Rumble

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Primera parte » 2

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Bajo corriendo por la escalera los cinco pisos antes de que se den cuenta de que me fui. Al llegar a la planta baja como una roca que cae de una ladera me tropiezo con el portero que sale de espaldas del cuartito de máquinas con un balde lleno de agua sucia en la mano. Se sorprende y se le vuelca un poco de agua, pero no lo salpica porque está a tiempo de inclinar el torso para adelante sacando el culo para atrás como un torero. Me insulta entre dientes pero se le entiende perfecto guachahijadeputa. Además de ser un amargo tiene un ojo de vidrio y la nariz roja y gorda llena de pozos. Para él somos los del quinto, la plaga del edificio, y nos odia desde la primera vez que nos vio el día que llegamos de Bellavista en la estanciera sucia. Nos desprecia porque somos inquilinos, venimos de las afueras y somos muchos. Para molestarlo salgo a propósito por la puerta de adelante, atravesando el hall de entrada recién encerado con las suelas de goma de los botines de Javo, que dejan unas marcas de pisadas a rayas gruesas iguales a las de Armstrong sobre la luna.

Paso a buscar a Sumi por su casa pero la arpía de la mucama me dice por el portero eléctrico que no está. No le creo y me voy a dar vueltas por las galerías de la avenida Santa Fe porque no me animo a ir a la placita y encontrármela delante de Lucio. En la avenida todavía quedan restos de los adornos del desfile de la primavera al que fuimos todos juntos la semana pasada, Sumi, Lucio, Pato, yo y hasta las hermanas Rimoldi, que nunca se prenden en nada que sea dos cuadras más allá de la placita porque ya les parece lejos. Sumi había traído a su hermana menor, que tiene diez años pero todavía juega con muñecas porque es medio boba o algo parecido. Se le nota en la mirada medio bizca y en las cosas que hace. El día del desfile se cubría de guirnaldas de flores de papel que encontraba rotas en el piso y lo sacaba a bailar a Lucio que se moría de vergüenza. No era para menos, pero me acuerdo que ese día pensé: mirá la boba. Porque aunque Lucio todavía no me gustaba, igual me parecía el más lindo, con los labios tan rojos y los rulos de Mark Lester. Y creo que no me gustaba porque yo no le gustaba a él y a mí no me gusta enamorarme de nadie que no esté enamorado de mí. Pero ahora era distinto. Esta mañana tirados en la barranquita de la plaza nos habíamos mirado como si nos zambulléramos en una pileta y ahora me gustaba muchísimo.

Todavía cierro los ojos y me chupo los labios saboreando el recuerdo de ese beso que nos dimos con la boca abierta…

Y sé que tengo que contárselo a Sumi porque es mi mejor amiga, pero no sé qué decirle. Hace unos días le juré que Lucio no me gustaba. No le mentí, cuando le dije eso era cierto, no me gustaba nadie, iba a la placita como todos, para estar con mis amigos y para pasarme las tardes enteras con ella vagabundeando por Retiro. Y Sumi lo sabe. Ahora menos que antes, y no sé por qué, pero hasta hace unos meses nos encontrábamos todos los días al volver del colegio y nos íbamos juntas a las galerías de la calle Florida a hacernos amigas de los hippies. Nos cambiábamos los nombres y decíamos que éramos dos primas huérfanas hijas de unos hermanos millonarios que se habían muerto juntos en un accidente con una avioneta cuando nosotras éramos muy chicas. Vivíamos en el edificio Kavanagh con nuestra abuela rica que nos malcriaba y no íbamos al colegio porque teníamos institutrices. ¡Y qué divertido cuando nos hacíamos pasar por pasajeras del Sheraton! Para ir nos vestíamos con la ropa que usábamos para los cumpleaños, yo me ponía la kilt escocesa y Sumi el tapadito rojo. ¡Una vez hasta conseguí que mamá me diera plata para comprarle un regalo a la que cumplía años!

Al principio el interminable portero vestido de frac cayó en la trampa y nos abría las puertas con una sonrisa y sus famosas patillas largas, pero duró poco, al cuarto o quinto día los tres turnos de porteros ya nos tenían fichadas y no nos dejaron pasar más. Entrábamos igual, por la galería de abajo, y nos íbamos a pasear en ascensor del menos tres al venticuatro sin parar, apoyadas sobre la pared de acero, tomadas de la mano hasta que subíamos y subíamos y aspirábamos ese vértigo que te entra por la boca y te vacía el estómago y te dan ganas de hacer pis y de gritar.

