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Parte III. La unificación de la humanidad » 12. La ley de la religión

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La ley de la religión

En el mercado medieval de Samarcanda, una ciudad construida en un oasis del Asia Central, los mercaderes sirios pasaban las manos sobre magníficas sedas chinas, los feroces habitantes de las tribus de las estepas mostraban el último lote de esclavos de cabello pajizo procedentes del oeste lejano, y los tenderos se embolsaban relucientes monedas de oro acuñadas con escrituras exóticas y los perfiles de reyes desconocidos. Allí, en una de las principales encrucijadas de aquella época entre el este y el oeste, el norte y el sur, la unificación de la humanidad era un acontecimiento cotidiano. Se podía observar que tenía lugar el mismo proceso cuando el ejército de Kublai Kan se congregaba para invadir Japón en 1281. Los soldados de caballería mongoles vestidos con pieles se situaban, hombro con hombro, junto a los soldados de infantería chinos con sombreros de bambú, los auxiliares coreanos borrachos entablaban luchas con marineros tatuados del mar de la China meridional, los ingenieros de Asia Central escuchaban, con la boca abierta, los relatos fantásticos de los aventureros europeos, y todos obedecían las órdenes de un único emperador.

Mientras tanto, alrededor de la sagrada Kaaba, en La Meca, la unificación humana se producía por otros medios. Si el lector hubiera sido un peregrino a La Meca, dando vueltas alrededor del santuario más sagrado del islam en el año 1300, se podría haber encontrado en compañía de un grupo de Mesopotamia, con sus ropajes flotando al viento, sus ojos ardientes y extáticos, y su boca repitiendo uno tras otro los 99 nombres de Dios. Inmediatamente delante podría haber visto a un patriarca turco curtido por la intemperie procedente de las estepas asiáticas, que cojeaba apoyándose en un bastón y acariciándose la barba pensativamente. A un lado, las joyas de oro que brillaban sobre la piel negra como el azabache podían haber sido de un grupo de musulmanes procedentes del reino africano de Malí. El aroma de clavo, cúrcuma, cardamomo y sal marina habría señalado la presencia de los hermanos de la India, o quizá de las misteriosas islas de las especias situadas más al este.

Hoy en día se suele considerar que la religión es una fuente de discriminación, desacuerdo y desunión. Pero, en realidad, la religión ha sido la tercera gran unificadora de la humanidad, junto con el dinero y los imperios. Puesto que todos los órdenes y las jerarquías sociales son imaginados, todos son frágiles, y cuanto mayor es la sociedad, más frágil es. El papel histórico crucial de la religión ha consistido en conferir legitimidad sobrehumana a estas frágiles estructuras. Las religiones afirman que nuestras leyes no son el resultado del capricho humano, sino que son ordenadas por una autoridad absoluta y suprema. Esto ayuda a situar al menos algunas leyes fundamentales más allá de toda contestación, con lo que se asegura la estabilidad social.

Así, la religión puede definirse como un sistema de normas y valores humanos que se basa en la creencia en un orden sobrehumano. Esto implica dos criterios distintos:

1) Las religiones sostienen que existe un orden sobrehumano, que no es el producto de caprichos o convenios humanos. El fútbol profesional no es una religión, porque a pesar de sus muchas leyes, ritos y a menudo rituales extraños, todo el mundo sabe que fueron seres humanos los que inventaron el fútbol, y la FIFA puede aumentar en cualquier momento el tamaño de la portería o cancelar la regla del fuera de juego.

2) Sobre la base de este orden sobrehumano, la religión establece normas y valores que considera obligatorios. En la actualidad hay muchos occidentales que creen en espíritus, hadas y la reencarnación, pero estas creencias no son una fuente de normas morales y de comportamiento, y como tales, no constituyen una religión.

A pesar de su capacidad para legitimar órdenes sociales y políticos extendidos, no todas las religiones han estimulado este potencial. Con el fin de unir bajo su protección una gran extensión de territorio habitado por grupos dispares de seres humanos, una religión ha de poseer otras dos cualidades. Primera, ha de adoptar un orden sobrehumano universal que sea válido siempre y en todas partes. Segunda, ha de insistir en extender dicha creencia a todos. En otras palabras, ha de ser universal y misionera.

Las religiones mejor conocidas de la historia, como el islamismo y el budismo, son universales y misioneras. En consecuencia, la gente tiende a creer que todas las religiones son iguales. En realidad, la mayoría de las religiones antiguas eran locales y exclusivas. Sus seguidores creían en deidades y espíritus locales, y no tenían interés alguno en convertir a toda la raza humana. Hasta donde sabemos, las religiones universales y misioneras solo empezaron a aparecer en el primer milenio a.C. Su aparición fue una de las revoluciones más importantes de la historia, e hizo una contribución vital a la unificación de la humanidad, de manera parecida a la aparición de los imperios universales y del dinero universal.

SILENCIANDO A LOS CORDEROS

Cuando el animismo era el sistema de creencia dominante, las normas y los valores humanos tenían que tomar en consideración los puntos de vista y los intereses de muchos otros seres, como animales, plantas, hadas y espíritus. Por ejemplo, una banda de cazadores-recolectores en el valle del Ganges pudo haber establecido una regla que prohibiera a la gente talar una higuera particularmente grande, no fuera que el espíritu de la higuera se enfadara y se vengara. Otra cuadrilla de cazadores-recolectores que viviera en el valle del Indo pudo haber prohibido a la gente la caza de zorros de cola blanca, porque un animal de estas características reveló una vez a una anciana sabia dónde podrían encontrar ellos la preciada obsidiana.

Tales religiones tendían a ser muy locales en su perspectiva, y a destacar los rasgos únicos de localidades, climas y fenómenos específicos. La mayoría de los cazadores-recolectores pasaban toda su vida dentro de un área de no más de 1.000 kilómetros cuadrados. Para sobrevivir, los habitantes de un valle concreto necesitaban comprender el orden sobrehumano que regulaba su valle, y ajustar su comportamiento en consecuencia. No tenía sentido intentar convencer a los habitantes de algún valle distante para que siguieran las mismas reglas. Las gentes del Indo no se preocupaban de enviar misioneros al Ganges para convencer a los locales de que no cazaran zorros de cola blanca.

