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Tercera parte » 5

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Estoy tirada leyendo en el sillón negro del living y Félix viene a avisarme que me llama por teléfono una tal Constanza. Me doy cuenta de que es Hernán, que a veces la hace llamar a su hermanita para que se haga pasar por una compañera de colegio. La hermanita le cobra, por supuesto.

El teléfono está en el cuarto de mamá, que está en la cama durmiendo como un bicho canasto. No lo oyó sonar ni lo escuchó a Félix atender. Me paro lo más lejos de la mesa de luz que me permite el cable y ahueco la mano en el auricular para amortiguar el sonido de mi voz. Estoy emocionada y sorprendida pero también repentinamente imbécil, y me doy cuenta de que Hernán todavía me importa. Después de lo de Juanse lo volví a extrañar. En la comparación quedó como un angelito. Su voz suena herida y bondadosa. Me dice que tiene algo muy importante que decirme y que es urgente.

Como mamá parece muerta aprovecho para abrirle el primer cajón de la mesa de luz y robarle quinientos pesos.

Al día siguiente digo que me voy a lo de Raquel y me voy a Buenos Aires. Burlar la guardia es fácil porque hoy se juega el último partido del mundial y Argentina llegó a la final. Hasta suspendieron las clases. El país entero lleva semanas latiendo al pulso de los partidos y un ruido a transmisión de fútbol es el fondo musical inevitable. De repente todo el mundo es fanático y un sentimiento patriótico en el peor sentido de la palabra inunda todo de una alegría falsa a rayas celestes y blancas. Papá va ir a la cancha de River, que ahora se dice el estadio, a ver el partido con unos funcionarios de la universidad y la entrada que tenía para mamá se la dio a Javo, que fue con él, extasiado como un elegido. Y hasta Arturo, al que no le interesa para nada el fútbol, cayó en la trampa emocional y a veces viene a casa a mirar los partidos con Félix y Bernardo y nueve de los catorce hermanos Larreta, los vecinos de enfrente que no tienen televisor color (aunque el chiste obvio con los Larreta siempre fue que no tenían televisor, ni color ni blanco y negro ni de ningún tipo). Para la final de hoy consiguió entradas para verlo en pantalla gigante no sé dónde y llevó a los mellizos, que no lo podían creer. Arturo llevándolos a ver un partido, una muestra más del sorprendente poder del fútbol. En lo de Raquel hasta le tejieron un pulovercito celeste y blanco a la perra.

Lo paso a buscar por la puerta de Estímulo de Bellas Artes y nos vamos a tomar un café a la vuelta, a la confitería Saint Moritz. Hernán se cortó el pelo muy corto y parece más chico. Tiene los ojos apagados y la sonrisa triste. Quiere que vayamos a un hotel y le digo que no y nos quedamos en silencio, jugueteando con los sobrecitos de azúcar y mirando incómodos por la ventana.

—Para hablar… nada más que para hablar más tranquilos.

Ni le contesto. La poca gente que está en el bar mira fútbol con los mozos en un televisor que está sobre la barra. Siento que Hernán me está mintiendo, que me hizo venir hasta acá para llevarme a un hotel pero que no tiene nada urgente que decirme. Prendo un cigarrillo y lo miro tirándome para atrás, como cuando tomás distancia en la fila del colegio: ¿entonces?

Él me mira como un nene al que le acaban de decir que es adoptado.

—Me sortearon en la colimba. Saqué número alto, la tengo que hacer.

Vamos a un hotel que queda cerca, en la cortada que está atrás de Harrods. Llegamos bastante después del mediodía. El cuarto es oscuro y las sábanas están heladas. Yo también. Y además tengo miedo porque hace más de un mes, cuando me separé de Hernán, dejé de tomar las pastillas. Pero me indispuse hace veinte días o sea que el período de ovulación ya pasó. Por las dudas en la cartera tengo un paquete de óvulos espermicidas. Es un método anticonceptivo que conoce Raquel por su hermana la médica. Me los compré en la farmacia pero no los pensaba usar. Son como unos huevos de codorniz de vaselina que hay que introducir en la vagina diez minutos antes del coito, según dice el prospecto.

Tengo que juntar valor antes de animarme a contárselo a Hernán, pero cuando se lo cuento hasta se ofrece a ocuparse personalmente del asunto. Los diez minutos de la espera, lentos y jugosos, acaban siendo un juego que repetimos tres veces más en las dos horas que siguen, como si los óvulos fueran para eso. Cada vez que Hernán lo empuja canal adentro con su dedo índice todo está tan caliente que el huevito se derrite mucho antes de llegar al fondo donde tenía que derretirse. Cuando suena la chicharra para avisar que terminó el turno Hernán llama al conserje y le dice que nos vamos a quedar otro turno más. Tenemos plata y dos paquetes de cigarrillos enteros, pero nos queda un solo óvulo. Nunca lo hacemos tantas veces pero hoy no podemos parar. La atmósfera de despedida le da a todo una profundidad que la relación ya no tiene, pero eso también me entristece y necesito abrazar a Hernán y besarlo y olerlo y tenerlo adentro mío. Hacerme la dormida y que me despierte, que se haga el que no quiere y convencerlo, taparnos los ojos y atarnos las manos con mi chalina de la India, y marcarnos el cuello y la espalda y los brazos de chupones morados y arañazos. Llamamos al conserje para pedirle preservativos pero no nos atiende nadie y seguimos a capella tratando de hacer del coitus interruptus una unción luminosa. La última vez llegamos un poco tarde o mejor dicho demasiado tarde y del susto salto al bidet a sentarme a caballito media hora seguida sobre el chorro para dejar correr el agua y todo lo que la ley de gravedad tenga la buena leche de hacer bajar. Rezo un padrenuestro y un avemaría pero lo único que parece bajar es hasta la última gota de óvulo, derretido y pegajoso. Tengo ganas de gritar o de llorar pero me muerdo los labios y aguanto para que mi cuerpo no despida una gota más de espermicida. Si me indispuse el 6 de junio no puede ser que todavía esté ovulando. Seis días con la regla y después seis días más dan doce días, más cinco días de ovulación dan diecisiete, con veinte días ya tengo que estar recontra fuera de peligro. Trato de mantener la calma pero cuando nos bañamos juntos sin darme cuenta lo abrazo de repente y se me moja el pelo. Un error que podría costarme carísimo. Me lo seco con la toalla con el ímpetu de un lustrabotas y después, en vez de vestirnos y salir, nos tiramos en la cama envueltos en las toallas y nos quedamos dormidos abrazados.

