Ruth

Ruth


Parte Tercera » XXXIV. Enfermera del señor Bellingham

Página 42 de 49

XXXIV

ENFERMERA DEL SEÑOR BELLINGHAM

A la mañana siguiente, la señorita Benson insistió en que Ruth permaneciera acostada en el sofá. Ruth deseaba hacer tantas cosas, estar más activa, pero cedió cuando entendió que contentaría a Faith, reposando como si realmente estuviera enferma.

Leonard estaba sentado junto a ella y le acariciaba la mano. Cada poco alzaba la mirada del libro, como para asegurarse de que verdaderamente le habían restituido a su madre. Le había entregado las flores que le regaló el día de su partida, y que había conservado en agua mientras que mantuvieron su perfume y frescura, para después desecarlas con esmero y guardarlas hasta su regreso. También ella, sonriendo, le mostró la rosa que se había llevado al hospital. Su unión no había sido jamás tan fuerte y sólida.

Aquel día recibieron muchas visitas en la casa parroquial. La primera de todas, la de la señora Farquhar. Su aspecto era muy diferente de la Jemimah de hacía tres años.

La felicidad había desencadenado la belleza: el color de su rostro era adorable, vivido como aquel de un día otoñal; cuando sonreía, sus labios rojo frambuesa se entreabrían mostrando sus pequeños dientes blancos; sus grandes ojos oscuros, que brillaban y chispeaban por la felicidad del día a día, se suavizaron con un velo de lágrimas apenas vio a Ruth.

—¡Tranquila! ¡No te levantes! Hoy tienes que contentarte con recibir visitas y dejar que te cuiden. Acabo de encontrarme con la señorita Benson en la puerta, ha hecho compra sobre compra para que no te fatigues. ¡Oh, Ruth! ¡Cuánto te queremos, ahora que estas de nuevo entre nosotros! Debes saber que en cuanto te fuiste a aquel terrible lugar, enseñé a Rose a decir sus plegarias, sólo para que sus pequeños labios rezaran por ti; me hubiera gustado que la escucharas: «Por favor, Dios mío, protege a Ruth». ¡Oh, Leonard! ¿No estás orgulloso de tu madre?

Leonard respondió un «sí» veloz, como si le molestara que alguno supiera, o simplemente tuviera el derecho de imaginar, lo orgulloso que realmente estaba. Jemimah prosiguió:

—Ahora, Ruth, tengo un proyecto para ti. Lo hemos ideado en parte Walter y yo, pero es mi padre quien lo está realizando. ¡Sí, querida! Papá está muy ansioso por mostrarte sus respetos. Queremos que vayas a Eagle’s Crag el próximo mes, que recuperes las fuerzas y que respires nuevos aires en Abermouth. Llevaré a la pequeña Rose. Papá nos ha autorizado. El tiempo allí suele ser espléndido en noviembre.

—Gracias, de verdad. Es muy tentador ya que necesitaba un cambio así. No puedo confirmarlo ahora, pero lo pensaré, si me dejas un poco de tiempo para meditarlo.

—¡Oh! Todo el tiempo que necesites, basta con que al final aceptes. Y, ¡señor Leonard! También usted debe ir. Vamos, sé que estás de mi parte.

Ruth pensó en el lugar. Su único recelo nacía del recuerdo de aquella conversación en la playa. Jamás podría volver a pasear por allí. ¡Pero había tantas buenas razones! Sería para ella un agradable bálsamo reparador.

—¡Qué alegres tardes pasaremos juntos! ¿Sabes? Creo que quizá puedan venir también Mary y Elizabeth.

Un rayo de sol brillante, iluminó la sala.

—¡Mira! Es una señal propicia para nuestros planes. Querida Ruth, parece un augurio para el futuro.

