión de la futura grandeza de España. Los poetas compusieron himnos a sus valientes defensores y los pintores llevaron a los lienzos majestuosas pinturas del asedio. En 1882, las ruinas de Numancia fueron declaradas «monumento nacional» y se convirtieron en lugar de peregrinaje para los patriotas españoles. En las décadas de 1950 y 1960, las tiras cómicas más populares en España no eran las de Superman o Spiderman: relataban las aventuras de El Jabato, un antiguo e imaginario héroe ibérico que luchaba contra los opresores romanos. Hasta el día de hoy, los antiguos numantinos son para España un dechado de heroísmo y patriotismo y se presentan como modelos para la juventud del país.

Sin embargo, los patriotas españoles ensalzan a los numantinos en español, una lengua romance que desciende del latín de Escipión. Los numantinos hablaban en una lengua celta que hoy en día está muerta y se ha perdido. Cervantes escribió El cerco de Numancia, y el drama sigue los modelos artísticos grecorromanos. Numancia no tenía teatros. Los patriotas españoles que admiran el heroísmo numantino suelen ser asimismo fieles seguidores de la Iglesia católica romana (fíjese el lector en la última palabra), una Iglesia cuyo dirigente tiene todavía la sede en Roma y cuyo Dios prefiere que se le dirijan en latín. De forma similar, la ley española moderna deriva de la ley romana; la política española se basa en fundamentos romanos, y la cocina y la arquitectura españolas tienen una deuda mucho mayor con los legados romanos que con los celtas de Iberia. Realmente, no queda nada de Numancia salvo ruinas. Incluso su historia ha llegado hasta nosotros gracias únicamente a los escritos de historiadores romanos. Se adaptó a los gustos de los auditorios romanos, que gustaban de relatos acerca de bárbaros que amaban la libertad. La victoria de Roma sobre Numancia fue tan completa que los vencedores se apropiaron del recuerdo de los vencidos.

No es el tipo de relato que nos ocupa. Nos gusta ver que los que ganan son los más débiles. Pero no hay justicia en la historia. La mayor parte de las culturas del pasado han caído presas, antes o después, de los ejércitos de algún imperio despiadado que las ha relegado al olvido. También los imperios acaban por caer, pero tienden a dejar tras de sí herencias ricas y perdurables. Casi todas las personas del siglo XXI son descendientes de uno u otro imperio.

¿QUÉ ES UN IMPERIO?

Un imperio es un orden político con dos características importantes. Primera, para merecer esta designación se tiene que gobernar sobre un número importante de pueblos distintos, cada uno de los cuales posea una identidad cultural diferente y un territorio separado. ¿Cuántos pueblos, exactamente? Dos o tres no es suficiente. Veinte o treinta son muchos. El umbral imperial se encuentra en algún punto intermedio.

Segunda, los imperios se caracterizan por mantener fronteras flexibles y un apetito potencialmente ilimitado. Pueden devorar y digerir cada vez más naciones y territorios sin alterar su estructura o identidad básicas. El Estado británico actual tiene unas fronteras bien definidas que no pueden sobrepasarse sin alterar su estructura e identidad fundamentales. Hace un siglo, prácticamente cualquier lugar de la Tierra podía haberse convertido en parte del Imperio británico.

La diversidad cultural y la flexibilidad territorial confieren a los imperios no solo su carácter único, sino también su papel fundamental en la historia. Gracias a estas dos características, los imperios han conseguido unir grupos étnicos diversos y zonas ecológicas diferentes bajo un único paraguas político, y con ello fusionar entre sí segmentos cada vez mayores de la especie humana y del planeta Tierra.

Hay que insistir en que un imperio se define únicamente por su diversidad cultural y por la flexibilidad de sus fronteras, y no por sus orígenes, su forma de gobierno, su extensión territorial o el tamaño de su población. No es necesario que un imperio surja de la conquista militar. El Imperio ateniense empezó su vida como una liga voluntaria, y el Imperio de los Habsburgo nació en el matrimonio, ensamblado por una serie de astutas alianzas matrimoniales. Y un imperio tampoco tiene por qué ser gobernado por un emperador autócrata. El Imperio británico, el mayor imperio de la historia, estuvo gobernado por una democracia. Otros imperios democráticos (o al menos republicanos) incluyen los modernos imperios holandés, francés, belga y americano, así como los imperios premodernos de Nóvgorod, Roma, Cartago y Atenas.

Tampoco el tamaño importa demasiado. Los imperios pueden ser diminutos. El Imperio ateniense en su apogeo era mucho menor en tamaño y población que la Grecia actual. El Imperio azteca era menor que el México de hoy en día. No obstante, ambos eran imperios, mientras que los modernos Grecia y México no lo son, porque los primeros sometieron gradualmente a decenas e incluso cientos de organizaciones políticas diferentes, mientras que estos últimos no lo han hecho. Atenas gobernó sobre más de 100 ciudades-estado previamente independientes, mientras que el Imperio azteca, si hemos de hacer caso a sus registros de tributos, gobernaba sobre 371 tribus y pueblos distintos.[1]

¿Cómo fue posible comprimir una mezcla humana de este jaez en el territorio de un Estado moderno modesto? Fue posible porque en el pasado había muchos más pueblos distintos en el mundo, cada uno de los cuales tenía una población más pequeña y ocupaba menos territorio que los pueblos de hoy en día. La tierra que se extiende entre el Mediterráneo y el río Jordán, que hoy se esfuerza para satisfacer las ambiciones de solo dos pueblos, albergaba cómodamente en tiempos bíblicos decenas de naciones, tribus, reinos insignificantes y ciudades-estado.