Cuando nos despertamos es de noche. Llamamos al conserje para saber qué hora es y otra vez no nos atiende nadie. Nos vestimos y bajamos, el hotel parece vacío. Abajo en la recepción no hay nadie. Preguntamos en voz alta si hay alguien porque se escucha un televisor, pero como nadie nos contesta empujamos con cuidado una puerta angosta atrás de un mostrador, acolchada en cuerina bordó igual que la pared, que da a un cuartito con una mesa y tres sillas. Sobre una heladerita chica un televisor blanco y negro muestra las imágenes en vivo de la gente celebrando en el obelisco. Argentina ganó el mundial. Sobre la mesa quedan los restos de unos cuernitos de grasa y un cenicero rebosante de colillas pero no hay nadie. Como si un alerta apocalíptico les hubiera avisado a todos que tenían que dejar todo como estaba y huir.

Salimos a la calle y caminamos por la ciudad vacía hacia el ruido que se oye unas cuadras más adelante. Vamos para el lado de Retiro a tomar el tren a Bellavista. A medida que nos acercamos a la plaza San Martín el tumulto crece y se apiña alrededor de la caravana de autos que van hacia el obelisco. Para cruzar Libertador casi tenemos que saltar por encima de los capós de los autos porque la caravana no se detiene nunca. Logramos cruzar a la altura del Sheraton, que es un quilombo. Están todos locos. Gritan sin parar con la cara desfigurada del asombro. Millones de papelitos y cabezas y brazos saliendo por las ventanas de los edificios y las ventanillas de los autos, gritando y agitando camisetas y banderas argentinas. Todos festejando como si se acabaran de recibir de médicos. Gente gritando desaforada el que no salta es un holandés, el que no salta es un holandés. Son miles. Son todos. Parecemos los únicos que no saltamos.

A Hernán no le gusta el fútbol y a mí me parece básicamente sufrimiento, y lo digo con conocimiento de causa porque vivo rodeada de varones. Pero la gente nos mira mal porque nos movemos contra la corriente y nos empujan con mala onda como preguntándonos adónde carajo vamos. Logramos atravesar la marea de festejantes pero todavía nos falta lo peor: el hall de la estación lleno de gente indignada y de borrachos que buscan la fiesta a tres metros del bar junto al andén. Los trenes de salida fueron suspendidos hasta nuevo aviso y ya llevan tres horas de retraso. Volvemos para atrás y caminamos por Libertador hasta la facultad de derecho y nos tomamos el primero de los cuatro colectivos que tres horas y media después nos van a dejar en Bellavista.

Tenemos que hacer combinaciones impensables para movernos al revés de la alegría. Las calles están inundadas de gente con camisetas y vinchas celestes y blancas. De todos los autos se asoman brazos que golpean la carrocería y gritan Argentina, Argentina, Argentina. En un apiñamiento de gente que salta, parada en la caja de un rastrojero veo a una chica embarazada que se agarra la panza y que debe tener mi edad. Todo el trayecto es una fila a contramano de autos locos haciendo maniobras peligrosas. El chofer putea a la empresa, a los holandeses, a los milicos y a todos los que suben o bajan del colectivo. Un rato después nos deja varados en la avenida Márquez, frente a la estación de San Isidro. En el trayecto siguiente, a bordo de la Costera Criolla, a la altura de Boulogne me roban la cartera, pero hay tanta gente arriba del colectivo que me doy cuenta mucho después, ya casi llegando a Campo de Mayo. Me acuerdo del tipo que me empujó para bajar, en el momento pensé que me quería tocar el culo. En la cartera estaban mis documentos nuevos que tanto me costó conseguir, con el sello que decía triplicado y una foto en la que había salido linda. Durante la vuelta casi no hablamos y con la excusa de que se hizo muy tarde me despido de él en la esquina de casa como siempre, como si nos fuéramos a ver mañana, pero los dos sabemos que esta vez es en serio. Hernán tiene los ojos vidriosos y la voz ahogada y yo me siento culpable por no sentir lo mismo que él.

Por suerte ya se me secó el pelo y el auto del Consejo no está en la puerta.

Ni papá ni los chicos volvieron todavía. La única que está en casa es mamá, en la cama, que se acaba de despertar y no se enteró de nada. Hasta la Blancanieves paraguaya que se la pasa despotricando contra el país salió a gritar por la Argentina. La lituana me pide un café con leche. Si siempre soy un relojito no veo por qué voy a ovular distinto justo esta vez. Se lo llevo en una bandeja con dos tostadas y mermelada amarga de naranjas y me acuesto a su lado en el lugar de papá, vestida sobre el cubrecama. Mamá me despierta un rato después para pedirme que me saque los zapatos.

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