Ruth

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Parte Tercera » XXXIII. Una futura madre orgullosa

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XXXIII

UNA FUTURA MADRE ORGULLOSA

Las personas ancianas relatan cómo durante años el tifus recorrió todo el país como una peste; años que evocan en la memoria un profundo sufrimiento —sin posibilidad de consuelo— de millares de familias; las personas cuyos seres queridos salieron indemnes durante aquellos años de fuego, rehúyen cualquier tipo de recuerdo: porque la angustia fue enorme y vibrante, penosa la continua vigilancia de los síntomas de ese terrible mal, y más allá de la puerta de sus casas una nube de depresión pendía libremente sobre la sociedad. Parecía que la preocupación era proporcional a la felicidad en la que habían vivido previamente ante lo que ellos imaginaban una existencia segura. Y en efecto, así era; porque desde los tiempos del rey Baltasar[109], los decretos solemnes de condena a muerte parecían siempre más terribles cuando inducían al silencio de aquellos que disfrutaban alegremente de la vida. Y es justamente este año cuando transcurre mi historia.

El verano se había presentado insólitamente espléndido. Algunos se lamentaban del calor abrasador mientras otros admiraban la exuberante vegetación, rica y frondosa. El inicio del otoño fue húmedo y frío, pero no era motivo de preocupación porque estaban a la espera de una celebración llena de orgullo nacional de la que hablaban todos los periódicos y era el principal motivo de conversación. En Eccleston se festejó con una mayor ostentación de lo que se hizo en otros lugares, porque gracias al triunfo del ejército, se preveía la apertura de un nuevo mercado para las industrias manufactureras locales; por tanto, el comercio que durante uno o dos años se había paralizado, resurgiría con fuerzas renovadas. Además de estos legítimos motivos para el buen humor, se percibía una excitación en la clase alta por la proximidad de las elecciones, consecuencia de la decisión del señor Donne de presentarse al Gobierno, gracias a sus influyentes relaciones. En esta ocasión, los Cranworth despertaron de su sopor convencidos de su éxito, por lo que realizaron una serie de pomposas y aburridas visitas propagandísticas para recuperar la fidelidad de los votantes de Eccleston.

Mientras la ciudad se nutría de todas estas cuestiones, que se alternaban unas con las otras —ahora hablaban del resurgimiento de la actividad comercial, ahora de las elecciones que se celebrarían en pocas semanas, ahora de los bailes en la residencia de los Cranworth en los que el señor Cranworth bailaba con todas las reinas de belleza de la corporación de comerciantes de Eccleston—, llegó arrastrándose de puntillas, de un modo furtivo y escurridizo, la terrible fiebre, aquella fiebre que no está totalmente reservada a aquellos tétricos ambientes de vicio y de miseria, sino que vive en la oscuridad, como una bestia salvaje, escondida en los rincones ocultos de su madriguera. Comenzó en las casas más humildes de los irlandeses pero allí era talmente común que no se le prestó la debida atención. Aquellas pobres criaturas morían sin tener siquiera los cuidados de los médicos, que no fueron alertados hasta que los sacerdotes católicos hicieron el primer anuncio de la difusión de aquella terrible epidemia.

Antes de que los médicos de Eccleston tuvieran tiempo de reunirse y confrontar los conocimientos adquiridos individualmente sobre la fiebre, ésta ya había repentinamente estallado en multitud de lugares, como la llama de un fuego por mucho tiempo avivada. Y no solamente entre libertinos y disolutos, sino entre pobres honrados, incluso entre personas respetables de conducta intachable. Se añadió además al horror, que su difusión —como sucede con todas las plagas—, fue muy rápida al inicio, y de fatal desenlace en la mayoría de los primeros casos muy graves. Hubo un grito, después un profundo silencio, y finalmente se alzó el amargo llanto de los supervivientes.

Se amplió una sección del hospital de la ciudad, dedicada a los afectados por las fiebres; las víctimas eran trasladadas inmediatamente, lo antes posible, para prevenir la propagación de la enfermedad. En aquel sanatorio se concentraban todas las fuerzas y competencias médicas del lugar.