Los imperios fueron una de las razones principales de la drástica reducción de la diversidad humana. La apisonadora imperial borró gradualmente las características únicas de numerosos pueblos (como los numantinos), forjando a partir de ellos grupos nuevos y mucho mayores.

¿IMPERIOS DEL MAL?

En nuestra época, «imperialista» se sitúa inmediatamente detrás de «fascista» en el léxico de palabrotas políticas. La crítica contemporánea de los imperios suele tomar una de las dos formas siguientes:

1. Los imperios no funcionan. A la larga, no es posible gobernar de manera eficiente un gran número de pueblos conquistados.

2. Aun en el caso de que pueda hacerse, no debe hacerse, porque los imperios son motores malvados de destrucción y explotación. Todos los pueblos tienen derecho a la autodeterminación, y nunca deben estar sometidos al dominio de otros.

Desde una perspectiva histórica, la primera afirmación es simplemente absurda, y la segunda es muy problemática.

Lo cierto es que el imperio ha sido la forma más común de organización política en el mundo a lo largo de los últimos 2.500 años. Durante estos dos milenios y medio, la mayoría de los humanos han vivido en imperios. El imperio es asimismo una forma de gobierno muy estable. La mayoría de los imperios han encontrado alarmantemente fácil sofocar las rebeliones. En general, han sido derrocados solo por invasiones externas o por divisiones en el seno de la élite gobernante. Y a la inversa, los pueblos conquistados no tienen un historial muy bueno a la hora de liberarse de sus amos imperiales. La mayoría de ellos han permanecido sometidos durante cientos de años. Normalmente, han sido digeridos poco a poco por el imperio conquistador, hasta que sus culturas distintas han terminado por extinguirse.

Por ejemplo, cuando el Imperio romano de Occidente cayó finalmente ante las tribus germánicas invasoras en 476 d.C., los numantinos, arvernos, helvecios, samnitas, lusitanos, umbros, etruscos y cientos de otros pueblos olvidados que los romanos habían conquistado siglos antes no se levantaron del cadáver eviscerado del imperio como Jonás del vientre del gran pez. No quedaba ninguno de ellos. Los descendientes biológicos de las gentes que se habían identificado como miembros de aquellas naciones, que habían hablado sus lenguas, adorado a sus dioses y contado sus mitos y leyendas, ahora pensaban, hablaban y adoraban como romanos.

En muchos casos, la destrucción de un imperio no significaba en absoluto independencia para los pueblos sometidos. En lugar de ello, un nuevo imperio ocupaba el vacío creado cuando el antiguo se desplomaba o se retiraba. En ningún lugar ha sido esto más evidente que en Oriente Próximo. La actual constelación política en esa región (un equilibrio de poder entre muchas entidades políticas independientes con fronteras más o menos estables) casi no tiene parangón en ningún momento de los últimos milenios. La última vez que Oriente Próximo experimentó una situación de este tipo fue en el siglo VIII a.C., ¡hace casi 3.000 años! Desde el surgimiento del Imperio neoasirio en el siglo VIII a.C. hasta el hundimiento de los imperios británico y francés a mediados del siglo XX d.C., Oriente pasó de manos de un imperio a otro, como el testigo en una carrera de relevos. Y cuando los ingleses y los franceses dejaron caer el testigo, los arameos, amonitas, fenicios, filisteos, moabitas, edomitas y los demás pueblos conquistados por los asirios ya hacía mucho tiempo que habían desaparecido.

Es cierto que los judíos, armenios y georgianos de hoy en día afirman, con un cierto grado de justicia, que son los descendientes de los pueblos del Oriente Próximo antiguo. Pero estas son las únicas excepciones que confirman la regla, e incluso dichas afirmaciones son algo exageradas. Por ejemplo, las prácticas políticas, económicas y sociales de los judíos modernos deben mucho más a los imperios bajo los que vivieron durante los dos últimos milenios que a las tradiciones del antiguo reino de Judea. Si el rey David apareciera en una sinagoga ultraortodoxa de la Jerusalén actual, se quedaría perplejo al ver que la gente lleva vestidos de Europa oriental, que habla en un dialecto alemán (yídish) y que se enzarza en discusiones inacabables sobre el significado de un texto babilonio (el Talmud). En la antigua Judea no había sinagogas, ni volúmenes del Talmud, ni siquiera rollos de pergamino de la Torá.

