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Primera parte » 3

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Rafael no parece un adulto pero tiene veintitrés años. Yo lo siento como si fuera de mi edad pero sé que es mucho más grande, mucho más que mi hermana mayor, que no me da ni cinco de pelota porque le parezco una borrega. Rafael siempre llega al kiosco silbando, con el pelito largo atrás de la nuca y una carterita de cuero debajo del brazo. En casa consideran grasa que los hombres usen carterita, aunque también puede ser de marica. Rafael tiene un poco de las dos cosas pero no es ninguna de las dos. Usa el paquete de Jockey Club acomodado en la manga arremangada unos centímetros arriba del codo pero no es grasa. Y se viste con pantalones acampanados y botas negras con cierre y un poco de taco pero le gustan las mujeres. Se le nota cuando las mira, y las mira a todas. Ellas también le sonríen. Él no tiene nada de especial pero es lindo, con los ojos castaños como el pelo y los labios finitos. Es un poco más alto que yo y de perfil tiene algo de chica, por la nariz respingada y las pestañas gruesas.

Su apellido francés también confunde un poco las cosas en cuanto a lo mersa, pero que maneje un colectivo aclara todas las dudas; cualquiera se da cuenta de que un niño bien no es. Probablemente en Francia su apellido Ducret sea como acá llamarte Pietrafesa.

Pasa por la placita porque es amigo de Dorita. Se nota que no son nada más porque no tienen nada que ver; no sé cuántos años le llevará ella pero parecen cien, y está a la vista que a él le gusta estar con los más chicos. Pasa a saludar a Dorita y se queda charlando con nosotros afuera, debajo del toldo de fanta, o nos invita a comer tostados de jamón y queso en la confitería de la otra esquina, donde nos divertimos haciendo chistes con el mozo, que cuenta los mejores chistes en tres actos del mundo.

Primer acto: una mujer embarazada y una torta quemada.

Segundo acto: una mujer embarazada y una torta quemada.

Tercer acto: lo mismo.

¿Cómo se llama la obra?

Por no sacarla a tiempo.

Un amigo de Boedo (en vez de decir el nombre de las personas de las que habla, Rafael siempre usa el nombre del lugar o la calle donde viven) le presta el taxi con el que nos lleva a pasear con la banderita baja y vamos al Rosedal a andar en bote o a comer choripanes a la costanera sur.

No entiendo de dónde saca Rafael la fortuna que se gasta con nosotros, pero nos lleva todo el tiempo al cine y a comer pizza. Por el Ital Park pasamos también sin él muchas tardes, porque queda en el barrio y vamos a buscar fichas perdidas, que siempre hay (las mejores son las negras porque sirven para todos los juegos). Llegamos al final de la tarde, cuando el cielo se pone azul claro y prenden todas las luces de los juegos. Siempre hay promociones especiales para entrar sin pagar y el día de tu cumpleaños te regalan un talonario repleto de pases libres. Ya fuimos con siete documentos diferentes cada uno. Una mañana que nos rateamos con Sumi y con Lucio, caminamos por adentro del tren fantasma. Entramos saltando por un costado porque no había nadie, los juegos estaban tapados y las boleterías con la persiana baja. Lucio levantó la lona para meterse adentro del tren fantasma y Sumi lo siguió decidida, riéndose. Yo me metí para no quedarme sola afuera, parada sobre el pavimento como en un pueblo abandonado. Adentro, sin luces, el túnel era mucho más siniestro que iluminado, entre las paredes de chapa se colaban unos rayitos de luz que recortaban las figuras retorcidas en las sombras. Yo disimulé el miedo todo lo que pude, hasta que algo que colgaba del techo en la oscuridad me tocó el pelo en el mismo momento en que un gato se escapó de su escondite entre el decorado del verdugo y me largué a llorar. Sumi y Lucio, veinte metros más adelante, gritaban histéricos felices de la vida y de la muerte. También les encanta quedar cabeza abajo en la montaña rusa o sentir en todo el cuerpo la vibración de los kartings del Indianapolis que los hace temblar como corriente eléctrica. Cuando vamos con Rafael suben a todo mil vueltas. Yo los espero abajo en tierra firme porque mi vida ya tiene suficientes emociones. Rafael me insiste: dale, yo quiero que vos te diviertas. Entonces en chiste caminamos hasta el fondo del parque, donde están los juegos de kermesse, los más idiotas, pero yo igual no emboco ni un arito en una botella.

Mamá y papá, aunque sobre todo papá, desconfían de Rafael. ¿Qué hace un tipo tan grande jugando con chicos? ¿Se divierte? ¿Qué es lo que le divierte?

A papá le cuesta creer que alguien busque nuestra compañía a propósito, alguien con un gusto tan raro tiene que esconder algo. Y que yo lo defienda con tanta devoción lo vuelve todavía más sospechoso.

