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Tercera parte » 3

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Es mi cumpleaños, por eso vino Arturo. Me regaló plata para que me compre el pantalón color caqui de Little Stone para el que estoy robando hace meses. Cada vez viene menos porque Bellavista le queda muy lejos de la facultad y el trabajo nuevo y casi vive en la casa de un amigo que es comisario de a bordo. Pero hoy es viernes y estamos en el comedor todos juntos y mamá hizo peceto al horno con papas, mi plato favorito. Está en la cocina cortándolo con un cuchillo eléctrico cuando suena el teléfono. Atiende la Blancanieves paraguaya desde el cuarto de mamá y aparece en el comedor unos segundos después, como en las telenovelas, gritando que me apure porque me llama desde Turquía un señor Rafael.

Toda la mesa, que hasta ese momento era un amasijo de voces hablando al mismo tiempo una encima de la otra, se queda muda. Arturo silba. Yo corro al teléfono tirando la silla, cierro la puerta del cuarto de mamá de un empujón, corto camino saltando sobre la cama en diagonal y agarro el auricular con las dos manos. Se escucha mal porque llama por enlace de radio, me lo explica el tipo que me habla primero. Después aparece la voz de Rafael: feliz cumpleaños, ya sé que es grasa pero te quería decir niña bonita.

—Me da un poco de vergüenza cumplir quince.

—Te quiero mucho mucho.

Le quiero decir que yo también pero no puedo.

—¿Dónde estás? ¿Es lindo?

—Hay nieve a orillas del mar, es muy loco. Tengo que cortar. Mandale saludos a Félix y a Bernardo y a tu mamá y a tu tu tu tu.

El radioenlace dice cambio y fuera y corta.

Vuelvo a la mesa y delante de todos se me caen unas lágrimas pesadas y lentas como la cera derretida de una vela. Pero no estoy llorando, es otra cosa. Arturo, sentado al lado mío, me toca la cabeza como a un perro y mamá me ofrece más papas, pero de lo único que tengo ganas es de prender un cigarrillo, justo lo que no puedo.

De repente todos hablan de Rafael como si fuera un pariente lejano. Pero desde la última vez que lo vi, hace más de dos años, en casa nunca nadie me preguntó por qué no había vuelto a llamar o qué había sido de su vida, salvo los mellizos. Estoy segura de que además papá y mamá se alegraron de que dejara de verlo. Pero ahora que está lejos les cae bárbaro. Mamá lo dice riéndose:

—¿Y te acordás que vos te ibas con él a dar vueltas en colectivo?

—Con Bernardo también íbamos —dice Félix.

Javo me pregunta con falsa inocencia, aunque con él nunca se sabe: ¿y cuántos años tiene Rafael?

Hago la cuenta porque nunca pienso en eso.

—Ahora tiene veintiséis.

—A mí siempre me pareció un tipo raro —dice papá, mirando un punto lejano sobre el mantel. Está por agregar algo pero se calla.

Bernardo en lenguaje de gestos me pregunta cómo consiguió este número.

—No sé, se lo habrán dado las hermanas Rimoldi, las que vivían a la vuelta de la placita.

Aunque ya no las veo a veces me acuerdo de llamarlas para sus cumpleaños. La última vez que las pasé a ver habían recibido una postal de Rafael desde un puerto del norte de la URSS. En la foto se veían dos chicas igualitas a las Rimoldi, dos rubias con cachetes saludables y ojitos celestes, vestidas con rubashkas, tocando la balalaica.

Las cartas de Mercedes empezaron a llegar con otro remitente. Ya no se llama Mercedes Belaúnde sino Mercy Goldstein. Cuando papá, con el sobre en la mano, leyó el nuevo apellido de su hija se hizo el amplio pero casi se desmaya. La estocada le dolió de verdad. Arturo lo disfrutó como una venganza del destino.

—Entendámonos —dijo papá—, no me parece ni bien ni mal que sea judío. No tengo nada contra los judíos. Soy amigo de Iván desde hace veinte años y reconozco siempre que puedo que la raza judía tiene incontables ejemplos de su excepcionalidad intelectual.

Pero papá también tiene Los protocolos de los sabios de Sion en la biblioteca y treinta años después de la guerra mundial todavía sigue dudando de que los campos de concentración nazis fueran de exterminio.