Construir y mantener un imperio solía implicar la matanza depravada de grandes poblaciones y la opresión brutal de los que quedaban. Los métodos imperiales habituales incluían guerras, esclavitud, deportación y genocidio. Cuando los romanos invadieron Escocia en el año 83 d.C., encontraron una feroz resistencia por parte de las tribus caledonias locales, y estos reaccionaron arrasando el país. En respuesta a las ofertas de paz de los romanos, el caudillo Calgaco llamó a los romanos «los rufianes del mundo», y dijo que «al pillaje, la matanza y el robo les dan el falso nombre de imperio; producen un desierto y lo llaman paz».[2]

Sin embargo, esto no significa que los imperios no dejen nada de valor a su paso. Pintar de negro todos los imperios y repudiar todas las herencias imperiales es rechazar la mayor parte de la cultura humana. Las élites imperiales utilizaron los beneficios de la conquista para financiar no solo ejércitos y fortificaciones, sino también filosofía, arte, justicia y caridad. Una fracción importante de los logros culturales de la humanidad deben su existencia a la explotación de las poblaciones conquistadas. Los beneficios y la prosperidad que produjo el imperialismo de Roma proporcionó a Cicerón, Séneca y san Agustín el tiempo libre y los medios para pensar y escribir; el Taj Mahal no se podría haber construido sin las riquezas acumuladas por la explotación que los mogoles hicieron de sus súbditos indios; y los beneficios que el Imperio de los Habsburgo obtuvo de gobernar sobre sus provincias de lengua eslava, húngara y rumana pagaron los salarios de Haydn y las comisiones de Mozart. Ningún escritor caledonio conservó el discurso de Calgaco para la posteridad. Tenemos noticias suyas gracias al historiador romano Tácito. En realidad, es probable que Tácito se lo inventara. La mayoría de los estudiosos actuales están de acuerdo en que Tácito no solo falsificó el discurso, sino que inventó el personaje de Calgaco, el cabecilla caledonio, para que sirviera de altavoz de lo que tanto él como los romanos de clase alta pensaban de su propio país.

Incluso si miramos más allá de la cultura y el arte de las élites y nos centramos en el mundo del pueblo llano, encontramos legados imperiales en la mayoría de las culturas modernas. Hoy en día, la mayoría de nosotros hablamos, pensamos y soñamos en lenguajes imperiales que nuestros antepasados se vieron obligados a aceptar por la fuerza de la espada. La mayoría de los asiáticos orientales hablan y sueñan en el idioma del Imperio Han. Con independencia de sus orígenes, casi todos los habitantes de los dos continentes americanos, desde la península de Barrow en Alaska hasta el estrecho de Magallanes, se comunican en uno de los cuatro idiomas imperiales: español, portugués, francés o inglés. Los egipcios actuales hablan árabe, se consideran árabes y se identifican de todo corazón con el Imperio árabe que conquistó Egipto en el siglo VII y que aplastó con puño de hierro las repetidas revueltas que se originaron contra su autoridad. Unos diez millones de zulúes en Sudáfrica se remontan a la época zulú de gloria en el siglo XIX, aunque la mayoría de ellos descienden de tribus que lucharon contra el Imperio zulú, y que solo fueron incorporados a él después de sangrientas campañas militares.

ES POR TU PROPIO BIEN

El primer imperio del que tenemos información fidedigna fue el Imperio acadio de Sargón el Grande (hacia 2250 a.C.). Sargón inició su carrera como rey de Kish, una pequeña ciudad-estado en Mesopotamia. A las pocas décadas había conseguido conquistar no solo todas las demás ciudades-estado mesopotámicas, sino también extensos territorios fuera del ámbito de Mesopotamia. Sargón se jactaba de haber conquistado todo el mundo. En realidad, su dominio se extendía desde el golfo Pérsico al Mediterráneo, e incluía la mayor parte de lo que en la actualidad es Irak y Siria, junto con algunas zonas de los modernos Irán y Turquía.

El Imperio acadio no duró mucho después de la muerte de su fundador, pero Sargón dejó tras de sí un manto imperial que rara vez quedó sin reclamar. Durante los 1.700 años siguientes, los reyes asirios, babilonios e hititas adoptaron a Sargón como modelo a seguir, y se vanagloriaron de que también ellos habían conquistado todo el mundo. Después, hacia el 550 a.C., apareció Ciro el Grande de Persia con una jactancia todavía más impresionante.

Los reyes de Asiria siempre eran reyes de Asiria. Incluso cuando afirmaban dominar todo el mundo, era evidente que lo hacían por la mayor gloria de Asiria, y no pedían disculpas por ello. Ciro, en cambio, no solo afirmaba reinar sobre todo el mundo, sino que lo hacía por el bien de todas las gentes. «Os conquistamos por vuestro propio beneficio», decían los persas. Ciro quería que los pueblos que sometía le amaran y se consideraran afortunados de ser vasallos de Persia. El ejemplo más famoso de los esfuerzos innovadores de Ciro para conseguir la aprobación de una nación que vivía bajo el dominio de su imperio fue su orden de que se permitiera a los exiliados judíos en Babilonia retornar a su patria, Judea, y que reconstruyeran su Templo. Incluso les ofreció ayuda financiera. Ciro no se consideraba un rey persa que gobernaba a los judíos: era también el rey de los judíos, y por ello responsable de su bienestar.

