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Tercera parte » 4

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Es un poco atrevido de mi parte pero estoy desesperada. Y me animo porque los retiros espirituales están de moda y en Bellavista va todo el mundo. Javo salta de un convento al otro todos los fines de semana. Se va los viernes a la tarde y vuelve los domingos a la noche. Por eso hablo con papá, porque además me estoy portando como una numeraria.

—Son unos retiros que hacen todos los fines de semana en el colegio de la hermana Regina, van las chicas con las que estuve pupila…

—Me parece muy bien que no te olvides de ellas.

Hasta a mí me resulta un poco exagerado usar una mentira para irme todo el fin de semana, pero los retiros son así y mamá y papá lo saben. Creo que la duración es parte de la gracia: si lográs soportar el embole a los dos días baja un ángel del cielo y te regala una entrada.

Así que los viernes a la tarde digo que me voy al retiro y me voy a una quinta en Parque Leloir donde me encanuto con Hernán hasta el domingo a la noche. La quinta es de un amigo de Edi, el hermano de Hernán, o mejor dicho de los padres del amigo que viven en México. Al amigo lo llaman el mexicano y es como el guía espiritual —aunque ellos dicen chamán— de la banda de los chicos de Ramos Mejía. El mexicano es más argentino que el sifón de soda pero en México conoció a un chileno que le transmitió la sabiduría de los indios. Edi dice que se escriben cartas y también que hacen viajes cósmicos juntos, incluso estando uno muy lejos del otro. Habla entremezclando relatos mitológicos y fábulas y le da una importancia mística a cosas como las semillas, las hojas, sobre todo a las de cannabis sativa, de la que en el fondo de la quinta hay unas plantas más altas que yo que se huelen desde el portón de la entrada. Según Edi el encuentro con el mexicano le cambió la vida y ya no le interesa la música más que como una herramienta para llegar a un estado de conciencia superior. Dejó la guitarra (porque la vendió, corrige Hernán) y ahora toca unos tambores chiquitos que se acomoda sobre los muslos. Él y sus amigos fuman marihuana en pipas de agua caseras hechas con una botella que pega diez veces más fuerte que un porro, y posiblemente también que una cachiporra porque quedan tirados en el living entre los almohadones y las mantas que el mexicano acomoda especialmente frente a la chimenea. Yo sé que a veces también toman ácidos y hongos para tener experiencias místicas. Y hablan con frases, igual que Javo cuando descubrió a Tomás de Kempis. Curiosamente sus ideas se parecen bastante. Cosas como que triunfar es aprender a fracasar y que el mundo tiene la medida de tu mirada. Y siguen las enseñanzas de los maestros sufí que promueven la idea de no poseer nada y no ser poseído por nada, pero tienen muchos discos y ponen una y otra vez Campanas tubulares de Mike Oldfield.

Ese viernes a la tarde cuando llego a la quinta Hernán está solo. Me ofrece un pan casero que amasó él mismo y un té de flores que curan todos los males del alma si son cortadas con luna llena como hubo anoche.

Pone todo en una bandeja y nos sentamos en el living, en los sillones de algarrobo estilo picapiedras que hacen juego con la mesa de comedor que debe pesar cinco mil toneladas. Por la ventana se ve el pasto húmedo y las plantas brillantes. Me saco las botas y las medias. Sobre la mesa baja del centro del living Hernán apoya una bandeja con una tetera y dos cuencos de madera laqueada con rayas en degradé. En el agua de la tetera flotan en sus tallos cuatro flores blancas aflautadas como campanitas, y en el radiograbador apoyado sobre la mesa del comedor suena Durazno sangrando.

La luz de la tarde se apaga sin que nos demos cuenta y cuando terminamos de tomar el té estamos casi a oscuras. Hernán dice que para que haga efecto nos tenemos que comer una flor cada uno. Me la como porque me parece poético, pero las flores son alucinógenas. Hernán no me lo dice, me doy cuenta al rato, cuando trato de incorporarme para buscar un cigarrillo y no me puedo levantar. El piso se hunde debajo de mis pies y no puedo aferrarme a nada porque de repente todo se mueve como si estuviéramos en un barco sobre olas gigantescas. Me vuelvo a caer sobre el sillón y siento náuseas y ganas de eructar. Hernán me mira sin dejar de sonreír, con la boca abierta pero sin emitir ningún sonido. ¿Qué me diste?, le pregunto, ¿qué tomamos? Mi propia voz suena como salida de un túnel muy lejano sin que yo mueva los labios. Al inclinar la cabeza las imágenes bailan como barridas por un escobillón gigante y la música suena como un fondo caótico y estridente. Hernán me sonríe.