Parece ser que la revolución agrícola estuvo acompañada por una revolución religiosa. Los cazadores-recolectores recogían plantas silvestres y perseguían animales salvajes, cuya categoría podía ser considerada igual a la de Homo sapiens. El hecho de que el hombre cazara carneros no hacía que estos fueran inferiores al hombre, de la misma manera que el hecho de que los tigres cazaran al hombre no hacía a este inferior a los tigres. Los seres se comunicaban entre sí directamente y negociaban las normas que regulaban su hábitat compartido. Por el contrario, los granjeros poseían y manipulaban plantas y animales, y difícilmente podían degradarse para negociar con sus posesiones. De manera que el primer efecto religioso de la revolución agrícola fue convertir en propiedad a plantas y animales que antes fueron miembros iguales en una mesa redonda espiritual.

Sin embargo, esto planteó un gran problema. Los granjeros quizá deseaban un control absoluto de sus ovejas, pero sabían perfectamente que su control era limitado. Podían encerrar a las ovejas en rediles, castrar a los moruecos y hacer criar selectivamente a las ovejas hembra, pero no podían asegurar que estas concibieran y parieran corderillos sanos, ni podían impedir la propagación de epidemias fatales. ¿Cómo podían, pues, proteger la fecundidad de los rebaños?

Una teoría básica sobre el origen de los dioses argumenta que estos alcanzaron importancia porque ofrecían una solución a este problema. Divinidades tales como la diosa de la fertilidad, el dios del cielo y el dios de la medicina pasaron a ocupar un papel central cuando plantas y animales perdieron su capacidad de hablar, y el principal papel de los dioses era el de mediar entre los humanos y las plantas mudas y los animales. Gran parte de la mitología antigua es en realidad un contrato legal en el que los humanos prometen devoción imperecedera a los dioses a cambio de poder dominar a las plantas y los animales; los primeros capítulos del libro del Génesis son un buen ejemplo de ello. Durante miles de años después de la revolución agrícola, la liturgia religiosa consistía principalmente en que los humanos sacrificaban corderos, vino y pasteles a los poderes divinos, quienes a cambio prometían cosechas abundantes y rebaños fecundos.

La revolución agrícola tuvo inicialmente un impacto mucho menor en la condición de otros miembros del sistema animista, como las rocas, las fuentes, los espíritus y los demonios. Sin embargo, también estos perdieron gradualmente su estatus a favor de los nuevos dioses. Mientras la gente vivía toda su vida dentro de territorios limitados de unos pocos cientos de kilómetros cuadrados, la mayoría de sus necesidades podían ser cubiertas por los espíritus locales. Pero una vez que los reinos y las redes comerciales se expandieron, la gente necesitó contactar con entidades cuyo poder y autoridad abarcaran un reino entero o toda una cuenca comercial.

El intento de dar respuesta a estas necesidades condujo a la aparición de religiones politeístas (del griego poli, «muchos», theós, «dios»). Estas religiones comprendieron que el mundo estaba controlado por un grupo de poderosas divinidades, como la diosa de la fertilidad, el dios de la lluvia y el dios de la guerra. Los humanos podían invocar a estos dioses y los dioses podían, si recibían devoción y sacrificios, dignarse a conceder lluvia, victoria y salud.

El animismo no desapareció completamente con el advenimiento del politeísmo. Demonios, hadas, espíritus, rocas sagradas, manantiales sagrados y árboles sagrados continuaron siendo una parte integral de casi todas las religiones politeístas. Tales espíritus eran mucho menos importantes que los grandes dioses, pero para las necesidades mundanas de muchas personas ya eran lo bastante buenos. Mientras el rey, en la capital del reino, sacrificaba decenas de gordos carneros al gran dios de la guerra, al tiempo que rezaba para obtener la victoria contra los bárbaros, el campesino en su choza encendía una candela al hada de la higuera y rezaba para que ayudara a curar a su hijo enfermo.

Sin embargo, el mayor impacto de la aparición de los grandes dioses no fue sobre los corderos o los demonios, sino sobre la condición de Homo sapiens. Los animistas creían que los humanos eran solo uno de los muchos seres que habitaban en el mundo. Los politeístas, en cambio, veían cada vez más el mundo como un reflejo de la relación entre los dioses y los humanos. Nuestras plegarias, nuestros sacrificios, nuestros pecados y nuestras buenas obras determinaban el destino de todo el ecosistema. Una inundación terrible podía barrer a miles de millones de hormigas, saltamontes, tortugas, antílopes, jirafas y elefantes, solo porque unos pocos sapiens estúpidos habían irritado a los dioses. Por lo tanto, el politeísmo exaltaba no solo la condición de los dioses, sino también la de la humanidad. Los miembros menos afortunados del antiguo sistema animista perdieron su autoridad y se convirtieron en extras o en el decorado silencioso en el gran drama de la relación del hombre con los dioses.

LOS BENEFICIOS DE LA IDOLATRÍA

Dos mil años de lavado de cerebro monoteísta han hecho que la mayoría de los occidentales consideren el politeísmo como una idolatría ignorante e infantil. Este es un estereotipo injusto. Con el fin de entender la lógica interna del politeísmo, es necesario comprender la idea básica que sostiene la creencia en muchos dioses.

