Ruth

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Parte Tercera » XXXII. El banco de Bradshaw en la iglesia nuevamente ocupado

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XXXII

EL BANCO DE BRADSHAW EN LA IGLESIA NUEVAMENTE OCUPADO

Si alguna vez Jemimah imaginó que de la infracción de Richard pudiera derivarse algo bueno, como la recuperación de la antigua comprensión o las relaciones entre su padre y el señor Benson, si dicha esperanza flotaba en su mente, estaba destinada al fracaso. El señor Benson se hubiera mostrado feliz de frecuentar la casa del señor Bradshaw si éste le hubiera invitado; y estaba en guardia ante todo aquello que pudiera constituir incluso la sombra de una invitación. Pero nada parecido llegó. Al señor Bradshaw, por su parte, le hubiera gustado que el obstinado aislamiento de su vida actual se rompiera con las visitas ocasionales del viejo amigo al que una vez había prohibido la entrada en su casa. Pero, dado que la prohibición había salido de sus labios, se negaba soberbiamente a hacer cualquier cosa que pudiera interpretarse como una retractación. Jemimah durante algún tiempo perdió la esperanza de que su padre volviera a pisar su despacho o a retomar sus viejos hábitos de negocio. Había claramente amenazado a su marido. Todo lo que Jemimah podía hacer era escuchar las alusiones que el padre hacía de tanto en tanto al respecto de esta amenaza, evidentemente para saber si ésta había inquietado suficientemente al marido como para que lo comentara con su esposa. Si el señor Farquhar lo hubiera mencionado simplemente a dos o tres personas, éstas sabrían que había sido una decisión suya, si bien tomada en un momento de arrebato y durante sólo media hora, lo que obligaría al señor Bradshaw a atenerse a ella inexorablemente, para demostrar aquello que él llamaba coherencia, pero que en realidad no era más que simple obstinación. Jemimah agradecía que su madre se encontrara a menudo ausente dedicando casi todo su tiempo a cuidar de su hijo. Si hubiera estado en casa, habría suplicado e implorado a su marido que retomara sus costumbres; dicha insistencia probablemente provocaría el efecto contrario: el señor Bradshaw se afianzaría aún más en su postura, con todas las consecuencias que ello desencadenaría. Estando así las cosas, el señor Farquhar trabajaba duramente, desplazándose continuamente de un lugar a otro: supervisaba sus negocios en Eccleston, tomaba decisiones, confortaba y hablaba con sinceridad en la enfermería donde se encontraba Richard. Durante una de sus ausencias, surgieron algunas dificultades que requerían la intervención de uno de los socios. Para alegría de Jemimah, el señor Watson visitó a su padre para preguntarle si se encontraba lo suficientemente recuperado para celebrar una reunión de trabajo. Jemimah, camuflando su felicidad, refirió literalmente la pregunta; la titubeante respuesta del señor Bradshaw fue afirmativa. Al poco, le vio salir de casa acompañado del viejo y fiel empleado. Cuando se encontraron para la cena, el padre no hizo alusión alguna ni a la visita matutina ni a su salida. Pero desde aquel día, comenzó a asistir regularmente a su despacho. Escuchaba cada una de las informaciones sobre el accidente de Dick y todos los progresos de su convalecencia en absoluto silencio y con la actitud más indiferente que lograba aparentar; sin embargo, cada mañana se quedaba en el comedor hasta que llegaba la correspondencia con novedades del sur.

Cuando al fin recibieron la noticia de la completa recuperación de Dick, el señor Farquhar se decidió a contarle a su suegro todo aquello que había predispuesto para la futura carrera del hijo; pero —como relató a continuación al señor Benson—, no sabía decir si había prestado atención a una sola de las palabras que le había dicho.

—Precisamente por esto —observó el señor Benson—, estoy seguro de que no sólo ha escuchado atentamente, sino que ha atesorado cada frase que ha pronunciado.

—Está bien, trataré de obtener de él cualquier consideración o signo de emoción. Sobre lo segundo no albergo muchas esperanzas, debo admitirlo; pero esperaba que al menos se pronunciara para bien o para mal, sobre el trabajo que he encontrado para Dick en Glasgow. Pensaba que quizá pudiera sentirse molesto por haber tomado la decisión —bajo mi responsabilidad—, de desvincularlo absolutamente de la sociedad.

—¿Cómo se lo ha tomado Richard?

—Oh, se muestra totalmente arrepentido. Si no fuera por el proverbio: «Cuando el diablo enfermó, el diablo quiso ser monje»[108], tendría gran confianza en él; o si tuviera más fuerza de voluntad para recomenzar, o más rigor y menos superficialidad respecto a los sanos principios que le han inculcado. De cualquier modo, esta oportunidad de Glasgow, es algo bueno: clara, con obligaciones definidas, sin grandes responsabilidades que recaigan sobre él, un superior atento y gentil, y me imagino, mejores compañías que aquellas que frecuentara con anterioridad. Porque, como usted bien sabe, el señor Bradshaw temía que su hijo se relacionara con personas fuera de su círculo familiar. Jamás le permitió que invitara a algún amigo a casa. Sinceramente, cuando pienso en la vida innatural que el señor Bradshaw esperaba que Richard llevase, siento una gran piedad por él y hace que albergue esperanzas. A propósito, ¿ha conseguido persuadir a Ruth de que envíe a Leonard a la escuela? Se arriesga a correr los mismos peligros que Dick, si continúa con su aislamiento: no ser capaz de elegir sabiamente a sus amistades, encontrándose demasiado fascinado por la excitación de una sociedad que le volvería imprudente a la hora de elegir sus compañías. ¿Le ha hablado ya sobre mi proyecto?