—¿No es lindo?

Tiene los ojos negros con un brillo en forma de diamante y la piel translúcida.

—No, no es lindo, me siento muy mal.

Trato de volver a pararme pero me caigo al suelo porque no puedo gobernar mis pies, los siento flojos como cuando te sacás los patines después de tenerlos puestos mucho rato. Me arrastro hasta el baño para ir a vomitar pero llego tarde y me vomito encima. No veo nada, está todo borroso como si me hubieran puesto gotas en los ojos. Hernán se acerca para ayudarme pero siento que no lo conozco y que es alguien que me quiere lastimar, y le pido a gritos que se vaya. Me tengo que ir de esta casa pero ni siquiera me puedo mantener en pie. Me encierro en el baño y tapo la cerradura con papel higiénico. Todo pasa en cámara lenta. Me quedo mucho tiempo tirada en el piso contando las baldosas y vomitando hasta que dejo de intentarlo porque ya no tengo nada en el estómago y los espasmos me hacen doler. Cuando las náuseas paran un poco me levanto y al mirarme en el espejo siento terror porque no reconozco a la chica de pelo corto y oscuro que me mira desde adentro de mis ojos. Se parece a Leslie Caron atrás de un vidrio esmerilado.

Salgo del baño y camino hacia al living con los brazos extendidos como una ciega y otra vez aparece Hernán. Le quiero gritar que es un imbécil, que lo odio, que cómo fue capaz de drogarme así sin avisarme, irresponsable hijo de puta caprichoso de mierda que hace siempre todo lo que él quiere, pero me sale una voz gutural que dice ¡conejos! y cuando lo miro Hernán está sin cabeza. El corazón me empieza a latir como una bomba. Me falta el aire y empiezo a llorar y a llamar a mi mamá. Nunca me sentí tan mal en toda mi vida. Siento que me puedo morir. Hernán recupera la cabeza pero habla como si estuviera borracho y no se le entiende nada. Le pido agua porque tengo la boca seca y pastosa pero mi voz también suena rara y él tampoco entiende nada de lo que yo le digo. Con la lengua tan seca que se me pega a los labios voy hasta la cocina a buscar agua. Quiero agarrar un vaso pero los objetos retroceden cuando me acerco. La jarra, el vaso, la manija de la puerta de la heladera. Tomo agua de una botella y después la dejo estrellarse contra el suelo y los vidrios saltan por todas partes. Hernán me lleva de nuevo al living y nos quedamos tirados en el piso sobre las mantas. De la lámpara de cerámica mana una pequeña catarata de agua. Estiro la mano pero no la puedo tocar porque se aleja. Siento un olor fuerte a perro mojado. En un rincón, enroscado sobre sí mismo encima de unos trapos está Yuri, el perro que tuvimos de chicos, aunque en realidad era de Arturo. Me acerco a hablar con él y me dice que no es cierto que se fue a vivir al campo, pero me doy cuenta de que es una alucinación y siento miedo.

No puedo recordar el número de teléfono de Raquel que me sé de memoria. Busco la libretita de teléfonos en mi cartera, quiero que Raquel le pregunte a su hermana que estudia medicina qué puedo tomar para cortar los efectos de las flores. Tengo miedo de no volver a recuperar mi estado normal. Saco la libretita pero no puedo leer las letras ni los números. Siento terror de haberme quedado ciega para siempre.

El corazón me late como un potro y tengo la respiración agitada pero me levanto y le pego a Hernán hasta que me quedo sin fuerzas para tirarle más piñas y patadas. Le arranco unos mechones de pelo y le rompo la camisa. Intento clavarle un cuchillo en el pecho pero le clavo un peine en el hombro. Grito tan fuerte que me asusto de mí misma. Hernán llora y se tapa la cabeza con los brazos.

Después me pongo a deambular por la casa para buscar una salida secreta. Quiero abrir todos los cuartos pero las manijas de las puertas no están y cuando estiro el brazo para buscarlas mi mano atraviesa la madera.