Yo en casa había contado que Rafael nos llevaba, a veces, a andar en bote por el Rosedal o al zoológico, pero no que íbamos todo el tiempo al Ital Park o a los cines de la calle Lavalle. Pero ahora Rafael nos invitó a todos el domingo a la cancha de River, el club de sus amores (cuando juega se pone la camiseta debajo de la camisa celeste de chofer), y se ofreció a ir a pedirle permiso al padre que haga falta. Sumi se ríe, siempre se ríe: si yo en mi casa llego a contar que tengo un amigo colectivero me achuran.

Me tranquiliza que suene el portero eléctrico exactamente a la hora que Rafael me dijo que iba a venir: las dos y media de la tarde. Le abro desde arriba con el timbre del portero eléctrico y sube por el ascensor silbando bajito Michelle. Papá abre la puerta de entrada en el momento justo en que el ascensor para en el palier, mamá se queda un metro atrás de él. Rafael los saluda formal y relajado, encantado, dice, y les habla de esas cosas embolantes que conversan los grandes. Papá le pregunta de dónde es su familia y mamá cuántos años tiene. Hablan un rato de algo de la Universidad de Rosario (ahí me entero de que Rafael es de Rosario) parados sobre los flequitos del borde de la alfombra del living, hasta que aparecen Félix y Bernardo. Yo a Rafael ya le conté mil cosas de los mellizos, y a Félix ya se lo cruzó alguna vez en el kiosco de Dorita. Rafael los saluda a los dos dándoles la mano, después le toca el hombro a Bernardo y le pide que lo mire, y en lenguaje de signos le pregunta algo que Bernardo entiende perfectamente y le contesta enseguida. Mamá abre los ojos como si tuviera una basurita. En casa no le hablamos con lenguaje de signos porque en el colegio de sordos dicen que no lo ayuda para aprender a leer la boca, pero parece que Bernardo igual sabe. Está tan nervioso y contento que se ríe como un idiota, haciendo ese ruidito insoportable. Pero delante de Rafael no me importa, me siento cómoda aunque esté en casa.

Félix, caradura total, abusando de su encanto pregunta: ¿puedo ir? Los ojos le brillan suplicantes. Rafael lo mira a papá y le dice que él no tiene ningún problema en llevarnos a los tres. Bernardo aplaude loco de felicidad.

A partir de este momento mamá considera que Rafael no tiene nada de malo y que es una muy buena persona, y que si dice encantado al presentarse o buen provecho cuando estamos comiendo es porque es un muchacho de barrio, lo que al fin de cuentas no es ningún pecado.

Cruzando la calle frente a la placita baja una escalera de mármol a un pasaje con mala fama que sale a la recova del bajo. Para atravesarlo hay que caminar sobre adoquines desparejos y zigzaguear entre los autos llenos de gatos. Es un callejón con las puertas medio escondidas y los farolitos rotos. Desde el balcón de la escalera frente a la placita, al atardecer, se ve como un túnel que se pierde en la oscuridad. La única luz que hay es la del farolito rojo del Can Can, un cabaret que a veces se la olvida prendida tres días seguidos. Lucio y Pato, que se pasan la vida en la placita, dicen que muchas veces vieron entrar o salir a las putas, pero yo nunca vi salir a nadie.

Rafael está sentado al lado mío en uno de los bancos de piedra que te congelan el culo, contándome los chistes de un programa cómico que hay en la tele que en casa no me dejan ver, porque todo lo que a mí me gusta a papá le resulta poco edificante. Imita a Rucucu y después me dice:

—¿No me acompañás a la casa de un amigo?

En la placita somos muy de acompañarnos a todos lados, con Sumi nos acompañamos hasta la esquina de la casa la una a la otra hasta siete veces seguidas. Rafael agita el talón sin darse cuenta y le tiembla toda la pierna.

—Mi amigo Humberto, el de la mamá que tiene la peluquería en Temperley, el que vive acá enfrente en el pasaje. El que te conté que me deja la lasagna en la heladera y me plancha hasta las toallas.

Se agarra la rodilla con la mano para dejar de mover la patita.

—La Humbertina, digo yo.

—¿Querés que vamos? Es acá nomás, dale. Volvemos en un ratito.

Se alegra de que le diga que sí. Toma aire por la boca medio jadeando, como siempre que está inquieto, que es casi siempre. Humberto vive a mitad de cuadra del pasaje, en un inquilinato que parece un conventillo. Atravesamos una reja y caminamos por un pasillo que desemboca en un patio oscuro lleno de cuartos, con plantas en macetas y ropa tendida por todos lados. En el primer piso al fondo está la casa de Humberto. Rafael toca el timbre. Una voz de mujer le contesta desde adentro pasá que está abierto. Toda la casa es del tamaño de mi cuarto. En un rincón hay una cocinita con horno que parece de juguete pero sobre la hornalla encendida se calienta el agua de una pava. En el centro hay una mesa con dos sillas y del otro costado una camita y una cómoda de madera tallada con flores. La camita está llena de almohadones entre los que descansa un perro salchicha viejo. Humberto es pelado y tiene puesto un delantal de cocina. Sonríe y dice: Rafael.