La presunción de gobernar el mundo entero para beneficio de sus habitantes era sorprendente. La evolución ha convertido a Homo sapiens, como a otros animales sociales, en un ser xenófobo. Instintivamente, los sapiens dividen a la humanidad en dos partes: «nosotros» y «ellos». Nosotros somos personas como tú y yo, que compartimos idioma, religión y costumbres. Nosotros somos responsables los unos de los otros, pero no responsables de ellos. Siempre hemos sido distintos de ellos, no les debemos nada. No queremos ver a ninguno de ellos en nuestro territorio, y nos importa un comino lo que ocurra dentro de sus fronteras. Ellos apenas son humanos. En el lenguaje de los dinka del Sudán, «dinka» significa simplemente «personas». Las que no son dinka, no son personas. Los enemigos acérrimos de los dinka son los nuer. ¿Qué significa la palabra «nuer» en el idioma de los nuer? Significa «personas originales». A miles de kilómetros de los desiertos de Sudán, en las frías y heladas tierras de Alaska y el nordeste de Siberia, viven los yupik. ¿Qué significa «yupik» en el lenguaje de los yupik? Significa «personas reales».[3]

En contraste con esta exclusividad étnica, la ideología imperial, desde Ciro en adelante, ha tendido a ser inclusiva y global. Aunque a menudo ha puesto énfasis en las diferencias raciales y culturales entre los gobernantes y los gobernados, aun así ha reconocido la unidad básica de todo el mundo, la existencia de un conjunto único de principios que rigen todos los lugares y épocas, y las responsabilidades mutuas de todos los seres humanos. La humanidad es vista como una gran familia: los privilegios de los padres van de la mano con la responsabilidad por el bienestar de los hijos.

Esta nueva visión imperial pasó de Ciro y los persas a Alejandro Magno, y de este a los reyes helenos, los emperadores romanos, los califas musulmanes, los dinastas indios y, finalmente, incluso a los premiers soviéticos y a los presidentes estadounidenses. Esta visión imperial benevolente ha justificado la existencia de los imperios y ha negado no solo los intentos de los pueblos sometidos a rebelarse, sino también los intentos de los pueblos independientes a resistirse a la expansión imperial.

Visiones imperiales similares se desarrollaron con independencia del modelo persa en otras partes del mundo, de manera muy notable en América Central, la región andina y China. Según la teoría política tradicional china, el Cielo (Tian) es el origen de toda autoridad legítima sobre la Tierra. El Cielo elige a la persona o familia más valiosa y les confiere el Mandato del Cielo. Después, esta persona o familia gobiernan sobre Todo lo que está bajo el Cielo (Tianxia) para beneficio de todos sus habitantes. Así, una autoridad legítima es, por definición, universal. Si un gobernante no tiene el Mandato del Cielo, entonces carece de legitimidad para gobernar siquiera una única ciudad. Si un gobernante goza del Mandato, está obligado a extender la justicia y la armonía al mundo entero. El Mandato del Cielo no se puede conferir simultáneamente a varios candidatos, y en consecuencia no se puede legitimar la existencia de más de un Estado independiente.

El primer emperador del Imperio chino unido, Qin Shi Huangdi, se jactaba de que «a través de las seis direcciones [del universo] todo pertenece al emperador […] allí donde haya una huella humana, no hay nadie que no se haya convertido en súbdito [del emperador] su benevolencia se extiende incluso a bueyes y caballos. No hay nadie que no se beneficie. Todo hombre se encuentra seguro bajo su propio techo».[4] En consecuencia, en el pensamiento político chino, así como en la memoria histórica china, los períodos imperiales se consideraban épocas doradas de orden y justicia. En contraposición con la moderna idea occidental de que un mundo justo está compuesto por estados-nación separados, en China los períodos de fragmentación política se consideraban épocas oscuras de caos e injusticia. Esta percepción ha tenido implicaciones de gran alcance para la historia china. Cada vez que un imperio se desplomaba, la teoría política dominante estimulaba a los poderes correspondientes a no conformarse con mezquinos principados independientes, sino a intentar la reunificación. Tarde o temprano, tales intentos siempre tenían éxito.

CUANDO ELLOS SE CONVIERTEN EN NOSOTROS

Los imperios han desempeñado una parte decisiva a la hora de amalgamar muchas pequeñas culturas en unas pocas culturas grandes. Ideas, personas, bienes y tecnología se expanden más fácilmente dentro de las fronteras de un imperio que en una región fragmentada políticamente. Con mucha frecuencia, eran los propios imperios los que de manera deliberada diseminaban ideas, instituciones, costumbres y normas, porque de esa manera hacían que la vida les resultara más fácil. Es difícil gobernar un imperio en el que cada pequeña región tenga su propio conjunto de leyes, su propia forma de escritura, su propio idioma y su propia moneda. La estandarización era una bendición para los emperadores.

Una segunda razón, asimismo importante, por la que los imperios diseminaban activamente una cultura común era para obtener legitimidad. Al menos desde los días de Ciro y de Qin Shi Huangdi, los imperios han justificado sus acciones (ya fueran la construcción de carreteras o el derramamiento de sangre) por ser necesarias para extender una cultura superior de la que los conquistados se beneficiaban más que los conquistadores.