Mientras la señora Farquhar hablaba, entró la señorita Benson acompañada del señor Grey, pastor de Eccleston. Era un hombre anciano, pequeño y fuerte, con aspecto serio; pero todos podían dar fe de su firme benevolencia que se reflejaba en su rostro, sobre todo en sus compasivos ojos negros que resplandecían bajo sus grises y marchitas cejas. Ruth lo había visto una o dos veces en el hospital y la señora Farquhar había coincidido con él en varias reuniones sociales.

—Vete a llamar a tu tío —le dijo la señorita Benson a Leonard.

—¡Quieto, muchacho! Acabo de encontrarme con el señor Benson por el camino, quisiera hablar ahora con tu madre y me gustaría que te quedaras y escucharas lo que tengo que decirle. Estoy seguro de que la cuestión es apta para este señor —dijo inclinándose hacia la señorita Benson y Jemimah—; me complace no tener que excusarme de hablar en su presencia.

Se quitó las gafas y dijo con tono solemne:

—Ayer se marchó del hospital tan silenciosa y velozmente, señora Denbigh, que no pudo darse cuenta, quizá, de que en aquel momento el Consejo estaba reunido, tratando de encontrar un modo lo suficientemente significativo, para expresarle nuestra gratitud. En calidad de presidente, me han pedido que le entregue esta carta, que tendré mucho gusto en leerle.

Con el debido énfasis leyó en voz alta una carta formal remitida por el departamento hospitalario, en el que se expresaba su profundo agradecimiento.

El buen pastor no le ahorró ni siquiera una palabra, desde la fecha a la firma. Luego, doblando la carta, se la entregó a Leonard, diciendo:

—Para ti, jovencito. Cuando llegues a la vejez, podrás leer con orgullo y placer este testimonio sobre la noble conducta de tu madre. Porque, en verdad —prosiguió girándose hacia Jemimah—, no se puede expresar con palabras la ayuda que ha supuesto para nosotros. Hablo en nombre de los caballeros que componen el Consejo hospitalario. Cuando la señora Denbigh apareció, el pánico estaba en su punto más álgido y la preocupación por la enfermedad, agravaba el caos. La pobre gente moría rápidamente; ni siquiera había tiempo de ubicar los cadáveres antes de que llegaran más enfermos que debían ocupar sus camillas, y debido al pánico general era casi imposible encontrar apoyos. La mañana en la que la señora Denbigh nos ofreció sus servicios, estábamos en nuestro peor momento. No olvidaré jamás la sensación de alivio que sentí cuando nos comunicó su decisión, pero consideramos oportuno advertirla de los riesgos que correría…

—No, madame —dijo notando que Ruth se ruborizaba—. Le ahorraré otros elogios. Solamente diré que si me concede el privilegio de considerarme su amigo, o amigo de su hijo, podrá disponer plenamente de mi modesto poder.

Se alzó e inclinándose formalmente, se despidió. Jemimah corrió a besar a Ruth. Leonard fue al piso superior para guardar aquella preciosa carta. La señorita Benson comenzó a llorar ardientes lágrimas, en un rincón de la cámara. Ruth se acercó a ella y le rodeó el cuello con los brazos, mientras decía:

—No he sido capaz de decirlo. No he osado hablar por miedo de romper a llorar, pero mis méritos se los debo a usted y al señor Benson. ¡Oh! Me hubiera gustado decir que la idea de asistir en el hospital me vino a la mente mientras observaba todo lo que el señor Benson hacía en silencio desde que la fiebre se instaló entre nosotros. No he conseguido hablar; puede parecer que estaba apropiándome de todos esos elogios, cuando en realidad sólo pensaba en lo poco que me los merecía y en que todo lo que hice fue gracias a ustedes.

—¡Dios mío, Ruth! —exclamó la señorita Benson, hablando entre lágrimas.

—¡Oh! No creo que haya más humillación que los elogios inmerecidos. ¡Mientras leía la carta, no podía evitar pensar en los errores que he cometido! ¿Lo sabrá… conocerá mi pasado? —preguntó bajando la voz.