El politeísmo no pone en duda necesariamente la existencia de un único poder o una única ley que rige todo el universo. En realidad, la mayoría de las religiones politeístas, e incluso las animistas, reconocían un poder supremo de este tipo detrás de todos los diferentes dioses, demonios y rocas sagradas. En el politeísmo griego clásico, Zeus, Hera, Apolo y demás dioses se hallaban sometidos a un poder omnipotente y global: el Destino (Moira, Ananké). También los dioses nórdicos eran esclavos del destino, que los condenaba a perecer en el cataclismo de Ragnarök (el Crepúsculo de los Dioses). En la religión politeísta de los yoruba de África occidental, todos los dioses nacieron del supremo dios Olodumare, y seguían siendo sus súbditos. En el politeísmo hindú, un único príncipe, Atman, controla a la miríada de dioses y espíritus, a la humanidad y al mundo biológico y físico. Atman es la esencia eterna o el alma de todo el universo, así como de todo individuo y de todo fenómeno.

El aspecto fundamental del politeísmo, que lo distingue del monoteísmo, es que el poder supremo que rige el mundo carece de intereses y prejuicios, y por lo tanto no le importan los deseos mundanos, las inquietudes y preocupaciones de los humanos. No tiene sentido pedirle a este poder la victoria en la guerra, la salud o la lluvia, porque desde su posición ventajosa desde la que todo lo ve no supone ninguna diferencia que un reino concreto gane o pierda, que una ciudad concreta prospere o languidezca, que una persona concreta se recupere o muera. Los griegos no desperdiciaban ningún sacrificio al Destino, los hindúes no construían templos a Atman.

La única razón para acercarse al poder supremo del universo sería renunciar a todos los deseos y aceptar tanto lo bueno como lo malo, aceptar incluso la derrota, la pobreza, la enfermedad y la muerte. Así, algunos hindúes, conocidos como sadhus o sanniasin, dedican su vida a unirse a Atman, con lo que consiguen la iluminación. Se esfuerzan para ver el mundo desde el punto de vista de este principio fundamental, para darse cuenta de que desde su perspectiva eterna todos los deseos y temores mundanos son sentimientos sin sentido y efímeros.

Sin embargo, la mayoría de los hindúes no son sadhus. Se hallan profundamente hundidos en el cenagal de las preocupaciones mundanas, para las que Atman no es de mucha ayuda. Para el auxilio en tales asuntos, los hindúes se aproximan a los dioses con sus poderes parciales. Precisamente porque los poderes son parciales en lugar de totales, dioses como Ganesha, Laksmí y Sarasvati tienen intereses y prejuicios. Por eso, los humanos pueden hacer tratos con estos poderes parciales y confiar en su ayuda para ganar guerras o recuperarse de la enfermedad. Necesariamente, hay muchos de estos poderes más pequeños, puesto que una vez que se empieza dividiendo el poder global de un principio supremo, se termina inevitablemente con más de una deidad. De ahí la pluralidad de los dioses.

El invento del politeísmo es favorable a una tolerancia religiosa de mucho alcance. Puesto que los politeístas creen, por un lado, en un poder supremo y completamente desinteresado, y por otro, en muchos poderes parciales y sesgados, no hay dificultad para que los devotos de un dios acepten la existencia y eficacia de otros dioses. El politeísmo es intrínsecamente liberal, y raramente persigue a «herejes» o «infieles».

Incluso en aquellos casos en que los politeístas conquistaron grandes imperios, no intentaron convertir a sus súbditos. Los egipcios, los romanos y los aztecas no enviaron misioneros a tierras extrañas para que extendieran el culto a Osiris, Júpiter o Huitzilopochtli (el principal dios azteca), y ciertamente no enviaron ejércitos para ese propósito. Se esperaba que los pueblos sometidos de todo el imperio respetaran a los dioses y rituales imperiales, puesto que tales dioses y rituales protegían y legitimaban el imperio. Pero no se les exigía que abandonaran sus dioses y rituales locales. En el Imperio azteca, los pueblos sometidos estaban obligados a construir templos para Huitzilopochtli, pero tales templos se construían junto a los de los dioses locales, y no reemplazándolos. En muchos casos, la propia élite imperial adoptaba los dioses y rituales del pueblo sometido. Los romanos añadieron voluntariamente la diosa asiática Cibeles y la diosa egipcia Isis a su panteón.

El único dios que los romanos se negaron a tolerar durante mucho tiempo fue el dios monoteísta y evangelizador de los cristianos. El Imperio romano no exigía que los cristianos renunciaran a sus credos y rituales, pero esperaban de ellos que respetaran a los dioses protectores del imperio y la divinidad del emperador. Esto se consideraba una declaración de lealtad política. Cuando los cristianos rehusaron hacerlo de forma vehemente y siguieron rechazando todos los intentos de llegar a un compromiso, los romanos reaccionaron persiguiendo a los que consideraban una facción políticamente subversiva. E incluso esto lo hicieron de mala gana. En los 300 años transcurridos entre la crucifixión de Cristo y la conversión del emperador Constantino, los emperadores romanos politeístas iniciaron solo cuatro persecuciones generales de cristianos. Los administradores y gobernadores locales incitaron a la violencia anticristiana por su cuenta. Pero aun así, si sumamos todas las víctimas de todas estas persecuciones, resulta que en esos tres siglos los politeístas romanos mataron a no más que unos pocos miles de cristianos.[1] Por el contrario, a lo largo de los siguientes 1.500 años, los cristianos masacraron a millones de correligionarios para defender interpretaciones ligeramente distintas de la religión del amor y la compasión.

Las guerras religiosas entre católicos y protestantes que asolaron Europa en los siglos XVI y XVII son especialmente notables. Todos los implicados aceptaban la divinidad de Cristo y Su evangelio de compasión y amor. Sin embargo, no estaban de acuerdo acerca de la naturaleza de dicho amor. Los protestantes creían que el amor divino es tan grande que Dios se hizo carne y permitió que se Le torturara y crucificara, con lo que redimió el pecado original y abrió las puertas del Cielo a todos los que Le profesaban fe. Los católicos sostenían que la fe, aunque esencial, no era suficiente. Para entrar en el Cielo, los creyentes tenían que participar en los rituales de la Iglesia y hacer buenas obras. Los protestantes se negaron a aceptarlo, aduciendo que esta compensación empequeñecía la grandeza y el amor de Dios. Quien piense que entrar en el Cielo depende de sus propias buenas obras magnifica su propia importancia e implica que el sufrimiento de Jesucristo en la cruz y el amor de Dios por la humanidad no bastan.