Salgo al jardín porque hace mucho calor. Está amaneciendo. Alguien está sentado en una silla en el parrillero. Voy a hablarle pero en el camino me olvido adónde voy y me pongo a seguir el rastro de una hormiga hasta que llego al hormiguero y siento la música que sale desde adentro: el Himno a la alegría de Beethoven. Llego al parrillero rebotando como una bola de flipper, de una columna a un árbol, de un árbol hasta el motor de la pileta y del motor de la pileta a la mesa, y me pongo a charlar con alguien que está sentado en la reposera. La persona que está sentada en la reposera me dice: la fuerza consiste en dejarse llevar por el viento porque el viento sabe lo que hace. Un pájaro se posa en una rama a escucharnos y pienso que tiene algo que ver con Javo.

Todavía siento náuseas pero ya dejé de vomitar y por momentos me parece que recupero la cordura. En alguna casa vecina alguien poda un cerco con una tijera, chac, chac. Camino descalza por el camino de piedritas sin sentir ningún dolor hasta que sale el sol y me deja completamente ciega.

Edi y el mexicano llegan al mediodía. Yo estoy adentro de la cucha del perro, que está abandonada porque no hay perro, escondiéndome de Hernán. No estoy muy asustada pero me hice pis encima un par de veces. Edi me trae una botella de seven up y después me convence de que entremos a la casa para recostarnos en un cuarto. Como yo vuelo de fiebre me arropa sobre una cama con unas mantas gruesas, cierra las persianas y las cortinas y se sienta en el piso al lado de la cama y me da la mano.

Me dice yo te guío en el camino, no temas. Despide una luz. A través de su mano siento un calmante que se me empieza a esparcir por todo el cuerpo. Se me pasa el miedo pero comienzo a temblar porque tengo la ropa mojada.

Edi me ayuda a sacarme la ropa que huele a amoníaco y me lleva hasta el baño y me lava con una esponja debajo de la ducha. Después me seca con una toalla y no me importa que me vea desnuda ni quiero parecerle linda. El esfuerzo del baño me deja tan extenuada que me acuesto a dormir pero no puedo porque todo se mueve otra vez. Aparece el mexicano y me dice que no tenga miedo, que está todo bien y que en un rato voy a bajar a la normalidad. Prende un cigarrillo y lo fumamos entre los dos. Lo mejor es mantener los ojos cerrados sin mover mucho la cabeza. Me explica que tengo que esperar que se me pase pero que va a tardar. Relajate y esperá, me dice Edi hablándome en un susurro cerca del oído y se queda conmigo muchas horas. Hablamos con palabras y sin palabras, transmitiéndonos todo por la mano, diálogos enteros. Para tomarme la fiebre me apoya la palma de la mano en la cara, en la frente, en las mejillas y sobre la boca, y me abanica con una revista para darme aire. Me siento mucho mejor. Como una ameba flotando. La mente en blanco y el cuerpo liviano como el aire, sostenido por la mano de Edi que me aferra los dedos como a un manojo de globos. Quiero agradecerle todo lo que está haciendo por mí pero cuando lo miro tiene la cara de Cristo. Me dice los amo a todos, y nos abrazamos. No lo quiero soltar porque tengo miedo de salir volando como la lapicera de 2001. Sabiduría es hacer al otro lo que te gustaría que te hicieran a vos, me dice. Cuando de repente me doy vuelta ya no está y lo que me aferra la mano es una funda de almohada.

Me veo a mí misma como desde afuera. Me escucho pensar y me siento lejos de esta tonta narcotizada que apenas puede balbucear y me vuelven las náuseas. Pero me doy cuenta de todo. De que no lo odio a Hernán pero que ya dejé de amarlo. Por mis ojos pasa como en una película todo nuestro futuro. Pienso en mamá. Siento pena por ella, el dolor punzante de toda su infelicidad insoportable. Todo se ve claro. Yo me siento una incomprendida pero no soy más que una mala hija. Mamá y papá me quieren y quieren lo mejor para mí. Y dios me ama, nunca dejó de amarme, yo soy la inconsciente que fui capaz de despreciarlo.