—¡Sí! —contestó Jemimah—. Lo sabe, todos en Eccleston lo saben. Pero el recuerdo de aquellos días ha sido borrado. Señorita Benson —continuó ansiosa por cambiar de argumento—, seguro que está usted de mi parte, y me ayudará a convencer a Ruth de que vaya a Abermouth algunas semanas. Quiero que vengan tanto ella como Leonard.

—Temo, por desgracia, que mi hermano piense que Leonard perderá sus lecciones. No podemos sino maravillarnos de que el corazón del muchacho esté henchido de orgullo, pero debe concentrarse y superar su apatía.

La señorita Benson detestó ser tan severa.

—¡Oh! Por lo que se refiere a las lecciones, Walter está deseoso de que dejes espacio a su inteligencia, Ruth, y que permitas a Leonard que asista a la escuela. Lo mandará a la que tú decidas, según el estilo de vida que hayas proyectado para él.

—No tengo ningún plan para él —respondió Ruth—. Todo lo que puedo hacer, es intentar que esté preparado para todo.

—Bien —dijo Jemimah—. Hablaremos de ello en Abermouth. ¡Porque estoy segura de que no te negarás a venir, mi querida, queridísima Ruth! Piensa en las tranquilas jornadas de sol y en las amenas tardes que podemos pasar juntos, con la pequeña Rose haciendo cabriolas entre las hojas caídas. Y además, Leonard podría ver el mar por vez primera.

—Lo pensaré —contestó Ruth, sonriendo ante la imagen que Jemimah había diseñado. Luego, felices ante la prometedora perspectiva que tenían ante ellas, se separaron. Para no volverse a encontrar jamás.

Apenas la señora Farquhar se marchó, irrumpió Sally.

—¡Oh! ¡Querida, querida! —profirió mirando a su alrededor—. ¡Si hubiera sabido que el pastor vendría a visitarnos, habría puesto el mantel de los domingos! Te veo bastante bien —añadió, examinando a Ruth de la cabeza a los pies—. Siempre tienes ese aspecto refinado y ordenado en el vestir, aunque no creo que tus vestidos cuesten más de dos centavos el metro, pero tienes una cara que los hace resaltar. Por lo que a usted se refiere —masculló girándose hacia la señorita Benson—, creo que debería vestir con algo mejor que este viejo vestido, si por una vez se diera crédito al criterio de una parroquiana como yo, a la que el señor Grey conoce desde que mi padre era su subordinado.

—Olvida usted, Sally, que he estado toda la mañana preparando la gelatina. ¿Cómo podría yo saber que era el señor Grey el que llamaba a la puerta? —respondió la señorita Benson.

—Debería haberme dejado a mí hacer la gelatina: le aseguro que le gustaría a Ruth tanto como la suya. Si hubiera sabido que venía, me hubiera escabullido hasta la esquina para comprarle una cinta o cualquier cosa que la iluminara. No quiero que piense que vivo con disidentes que no saben ser elegantes en absoluto.

—No se preocupe, Sally. Ni siquiera me ha mirado. Ha venido para ver a Ruth, y como bien ha dicho usted, siempre está arreglada y refinada.

—¡Bueno! Ya no puedo remediarlo, pero si le compro una cinta, ¿me promete usted que se la pondrá cuando recibamos visitas de la gente de la Iglesia? Porque no soporto el modo en que se burlan de los disidentes por su vestimenta.

—¡Muy bien! Trato hecho —dijo la señorita Benson—. Y ahora Ruth, voy a buscarte una taza de gelatina caliente.

—¡Oh! De verdad, tía Faith —dijo Ruth—. Siento mucho contradecirla, pero si continúa tratándome como una enferma, no tendré más remedio que rebelarme.