A veces los beneficios eran evidentes (cumplimiento de las leyes, planificación urbana, estandarización de pesos y medidas), y a veces cuestionables (impuestos, reclutamiento, adoración al emperador). Pero la mayoría de las élites imperiales creían de veras que trabajaban para el bienestar general de los habitantes del imperio. La clase dirigente china trataba a los vecinos del país y a sus súbditos extranjeros como bárbaros miserables a los que el imperio debía aportar los beneficios de la cultura. El Mandato del Cielo se concedía al emperador no para que explotara al mundo, sino para que educara a la humanidad. También los romanos justificaban su dominio cuando argumentaban que dotaban a los bárbaros de paz, justicia y refinamiento. Los salvajes germánicos y los rebeldes galos habían vivido en la inmundicia y la ignorancia hasta que los romanos los amansaron con la ley, los limpiaron en baños públicos y los mejoraron con filosofía. En el siglo III a.C., el Imperio mauria adoptó como misión la diseminación de las enseñanzas de Buda a un mundo ignorante. Los califas musulmanes recibieron un mandato divino para extender la revelación del Profeta, pacíficamente si era posible, pero con la espada si era necesario. Los imperios español y portugués proclamaron que lo que buscaban en las Indias y América no eran riquezas, sino conversos a la fe verdadera. El sol no se ponía nunca en la misión del Imperio británico de extender los evangelios del liberalismo y del libre comercio. Los soviéticos se sentían moralmente obligados a facilitar la inexorable marcha histórica desde el capitalismo hacia la dictadura utópica del proletariado. En la actualidad, muchos norteamericanos sostienen que su gobierno tiene el imperativo moral de llevar a los países del Tercer Mundo los beneficios de la democracia y de los derechos humanos, aunque estos sean repartidos mediante misiles de crucero y F-16.

Las ideas culturales que el imperio diseminaba rara vez eran la creación exclusiva de la élite gobernante. Puesto que la visión imperial tiende a ser universal e inclusiva, era relativamente fácil para las élites imperiales adoptar ideas, normas y tradiciones de dondequiera que las encontraran, en lugar de aferrarse fanática y obstinadamente a una única tradición. Aunque algunos emperadores buscaban purificar su cultura y retornar a lo que consideraban sus raíces, en su mayor parte los imperios han producido civilizaciones híbridas que absorbieron muchas cosas de sus pueblos sometidos. La cultura imperial de Roma era tanto griega como romana. La cultura imperial abásida era en parte persa, en parte griega y en parte árabe. La cultura imperial mongol era imitadora de la china. En los Estados Unidos imperial, un presidente estadounidense de sangre keniata puede comer una pizza italiana mientras ve su filme favorito, Lawrence of Arabia, una epopeya británica sobre la rebelión árabe contra los turcos.

Este crisol cultural no hizo que el proceso de asimilación fuera más fácil para los vencidos. La civilización cultural pudo haber absorbido numerosas contribuciones de varios pueblos conquistados, pero el resultado híbrido seguía siendo ajeno a la inmensa mayoría. A menudo, el proceso de asimilación fue doloroso y traumático. No es fácil abandonar una tradición local familiar y querida, así como resulta difícil y no exento de tensiones comprender y adoptar una nueva cultura. Y, todavía peor, incluso cuando los pueblos sometidos llegaron a adoptar la cultura imperial, podían pasar décadas, si no siglos, hasta que la élite imperial los aceptaba como parte de «nosotros». Las generaciones entre la conquista y la aceptación eran abandonadas a su suerte. Ya habían perdido su amada cultura local, pero no se les permitía participar de manera equitativa en el mundo imperial. Por el contrario, su cultura adoptada continuaba considerándolos bárbaros.

Imaginemos un íbero de buena familia que viviera un siglo después de la caída de Numancia. Habla su dialecto celta nativo con sus padres, pero ha adquirido un latín impecable, con solo un ligero acento, porque lo necesita para hacer negocios y tratar con las autoridades. Permite el gusto de su esposa por la bisutería de adornos complejos, pero le avergüenza un poco que ella, como otras mujeres locales, conserve esta reliquia del gusto celta; sería mejor que adoptara la simplicidad de las joyas que lleva la esposa del gobernador romano. Él mismo viste túnicas romanas y, gracias a su éxito como mercader de ganado, debido en no menor medida a su experiencia en los enredos de la ley comercial romana, ha podido construir una villa de estilo romano. Pero, aunque puede recitar de memoria el libro tercero de las Geórgicas de Virgilio, los romanos todavía lo tratan como un semibárbaro. Se da cuenta con frustración de que nunca conseguirá un puesto en el gobierno, ni uno de los asientos realmente buenos en el anfiteatro.

A finales del siglo XIX, a muchos indios educados sus amos ingleses les enseñaron la misma lección. Una anécdota famosa cuenta que había un ambicioso indio que dominaba los complejos detalles del idioma inglés, tomó lecciones de bailes occidentales, e incluso se acostumbró a comer con cuchillo y tenedor. Provisto de sus nuevos modales, viajó a Inglaterra, estudió derecho en el University College de Londres y se convirtió en un abogado cualificado. Pero este joven de leyes, acicalado con traje y corbata, fue arrojado de un tren en la colonia británica de Sudáfrica por insistir en viajar en primera clase en lugar de aceptar ir en tercera, en la que se suponía debían viajar los hombres «de color» como él. Su nombre era Mohandas Karamchand Gandhi.