Estas disputas teológicas se volvieron tan violentas que, durante los siglos XVI y XVII, los católicos y los protestantes se mataron unos a otros por cientos de miles. El 23 de agosto de 1572, los católicos franceses, que señalaban la importancia de las buenas obras, atacaron a comunidades de protestantes franceses, que destacaban el amor de Dios por la humanidad. En este ataque, la Matanza del Día de San Bartolomé, entre 5.000 y 10.000 protestantes fueron asesinados en menos de veinticuatro horas. Cuando al Papa de Roma le llegaron las noticias de Francia, quedó tan embargado por la alegría que organizó plegarias festivas para celebrar la ocasión, y encargó a Giorgio Vasari que decorara una de las salas del Vaticano con un fresco de la matanza (en la actualidad el acceso a la sala está vedado a los visitantes).[2] Durante esas veinticuatro horas murieron más cristianos a manos de otros cristianos que a manos del Imperio romano politeísta a lo largo de toda su existencia.

DIOS ES UNO

Con el tiempo, algunos seguidores de los dioses politeístas se encariñaron tanto con su patrón particular que se apartaron de la concepción politeísta básica. Empezaron a creer que su dios era el único dios, y que Él era en realidad el poder supremo del universo. Pero al mismo tiempo continuaron considerando que poseía intereses y prejuicios, y creyeron que podrían pactar con Él. Así nacieron las religiones monoteístas, cuyos seguidores imploraban al poder supremo del universo que les ayudara a recuperarse de la enfermedad, que ganaran la lotería y que consiguieran la victoria en la guerra.

La primera religión monoteísta que conocemos apareció en Egipto hacia 1350 a.C., cuando el faraón Akenatón declaró que una de las deidades menores del panteón egipcio, el dios Atón, era, en realidad, el poder supremo que gobernaba el universo. Akenatón institucionalizó el culto de Atón como religión de Estado, e intentó detener el culto a todos los demás dioses. Sin embargo, su revolución religiosa no tuvo éxito. Después de su muerte, el culto de Atón fue abandonado a favor del antiguo panteón.

El politeísmo continuó dando origen aquí y allá a otras religiones monoteístas, pero se mantuvieron marginales, entre otras cosas porque no consiguieron digerir su propio mensaje universal. El judaísmo, por ejemplo, argumentaba que el poder supremo del universo tiene intereses y prejuicios, pero que Su interés principal se centra en la minúscula nación judía y en la oscura tierra de Israel. El judaísmo tenía poco que ofrecer a otras naciones, y a lo largo de la mayor parte de su existencia no ha sido una religión misionera. Puede denominarse a esta etapa la fase de «monoteísmo local».

El gran avance llegó con el cristianismo. Esta fe se inició como una secta judía esotérica que intentaba convencer a los judíos de que Jesús de Nazaret era el mesías tanto tiempo esperado. Sin embargo, uno de los primeros líderes de la secta, Pablo de Tarso, razonaba que si el poder supremo del universo tiene intereses y prejuicios, y si Él se había molestado en hacerse carne y morir en la cruz por la salvación de la humanidad, entonces eso era algo que todos deberían escuchar, no solo los judíos. Así, era necesario extender la buena nueva (el evangelio) acerca de Jesús por todo el mundo.

Los razonamientos de Pablo cayeron en terreno fértil. Los cristianos empezaron a organizar actividades misioneras extendidas y dirigidas a todo el mundo. En uno de los giros más extraños de la historia, esta secta judía esotérica se apoderó del todopoderoso Imperio romano.

El éxito de los cristianos sirvió de modelo para otra religión monoteísta que apareció en la península Arábiga en el siglo VII: el islam. Al igual que el cristianismo, el islamismo empezó como una pequeña secta en un remoto rincón del mundo, pero en un nuevo giro histórico todavía más extraño y rápido consiguió salir de los desiertos de Arabia y conquistar un inmenso imperio que se extendía desde el océano Atlántico hasta la India. De ahí en adelante, el monoteísmo desempeñó un papel fundamental en la historia del mundo.

Los monoteístas han tendido a ser mucho más fanáticos y misioneros que los politeístas. Una religión que reconoce la legitimidad de otras creencias implica o bien que su dios no es el poder supremo del universo, o bien que ha recibido de Dios solo parte de la verdad universal. Puesto que los monoteístas han creído por lo general que están en posesión de todo el mensaje del único Dios, se han visto obligados a desacreditar a todas las demás religiones. A lo largo de los dos últimos milenios, los monoteístas han intentado repetidamente fortalecer su poder exterminando con violencia toda competencia.

Y ha funcionado. A principios del siglo I d.C., apenas había ningún monoteísta en el mundo. Hacia el año 500 d.C., uno de los mayores imperios del mundo (el Imperio romano) era una organización política cristiana, y los misioneros extendían rápidamente el cristianismo a otras partes de Europa, Asia y África. A finales del primer milenio d.C., la mayor parte de la gente en Europa, Asia occidental y el norte de África era monoteísta, y los imperios desde el océano Atlántico hasta el Himalaya afirmaban que habían sido ordenados por el único y gran Dios. A principios del siglo XVI, el monoteísmo dominaba la mayor parte de Afroasia, con la excepción de Asia oriental y las partes australes de África, y empezó a extender largos tentáculos hacia Sudáfrica, América y Oceanía. Hoy en día, la mayoría de la gente fuera de Asia oriental es partidaria de una religión monoteísta u otra, y el orden político global está construido sobre cimientos monoteístas (véase el mapa 4).

MAPA 4. Expansión del cristianismo y del islamismo.