Pero cuando se percató de que el corazón de la tía Faith se rompía, obedeció sumisamente, limitándose a poner muecas de desagrado al descubrir que debía consentir en permanecer acostada en el sofá y ser alimentada como una enferma (cuando en realidad se encontraba plena de salud y con una magnífica sensación de languidez que se afincaba de tanto en tanto en su mente, suficiente para considerar tentadora la idea de la brisa salada y de la belleza del mar que le esperaba en Abermouth).

El señor Davis pasó a visitarles aquella tarde. También él quería hablar con Ruth. El señor y la señorita Benson estaban sentados con ella en el saloncito, contemplándola con amor complaciente mientras cosía, hablando esperanzada del proyecto de Abermouth.

—¡Bien! Así que hoy has recibido la visita de nuestro honorable pastor. Yo estoy aquí por una cuestión similar. Le ahorraré la lectura de mi carta, cosa que él no ha hecho. Le ruego que preste mucha atención —dijo mientras sostenía una carta sellada en la mano—, al hecho de que le estoy entregando una carta de agradecimiento de parte de mis colegas médicos; ábrala y léala con tranquilidad; pero no lo haga ahora, antes me gustaría hablar con usted de un tema personal. Quiero pedirle un favor, señora Denbigh.

—¡Un favor! —exclamó Ruth— ¿Qué puedo hacer por usted? Haré todo lo posible por ayudarle, aún sin saber de qué se trata.

—Entonces es usted una mujer muy imprudente —respondió—, pero de cualquier modo, le tomo la palabra. Quiero que me dé a su hijo.

—¡Leonard!

—¡Ah! ¿Se da cuenta, señor Benson? Hace tan sólo un minuto me ofrecía toda su disponibilidad, y al minuto siguiente me mira como si fuera un monstruo.

—Quizá no hemos entendido sus pretensiones —contestó el señor Benson.

—Se trata de esto. Ustedes saben que no tengo hijos. No puedo decir que me haya lamentado mucho, pero mi mujer sí. No sé si es porque me ha contagiado o porque temo que mis estudios acabarán en manos de un extraño, cuando hubiera podido tener un hijo que me sucediese; pero me he dedicado a observar con ojos ávidos a todos los muchachos sanos, y finalmente me he decantado por Leonard, señora Denbigh.

Ruth no conseguía hablar, porque aún no entendía su planteamiento. El señor Davis continuó:

—Ahora, ¿cuántos años tiene el muchacho?

La pregunta iba dirigida a Ruth, pero fue la señorita Benson quien respondió:

—Cumplirá doce el próximo febrero.

—¡Cáspitas! ¿Sólo doce? Parece mayor y muy alto para su edad. Usted es muy joven, cierto.

Esta última frase la pronunció casi para sus adentros, pero viendo que Ruth se ruborizaba, cambió el tono bruscamente.

—¡Doce! Bueno, me lo llevaré ya desde ahora. No quiero decir que pretenda alejarle completamente de ustedes —dijo minimizando el tono y tornándose más serio y cauteloso—. El hecho de que sea su hijo, el hijo de una persona que he conocido como la he conocido a usted, señora Denbigh (sin duda, la mejor enfermera con la que me he encontrado, señorita Benson; y nosotros los médicos, sabemos valorar bien a una buena enfermera). El hecho de que sea su hijo, es para él, su mejor recomendación; además, es un joven noble. Estaré encantado de que pase con ustedes el mayor tiempo posible; no puede estar toda la vida pegado a sus faldas, lo sabe. Yo me encargaré sólo de su educación, sujeta a su consenso y a su voluntad, y Leonard será mi aprendiz. Yo —su tutor—, le haré mi ayudante, el primer médico de Eccleston, y dejaré que sea quien quiera ser. Con el paso del tiempo, se convertirá en socio y un día u otro, me sucederá. Ahora, señora Denbigh, ¿tiene algo en contra de este proyecto? Mi mujer está tan entusiasmada como yo. ¡Vamos! ¡Comience con sus objeciones! No sería usted una mujer si no tuviera una bolsa llena, lista para ser empleada contra cualquier tipo de propuesta razonable.