¡Uau, qué rumble!

En las revistas de historietas rumble es el sonido de la tierra vibrando bajo tus pies, cuando caen las rocas por la ladera o está a punto de explotar un volcán, ¡rumble! ¡rumble!, lo escriben en letras rojas con los bordes en zigzag pero nosotras lo usamos para describir esa sensación que te frunce todo adentro del cuerpo y tenés que apretar los labios y mordértelos para que no se te caigan los dientes.

Tenemos una lista de cosas que nos hacen rumble, desde la uña en el pizarrón hasta la gillette en el tobogán pasando por morder un telgopor o cortar un corcho con cuchillo. Y cosas mucho más comunes también, como desatar el nudo apretado de los cordones de las zapatillas —peor si además tenés las uñas recién comidas—, o el ruido que hace una puerta al abrirse cuando arrastra una piedrita.

Una tarde en el hotel conocimos a un señor panameño que nos pidió que lo acompañáramos a comprar zapatos a la calle Florida. Los zapatos eran para su mujer, que calzaba cuarenta y cuatro igual que él, entonces se los probó frente al espejo, negro y jocoso, y desfiló moviendo las caderas arriba de los tacos adelante de todo el mundo. Número cuarenta y cuatro de mujer sólo quedaban verdes. Yo nunca había visto cuero verde, ni siquiera de cocodrilo. Tampoco había visto nunca a un negro de verdad y mucho menos con zapatos de mujer. Antes de volver al hotel nos sacamos fotos los tres juntos en la Torre de los Ingleses. Del hotel nos echó un poco después el tipo que nos descubrió firmando una cuenta en el bar de la pileta con un número de habitación falso.

La primavera de esta mañana mutó a un invierno que no termina de morir y yo sigo en mangas de camisa, todavía con el jumper del colegio. Harta de dar vueltas, junto valor y me voy a la placita, o son mis pies los que me llevan solos, acostumbrados como están a ir todos los días sin faltar nunca. Ojalá fuera así con el colegio, pero nada que ver, esta plazoleta empinada balconeando la calle Posadas es el centro del mundo y el mojón cero de mi existencia. Nada me gusta más que estar sentada en sus bancos de piedra que te congelan el culo fumando cigarrillos y comiendo helados —siempre en ese orden y sin chupar jamás el palito de madera porque me da rumble— con mis amigos del kiosco de Dorita. El kiosco es un localcito de dos por dos que está al lado de la placita, un sucucho de quince metros cuadrados que siento como mi verdadero hogar. Suena exagerado pero paso muchas más horas acá que en casa, y Dorita sabe mucho más de mí que cualquiera de mi familia. Es una señora que se viste con ropa dos talles más chicos y usa el pelo negro largo, lacio y brillante como una peluca de raya al medio. Sonríe siempre, aunque no esté contenta, con unos dientes grandes como los de la abuelita de Caperucita, pero lo bueno es que nos deja estar ahí sin hacer nada, tomando una cocacola entre cuatro debajo del toldo de fanta.

Tiene un amante griego lleno de plata casado con una supuesta enferma a la que no puede dejar. El griego le puso el kiosco para que esté ocupada, pero Dorita no quiere trabajar. Lo dice en voz alta cuando habla por teléfono con su sobrina: qué ganas de estar en Carlos Paz, echarme un buen polvo y tirarme a dormir la siesta.

Aunque en la pared de atrás de la caja está el típico cartel que dice “Hoy no se fía pero mañana sí”, los que vamos todos los días tenemos nuestra cuenta anotada en el cuaderno forrado en papel araña, y a cambio le hacemos favores a Dorita, sobre todo los chicos más grandes, que le levantan las cajas y la acompañan al banco. A mí me pide que le alcance cosas con la escalera o que le marque los números de teléfono para que no se le partan las uñas, que son enormes como sus dientes. Ella se refiere al griego como a su marido. Cuando él entra al kiosco nosotros salimos y nos quedamos en la vereda, parados abajo del toldo de fanta. Una puerta al fondo del local da a un cuartito del tamaño de un placard, que se usa de depósito. Tiene un bañito y está lleno de cajas desordenadas y exhibidores viejos. De un cable en el techo cuelga un muñón de cinta aisladora negra. Las cajas ocupan todo el piso, salvo un senderito que cruza de una puerta a la otra para entrar al baño, que también está lleno de cajas de mercadería, como las llama Dorita, y de pilas de papel de diario viejo y lleno de polvo que no toco ni con un palo porque también me da rumble. Algunas veces me pide que le cuide el kiosco y se encierra con el griego en el depósito. Diez minutos, cinco. Yo pensaba que lo hacían para pasarse plata, pero los chicos dicen otras cosas, ahí de parado entre las cajas.