Después me duermo por muchas horas y cuando me despierto tardo mucho en abrir los ojos por miedo de que al abrirlos las cosas sigan moviéndose. Escucho la puerta y a alguien que entra al cuarto y me acaricia la espalda sobre las mantas. ¿Cómo estás?, es la voz de Hernán, su voz de siempre.

Se arrodilla al borde de la cama y se larga a llorar. Quiero tocarlo pero no puedo mover un dedo y tengo la sensación de haber cambiado de repente de camino, como cuando el tren cambia de trocha sin detenerse.

Lo miro de lejos. Sus movimientos son inseguros y pobres. Su tono de voz varía y de repente es como una mujer quejosa y triste. Siento que lo quiero como es y no como yo necesito que sea porque ya no estoy enamorada de él. Y me siento sabia, como si cada pensamiento iluminara mi alma con una verdad esencial.

Hernán me trae un caldo de arroz y un pan con gusto a hormigas que apenas puedo tragar. Me tengo que levantar e irme a casa como sea antes de que se haga otra vez de noche. Todo está fuera de lugar, los muebles y nosotros. No tengo idea de qué día es ni de cuánto tiempo pasó. El piso ya está quieto pero las paredes todavía se mueven un poco, como peces. Las mantas forman nidos y hay un balde con un trapo de piso. Ya no veo borroso. Tengo puesta una camisa blanca que no sé de quién es y los carpinteros Lee de Edi que me quedan grandes. Mi ropa está en el piso del baño, llena de vómito y con olor a pis. Mi camiseta teñida de violeta está dada vuelta enrollada con mi bombacha. ¿Qué pasó? ¿Habrá sido tan fuerte el poder de esas flores?

Tardo unos minutos en acordarme de que Edi me bañó y empiezan a aparecer otras cosas. Las voces de Hernán y Edi peleándose en el pasillo. La voz del mexicano diciendo: los celos son el temor que tienes de que otros le den al ser que tú amas lo que tú no eres capaz de darle.

¿Qué hora será? En casa me van a matar.

Hernán me dice que es domingo y que nos tenemos que ir. Nos apuramos todo lo que podemos pero tardamos muchísimo en salir. Cuando nos despedimos de Edi está en la cocina cargando una cámara de fotos que por un instante me da pavor (¿cuántas cosas pueden haber pasado que no recuerdo?). Me acuerdo de un paseo con él por el jardín iluminado por la luna llena y de una felicidad como nunca había sentido antes. Me acuerdo de que vimos siete estrellas fugaces, una de color rosa fosforescente.

—Decile al mexicano que muchas gracias por lo de anoche —le digo al salir.

—El mexicano está en México desde la semana pasada.

Cuando salimos con Hernán a tomar uno de los dos colectivos que me llevan a casa ya se empieza a hacer de noche. Durante el viaje apenas hablamos. Nos damos algunos besos suaves y lentos sentados en el último asiento de atrás de un ómnibus de media distancia casi vacío, besos aplicados como una compresa curativa, pero algo se rompió para siempre. Sale la luna inmensa y Hernán me abraza con una fuerza exagerada y torpe y me dice perdoname soy un boludo.

No me siento mal pero tampoco bien. Me acomodo en su hombro y miro por la ventana. Entramos a una zona más urbana y las luces se vuelven locas. El efecto de las flores se va y vuelve como en oleadas y tengo que cerrar los ojos para no marearme. El partido que suena por la radio me pone triste. Siento un gusto asqueroso en la boca y me acomodo el pelo. Se me secó sin peinármelo y ahora parezco la cabeza de Medusa.

Tener puesta la ropa de Edi me hace sentir adúltera y la palabra me calienta. Trato de no pensar en eso pero en mi cabeza suena Paul Williams cantando We’ll remember you forever Eddie.

Llego a casa muerta de cansancio, con una flojera difícil de disimular, y ni bien abro la puerta papá me da vuelta la cabeza de un sopapo y arrastra entre los dientes unas palabras incomprensibles de las que sólo entiendo puta.

De un empujón me tira sobre el sofá del living y siento que las flores me vuelven a subir y el corazón me salta otra vez como en la quinta. Papá está furioso como un lobo.

—Retiro espiritual te voy a dar, tramposa.

Se afloja la hebilla del cinturón mirándome a los ojos pero no llega a sacárselo porque entra Arturo, que le pone la mano abierta sobre el pecho y lo tira sobre la biblioteca.