—No sabría que decir —balbuceó Ruth—. Así, tan repentinamente…

—Es muy amable por su parte, señor Davis —interrumpió la señorita Benson, un poco escandalizada por el hecho de que Ruth no expresara su gratitud.

—¡Bah! Responderé yo; a largo plazo estoy protegiendo mis intereses. Vamos, señora Denbigh, ¿trato hecho?

En aquel momento habló el señor Benson.

—Señor Davis, nos ha pillado de improviso, como ha dicho Ruth. Bajo mi punto de vista, ésta es la mejor, así como la más gentil de las propuestas que puedan hacernos. Pero creo que debe dejarnos algún tiempo para pensarlo.

—Está bien. ¡Veinticuatro horas! ¿Suficientes?

Ruth alzó la cabeza.

—Señor Davis, no piense que soy ingrata sólo porque no se lo he agradecido —lloraba y hablaba al mismo tiempo—. Deme quince días para valorarlo. Entonces habré esclarecido mis ideas. ¡Oh, qué buenos son todos ustedes!

—Muy bien. Entonces, tras quince días a partir de hoy, martes 28, me comunicará su decisión, porque estoy firmemente decidido a mantener mi postura. No haré sonrojarse a la señora Denbigh, señor Benson, contándole en su presencia, todo lo que he visto en ella durante estas tres últimas semanas, que me ha convencido de las buenas cualidades que encontraré en su hijo. —La miraba mientras ella no se daba cuenta—. ¿Recuerda la noche en que Hector O’Brien deliraba totalmente enajenado, señora Denbigh?

Ruth palideció al recordarlo.

—¡Y ahora, miren! Cómo palidece sólo con pensarlo. Sin embargo, les aseguro que fue la señora Denbigh la que se alzó para arrebatarle el cristal de la ventana que había roto para rajar su garganta o la de cualquier otro. ¡Quisiera que hubiera más personas valerosas como ella!

—¡Pensaba que el pánico había ya pasado! —dijo el señor Benson.

—¡Sí! La sensación general de alarma es mucho más débil; pero aquí y allá, hay locos en todas partes. Ahora, cuando salga de aquí, iré a visitar a nuestro ilustre miembro, el señor Donne…

—¿El señor Donne? —preguntó Ruth.

—El señor Donne que yace enfermo en Queen. Llegó la semana pasada con la intención de hacer propaganda electoral, pero estaba demasiado preocupado por todo lo que había oído de la fiebre como para ponerse a trabajar. Y a pesar de todas sus preocupaciones, se ha contagiado. ¡Deberían ver el miedo con el que viven en aquel hotel! El propietario, la propietaria, los camareros, los criados, todos. Ninguno se le acerca, si pueden evitarlo. Sólo permanece junto a él un criado suyo —un muchacho al que salvó de morir ahogado, me han dicho—, que hace todo lo que puede por él. Tengo que encontrarle una enfermera adecuada, de algún modo, en cualquier parte, porque soy un hombre de los Cranworth. ¡Ah, señor Benson! ¡Usted no se imagina las tentaciones que tenemos los médicos! Piense, si yo ahora dejara morir a su candidato, como podría ocurrir tranquilamente si no le encuentro una enfermera, despejaría el camino para el señor Cranworth. ¿A dónde ha ido la señora Denbigh? Espero no haberla asustado al hablarle de Hector O’Brien y aquella terrible noche, en la que les aseguro que se comportó como una verdadera heroína.

Mientras el señor Benson estaba acompañando al señor Davis, Ruth abrió la puerta del estudio y dijo, con voz baja y serena:

—¡Señor Benson! ¿Me permite hablar a solas con el señor Davis?

El señor Benson consintió inmediatamente, pensando que, con toda probabilidad, Ruth querría hacerle alguna otra consulta sobre Leonard. Pero apenas el señor Davis entró en la sala y cerró la puerta, le impresionó su pálido y tenso rostro pleno de determinación, y esperó a que ella hablase:

—¡Señor Davis, debo asistir al señor Bellingham! —dijo finalmente entrelazando sus manos, pero sin que ninguna otra parte de su cuerpo abandonara su intensa inmovilidad.