—No es tan así, no es tan así —dice.

Mercedes mandó unas fotos que enfriaron más las cosas. Está tan irreconocible que es fácil sentir que esa persona no tiene nada que ver con ella. Se la ve muy cambiada, mucho más gorda y con un pelo a lo Farrah Fawcett, con mechas rubias, que a mamá le pareció muy vulgar. Mercedes tiene una casa con chimenea y un auto turquesa estacionado en la puerta. Adam es muy pálido y muy grande, como un jugador de básquet. Papá los fue a visitar un fin de semana aprovechando un viaje que hizo a un congreso de la OEA. Al volver dijo que se peleó con Mercedes hablando de política, pero según Mercedes le contó después a Arturo pasó otra cosa. Papá, que no soporta las demostraciones de afecto en público, parece que se enojó porque Adam por cualquier cosa le daba un besito en los labios a Mercedes o la abrazaba delante de él. La mañana en que se pelearon Mercedes estaba sentada a upa de Adam, montada a caballito en uno de sus gruesos muslos de oso mientras charlaban. Cuando Mercedes le comentó a papá que un montón de sus ex compañeros de facultad se estaban yendo del país, sobre todo los que militaban en alguna agrupación de izquierda, papá le dijo que exageraba.

—Papá, afuera todo el mundo sabe lo que pasa en la Argentina. De los campos de concentración…

La mano de Adam subía despreocupadamente por la espalda de Mercedes, adentro de la camiseta. Papá saltó como una olla a presión. Pero no digas sandeces, querés. Eso es una campaña infame.

Yo ya lo había escuchado decir lo mismo del volante que le habían dado los curas a Félix en el colegio, una hojita blanca impresa en mimeógrafo y escrita en francés. Abajo del texto estaba el logo del Mundial 78, dos tiras de doble raya como las dos bandas de la bandera argentina formando un abrazo a una pelota de fútbol blanca y negra. En el volante las bandas de las manos aparecían rodeadas de cuatro hileras de alambre de púas, como en los campos de prisioneros.

Mercedes mandó regalos para todos. A mí me compró una paleta de plástico llena de agujeros de todos los tamaños para hacer burbujas con el viento mientras corrés, como si yo tuviera los mismos doce años que tenía cuando ella se fue. Y a mamá una blusa con algo llamado mangas de murciélago que es la cosa más fea que vi en mi vida. Mamá no fingió un segundo: ¡y está lleno de poliéster!

Javo me lee en voz alta La imitación de Cristo, de Tomás de Kempis. Como compartimos el cuarto no tengo escapatoria. Él sentado en su cama y yo en la mía, apoyada en la pared de enfrente. Escuchá esto, me dice, y recita Los avisos provechosos para la vida espiritual y El desprecio de todas las vanidades del mundo con su voz cristalina y profunda que vibra en todo el cuarto. Al principio me gusta pero al rato me aburre. Usa un tono monótono para reservar energía, porque le gusta leer mucho, y elige siempre algo largo, de varias páginas, y vos te tenés que quedar ahí clavada escuchándolo.

Papá lo alienta recitándole las citas de Tomás de Kempis en alemán: Wenn wir in jedem Jahr auch nur einen Fehler ausrotten, würden wir bald vollkommene Menschen sein. (Si todos los años extirpáramos un solo vicio, pronto llegaríamos a ser perfectos). Y lo impulsa a tener el corazón puro y la sencilla intención y a preocuparse por la vida interior, que a Javo le calza justo porque cada vez tiene menos amigos y ya hace más de un año que terminó el colegio y no quiere estudiar nada porque tal vez entre en el seminario. De repente se transformó en el malo más bueno del mundo.

A mí me considera una hereje y me lee salmos y frases amenazantes del evangelio con la palabra carne. Yo soy la oveja descarriada que se acuesta con su novio. Él lo sabe porque me descubrió las pastillas y también se dio cuenta de que me escapo por la ventana a la noche.

—Yo no le cuento nada a papá pero vos no lo hacés más.

—Te lo prometo.