Sin embargo, de la misma manera que el animismo continuó sobreviviendo dentro del politeísmo, el politeísmo continuó sobreviviendo dentro del monoteísmo. En teoría, una vez que una persona cree que el poder supremo del universo tiene intereses y prejuicios, ¿qué sentido tiene seguir rindiendo culto a poderes parciales? ¿Quién querría que le atendiera un burócrata inferior cuando tiene abiertas las puertas del despacho del presidente? De hecho, la teología monoteísta tiende a negar la existencia de todos los dioses excepto el Dios supremo, y a verter el fuego del infierno y alcrebite sobre quienquiera que ose adorarlos.

Pero siempre ha habido un abismo entre las teorías teológicas y las realidades históricas. A la mayoría de la gente le ha resultado difícil digerir completamente la idea monoteísta. Han continuado dividiendo el mundo en «nosotros» y «ellos», y considerando que el poder supremo del universo es demasiado distante y ajeno para sus necesidades mundanas. Las religiones monoteístas expulsaron a los dioses por la puerta delantera con mucha alharaca, solo para dejarlos entrar de nuevo por la ventana lateral. El cristianismo, por ejemplo, desarrolló su propio panteón de santos, cuyo culto difería poco de los de los dioses politeístas.

De la misma manera que el dios Júpiter defendió Roma y Huitzilopochtli protegió el Imperio azteca, así cada reino cristiano tenía su propio santo patrón que le ayudaba a superar dificultades y a ganar guerras. Inglaterra estaba protegida por san Jorge, Escocia por san Andrés, Hungría por san Esteban, y Francia tenía a san Martín. Ciudades, pueblos, profesiones e incluso enfermedades tenían su propio santo. La ciudad de Milán tenía a san Ambrosio, mientras que san Marcos velaba sobre Venecia. San Florián protegía a los deshollinadores, mientras que san Mateo echaba una mano a los recaudadores de impuestos en apuros. Si uno padecía dolor de cabeza tenía que rezar a san Agacio, pero si el dolor era de muelas, entonces era más adecuado rezar a santa Apolonia.

Los santos cristianos no solo se parecían a los antiguos dioses politeístas, sino que a menudo eran los mismos dioses disfrazados. Por ejemplo, la diosa principal de la Irlanda céltica anterior a la llegada del cristianismo era Brígida. Cuando Irlanda fue cristianizada, Brígida fue asimismo bautizada, convirtiéndose en santa Brígida, la santa más venerada en la Irlanda católica hasta la actualidad.

LA BATALLA DEL BIEN Y EL MAL

El politeísmo dio origen no solo a religiones monoteístas, sino a religiones dualistas. Las religiones dualistas aceptan la existencia de dos poderes opuestos: el bien y el mal. A diferencia del monoteísmo, el dualismo cree que el mal es un poder independiente, ni creado por el buen Dios ni subordinado a él. El dualismo explica que todo el universo es un campo de batalla entre estas dos fuerzas, y que todo lo que ocurre en el mundo es parte de la lucha.

El dualismo es una visión del mundo muy atractiva porque ofrece una respuesta breve y simple al famoso problema del mal, una de las preocupaciones fundamentales del pensamiento humano. «¿Por qué hay maldad en el mundo? ¿Por qué hay sufrimiento? ¿Por qué a las buenas personas les pasan cosas malas?» Los monoteístas tienen que hacer un ejercicio intelectual para explicar cómo un Dios omnisciente, todopoderoso y perfectamente bueno permite que haya tanto sufrimiento en el mundo. Una explicación bien conocida es que esta es la manera que tiene Dios de permitir el libre albedrío humano. Si no existiera el mal, los humanos no podrían elegir entre el bien y el mal, y por lo tanto no habría libre albedrío. Sin embargo, se trata de una respuesta no intuitiva que plantea inmediatamente toda una serie de nuevas preguntas. La libertad de voluntad permite que los humanos elijan el mal. Son muchos, en realidad, los que eligen el mal y, según el relato monoteísta común, esta elección debe conllevar el castigo divino como consecuencia. Si Dios sabía por adelantado que una persona concreta utilizaría su libre albedrío para elegir el mal, y que como resultado sería castigada por ello con torturas eternas en el infierno, ¿por qué la creó Dios? Los teólogos han escrito innumerables libros para dar respuesta a estas preguntas. Algunos consideran que las respuestas son convincentes y otros que no lo son. Lo que es innegable es que a los monoteístas les cuesta mucho abordar el problema del mal.

Para los dualistas, es fácil explicar el mal. Incluso a las personas buenas les ocurren cosas malas porque el mundo no está gobernado por un Dios omnisciente, todopoderoso y perfectamente bueno. Por el mundo anda suelto un poder maligno independiente. El poder del mal hace cosas malas.

La concepción dualista tiene sus propios inconvenientes. Es verdad que ofrece una solución sencilla al problema del mal, si bien resulta perturbado por el problema del orden. Si el mundo fue creado por un único Dios, es evidente por qué es un lugar tan ordenado, donde todo obedece a las mismas leyes. Pero si en el mundo existen dos poderes opuestos, uno bueno y uno malo, ¿quién decretó las leyes que rigen la lucha entre ambos? Dos estados rivales pueden luchar entre sí porque ambos obedecen a las mismas leyes de la física. Un misil lanzado desde suelo paquistaní puede alcanzar objetivos en territorio indio porque en ambos países se cumplen las mismas leyes de la física. Cuando el Bien y el Mal luchan, ¿a qué leyes comunes obedecen, y quién decreta dichas leyes?

Así pues, el monoteísmo explica el orden, pero es confundido por el mal. El dualismo explica el mal, pero es perturbado por el orden. Hay una manera lógica de resolver el enigma: argumentar que existe un único Dios omnipotente que creó todo el universo y que es un Dios maligno. Pero nadie en la historia ha tenido el estómago para un credo como este.