A Sumi la veo en seguida, patinando alrededor del árbol elástico. La luz de la tarde le da un baño de caramelo a su pelo cobrizo y largo hasta la cintura. Lucio no está. Cuando me acerco Sumi viene hacia mí y frena haciendo un giro en u que la deja a treinta centímetros de mi cara. Me mira con sus ojos negros de caballito de mar y en vez de saludarme me pregunta: ¿así que te metiste con Lucio, turra, menos mal que no te gustaba, eh? Tiene los orificios de la nariz grandes y redondos con un borde muy delicado, pero se le abren y se le cierran como los de un búfalo.

Los cinco segundos que aguanta seria sin reírse siento que se me acaba el aire. Adiós a mi compañera de ruta, nunca más a patear juntas las veredas hasta que se nos haga de noche ni salir a buscar aventuras por las plazas. Adiós también a nuestras siestas en la quinta de su papá cayéndonos las dos al hueco del medio de la cama. Pero antes de que me arrodille a sus pies a pedirle disculpas Sumi suelta una risa como si destapara una botella de cocacola y yo me río con ella para disimular pero también arrastrada por su espuma. A su lado todo se acomoda en el cosmos de una manera distinta, por eso gana a todo lo que juega y siempre está en el lugar indicado y en el momento justo. Hace un globo inmenso de chicle bazooka, lo explota con un plop perfecto y se lo vuelve a meter en la boca en medio segundo sin que le quede la más mínima esquirla de goma rosa en los labios.

—Me voy a inglés —dice con la voz ronca y suave—. ¿Vos no vas más?

Yo dejé de ir hace dos meses porque debo cuatro cuotas, aunque en casa no dije nada y me siguen dando la plata. El día que se enteren me asesinan.

—No, mamá dice que si no quiero ir más que no vaya.

Ayudo un rato a Dorita con el kiosco hasta que llegan Lucio y Pato y las chicas del edificio nuevo y medio barrio adelante del que Lucio intenta besarme pero yo no me dejo porque hay mucha gente. Entonces me lleva atrás del árbol elástico, contra el paredón de hiedra, pero yo siento que nos miran desde algún lado y en vez de disfrutar los besos me la paso atajándole las manos.

Me voy a casa aunque recién empiece a oscurecer y yo nunca vuelvo antes de que se me haya hecho tarde, pero está haciendo frío y Lucio está cada vez más caliente. Me quiere acompañar hasta la esquina de casa pero le digo que no porque tengo miedo de que alguien nos vea, entonces me acompaña igual desde la vereda de enfrente y me va tirando besos entre los autos que pasan por la calle como un río que nos separa. En el ascensor me miro al espejo: flaca y desgarbada, con la cara ovalada y los ojos chicos y demasiado juntos. El pelo como una pelusa recién salida de abajo de la cama, una maraña desprolija, opaca y cenicienta de ondas florecidas que me llegan hasta los hombros. Últimamente crecí tanto que me queda todo corto, pero no sé si es que me estoy haciendo mujer porque también me salieron bigotes.

Antes de entrar a casa escucho desde el palier el televisor prendido en el living. La puerta está sin llave y la casa a oscuras. Mamá está mirando tele y al lado de ella, en el otro sillón, Javo habla por teléfono. Al verme tapa el auricular con la mano y me dice pendeja de mierda moviendo los labios pero sin emitir sonido. Así como Obelix cuando era chico se cayó en la marmita de la fuerza, mi hermano Javo se cayó en el pozo de la sabiduría. No hay nada que él no sepa. Está tan seguro de absolutamente todo lo que dice que a veces le creés, pero cuando no estás de acuerdo con él sos su enemigo, porque el que no está con él está en su contra.

Mamá tiene la vista clavada en la pantalla pero está ausente. Me doy vuelta y sigo caminando por el pasillo, moviéndome despacio como para no sacarla del trance. Entro a mi cuarto pisando liviana como el aire y tanto para abrir la puerta como para cerrarla agarro el picaporte como si se fuera a derretir.

Pero a la media hora mamá viene a buscarme a mi cuarto como si no me hubiera visto entrar. Abre la puerta enloquecida y me sacude del pelo: vaga, callejera, ¡te dije que de acá no te movías!