Pero cuando murió uno de los doctores a causa de la asistencia prestada; cuando el habitual grupo de enfermeras y su superiora sucumbieron en tan sólo dos días, y las enfermeras del hospital se negaron a colaborar en el departamento destinado a la epidemia; cuando los altos salarios dejaron de tentar a las personas a realizar un trabajo que consideraban —bajo sus miedos—, una muerte segura; cuando los médicos se mostraron aterrados ante la elevada y rápida mortalidad entre los enfermos no asistidos (que dependían únicamente de los cuidados de los mercenarios más ignorantes, demasiado rudos para reconocer la solemnidad de la muerte), —todo esto sucedió en tan sólo una semana desde el primer caso verificado de la plaga—, Ruth entró un día, con paso más lento del habitual, en el despacho del señor Benson, preguntándole si disponía de algunos minutos para hablar con ella.

—¡Por supuesto, querida! Siéntate —le dijo a Ruth que estaba en pie con la cabeza apoyada en la chimenea observando perezosamente el fuego. Permaneció inmóvil, como si no hubiera escuchado las palabras del señor Benson. Pasaron unos instantes antes de que se decidiera a hablar, luego dijo:

—Quería decirle que esta semana me he ofrecido como enfermera en el reparto de la fiebre, hasta que dejen de estar tan desbordados. Me han admitido, empezaré esta tarde.

—¡Oh, Ruth! Temía que esto pudiera suceder: me he fijado en tu mirada esta mañana cuando hemos hablado de la terrible enfermedad.

—¿Por qué dice «temía», señor Benson? Usted mismo ha estado con John Harrison y con la anciana Betty, y con muchos otros, supongo, de los que no tenemos noticia.

—¡Pero eso es diferente! ¡En aquel ambiente envenenado! ¡Entre tantos casos letales! ¿Lo has meditado y sopesado lo suficiente?

Ruth permaneció completamente inmóvil por un instante, pero los ojos se le llenaron de lágrimas. Finalmente dijo, dulcemente, con una especie de quieta solemnidad:

—¡Sí! Lo he meditado y sopesado. Pero en lo más profundo de mis miedos y preocupaciones, he sentido que debo hacerlo.

Leonard estaba presente en la mente de ambos, pero ninguno de los dos lo mencionaba. Después de un rato, Ruth comentó:

—No hay por qué tener miedo. Dicen que existe una adecuada protección. De cualquier modo, cuando me asalta cualquier duda natural, desaparece si pienso que estoy en manos de Dios. Oh, señor Benson —continuó, estallando en un incontenible mar de lágrimas— ¡Leonard, Leonard!

Ahora era el turno del señor Benson de encontrar arrojadas palabras de fe.

—¡Pobre, pobre madre! —exclamó—. ¡Ten valor! ¡También Leonard está en manos de Dios! ¡Piensa que, si tuvieras que morir en este trabajo, sólo un instante te separará de él!

—Pero Leonard… Leonard… Para él será mucho tiempo, señor Benson. ¡Estará solo!

—No, Ruth. No lo estará. Dios y todas las personas buenas velarán por él. Pero si no consigues superar ese sufrimiento, por miedo a lo que le suceda a él, no debes ir. Esta vibrante pasión te predispone a sucumbir a la fiebre.

—No tendré miedo —respondió alzando el rostro sobre el cual brilló una radiante luz, como si reflejara un esplendor divino—. No tengo miedo por mí. Y no lo tendré por mi tesoro.

Tras una breve pausa, comenzaron a organizar su partida y a dialogar sobre la duración de su ausencia a causa de sus temporales obligaciones. Hablaron de su regreso, dándolo por cierto, si bien desconocían la fecha exacta, que dependería de la persistencia de las fiebres; no obstante, en el fondo de sus corazones, sabían dónde residía el verdadero problema. Ruth tendría que comunicarse con Leonard y con la señorita Faith, solamente a través del señor Benson, que insistió en su determinación de acudir cada tarde al hospital para informarse sobre los acontecimientos diarios, así como del estado de salud de Ruth.

—¡No sólo por ti, querida! Podría haber muchas personas enfermas a las que no puedo ofrecer otro consuelo que llevar noticias suyas a familiares y amistades.

Todo fue organizado con gran compostura; pero Ruth se demoraba, intentando encontrar el valor. Finalmente dijo con una vaga sonrisa sobre su pálido rostro:

—Creo que soy una gran cobarde. Estoy aquí charlando porque tengo miedo de hablar con Leonard.

—No te preocupes —exclamó—. Yo lo haré. Es evidente que estás muy asustada.