Las religiones dualistas florecieron durante más de 1.000 años. En algún momento entre 1500 a.C. y 1000 a.C., un profeta llamado Zoroastro (Zaratustra) desplegó su actividad en algún lugar de Asia Central. Su credo pasó de generación en generación hasta que se convirtió en la más importante de las religiones dualistas: el zoroastrismo. Los zoroastristas veían el mundo como una batalla cósmica entre el buen dios Ahura Mazda y el dios maligno Angra Mainyu. Los humanos tenían que ayudar al dios bueno en esta batalla. El zoroastrismo fue una religión importante durante el Imperio persa aqueménida (550-330 a.C.) y posteriormente se convirtió en la religión oficial del Imperio persa sasánida (224-651 d.C.). Tuvo una influencia importante sobre casi todas las religiones posteriores de Oriente Próximo y de Asia Central, e inspiró a otras religiones dualistas, como el agnosticismo y el maniqueísmo.

Durante los siglos III y IV d.C., el credo maniqueo se extendió desde China al norte de África, y por un momento pareció que ganaría al cristianismo a la hora de conseguir el dominio del Imperio romano. Pero los maniqueos perdieron el alma de Roma ante los cristianos, el Imperio sasánida zoroastrista fue vencido por los musulmanes monoteístas, y la oleada dualista amainó. En la actualidad, solo unas pocas comunidades dualistas subsisten en la India y Oriente Próximo.

No obstante, la marea creciente del monoteísmo no barrió realmente el dualismo. El monoteísmo judío, cristiano y musulmán asimiló numerosas creencias y prácticas dualistas, y algunas de las ideas más básicas de lo que denominamos «monoteísmo» son, de hecho, dualistas en origen y espíritu. Incontables cristianos, musulmanes y judíos creen en una poderosa fuerza maligna (semejante a la que los cristianos denominan el Diablo o Satanás) que puede actuar independientemente, luchar contra el Dios bueno y causar estragos sin el permiso de Dios.

¿Cómo puede un monoteísta ser partidario de una creencia dualista de este tipo (que, por otro lado, no puede encontrarse en parte alguna del Antiguo Testamento)? Lógicamente, es imposible. O bien uno cree en un Dios único y omnipotente o bien cree en dos poderes opuestos, ninguno de ellos omnipotente. Aun así, los humanos poseen una maravillosa capacidad para creer en contradicciones. De manera que no debería ser ninguna sorpresa que millones de piadosos cristianos, musulmanes y judíos consigan creer a la vez en un Dios omnipotente y en un Diablo independiente. Incontables cristianos, musulmanes y judíos han ido más lejos y han llegado a imaginar que el buen Dios necesita incluso nuestra ayuda en su lucha contra el Diablo, lo que, entre otras cosas, inspiró la convocatoria de yihads y cruzadas.

Otro concepto dualista clave, en particular en el gnosticismo y el maniqueísmo, era la distinción clara entre cuerpo y alma, entre materia y espíritu. Los gnósticos y maniqueos argumentaban que el dios bueno creó el espíritu y el alma, mientras que la materia y los cuerpos son la creación del dios malo. El hombre, según esta concepción, sirve de campo de batalla entre el alma buena y el cuerpo malo. Desde una perspectiva monoteísta, esto es un disparate: ¿por qué distinguir de manera tan tajante entre cuerpo y alma, o entre materia y espíritu? ¿Y por qué aducir que el cuerpo y la materia son malignos? Al fin y al cabo, todo fue creado por el mismo Dios bueno. Pero los monoteístas no pudieron dejar de sentirse cautivados por las dicotomías dualistas, precisamente porque les ayudaban a afrontar el problema del mal. De manera que dichas oposiciones acabaron siendo piedras angulares del pensamiento cristiano y musulmán. La creencia en el Cielo (el reino del dios bueno) y el Infierno (el reino del dios malo) fue también dualista en su origen. No hay rastro de tal creencia en el Antiguo Testamento, que tampoco afirma que el alma de la gente continúe viviendo después de la muerte.

De hecho, el monoteísmo, tal como se ha desarrollado en la historia, es un caleidoscopio de herencias monoteístas, dualistas, politeístas y animistas, mezcladas en un revoltillo bajo un único paraguas divino. El cristiano cree en el Dios monoteísta, pero también en el Diablo dualista, en santos politeístas y en espíritus animistas. Los estudiosos de la religión tienen un nombre para esta admisión simultánea de ideas distintas e incluso contradictorias y la combinación de rituales y prácticas tomadas de fuentes distintas. Se llama sincretismo. El sincretismo, en realidad, podría ser la gran y única religión del mundo.

LA LEY DE LA NATURALEZA

Todas las religiones que se han analizado hasta ahora comparten una característica importante: todas ellas se centran en una creencia en dioses y en otras entidades sobrenaturales. Esto parece obvio a los occidentales, que están familiarizados principalmente con credos monoteístas y politeístas. De hecho, sin embargo, la historia religiosa del mundo no se reduce a la historia de los dioses. Durante el primer milenio a.C., religiones de un signo totalmente nuevo empezaron a extenderse por Afroasia. Los recién llegados, como el jainismo y el budismo en la India, el taoísmo y el confucianismo en China, y el estoicismo, el cinismo y el epicureísmo en la cuenca mediterránea, se caracterizaban porque hacían caso omiso de los dioses.

Estos credos sostenían que el orden sobrehumano que rige el mundo es el producto de leyes naturales y no de voluntades y caprichos divinos. Algunas de estas religiones de la ley natural continuaban aceptando la existencia de dioses, pero sus dioses estaban sujetos a las leyes de la naturaleza como lo estaban los humanos, los animales y las plantas. Los dioses tenían su nicho en el ecosistema, de la misma manera que los elefantes y los puercoespines tenían el suyo, pero no podían cambiar las leyes de la naturaleza, al igual que no pueden hacerlo los elefantes. Un ejemplo inmediato es el budismo, la más importante de las religiones antiguas de ley natural, que sigue siendo una de las creencias más extendidas (véase el mapa 5).

MAPA 5. Expansión del budismo.