—¿Qué hacés? ¿Estás loco? ¿Le vas a pegar a ella igual que me pegaste a mí por ese pendejo alcahuete de mierda? Cagón, ¿por qué no me pegás a mí, eh? Porque ahora estoy grande, ¿no?

—Ja. No me hagás hablar.

—Hablá hijo de puta, si tenés algo para decirme.

Papá me mira a mí: vos andá para tu cuarto.

Dos cosas me quedan claras: una, que Javo me delató, y la otra, que papá tiene cosas más importantes que discutir con Arturo que mis mentiras, mis escapadas o mis pecados carnales. Debe ser algo importante. Las oleadas narcóticas de las flores me revelan verdades y el corazón otra vez me empieza a cabalgar a lo loco. Me meto en la cama y trato de respirar profundo pero el beso del de las patillas largas con el cowboy vuelve a ocupar toda mi cabeza. La revista era de Arturo. El que se hizo maricón es él.

Duermo de a ratos y cuando abro los ojos todo me sigue dando vueltas. No sé si soñé que cogía con el de las patillas o era Arturo el que cogía con él. Tampoco sé si lo soñé o me toqué pensando en eso.

Todavía no amaneció cuando escucho ruidos y me levanto, pero en vez de encontrarme a la Blancanieves paraguaya en la cocina está papá en pijama y bata leyendo unas carpetas de trabajo en la mesita mientras espera que llegue el diario. No sé si me mira porque yo no levanto la vista de los mosaicos del piso. Me apoyo en la mesada y siento que se me moja el camisón con el borde húmedo de la tapa de mármol, pero no me muevo. Papá levanta la vista y me la clava como un dardo justo en el único instante en que sin darme cuenta me atrevo a mirarlo. El odio de la noche anterior está intacto en su iris enardecido. ¿Cómo le puede durar tanto?

—Desgraciada —me dice con desprecio.

Y da vuelta la página.

Mi vida es una mierda. Siento que el calor de la luz de Hernán se apaga y eso me llena de frío y de tristeza. Para verlo tengo que inventar mentiras más y más complicadas y cada vez siento que vale menos la pena. Nos encontramos nada más que para llorar, pelear y discutir. Lo que pasó en la quinta movió todas las piezas. Ya no somos los mismos. Yo estoy decepcionada y todavía sigo enojada con él porque me drogó sin avisarme. Él insiste con que yo ese día lo maltraté y lo rechacé y que en vez de hacer un viaje con él lo hice con su hermano. Me resulta el colmo que encima sea capaz de echarme eso en cara. Los dos estamos de acuerdo en tomarnos un tiempo para pensar. Raquel dice que cuando uno le dice al otro estoy confundido quiere decir ya no te quiero más, pero a mí me da miedo hasta pensarlo. Todas las certezas que tuve ese afiebrado fin de semana en la quinta dejan de sostenerse porque me cuesta pensar en la vida sin Hernán, pero es evidente que estar con él no me está haciendo bien, que no vamos a ninguna parte. O lo que es peor, que sí vamos.

Como dios me premió con el don de la amistad enseguida me hago amigos en el mercadito. A Raquel se le suman Alejandra, el alemán y una chica de tercero que tiene las carpetas forradas con fotos de Te Who. Tengo un compañero que se llama Juanse Paso. Está en mi curso pero me lleva tres años. Va al mercadito porque ya repitió tres veces y no lo aceptan en ningún colegio privado. No tiene aspecto de mal alumno porque usa camisas almidonadas y corbatas de seda y un saco azul oscuro cruzado impecable, pero me cuesta olvidarme de que repitió tres veces. Me persigue porque dice que nosotros dos somos los únicos chetos del colegio y tenemos que andar juntos, que no pierda tiempo en hacerme amiga de todos esos grasas que nos rodean, incluida Raquel. Es bestial pero valiente. Según él su hermano mayor fue compañero de Arturo en la primaria y nuestros padres se conocen. Me divierte que trate de conquistarme y también que venga al colegio en auto, una lancha blanca y larga que estaciona en la esquina. Tiene dieciocho años pero cuerpo de hombre, los brazos musculosos y el bulto muy marcado en el pantalón, muy al estilo James Caan. Me cuido de no mirarlo porque tengo miedo de que lo tome como una provocación. Cuando le hablo, en vez de mirarlo a los ojos, que siempre te están lamiendo, le clavo la mirada directamente en las charreteras de la chaqueta militar verde oliva que lleva puesta sobre el blazer azul. Se da cuenta y se levanta el cuello y la desfila. ¿Te gusta? Son re cancheras. Te voy a conseguir una, me dice.