Completamente fuera de control, aprovecha para gritar por todas las tragedias de su vida. Javo, parado en el marco de la puerta, me dice achinando los ojos: ves cómo la ponés, tarada.

Mamá me sigue zarandeando hasta que la empujo para sacármela de encima y se patina con el borde de la frazada que arrastra en el piso y se cae de culo al lado de la puerta. Patalea, se tira del pelo, se pega la cabeza contra la pared preguntándose por qué tiene hijos como nosotros y se cae al suelo, teatral. Llora un rato, insulta a papá, insulta a su madre, hasta que se cansa, como algo a punto de quedarse sin pilas.

Vos metete en la cama, me ordena Arturo desde la oscuridad del pasillo, y a la mañana siguiente me acompaña al colegio.

Arturo es mi hermano mayor, el que viene después de Mercedes. Él también empezó la facultad y tampoco está nunca en casa. Después de ellos viene Javo, el que se cayó al pozo de la sabiduría, que todavía va al colegio secundario, y atrás venimos yo, Félix y Bernardo —los mellizos—, que estamos los tres en la primaria, aunque Bernardo va a un colegio especial porque es sordo. Es sordo de nacimiento pero nadie se dio cuenta hasta los cuatro años. Mamá dice que era un santo porque jugaba solo en el corralito sin pedir nada, pero como no hablaba papá lo mandó a una escuela para mogólicos, donde descubrieron que era sordo. En la escuela para sordos le enseñaron a hablar, pero mamá dice que no habla porque papá lo mira horrible. Lo pone tan mal oírlo balbucear los sonidos de las letras sin tono ni color que lo prefiere mudo. Jamás le dirige la palabra y mucho menos mirándolo a la cara, que es lo que tenemos que hacer todos para que nos pueda leer los labios. Papá les habla a los mellizos como si fueran una sola persona, a la que por supuesto nunca tiene nada que preguntarle.

Félix, que no soporta el silencio, habla sin parar. Solo y en voz alta le explica a Bernardo todo lo que se le pasa por la cabeza. Como tampoco puede parar de moverse, siempre se fractura algo o hay que coserle una ceja o el mentón. Todavía estaba en rehabilitación de la fractura del metatarso que se hizo jugando al fútbol —le dieron una patada por robarse una pelota—, cuando se fracturó el cúbito y el radio trepando un muro para escaparse de un baldío. Los tres meses siguientes se los pasó con un yeso que le doblaba hasta arriba del codo como una ele. Con los dedos inmovilizados hacía lo mismo que sin el yeso, que iba tomando un color sucio —escrito con lapicera y dibujado con sylvapen—, y se deshilachaba en los bordes como una momia vieja.

Entre el traumatólogo de Félix y la fonoaudióloga de Bernardo, mamá se la pasa llevándolos y trayéndolos del Hospital Alemán. El tío Rolo dice que mamá un día se va a fugar con un médico. ¡Dios lo oiga!

Así y todo, es una suerte que los mellizos se porten peor que yo. Cada vez que entro a casa y los están retando a ellos siento un gran alivio. No la alegría que siente Javo pero sí un alivio. Parados uno al lado del otro frente a la pared grande del living parecen dos enanitos de jardín, con los pantalones cortos y cara de duendes, pero son dos alimañas a las que les gusta tirar piedras desde la terraza al viejo techo de hierro y vidrio del garaje de atrás y arrojar huevos desde el balcón del quinto piso al jardín de la nunciatura que está enfrente. Si pegan en la cancha de tenis vale doble. A Félix también le gusta jugar con dardos y tirar bombitas adentro de los autos en carnaval. Y tal vez por alguna aversión hacia todo instrumento de comunicación que no le sirve para nada, Bernardo destruye teléfonos públicos. Te caen muy simpáticos un ratito pero a la media hora no los soportás más. Y están llenos de tics que son de Bernardo pero que Félix copia sin darse cuenta. Hay épocas en que mueven una de las comisuras de la boca hacia un costado, como si alguien tirara de un hilo imaginario que se las levanta de la mejilla. Épocas en que abren los ojos como el dos de oros y se quedan unos segundos con la mirada perdida en ninguna parte. Épocas en que pestañean sin parar o sacuden una mano boba a la altura del pecho, como si estuvieran apurando a alguien, y épocas en que se meten la mano adentro del pantalón y se tocan el asunto delante de la gente…

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