La figura central del budismo no es un dios, sino un ser humano: Siddharta Gautama. Según la tradición budista, Gautama era el heredero de un pequeño reino del Himalaya hacia el año 500 a.C. El joven príncipe estaba profundamente afectado por el sufrimiento que veía a su alrededor. Veía que hombres, mujeres, niños y ancianos sufren todos no solo por calamidades ocasionales, como la guerra o la peste, sino también por la ansiedad, la frustración y el descontento, todos los cuales parecen ser una parte inseparable de la condición humana. La gente busca riqueza y poder, adquiere conocimientos y posesiones, tiene hijos e hijas y construye casas y palacios. Sin embargo, no importa lo que consigan: nunca están contentos. Los que viven en la pobreza sueñan con riquezas. Los que tienen un millón desean dos millones. Los que tienen dos millones quieren diez. Incluso los ricos y famosos rara vez están satisfechos. También ellos se ven acosados por obligaciones y preocupaciones incesantes, hasta que la enfermedad, la vejez y la muerte les causan un amargo final. Todo lo que uno ha acumulado se desvanece como el humo. La vida es una carrera de ratas sin sentido. Pero ¿cómo escapar de ella?

A los veintinueve años de edad, Gautama huyó de su palacio en plena noche, dejando atrás familia y posesiones. Viajó como un vagabundo sin hogar por todo el norte de la India, buscando una manera de escapar del sufrimiento. Visitó ashrams y se sentó a los pies de gurús, pero nada lo liberó por completo: siempre quedaba alguna insatisfacción. Sin embargo, no desesperó. Se decidió a investigar el sufrimiento por su cuenta hasta hallar un método para la completa liberación. Pasó seis años meditando sobre la esencia, las causas y las curas de la aflicción humana. Al final llegó a comprender que el sufrimiento no está causado por la mala fortuna, la injusticia social o los caprichos divinos. El sufrimiento está causado por las pautas de comportamiento de nuestra propia mente.

La intuición de Gautama fue que, con independencia de lo que la mente experimenta, por lo general reacciona con deseos, y los deseos siempre implican insatisfacción. Cuando la mente experimenta algo desagradable, anhela librarse de la irritación. Cuando la mente experimenta algo placentero, desea que el placer perdure y se intensifique. Por lo tanto, la mente siempre está insatisfecha e inquieta. Esto resulta muy claro cuando experimentamos cosas desagradables, como el dolor. Mientras el dolor continúa, estamos insatisfechos y hacemos todo lo que podemos para evitarlo. Pero cuando experimentamos cosas agradables no estamos nunca contentos. O bien tememos que el placer pueda desaparecer, o esperamos que se intensifique. La gente sueña durante años con encontrar el amor, pero raramente se siente satisfecha cuando lo encuentra. Algunos sienten la ansiedad de que su pareja los abandone; otros sienten que se han conformado con poco y que podrían haber encontrado a alguien mejor. Y todos conocemos a personas que consiguen tener ambos sentimientos.

Los grandes dioses pueden enviarnos lluvia, las instituciones sociales pueden proporcionar justicia y buena atención sanitaria, y las coincidencias afortunadas nos pueden convertir en millonarios, pero ninguna de estas cosas puede cambiar nuestras pautas mentales básicas. De ahí que incluso los mayores reyes se ven condenados a vivir con angustia, huyen constantemente de la pena y la aflicción, y persiguen siempre placeres mayores.

Gautama descubrió que había una manera de salir de este círculo vicioso. Si, cuando la mente experimenta algo placentero o desagradable, comprende simplemente que las cosas son como son, entonces no hay sufrimiento. Si uno experimenta tristeza sin desear que la tristeza desaparezca, continúa sintiendo tristeza, pero no sufre por ello. En realidad, puede haber riqueza en la tristeza. Si uno experimenta alegría sin desear que la alegría perdure y se intensifique, continúa sintiendo alegría sin perder su paz de espíritu.

Pero ¿cómo se consigue que la mente acepte las cosas como son, sin sentir más deseos vehementes? ¿Aceptar la tristeza como tristeza, la alegría como alegría, el dolor como dolor? Gautama desarrolló un conjunto de técnicas de meditación que entrenan la mente para experimentar la realidad tal como es, sin ansiar otra cosa. Dichas prácticas entrenan la mente para centrar toda su atención en la pregunta «¿Qué es lo que estoy experimentando ahora?», en lugar de «¿Qué desearía estar experimentando?». Es difícil alcanzar este estado mental, pero no imposible.

Gautama basó estas técnicas de meditación en un conjunto de normas éticas destinadas a facilitar que la gente se centrara en la experiencia real y evitara caer en anhelos y fantasías. Instruyó a sus seguidores a evitar el asesinato, el sexo promiscuo y el robo, puesto que tales actos atizan necesariamente el fuego del deseo (de poder, de placer sensual, de riqueza). Cuando las llamas se extinguen por completo, el deseo es sustituido por un estado de satisfacción perfecta y de serenidad, conocido como nirvana (cuyo significado literal es «extinguir el fuego»). Los que alcanzan el nirvana se liberan completamente de todo sufrimiento. Experimentan la realidad con la máxima claridad, libres de fantasías y delirios. Aunque lo más probable es que sigan encontrando cosas desagradables y dolor, dichas experiencias no les causarán infelicidad. Una persona que no desea no sufre.

Según la tradición budista, el propio Gautama alcanzó el nirvana y se liberó totalmente del sufrimiento. A partir de entonces se le conoció como Buda, que significa «el Iluminado». Buda pasó el resto de su vida explicando sus descubrimientos a otros, para que todos pudieran liberarse del sufrimiento. Resumió sus enseñanzas en una única ley: el sufrimiento surge del deseo; la única manera de liberarse completamente del sufrimiento es liberarse completamente del deseo; y la única manera de liberarse del deseo es educar la mente para experimentar la realidad tal como es.