A los cuatro días me la trae, en una bolsa de Eduardo Sport.

A la salida me sigue con el auto hasta la parada del colectivo para acercarme a casa. La segunda vez que me deja en la puerta Javo me dice: supongo que esto no se lo contás a tu novio, ¿no?

El lunes a la tarde cuando voy a la casa de Raquel me cruzo con un camión del Ejército que al verme frena. Tengo puesta la chaqueta militar. La llené de prendedores y del bolsillo derecho de arriba se asoma un osito teddy de cinco centímetros. Sin bajarse del camión el que maneja me pregunta de dónde la saqué. Le digo que me la regaló Juanse Paso, el hijo del coronel Paso, y me dice que no puedo andar con eso por la calle.

El viernes siguiente a la noche, después de cenar y sin avisarme, Juanse me pasa a buscar por casa para invitarme a salir. Estaciona su lancha enorme atrás del auto de papá y golpea la puerta. De entrada papá lo confunde con su hermano mayor, el que había sido amigo de Arturo, y lo hace pasar, sorprendido pero contento de verlo, con esa amabilidad exagerada que él cree que es la buena educación. Mamá sale de la cocina para saludarlo, repentinamente amable. Juanse, simpático y formal y actuando a su vez lo que para él es la buena educación, les pide permiso para llevarme a una fiesta en el colegio San Isidro Labrador. Mamá y papá me dejan ir sin preguntarme si quiero, felices de que por fin me haga amiga de los hijos de las familias conocidas de Bellavista, de los chicos bien. Así que también lo hago por ellos, para darles una alegría de vez en cuando. Y porque me siento grande saliendo de noche con un chico que tiene auto.

Me pongo un brillo de labios y los cigarrillos se me embadurnan de pegote de frambuesa. Juanse tiene puesta una chemise Lacoste azul como sus ojos y un jean blanco demasiado apretado. El pelo castaño cortado al ras como un felpudo. El viaje hasta San Isidro es oscuro como la boca del lobo. La radio no funciona. Cuando atravesamos Campo de Mayo me cuenta que su hermano mayor es teniente, lo dice con orgullo pero se le nota la envidia. La fiesta es en el patio del colegio, al aire libre. Tomamos un whiscola y una paso de los toros y sólo bailamos los temas lentos porque a Juanse no le gusta bailar. Pero al tercer lento —Conociéndote, de Banana Pueyrredón— le digo que me está apretando como un pomo de pasta de dientes y se ofende. En el viaje de ida me preocupé por la posibilidad de que nos encontráramos con alguno de los amigos que Hernán tiene en Acassuso, los chicos con los que íbamos al cine de trasnoche, pero la gente que está en esta fiesta no tiene nada que ver. Todos los chicos están peinados con la raya al costado y usan el suéter atado en los hombros. Están un poco borrachos y andan como en celo, en grupitos de tres o cuatro, rodeando a las chicas y mirándoles las tetas sin disimulo.

En el viaje de vuelta me habla de su gran pasión: la fórmula uno. Y unas cuadras antes de tomar por la avenida que desemboca en casa me pregunta si no quiero ir un rato a la suya. Sin pensarlo le digo que me tengo que levantar temprano pero Juanse me recuerda que mañana es sábado. Maneja demasiado rápido, acelera y frena de golpe. Yo me aferro al borde del asiento y al apoyabrazos de la puerta y ruego que dos whiscolas no lo hayan emborrachado.