En algunos casos, los procesos de aculturación y asimilación acabaron por romper las barreras entre los recién llegados y la vieja élite. Los conquistados ya no veían al imperio como un sistema ajeno de ocupación, y los conquistadores llegaron a considerar que sus súbditos eran iguales que ellos. Tanto gobernantes como gobernados acabaron por considerar que «ellos» eran «nosotros». Finalmente, a todos los súbditos de Roma, después de siglos de dominación imperial, se les concedió la ciudadanía romana. Hubo no romanos que ascendieron hasta ocupar los niveles más altos en el cuerpo de oficiales de las legiones romanas y fueron designados para el Senado. En el año 48 d.C., el emperador Claudio admitió en el Senado a varios notables galos, a los que, según indicó en un discurso, «las costumbres, la cultura y los lazos del matrimonio han mezclado con nosotros». Algunos senadores presuntuosos protestaron por la introducción de estos antiguos enemigos en el corazón del sistema político romano. Claudio les recordó una verdad incómoda. La mayoría de sus familias senatoriales descendían de tribus italianas que antaño habían luchado contra Roma, y a las que más tarde se había concedido la ciudadanía romana. En realidad, les recordó el emperador, su propia familia era de ascendencia sabina.[5]

Durante el siglo II d.C., Roma fue gobernada por un linaje de emperadores nacidos en Iberia, por cuyas venas corrían probablemente al menos algunas gotas de la sangre íbera local. Por lo general, se considera que los reinados de Trajano, Adriano, Antonino Pío y Marco Aurelio constituyen la edad de oro del imperio. Después de esto, todas las barreras étnicas cayeron. El emperador Septimio Severo (193-211) era el vástago de una familia púnica de Libia. Heliogábalo (218-222) era sirio. El emperador Filipo (244-249) era conocido coloquialmente como Filipo el Árabe. Los nuevos ciudadanos del imperio adoptaron la cultura imperial romana con una alegría tal que, durante siglos e incluso milenios después de que el imperio se desplomara, continuaron hablando el lenguaje del imperio, creyendo en el Dios cristiano que el imperio había adoptado de una de sus provincias levantinas y viviendo según sus leyes.

Un proceso similar tuvo lugar en el Imperio árabe. Cuando se estableció a mediados del siglo VII d.C., se basaba en una clara división entre la élite gobernante árabe musulmana y los subyugados egipcios, sirios, iraníes y bereberes, que no eran ni árabes ni musulmanes. Muchos de estos súbditos adoptaron gradualmente la fe musulmana, el idioma árabe y una cultura imperial híbrida. La vieja élite árabe sentía una gran hostilidad hacia estos advenedizos, pues temía perder su categoría e identidad únicas. Los frustrados conversos reclamaban una participación igual en el imperio y en el mundo del islam. Al final consiguieron lo que querían. Egipcios, sirios y mesopotamios fueron considerados cada vez más como «árabes». A su vez, los árabes (ya fueran árabes «auténticos» de Arabia o árabes recién acuñados de Egipto y Siria) fueron dominados cada vez más por musulmanes no árabes, en particular por iraníes, turcos y bereberes. El gran éxito del proyecto imperial árabe fue que la cultura que creó fue adoptada de manera entusiasta por numerosos pueblos no árabes, que continuaron manteniéndola, desarrollándola y extendiéndola… incluso después de que el imperio original se hundiera y los árabes, en tanto que grupo étnico, perdieran su dominancia.

En China, el éxito del proyecto imperial fue aún más completo. Durante más de 2.000 años, una mezcla de grupos culturales y étnicos a los que primero se denominó bárbaros se integraron con éxito en la cultura imperial china y se convirtieron en los chinos Han (así llamados por el Imperio Han que gobernó China desde el año 206 a.C. hasta el 220 d.C.). El logro final del Imperio chino es que todavía colea, aunque es difícil verlo como un imperio excepto en regiones periféricas como el Tíbet y Xinjiang. Más del 90 por ciento de la población de China se considera (y es considerada por otros) como Han.

EL CICLO IMPERIAL

Fase

Roma

Islam

Imperialismo europeo

Un pequeño grupo establece un gran imperio.

Los romanos establecen el Imperio romano.

Los árabes establecen el califato árabe.

Los europeos establecen los imperios europeos.

Se forja una cultura imperial.

Cultura grecorromana.

Cultura árabe musulmana.

Cultura occidental.

Los pueblos sometidos adoptan la cultura imperial.

Los pueblos sometidos adoptan el latín, la ley romana, las ideas políticas romanas, etc.

Los pueblos sometidos adoptan el árabe, el islamismo, etc.

Los pueblos sometidos adoptan el inglés y el francés, el socialismo, el nacionalismo, los derechos humanos, etc.

Los pueblos sometidos reclaman un estatus igual en el nombre de los valores imperiales comunes.

Ilirios, galos y púnicos reclaman el mismo estatus que los romanos en nombre de los valores romanos comunes.