—¿El señor Bellingham? —preguntó el señor David, confuso.

—Quiero decir, el señor Donne —se apresuró a rectificar Ruth—. Su nombre anterior era Bellingham.

—¡Oh! Recuerdo haber escuchado que había cambiado de nombre por algún motivo personal. Pero usted ahora no tiene que pensar más en este trabajo. No está usted en condiciones de ejercerlo. Está blanca como un fantasma.

—Debo ir —repitió.

—¡Tonterías! Se trata de un hombre que puede pagarse los cuidados de la enfermera más reconocida de Londres. Y de todos modos, dudo que su vida valga lo suficiente como para poner en peligro a cualquiera de ellas, y menos la suya.

—No tenemos derecho a comparar el valor de una vida humana con otra.

—¡No! Sé que no lo tenemos. Pero es una costumbre que tenemos nosotros los médicos. Y además, es ridículo que usted piense una cosa así. ¡Sea razonable!

—¡No puedo! ¡No puedo! —gritó ella, con un agudo sufrimiento en la voz—. ¡Debe permitir que vaya, querido señor Davis! —dijo en tono ligeramente suplicante.

—¡No! —respondió, moviendo la cabeza en modo autoritario—. ¡No haré nada de eso!

—Escuche —dijo Ruth bajando la voz—. Es el padre de Leonard. Y ahora, ¿dejará que vaya?

El señor Davis se quedó totalmente estupefacto, y durante unos segundos permaneció en silencio. Así que Ruth continuó:

—¡No puede decírselo a nadie! ¡No puede hacerlo! Nadie sabe quién es, ni siquiera el señor Benson. Y ahora… le haría mucho daño saberlo. ¡Usted no se lo dirá!

—¡No! No se lo diré —respondió—. Pero señora Denbigh, tiene que responderme a una pregunta que le hago con mi más sincero respeto, pero que estoy obligado a hacerla para seguir una justa dirección, tanto por mí como por usted. Obviamente, sabía que Leonard era ilegítimo, y le cambiaré secreto por secreto: el hecho de que lo sea, me ha hecho simpatizar con él y he sentido deseos de adoptarlo. Conocía esa parte de su historia, pero dígame, ¿usted ama aún a ese hombre? Respóndame con sinceridad: ¿todavía le ama?

Ruth quedó en silencio por unos instantes, con la cabeza agachada. Finalmente alzó la mirada y la dirigió al rostro del señor Davis, con ojos sinceros y honestos.

—Lo estoy pensando… Pero no lo sé… No puedo decirlo… No creo que lo amase si estuviera sano y feliz, pero usted me ha dicho que está enfermo y solo, ¿cómo puedo no interesarme por él?, ¿cómo puedo no interesarme? —repitió, cubriéndose la cara con las manos, mientras lloraba lágrimas ardientes que resbalaban veloces entre sus dedos—. Es el padre de Leonard —continuó, mirando de repente al señor Davis—, y no sabrá, no debe saber, que he estado junto a él. Si se encuentra en las mismas condiciones que los otros, estará delirando y yo me iré antes de que vuelva en sí. Pero ahora, déjeme ir: debo ir.

—Ojalá me hubiera mordido la lengua antes de haberlo mencionado. Saldrá adelante sin necesidad de su ayuda; y creo que si la reconoce a usted, se molestará mucho.

—Probablemente —dijo Ruth circunspecta.

—¡Molesto! ¡Vamos! Podría maldecirla por los cuidados no solicitados. Yo he escuchado a mi pobre madre, que era una graciosa y dulce criatura como usted, maldecir por las muestras de afecto no deseadas. Así que siga los consejos de un anciano que tiene lacerado el corazón por tantas cosas que ha vivido. Deje a aquel refinado caballero en manos del destino. Le prometo que le procuraré la mejor enfermera que pueda pagar.