—¡Sí! Pero sin ningún resultado. Ni siquiera ha aceptado discutir sobre la cuestión. Parece tener una invencible aversión a la idea de exponerlo a los comentarios del resto de muchachos, dada su particular situación.

—No tendrían por qué saberlo jamás. Además, tarde o temprano, tendrá que salir de su estrecho círculo y enfrentarse a las habladurías y al desdén.

—Es cierto —dijo el señor Benson tristemente—. Puede contar con esto, que si realmente es lo mejor para Leonard, poco a poco llegará. Resulta casi increíble ver cómo su sincera y desinteresada devoción por el bienestar de su hijo, la lleva a conclusiones justas y sabias.

—Me gustaría conseguir ablandarla lo suficiente como para que pueda verme como un amigo. Desde que nació el niño, visita con frecuencia a Jemimah. Mi mujer me dice que se sienta y lo acuna tiernamente en sus brazos, hablándole como si se dirigiera a él con toda su alma. Pero si escucha pasos extraños en la escalera, a sus ojos asoma aquello que Jemimah describe como «la mirada de fiera salvaje» y se escabulle cual animal aterrorizado. Con todo lo que ha hecho por redimirse, no debería mostrarse tan recelosa de ser observada.

—¡Ha dicho bien, «con todo aquello que ha hecho»! Nosotros que vivimos en casa con ella, sabemos poco o nada de lo que hace. Si pide ayuda, simplemente nos dice cómo y porqué; pero si no la quiere —quizá porque supone para ella un alivio olvidarse aunque sea sólo por un momento de las escenas de sufrimiento en las que debe interpretar un papel consolador; y quizá también porque su personalidad se ha caracterizado siempre por una tímida y dulce discreción—, no sabríamos nunca quién es ni qué hace —si no fuera por la pobre gente que la bendice con palabras—, si su sufrimiento no fuera tan evidente que la ahoga entre sus propias lágrimas. Y sin embargo, Ruth supera toda esta tristeza y aporta siempre un rayo de sol a nuestra casa. Somos mucho más felices cuando ella está. Ha tenido siempre la virtud de desprender serenidad, pero ahora se trata de una alegría positiva. En cuanto a Leonard, tengo mis dudas de que el más atento y sabio de los profesores, pudiera enseñarle la mitad de lo que le instruye su madre —inconsciente e indirectamente—, cada hora que pasa junto a él. Su noble, humilde y devota tolerancia de las consecuencias de su error de juventud, parece hecha a medida para actuar de acuerdo con él, cuyo comportamiento es —injustamente, ya que no ha hecho mal alguno— tan similar al de ella.

—¡Bien! Supongo entonces que debemos dejarlo estar de momento. Usted considerará que soy un hombre extremadamente práctico si le confieso que todo lo que espero del hecho de que Leonard permanezca en el nido, con una madre así, es que no le haga daño. De todos modos, recuerde que mi oferta vale aún por un año… dos años desde este momento. ¿Qué esperan de Leonard?

—No lo sé. Esta cuestión me atormenta pero no creo que sea su caso. Forma parte de su carácter —quizá por todo lo que ha vivido—, no mirar jamás al futuro, y rara vez al pasado. El presente es ya suficiente.

Dieron por concluida la conversación. Cuando el señor Benson le refirió la esencia de la misma a su hermana, la señorita Benson reflexionó durante algunos minutos, silbando casualmente (si bien había conseguido librarse casi por completo de aquella costumbre), y finalmente dijo:

—Sabes que el pobre Dick no me ha gustado nunca; sin embargo, estoy enfadada con el señor Farquhar por haberlo expulsado de la sociedad de manera fulminante. No puedo pasarlo por alto, aunque se haya ofrecido a pagar la escuela de Leonard. ¡Y he aquí el príncipe reinante del trabajo! ¡Como si tú, Thurstan, no fueras capaz de instruirlo como cualquier profesor de Inglaterra! Pero no estoy enojada por esta afrenta, sino por Dick (aunque jamás le haya podido soportar) que se estará matando a trabajar tan lejos, en Glasgow, por un mísero salario que ninguno sabe lo bajo que será, mientras el señor Farquhar aquí se embolsa la mitad, en vez de la tercera parte, de los beneficios.

El hermano no pudo decirle —ni siquiera Jemimah lo supo hasta mucho tiempo después— que el señor Farquhar se encargaba de que el porcentaje de las ganancias que le hubiera correspondido a Dick como socio júnior —si hubiera continuado trabajando para la sociedad—, se estaba depositando escrupulosamente para restituírselo con todos los intereses acumulados, cuando el hijo pródigo, con su conducta, diera muestras de su sincero arrepentimiento.