—Debo reflexionar. Tengo que recuperar el aplomo para parecer tranquila y hablar esperanzadamente. Porque, piense —continuó sonriendo entre lágrimas—, será al menos un consuelo para el pobrecito, el recuerdo de mis últimas palabras si…

Las palabras se le atragantaron en la garganta, pero Ruth, continuaba sonriendo valerosamente.

—¡No! —dijo—. Tengo que hacerlo; pero quizá usted podría ahorrarme una última cosa: ¿puede usted decírselo a tía Faith? Me siento muy débil, pero sabiendo que debo ir y sin saber cuál será mi final, creo que no sería capaz de resistirme a las súplicas de última hora. ¿Se lo dirá usted, por favor, mientras yo hablo con Leonard?

El señor Benson asintió en silencio. Se alzaron ambos y salieron del estudio, lentos y serenos. Con tranquilidad y delicadeza, Ruth le habló al muchacho de su decisión; no osó emplear una insólita ternura en la voz o en sus gestos, por miedo a que con ello, pudiera preocuparle inútilmente. Habló rebosante de esperanza, alentándolo a ser valiente; Leonard recibió el coraje de la madre, si bien el suyo, pobre muchacho, nacía más de la ignorancia ante el inminente peligro que de la profunda confianza en ella.

Cuando Leonard se fue, Ruth comenzó a preparar su maleta. Una vez abajo, se dirigió al viejo y familiar jardín y recogió un ramillete de las últimas flores, unas pocas rosas, que aún resistían al otoño.

El señor Benson instruyó bien a su hermana, y aunque el rostro de la señorita Faith estaba congestionado por el llanto, habló con Ruth con una casi exagerada alegría. A decir verdad, mientras estaban todos ante la puerta —fingiendo que no tenían nada importante que contarse, como si fuera una corriente despedida—, sus corazones sufrían de preocupación, más allá de lo que cualquier mente pueda imaginar. Remolonearon un poco, mientras los últimos rayos de sol en el ocaso, caían sobre ellos. Ruth intentó pronunciar un «adiós», una o dos veces, pero cuando miraba a Leonard, se veía obligada a esconder el temblor de sus labios y a ocultar las convulsiones de su boca, con el ramillete de rosas.

—Me temo que no te dejaran que lleves las flores —dijo la señorita Benson—. Normalmente los médicos se oponen a los aromas.

—No, quizá no —dijo Ruth aceleradamente—. No lo había pensado. Me quedaré sólo con ésta. ¡Toma, Leonard, tesoro!

Y le dio el resto del ramo. Era su adiós. No teniendo más velo con el que ocultar su emoción, se armó de coraje para una sonrisa de despedida, y sonriendo se marchó. Pero mientras caminaba, echó la mirada atrás, desde el último punto en que era visible la puerta, y vislumbrando a Leonard que daba algunos pasos, corrió hacia él; madre e hijo se encontraron a mitad de camino sin pronunciar palabra durante aquel estrecho y tierno abrazo.

—¡Animo, Leonard! —exclamó la señorita Faith—. Tienes que ser un muchacho valiente. Estoy segura de que volverá muy pronto.

Pero la propia señorita Faith estaba próxima al llanto y no habría podido reprimir sus emociones, creo, si no hubiera encontrado desahogo en recriminarle a Sally que compartiera la opinión del señor Benson, respecto a la decisión adoptada por Ruth. Tomando literalmente aquello que le había respondido su hermano, repitió a Sally aquella lectura referida a la falta de fe, dejándola tan maravillada e impactada por aquello que había dicho, que fue necesario cerrar la puerta que comunicaba la cocina con el salón, para evitar que la respuesta amenazante de Sally debilitara su criterio sobre aquello que había hecho Ruth. Sus palabras iban más allá de su propia convicción.

Tarde tras tarde, el señor Benson acudía para tener novedades de Ruth. Y noche tras noche, regresaba con buenas noticias. La fiebre, es cierto, hacía estragos, pero ninguna infección se abatió sobre ella. El señor Benson decía que el rostro de Ruth se veía sereno y luminoso —excepto cuando se ensombrecía por el sufrimiento que le provocaba el recuento de muertos a pesar de sus cuidados— y decía que jamás lo había visto tan hermoso y dulce como ahora que vivía rodeada de la enfermedad y el dolor.