Desde hace un tiempo además fortalece su devoción espiritual con ejercicios físicos. Amuró una barra de hierro en el pasillo y se pasa horas haciendo flexiones de brazos y colgando boca abajo de las rodillas. Se compró una tira de extensores y una soga de saltar y anda en short de fútbol y en cueros tocándose los bíceps. Aunque el cuarto es grande compartirlo con él es un tormento. Se instala en el sector del medio, entre las dos camas, y se pone a hacer abdominales, jadeando, con los músculos hinchados y bañado en sudor sobre las baldosas frías. Y reza, horas. Con el cuarto casi a oscuras arrodillado en el piso.

Me salva Arturo que me nombra arbitrariamente heredera de su cuarto al fondo del pasillo, atrás del baño. A veces viene a cenar o a almorzar algún sábado pero nunca se queda a dormir. Su cuarto da al frente de la casa y por la ventana se ve el jardín de adelante y un poco más allá la calle, de un mejorado que no llega a ser asfalto. Atrás, las copas de los árboles y el bosque de eucaliptus de enfrente. El farol de la calle está roto y a la noche sólo queda encendida alguna luz en una ventana lejana de las pocas casas de ese lado de Bellavista por el que no pasa nunca nadie. Me mudo sin dudar, en menos de veinte minutos saco todas mis cosas del cuarto que comparto con Javo pero no exagero la felicidad para que no se ofenda.

Mi nuevo cuarto está un poco abandonado pero me entusiasma pensar en todas las cosas que le puedo hacer para mejorarlo. Para empezar que lo dejen de usar para guardar la aspiradora y las reposeras de la pileta.

A la noche siento frío y busco una manta. El placard es grande como una baulera y está lleno de cajas de cartón que todavía no se desembalaron de la mudanza. Pilas de revistas atadas con hilo sisal, El correo de la Unesco, National Geographic, anuarios escolares del alumno lasallano del año que te guste y un desagradable olor a papel húmedo. Encuentro las revistas Penthouse de Arturo y también otras más pornográficas, escondidas en el fondo de una pila, debajo de los cuadernos de primaria de Javo. Algunas ya las había visto, otras no. La de los dos hombres no la había visto. Uno tiene las patillas tan largas que le llegan casi hasta la boca y el otro lleva puesto un sombrero de cowboy. Paso las páginas azorada y cuando llego al medio de la revista me noquea un póster a partir del cual todas las páginas siguientes están pegadas por una mancha que arruga las fotos. Tiro la revista de nuevo al fondo del placard, con asco, y me meto en la cama como si me escondiera. Los latidos del corazón no me dejan respirar. Soplo y soplo un ratito tratando de sacarme de la cabeza la imagen de los dos hombres besándose, pero no puedo.

Desde que me mudé de cuarto Javo está raro. Todas las noches nos despedimos con un hasta mañana en el pasillo, cada uno parado frente a su puerta, pero al rato se aparece en mi cuarto de repente para decirme algo.

Al principio pensé que lo hacía porque la revista que encontré era suya y que ahora entra al cuarto para ver si lo descubrí, pero después me doy cuenta de que viene para constatar que no me escapé por la ventana. Con el correr de las noches se convence de que ya no me escapo más y cansado de vigilarme baja la guardia. Entonces invito a Hernán.

Entra por la ventana que da al frente, a la una de la mañana. Lo meto en mi cama bajo el hojaldre de frazadas y el poncho de vicuña con flecos que me hacen cosquillas en la cara. Como todo sale bien, a los dos días lo hacemos de nuevo y a la semana siguiente repetimos el organigrama de martes y jueves.

Empiezo a llevar cosas al cuarto, vituallas para las largas noches de amor. Frutas, la jarra de agua de la heladera o una porción de algo rico que quedó de la cena. También salgo para ir al baño y vuelvo a entrar al cuarto con una toalla en la mano. Pero lo que le prende la alarma a Javo son los dos potes de gelatina de cereza. Una mañana entra a mi cuarto con la excusa de llevarse dos de los tres tomos gordos de la enciclopedia Salvat y ve los dos bols con las dos cucharitas. Como me doy cuenta de que las mira digo: me agarró la gula. Y esa noche no, pero la siguiente, cuando preparo todo para volver a hacer entrar a Hernán por la ventana, Javo tiende una celada para cazarlo.