Entra a su casa con un giro abrupto y frena medio centímetro antes de la puerta del garaje que está cerrada. Deja el auto afuera para no hacer ruido porque sus padres están durmiendo. Salen a recibirnos dos ovejeros alemanes inmensos que se nos tiran encima en busca de mimos. Nos quedamos en el living a oscuras, por la puerta ventana frente al sofá entra la luz de un farol en la galería. Las paredes están decoradas con sables y condecoraciones y hay una bendición papal enmarcada en dorado. Juanse se sirve un whisky y se recuesta en el sillón de gamuza marrón y yo me quedo parada y prendo un cigarrillo. Vení, me dice, sentate acá conmigo, no te voy a hacer nada… que no quieras. Antes de que termine de sentarme me agarra de la mandíbula con su manaza abierta y me estampa un beso en la boca, baboso y hostil, casi sin dejarme respirar, al mismo tiempo que me mete la otra mano por adentro del pantalón, la raya del culo y hasta el fondo de la bombacha, donde sus dedos ásperos y duros hurgan buscando dónde hundirse.

Me levanto de un salto hacia atrás y me caigo sobre una mesita baja llena de ceniceros de bronce que suenan como una pila de platos rotos. Juanse se pone nervioso porque se pueden despertar sus padres. De un salto guarda la botella de whisky y prende la luz. Le pido que me lleve a casa y me dice andate caminando.

Yo ni siquiera sé dónde estamos porque esta parte del fondo de Bellavista casi no la conozco, pero salgo de la casa —los dos ovejeros alemanes me acompañan hasta la puerta— y camino por la calle de tierra hacia donde me parece que está la vía del tren.

A las tres cuadras oigo un auto desde atrás que viene con las luces altas. Tengo tanto miedo que cuando me doy cuenta de que es Juanse le sonrío. Se arrima con el auto y me abre la puerta para que suba.

—Te llevo, dale, subí. Mirá que sos bobita, ¿eh? Cómo me equivoqué con vos, parecías mucho más avivada, tanto Buenos Aires, tanto pegarle un tiro a una mina y te ponés así por unos besitos. Acá las chicas son más gauchitas, mi novia no sabés cómo me tira la goma, y yo a ella le hago unas cosas que te encantarían. ¿Estás segura de que no querés probar?

Le digo que prefiero bajarme y acelera para el lado de casa, frena de golpe en la puerta y antes de que me baje me dice sonriendo, oliéndose la punta de los dedos: ah, y una cosa, che, ahí también hay que depilarse, ¿eh?

Mamá siempre manejó la casa desde la cama pero ahora se levanta cada vez menos. Ya no va más a Buenos Aires a hacer compras, ni siquiera para papá que no es capaz de comprarse solo ni un par de medias. También dejó de cocinar y si es por ella podría vivir a base de café con leche con tostadas. Se la pasa metida en la cama con la persiana baja, durmiendo o hablando por teléfono. Al entrar a su cuarto tenés la sensación de haberte puesto lentes negros. Al borde de la cama, sus chinelas de cuero azul y su bata del mismo gris de sus ojos colgada de la silla.

Las cortinas cubren toda la pared pero afuera en el jardín ya florecieron las azaleas que plantó Arturo especialmente para ella. No le importa. Toma pastillas y duerme, enterrada entre las mantas con una depresión infinita.

Voy a su cuarto cuando me llama. Me siento en el borde de la cama y por un segundo albergo la ilusión de que me pregunte algo que de verdad tenga que ver con mi vida, pero como siempre me pregunta por el colegio.

—Ese pelo te da un aspecto desaliñado… y los pantalones te quedan cortos. Si tienen ruedo, ¿no sabés bajarles el dobladillo? Traéme el costurero.

Si es de noche y la luz o la tele están prendidas es más fácil quedarse un rato con ella. El televisor color que compró papá para ver el mundial satura los colores. Se lo vendió alguien de la universidad que tiene un contacto por el que los consigue a muy buen precio. La mejor calidad. Tecnología alemana, ensamblado en Ushuaia. Las bocas de la gente se ven rosa flúo y la piel color zanahoria. Las rubias parecen de pelo de nylon y el azul chirriante te daña el cristalino.

Como tantas otras veces y de la nada mamá empieza a largar frases como mi vida es un fracaso, tu papá no me necesita, ustedes me odian y lo mejor sería que me pegara un tiro. Yo me paro y le digo bueno, me tengo que ir a estudiar, no quiero que me siga yendo mal en el colegio, mamá. Y es cierto.

Yo sé que en el fondo sos muy buena, me dice ella con los ojos llenos de lágrimas a punto de saltar por sus mejillas rosadas de lituana. Y le creo, porque es exactamente lo que necesito escuchar en este momento.

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