Una tarde —visto que las investigaciones sobre la enfermedad parecían estar dando sus frutos—, Leonard le acompañó hasta la calle que desembocaba en el hospital. El señor Benson lo dejó allí, diciéndole que regresara a casa; el muchacho vaciló, atraído por la multitud que se había reunido para mirar atentamente hacia las ventanas iluminadas del hospital. No se podía ver nada, pero la mayor parte de aquellas desgraciadas gentes tenía amigos o parientes en aquel edificio de la Muerte.

Leonard permanecía inmóvil escuchando. Al principio los discursos consistían en vagos y exagerados balances —si es que se pueden considerar exagerados— sobre los horrores de la fiebre. Después hablaron de Ruth, de su madre, y Leonard contuvo el aliento para escuchar detenidamente.

—Dicen que es una gran pecadora y que ésta es su penitencia —dijo uno. Mientras Leonard resoplaba, antes de precipitarse a gritar que aquello era una gran mentira, un anciano dijo:

—Una mujer como Ruth no puede haber sido una gran pecadora, y menos ejercer su trabajo como penitencia, sino por amor al santo Dios y a Jesucristo. Gozará de la luz divina mientras que tú y yo, estaremos bien lejos. Yo te digo, jovencito, que cuando mi pobrecita niña murió, mientras que nadie se quería ni siquiera acercar a ella, su cabeza yacía sobre el pecho de aquella dulce mujer. Podría golpearte —prosiguió el anciano, levantando y agitando los brazos—, por haberla definido como una gran pecadora. Sobre ella recae la bendición de aquellos que están agonizando.

Inmediatamente se alzó un clamor de voces, cada una de ellas con un relato diferente sobre la amabilidad de su madre, hasta que Leonard giró la cabeza a causa del latido de su corazón, feliz y orgulloso. Pocos sabían lo que había hecho: Ruth no hablaba jamás, rehuyendo con dulce timidez cada una de las alusiones a su trabajo. Su mano izquierda, verdaderamente, ignoraba lo que hacía la derecha. Ahora, Leonard, estaba asombrado al sentir el amor y el respeto con el que los pobres y marginados la rodeaban. Fue incontenible. Dio un salto hacia adelante con porte orgulloso, y tocando el brazo del anciano que había hablado, intentó decirle algo; pero por algunos segundos no fue capaz de pronunciar palabra, su corazón rebosaba: las lágrimas llegaron antes que las palabras, pero se recompuso y consiguió decir:

—¡Señor, yo soy su hijo!

—¡Tú! ¡Tú, su hijo! Dios te bendiga, muchacho —gritó otra mujer entre la multitud—. La noche pasada consiguió calmar a mi pequeño, cantándole salmos durante toda la noche. En voz baja y con ternura, me han contado, incluso logró aplacar a tantos otros pobres desgraciados, que aunque fuera de sí, no habían escuchado un salmo en años. ¡Que Dios te bendiga, muchacho!

Otras muchas personas afectadas, empujaban la marea hacia adelante incontroladamente, con bendiciones hacia el hijo de Ruth, mientras Leonard sólo podía repetir:

—Es mi madre.

Desde aquel día, Leonard caminó con la cabeza muy alta por la calles de Eccleston, por las que «muchos se detenían a verle y la llamaban bienaventurada»[110].

Después de algunas semanas la virulencia de la fiebre se atenuó; el pánico general se calmó. De hecho, a éste le siguió una especie de valor temerario. Por supuesto, en algunos casos el pánico aún se apoderaba exageradamente de las personas. Pero el número de pacientes del hospital disminuía rápidamente y, previo pago, se podían encontrar personas que ocupaban el puesto de Ruth. Fue gracias a ella, que el miedo ansioso de la ciudad se amortiguó. Fue Ruth, por su propia y espontánea voluntad y sin ansias de lucro, quien se metió en las fauces de aquella feroz enfermedad. Se despidió de los pacientes del hospital y después de haberse sometido a la purificación recomendada por el señor Davis, el más importante médico del lugar, regresó a casa del señor Benson, al anochecer.

Compitieron entre ellos, por ver quien dirigía mayores muestras de afecto. Se apresuraron a tomar el té, acercaron el sofá al fuego; la convencieron para que se recostara; Ruth se sometía a sus cuidados con la docilidad de un niño; cuando encendieron las velas, incluso la meticulosa mirada del señor Benson no encontró cambios en su aspecto, salvo una mayor palidez en su rostro. Sus ojos eran los de siempre, llenos de luz espiritual, sus delicados labios aparecían rosados como siempre y su sonrisa, si bien un poco singular, era aún dulce como siempre.

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