Egipcios, iraníes y bereberes reclaman el mismo estatus que los árabes en nombre de los valores musulmanes comunes.

Indios, chinos y africanos reclaman el mismo estatus que los europeos en nombre de los valores occidentales comunes, como el nacionalismo, el socialismo y los derechos humanos.

Los fundadores del imperio pierden su dominancia.

Los romanos dejan de existir como un grupo étnico único. El control del imperio pasa a una nueva élite multiétnica.

Los árabes pierden el control del mundo musulmán, a favor de una élite musulmana multiétnica.

Los europeos pierden el control del mundo global, a favor de una élite multiétnica comprometida en gran parte con los valores y maneras de pensar occidentales.

La cultura imperial continúa desarrollándose y prosperando.

Ilirios, galos y púnicos continúan desarrollando su cultura romana adoptada.

Egipcios, iraníes y bereberes continúan desarrollando su cultura musulmana adoptada.

Indios, chinos y africanos continúan desarrollando su cultura occidental adoptada.

Podemos considerar de la misma manera el proceso de descolonización de las últimas décadas. Durante la era moderna, los europeos conquistaron gran parte del planeta con el pretexto de extender una cultura occidental superior. Tuvieron tanto éxito que miles de millones de personas adoptaron gradualmente partes importantes de dicha cultura. Indios, africanos, árabes, chinos y maoríes aprendieron francés, inglés y español. Empezaron a creer en los derechos humanos y en el principio de autodeterminación, y adoptaron ideologías occidentales como el liberalismo, el capitalismo, el comunismo, el feminismo y el nacionalismo.

Durante el siglo XX, los grupos locales que habían adoptado los valores occidentales reclamaron la igualdad a sus conquistadores europeos en nombre de esos mismos valores. Muchas contiendas anticoloniales se libraron bajo los estandartes de la autodeterminación, el socialismo y los derechos humanos, todos ellos herencias occidentales. De la misma manera que los egipcios, iraníes y turcos adoptaron y adaptaron la cultura imperial que habían heredado de los conquistadores árabes originales, los indios, africanos y chinos de hoy en día han aceptado gran parte de la cultura imperial de sus antiguos amos occidentales, al tiempo que buscan modelarla según sus necesidades y tradiciones.

LOS BUENOS Y LOS MALOS DE LA HISTORIA

Resulta tentador dividir de manera clara la historia en buenos y malos, y situar a todos los imperios entre los malos. Al fin y al cabo, casi todos estos imperios se fundaron sobre la sangre, y mantuvieron su poder mediante la opresión y la guerra. Pero la mayor parte de las culturas actuales se basan en herencias imperiales. Si los imperios son, por definición, malos, ¿qué dice eso de nosotros?

Hay escuelas de pensamiento y movimientos políticos que buscan purgar la cultura humana del imperialismo, dejando atrás lo que afirman que es una civilización pura y auténtica, no mancillada por el pecado. Tales ideologías son, en el mejor de los casos, ingenuas; y en el peor, sirven de solapado escaparate del nacionalismo y la intolerancia. Quizá pudiera aducirse que algunas de las numerosas culturas que surgieron en los albores de la historia registrada eran puras, no estaban tocadas por el pecado ni adulteradas por otras sociedades. Pero no existe ninguna cultura aparecida después de aquellos inicios que pueda hacer dicha afirmación de forma razonable, y menos aún ninguna de las culturas que existen en la actualidad sobre la Tierra. Todas las culturas humanas son, al menos en parte, la herencia de imperios y de civilizaciones imperiales, y no hay cirugía académica o política que pueda sajar las herencias imperiales sin matar al paciente.

Pensemos, por ejemplo, en la relación de amor-odio entre la República de la India de hoy en día y el Raj británico. La conquista y la ocupación de la India por parte de los ingleses se cobraron la vida de millones de indios, y fueron responsables de la humillación y explotación continuas de cientos de millones más. Pero muchos indios adoptaron, con la alegría de los conversos, ideas occidentales como la autodeterminación y los derechos humanos, y quedaron consternados cuando los ingleses se negaron a estar a la altura de los mismos valores que declaraban y a conceder a los indios nativos o bien los mismos derechos que los súbditos británicos o bien la independencia.

No obstante, el moderno Estado indio es hijo del Imperio británico. Los ingleses mataron, hirieron y persiguieron a los habitantes del subcontinente, pero también unieron un confuso mosaico de reinos, principados y tribus que guerreaban entre sí, y crearon una conciencia nacional y un país que funcionaba más o menos como una única unidad política. Establecieron los cimientos del sistema judicial indio, crearon su estructura administrativa y construyeron la red de ferrocarriles que fue fundamental para la integración económica. La India independiente adoptó la democracia occidental, en su encarnación británica, como su forma de gobierno. El inglés es todavía la lingua franca del subcontinente, un idioma neutro que los hablantes nativos de hindi, tamil y malayalam pueden utilizar para comunicarse. Los indios son apasionados jugadores de críquet y bebedores de chai («té»), y tanto el juego como la bebida son herencias británicas. El cultivo comercial del té no existía en la India antes de mediados del siglo XIX, cuando fue introducido por la Compañía Británica de las Indias Orientales. Fueron los esnobs sahibs británicos los que extendieron por todo el subcontinente la costumbre de beber té (véase la figura 18).