Esta ley, conocida como dharma o dhamma, es considerada por los budistas como una ley universal de la naturaleza. Que «el sufrimiento surge del deseo» es verdad siempre y en todas partes, al igual que en la física moderna E siempre es igual a mc2. Los budistas son gente que cree en esta ley y la convierten en el punto de apoyo de todas sus actividades. La creencia en dioses, por otra parte, es algo de menor importancia para ellos. El primer principio de las religiones monoteístas es: «Dios existe. ¿Qué quiere de mí?». El primer principio del budismo es: «El sufrimiento existe. ¿Cómo me puedo liberar de él?».

El budismo no niega la existencia de dioses (los describe como seres poderosos que pueden producir lluvias y victorias), pero no tienen influencia en la ley según la cual el sufrimiento surge del deseo. Si la mente de una persona es libre de todo deseo, no hay dios que pueda hacerla desdichada. Y al revés, una vez que el deseo surge en la mente de una persona, todos los dioses del universo no pueden salvarla del sufrimiento.

Sin embargo, de manera muy parecida a las religiones monoteístas, las religiones de ley natural premodernas como el budismo nunca han podido deshacerse del culto a los dioses. El budismo le decía a la gente que debía buscar el objetivo último de la liberación completa del sufrimiento, en lugar de buscar altos a lo largo del camino como la prosperidad económica y el poder político. Sin embargo, el 99 por ciento de los budistas no alcanzaban el nirvana, e incluso si esperaban hacerlo en alguna vida futura, dedicaban la mayor parte de su vida presente a la búsqueda de logros mundanos. De modo que continuaron adorando a varios dioses, como los dioses hindúes en la India, los dioses bon en el Tíbet y los dioses shinto en Japón.

Además, a medida que transcurría el tiempo varias sectas budistas desarrollaron panteones de budas y bodhisattvas. Se trata de seres humanos y no humanos con la capacidad de conseguir la liberación completa del sufrimiento pero que olvidan su liberación en pro de la compasión, con el fin de ayudar a los incontables seres todavía atrapados en el ciclo de la desgracia. En lugar de adorar a dioses, muchos budistas empezaron a adorar a estos seres iluminados, pidiéndoles ayuda no solo para alcanzar el nirvana, sino también para tratar problemas mundanos. Así, encontramos a muchos budas y bodhisattvas en toda Asia oriental que dedican su tiempo a producir lluvia, detener plagas e incluso ganar guerras sangrientas, a cambio de oraciones, coloridas flores, fragante incienso y regalos de arroz y dulces.

EL CULTO DEL HOMBRE

A menudo se presentan los últimos 300 años como una edad de secularismo creciente, en la que las religiones han ido perdiendo importancia. Si hablamos de las religiones teístas, esto es correcto en gran parte. Pero si tomamos en consideración las religiones de ley natural, entonces la modernidad resulta ser una época de intenso fervor religioso, esfuerzos misioneros sin parangón y las más sangrientas guerras de religión de la historia. La edad moderna ha asistido a la aparición de varias religiones de ley natural nuevas como el liberalismo, el comunismo, el capitalismo, el nacionalismo y el nazismo. A estas creencias no les gusta que se las llame religiones, y se refieren a sí mismas como ideologías. Pero esto es solo un ejercicio semántico. Si una religión es un sistema de normas y valores humanos que se fundamenta en la creencia en un orden sobrehumano, entonces el comunismo soviético no era menos religión que el islamismo.

Desde luego, el islam es diferente del comunismo, porque el islam considera que el orden sobrehumano que gobierna el mundo es el edicto de un dios creador omnipotente, mientras que el comunismo soviético no creía en dioses. Pero también al budismo le importan poco los dioses, y sin embargo lo clasificamos generalmente como una religión. Al igual que los budistas, los comunistas creían en un orden sobrehumano de leyes naturales e inmutables que debían guiar las acciones humanas. Mientras que los budistas creen que la ley de la naturaleza fue descubierta por Siddharta Gautama, los comunistas creían que la ley de la naturaleza la descubrieron Karl Marx, Friedrich Engels y Vladímir Ilich Lenin. La semejanza no termina aquí. Al igual que las demás religiones, el comunismo también tiene sus Sagradas Escrituras y libros proféticos, como El capital, de Karl Marx, que predecía que la historia pronto terminaría con la inevitable victoria del proletariado. El comunismo tenía sus fiestas y festivales, como el Primero de Mayo y el aniversario de la Revolución de Octubre. Tenía teólogos adeptos a la dialéctica marxista, y cada unidad del ejército soviético tenía un capellán, llamado comisario, que supervisaba la piedad de soldados y oficiales. El comunismo tenía mártires, guerras santas y herejías, como el trotskismo. El comunismo soviético era una religión fanática y misionera. Un comunista devoto no podía ser cristiano ni budista, y se esperaba que difundiera el evangelio de Marx y Lenin incluso al precio de su propia vida.

La religión es un sistema de normas y valores humanos que se fundamenta en la creencia en un orden sobrehumano. La teoría de la relatividad no es una religión porque (al menos hasta ahora) no existen normas y valores humanos que se fundamenten en ella. El fútbol no es una religión porque nadie aduce que sus reglas reflejen edictos sobrehumanos. El islamismo, el budismo y el comunismo son religiones porque son sistemas de normas y valores humanos que se fundamentan en la creencia de un orden sobrehumano. (Adviértase la diferencia entre «sobrehumano» y «sobrenatural». La ley de la naturaleza budista y las leyes de la historia marxista son sobrehumanas, puesto que no fueron legisladas por humanos, pero no son sobrenaturales.)

Algún lector puede sentirse incómodo con esta línea de razonamiento. Si esto hace que se sienta mejor, es libre de seguir llamando al comunismo una ideología y no una religión. Esto no supone ninguna diferencia. Podemos dividir los credos en religiones centradas en un dios e ideologías ateas que afirman basarse en leyes naturales. Pero entonces, para ser coherentes, necesitaríamos catalogar al menos algunas sectas budistas, taoístas y estoicas como ideologías y no como religiones. Y, a la inversa, tendríamos que señalar que la creencia en dioses persiste en muchas ideologías modernas, y que algunas de ellas, en especial el liberalismo, tienen poco sentido sin esta creencia.

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