Cuando Ruth no tenía que trabajar, se vivía una verdadera fiesta en la casa parroquial. Intentaba desprenderse de cualquier preocupación o tristeza; regresaba fresca y solícita, lista para prestar con su temperamento afable y sereno cualquier servicio, llenándolo todo con el perfume de su dulce naturaleza. Los refinados zurcidos que las dos mujeres más ancianas ya no eran capaces de coser a causa de su deteriorada vista, se reservaban para los ágiles y veloces dedos de Ruth, que también reproducía con satisfactoria celeridad las transcripciones ocasionales o los dictados del señor Benson, para darle un poco de reposo a su dolorida espalda. Pero sobre todo, el corazón de Leonard gozaba de alegría cuando su madre estaba en casa. Entonces tenían tiempo para confidencias personales, tiernos intercambios de afectividad, divertidas caminatas de las que Leonard regresaba cada vez con más energía —adquiriendo fuerza mientras seguía a su madre que abría el camino—. Había sido una cosa positiva, ahora lo veían claro, que el gran trauma que supuso la revelación de su secreto hubiera sucedido en aquel momento. Ruth por su parte, se maravillaba de su cobardía al haber intentado esconder su verdad a Leonard. Una verdad que irremediablemente saldría a la luz, tarde o temprano, y que sólo por mérito de la misericordia divina se había revelado mientras Ruth vivía, para poder afrontarla junto a su hijo, y así protegerle e infundirle el valor necesario para sobrellevarla. Además, en el fondo de su corazón, Ruth se mostraba agradecida de que hubiera sucedido cuando Leonard era todavía demasiado pequeño para sentir curiosidad por su padre. Si un sentimiento de insatisfacción al respecto, inquietaba a su hijo de cuando en cuando, la madre no podía saberlo, pues Leonard jamás hacía alusión alguna; porque para ellos, el pasado era un libro sellado. Y así, gracias a la admirable fortaleza que imprimen los esfuerzos positivos, pasaban las jornadas que crecían hasta convertirse en meses y años.

Acaso un pequeño detalle acaecido durante aquel periodo, adquirió tan pobre relevancia que permitiera definirlo como un acontecimiento; pero así fue para la mente del señor Benson. Un día, alrededor de un año después de que Richard dejara de ser socio en la empresa de su padre, el señor Benson encontró al señor Farquhar por la calle, quien le informó del modo honrado y respetable con el que Richard se estaba comportando en Glasgow, donde el señor Farquhar había estado recientemente por negocios.

—Estoy decidido a hablar con su padre —dijo—. Creo que su familia está muy lejos de querer acatar su tácita prohibición de mencionar el nombre de Richard.

—¿Tácita prohibición? —preguntó el señor Benson.

—¡Oh! Tengo que admitir que no he empleado las palabras propias de un erudito; pero lo que pretendo decir es que el señor Bradshaw abandonaba inmediatamente la sala en cuanto se nombraba a Richard; y lo hacía de un modo tan evidente que gradualmente entendieron que era deseo del padre que no se aludiera al hijo. Hecho que considero incluso oportuno, dado que no había nada bueno que decir sobre Richard. Pero esta tarde, iré a su casa, y le contaré, quiera o no, la buena actitud que está demostrando. No será jamás un modelo de virtud porque su educación le ha vaciado de cualquier sentido de la moral, pero con observación y manteniéndole alejado de fuertes tentaciones, mejorará su conducta; nada que gratifique el orgullo paterno, pero tampoco nada de lo que avergonzarse.

El domingo siguiente a esta conversación, tuvo lugar el pequeño suceso referido a continuación.

Durante la celebración vespertina, el señor Benson se percató de que el banco destinado a los Bradshaw no estaba vacío. Aunque sentado en un rincón oscuro, podía apreciar perfectamente la canosa cabeza del señor Bradshaw, en actitud ceremoniosa. La última vez que había rezado allí, sus cabellos eran de un color gris plata, y mientras alzaba sus plegarias, permanecía erguido con la apariencia de quien es consciente de tener la rectitud suficiente ante sus adversidades, e incluso un poco más, lo cual le capacita para juzgar a los demás.

Ahora, por el contrario, aquella canosa cabeza no se alzaba; es cierto que parte de su discreción podía ser atribuida a la contrariedad que le suponía la evidente rectificación de aquella declaración hecha en el pasado (según la cuál jamás volvería a poner un pie en la iglesia de la que el señor Benson era ministro). Ya que ese sentimiento es natural en todos los hombres, especialmente en aquellos como el señor Bradshaw, el señor Benson lo respetó instintivamente, y así, salió de la iglesia con sus familiares sin ni siquiera dirigir una mirada al rincón oscuro en el que el señor Bradshaw aún permanecía inmóvil.

Desde aquel día, el señor Benson tuvo la seguridad de que entre ellos renacería su antigua amistad, si bien aún debería transcurrir el tiempo, antes de que cualquier acontecimiento diese señal del rebrote de sus relaciones.

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