—¡No! —exclamó Ruth con tenaz obstinación—. Tengo que ir. Me marcharé antes de que pueda reconocerme.

—Entonces —dijo el viejo médico—, si está usted tan decidida, no tengo más remedio que claudicar. Justo lo que habría hecho mi pobrecita madre, con el corazón desgarrado. Sólo puedo decir ¡ánimo! hagámoslo lo mejor que podamos. Me ahorra usted un montón de problemas, lo sé. Porque si la tengo a usted como mi mano derecha, no tendré que preocuparme continuamente por cómo le estén asistiendo. ¡Vamos! ¡Coja su sombrero, loca mujer de tierno corazón! Salgamos de casa sin escenas ni explicaciones; ya me las veré yo con el señor Benson.

—Usted no revelará mi secreto, señor Davis —dijo bruscamente.

—¡No! ¡No lo haré! ¿Acaso piensa que no he tenido que guardar nunca un secreto de este género? Sólo espero que pierda las elecciones y que no vuelva más a esta ciudad. Después de todo —continuó suspirando—, ¡así es la naturaleza humana!

Comenzó a recordar las circunstancias de su juventud, con la mirada perdida en las brasas agonizantes de la chimenea. Se sobresaltó cuando Ruth apareció frente a él, lista para marcharse, seria, pálida y serena.

—¡Vamos! —dijo—. Sus cuidados serán vitales durante estos tres días, después de los cuales, casi garantizo su recuperación, pero… ¡escúcheme!, en ese preciso momento la mandaré a su casa, porque podría reconocerla y no quiero que sufra una recaída, y tampoco llantos y lágrimas por su parte, señora Denbigh. Pero ahora, su asistencia permanente será vital para él. Me encargaré de informar al señor Benson, en cuanto usted esté acomodada.

El señor Donne se encontraba en la mejor suite del hotel Queen. No había nadie con él, excepto su fiel criado ignorante, que tenía miedo de la fiebre tanto o más que cualquier otra persona, pero que sin embargo, no quería abandonar a su señor, que le salvó la vida cuando era niño y después le colocó en las escuderías de Bellingham Hall, donde aprendió todo cuanto sabía. Permanecía en un rincón alejado de la habitación, mirándolo delirante con ojos aterrorizados, sin osar acercarse pero tampoco abandonarlo.

—¡Oh! ¡Cuándo vendrá ese doctor! ¡Se matará o me matará a mí! Y esos estúpidos sirvientes, se niegan a traspasar la puerta de la cámara. ¿Qué puedo hacer para superar otra noche? ¡Bendito sea! ¡El viejo doctor ha regresado! Puedo escuchar sus pasos subiendo las escaleras que crujen.

La puerta se abrió y el señor Davis entró seguido de Ruth.

—Aquí le traigo una enfermera, buen señor. La mejor enfermera del país. Ahora, todo lo que tiene que hacer es prestar atención a lo que ella le diga.

—¡Oh, señor! ¡Se está muriendo! ¿No podría quedarse con nosotros esta noche, señor?

—Mire eso —le susurró el señor Davis al hombre—. Mire cómo sabe tratarlo. Yo mismo no podría hacerlo mejor.

Ruth se había acercado a aquella figura demente y furiosa y con dulce autoridad, había hecho que se acostara; después, poniendo un cubo de agua fría junto a la cama, metió en ella sus manos gentiles para luego expandir su frescura sobre la frente ardiente del enfermo, hablando todo el tiempo con voz baja y serena, a modo de encantamiento que acallaba las palabras delirantes.

—Me quedaré —dijo el doctor, después de haber examinado al paciente—. Es demasiado trabajo para usted sola. Y también para calmar los miedos de este fiel sirviente desgraciado.

Ir a la siguiente página

Report Page