Oigo a través de la pared que alguien entra al baño que está al lado de mi cuarto. El ruido de los ganchos de la cortina y ese sonido inconfundible de un jabón resbalándose como un esquiador adentro de la bañadera vacía. Quien sea está parado enfrente de la ducha mirando por la ventanita hacia la calle. Se oye cuando abre la banderola tirando de la palanca hacia abajo. Yo sé que por encima del vidrio esmerilado se ve un pedazo de calle iluminada por el farol de casa y atrás los árboles oscuros y la noche negra, helada y silenciosa. Me quedo petrificada intentando aguzar el oído en la oscuridad pero el corazón me late en el tímpano. Escucho más pasos en el pasillo y de nuevo la puerta del baño que se abre y se cierra, otra vez los ganchos de la cortina y voces que murmuran.

Javo tiene todo listo para agarrarme in fraganti. Seguramente también les avisó a mamá y papá, o por lo menos a papá. Tengo que alertar a Hernán cuanto antes de que no se acerque a la casa. Cierro la puerta del cuarto con llave y prendo las dos únicas luces que hay, una en el techo y otra en la mesa de luz. Me tiene que ver bien desde la calle, recortada en la ventana del cuarto como una pantalla. Apoyo el velador en el marco de la ventana abierta, iluminándome de frente para que el contraluz no me deje a oscuras. Tengo que llamarle la atención antes de que ponga un pie en el jardín. Hernán tiene que seguir caminando como si fuese cualquiera. Me paro frente a la ventana a esperarlo. Cuando veo una silueta acercándose por la calle, sin fijarme si es él o no y medio encandilada por la lámpara que me ilumina de frente, muevo las manos haciéndole señas de que siga caminando. Las muecas son claras y exageradas: silencio, seguí caminando y no me mires. Es él porque tiene puesto el sombrero borsalino del padre. Está a punto de pararse pero me ve una milésima antes de que el cerebro le mande la orden al pie y corrige el tropiezo en el mismo paso y sigue caminando como si nada, como una persona cualquiera que pasa por la calle (y como si fuera lo más normal del mundo en este barrio a la una de la mañana). Sus pasos cada vez más rápidos se escuchan hasta perderse en la noche. Cuando finalmente se lo traga la oscuridad recupero el aliento, apago las luces, abro la cerradura de la puerta y me meto en la cama temblando. Cierro los ojos para descansar los minutos que quedan hasta que papá y Javo me abran la puerta para llevarme al cadalso, pero no vienen. Escucho desplazamientos y cuchicheos en el pasillo y a cada uno que se mete en su cuarto. Los pies descalzos de Javo sobre el piso de cerámica. Por un rato largo no me animo ni a mover un dedo, como si hubieran dejado una cámara vigilándome.

Juro por mi hermanita muerta que nunca más lo voy a volver a hacer.

La mañana siguiente es igual a todas y los días que siguen también. Es como si no hubiera pasado nada. Los tres sabemos que sabemos pero como el plan de descubrirme fracasó papá y Javo tampoco lo blanquean. Para llegar a ese punto descuento que Javo también le contó a papá que yo me escapo por la ventana para ir a acostarme con mi novio y que fumamos marihuana. Alguna vez yo se lo comenté para hacerme la canchera y ahora seguramente lo sabe papá. Pero papá no me dice nada. Supongo que para no delatar a Javo aunque el verdadero motivo debe ser para que no se entere mamá, que queda claro que no sabe nada, porque ella sí que no se lo hubiera podido guardar. Todo pasó con la Bella Durmiente adentro del frasco. Mejor. Papá no le contó nada para ocultárselo también a sí mismo.

A Javo compartir un secreto con papá lo hace levitar.

Además cree que lo hace por mi bien, para salvarme, ya me lo dijo antes otras veces que me alcahueteó. Pero odia que papá no me haya dicho nada y también quedar como un bocón hijo de puta, que es lo que es.

Papá da por sentado que ese novio que yo tengo es el enemigo.

Y sí me dice algo, una sola cosa, agarrándome del brazo y apretando los dientes a punto de subir al auto para irse a trabajar: si me vuelvo a enterar de que seguís viendo a ese tipo lo denuncio a la policía.

No vuelvo a hacer entrar a Hernán por la ventana ni tampoco me animo a escaparme yo. Por un tiempo me quedo en casa. Leo en el sillón del living para que me vean. Bordo una jirafa amarilla en toda la pierna de un pantalón de jean y paso muchas tardes en lo de Raquel depilándome los bigotes con cera vegetal y escuchando canciones de Leonardo Favio.

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