FIGURA 18. La estación de ferrocarril Chhatrapati Shivaji en Mumbai. Empezó su andadura como Estación Victoria, Bombay. Los ingleses la construyeron en el estilo neogótico tan en boga en la Gran Bretaña de finales del siglo XIX. El posterior gobierno nacionalista hindú cambió los nombres tanto de la ciudad como de la estación, pero no mostró ningún deseo de demoler este magnífico edificio, aunque fue construido por opresores extranjeros.

En la actualidad, ¿cuántos indios someterían a votación abandonar la democracia, el inglés, la red de ferrocarriles, el sistema legal, el críquet y el té, sobre la base de que se trata de herencias imperiales? Aun en el caso de que lo hicieran, ¿no sería el acto mismo de poner el asunto a votación para decidirlo una demostración de su deuda con los antiguos amos?

Incluso si decidiéramos repudiar por completo el legado de un imperio brutal con la esperanza de reconstruir y salvaguardar las culturas «auténticas» que lo precedieron, con toda probabilidad lo que defenderíamos no sería otra cosa que la herencia de un imperio más antiguo y no menos brutal. Aquellos que se sienten agraviados por la mutilación de la cultura india por el Raj británico santifican sin darse cuenta las herencias del Imperio mogol y del sultanato conquistador de Delhi. Y quienquiera que intente rescatar la «auténtica cultura india» de las influencias ajenas de estos imperios musulmanes santifica los legados del Imperio gupta, el Imperio kushán y el Imperio mauria. Si un nacionalista hindú extremista se dispusiera a destruir todos los edificios que dejaron los conquistadores ingleses, como la principal estación de ferrocarril de Mumbai, ¿qué les ocurriría a las estructuras que dejaron los conquistadores musulmanes de la India, como el Taj Mahal? (véase la figura 19).

FIGURA 19. El Taj Mahal. ¿Un ejemplo de cultura india «auténtica», o la creación foránea del imperialismo musulmán?

Nadie sabe realmente cómo resolver esta cuestión espinosa de la herencia cultural. Sea cual fuere el camino que tomemos, el primer paso es reconocer la complejidad del dilema y aceptar que dividir de manera simplista el pasado entre buenos y malos no conduce a ninguna parte. A menos, desde luego, que estemos dispuestos a admitir que generalmente seguimos el ejemplo de los malos.

EL NUEVO IMPERIO GLOBAL

Desde aproximadamente el año 200 a.C., la mayoría de los humanos han vivido en imperios, y todo apunta a que probablemente en el futuro también la mayoría de los humanos vivan en uno. Pero esta vez el imperio será realmente global. La visión imperial de dominio sobre el mundo entero puede ser inminente.

A medida que el siglo XXI va avanzando, el nacionalismo pierde terreno rápidamente. Cada vez más gente cree que toda la humanidad es el origen legítimo de la autoridad política, y no los miembros de una nacionalidad concreta, y que salvaguardar los derechos humanos y proteger los intereses de toda la especie humana debiera ser el faro que guíe la política. Si es así, tener cerca de 200 estados independientes es un estorbo en lugar de una ayuda. Puesto que suecos, indonesios y nigerianos merecen los mismos derechos humanos, ¿no sería más sencillo que un único gobierno global los protegiera?

La aparición de problemas que son en esencial globales, como el deshielo de los casquetes polares, socava cualquier legitimidad que les quede a los estados-nación independientes. Ningún Estado soberano será capaz de librarse por sí solo del calentamiento global. El Mandato del Cielo chino lo confirió el Cielo para resolver los problemas de la humanidad. El Mandato del Cielo moderno lo dará la humanidad para resolver los problemas del cielo, como el agujero de la capa de ozono y la acumulación de gases de efecto invernadero. El color del imperio global bien pudiera ser verde.

En 2014, el mundo todavía está fragmentado políticamente, pero los estados cada vez tienen menos independencia. Ninguno de ellos es realmente capaz de ejecutar políticas económicas independientes, de declarar y sostener guerras a su antojo, ni incluso de gestionar sus propios asuntos internos como le plazca. Los estados se hallan cada vez más abiertos a las maquinaciones de los mercados globales, a la interferencia de las compañías y organizaciones no gubernamentales globales, y a la supervisión de la opinión pública global y al sistema judicial internacional. Los estados se ven obligados a amoldarse a los estándares globales de comportamiento financiero, política ambiental y justicia. Corrientes enormemente profundas de capital, trabajo e información remueven y modelan el mundo, con una desatención creciente por las fronteras y las opiniones de los estados.

El imperio global que se está forjando ante nuestros ojos no está gobernado por ningún Estado o grupo étnico particulares. De manera muy parecida al Imperio romano tardío, está gobernado por una élite multiétnica, y se mantiene unido por una cultura común e intereses comunes. En todo el mundo, cada vez hay más emprendedores, ingenieros, expertos, eruditos, abogados y gestores que son llamados a unirse al imperio. Tienen que sopesar si responder a la llamada imperial o permanecer leales a su Estado y su gente. Y cada vez son más los que eligen el imperio.

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