Se parece a mi tía Elena, la hermana de papá, una profesora de latín soltera para toda la vida que vive con la abuela. En las paredes hay cuadritos con retratos de damas, perritos o flores en marquitos ovalados pegados sobre tiras de terciopelo verde musgo o amarillo oro y rematadas con un moño o un fleco. Al lado de la camita un tocadiscos con discos de María Martha Serra Lima y una maceta china con una alegría del hogar. El baño está afuera, antes de la escalera. Si querés ir yo te acompaño, me dice Humberto, pero yo prefiero aguantarme porque me imagino que el baño es de esos que tienen un agujero en el piso y dos huellas para apoyar los pies a los costados.

Rafael se sienta en la mesita con Humberto y yo en el borde de la cama, para poder acariciar al perro que en realidad es una perra. Una salchicha vieja y tibia con las orejas muy suaves. Las voces de ellos se mezclan con las de la radio y rebotan en el techo, que es desproporcionadamente alto. Toman mate y hablan sin parar. No entiendo de qué pero me río cuando ellos se ríen. Es raro verlo a Rafael como a un adulto y también a esa señora que está con él como a Humberto. En un momento se ponen a hablar en clave para que yo no los entienda porque hablan de mí. Escucho algo de divina y preciosa y digo si quieren me voy, y me levanto de la camita haciéndome la molesta, porque prefiero pasar por tarada antes que soportar que hablen bien de mí adelante mío. Rafael me jura que no me están tomando el pelo y me da más vergüenza todavía. Lo mismo que darme cuenta de que me llevó a la casa de la Humbertina para que me conociera como si me hubiera presentado a su mamá.

Esa noche me meto en la cama y trato de soñar con Mark Spitz. En la pared tengo un póster gigante de su foto con las siete medallas de oro que ganó en los juegos olímpicos de Munich colgándole sobre el pecho desnudo. Tiene puesto un slip a rayas verticales con los colores de Estados Unidos y sobre la barra azul del medio hay tres estrellitas blancas que le caen justo donde quiero soñarlo. Es tarde, y salvo Mercedes que para variar no está, y papá, que no vino a comer, todos los demás duermen hace rato. Yo intento dormir pero no caigo, boca abajo me froto el empeine de los pies contra la sábana buscando el cielo de las tres estrellitas blancas. De repente del cuarto de al lado escucho el crujido que hace la cama de Javo cuando se baja de la cucheta de arriba y siento sus pasos descalzos cuando abre la puerta al darse cuenta de que llegó papá.

Desde la cama oigo los cuchicheos con los que lo intercepta en el pasillo y lo hace retroceder hasta el living. Me levanto y me asomo al hall, mamá ronca despacito, con la puerta entornada y supongo que algunos miligramos de valium encima. Camino unos pasos y me escondo en la oscuridad del interminable pasillo de parquet que llega hasta la alfombra del living. Al fondo del túnel se oye la voz de Javo hablando bajo pero en tono alto, como gritando en secreto. No se le entiende mucho lo que dice pero se trata de algo terrible que escribió Mercedes en una carta. Entre los murmullos me llegan dos palabras sueltas: embarazada y aborto.

Lo único que le escucho decir a papá es que no se entere tu madre. Hablan unos minutos más y después se quedan en silencio. Cuando siento los pasos de papá que se acercan por el pasillo vuelvo a mi cama como un latigazo y me tapo la cabeza con las frazadas como si hubiera un monstruo. Pero no pego un ojo en toda la noche: Mercedes embarazada, no puede ser.

Como siempre que papá dice que hay algo de lo que mamá no tiene que enterarse, él es el primero en contárselo. Y cuando mamá se entera, se entera también todo el edificio por el pozo de aire y luz del lavadero, donde queda el cuarto de Mercedes, que en realidad es el segundo cuarto de servicio de este departamento inmenso y gris que mamá llama de estilo racionalista y papá una caja de zapatos.

Cuando vuelvo del colegio al mediodía Mercedes está encerrada en su cuarto llorando a los gritos y mamá le golpea la puerta gritándole puta. En la cocina la muchacha se desabrocha el delantal como para irse. Los mellizos están parados en el living listos para salir corriendo si aparece el yeti por el pasillo y Javo todavía no volvió del colegio. El ambiente está cargado de tragedia y apocalipsis y mamá brama desde la garganta, sin tomar aire, cambiando el tono de voz que tiene siempre, agudo y chillón, por algo ronco que parece escupir como un gargajo. La cara hinchada por las lágrimas y los ojos grises desteñidos, con el glóbulo blanco rosado y venoso. Aprieta en la mano un pañuelo mojado y babea. Desde adentro del cuarto, Mercedes grita te odio hija de puta y morite.

Retrocedo por el mismo camino que acabo de entrar y salgo por la puerta principal. Félix me pone cara de huérfano: ¿puedo ir con vos? Le hago con el dedo que no. Me da pena pero si se nos cuela Bernardo me hago el harakiri. Cierro la puerta despacito y bajo las escaleras corriendo. Afuera en la calle la luz vibrante de las tres de la tarde me espera con los brazos abiertos. El ruido de los autos me acelera el pulso. Las dos palabras, embarazada y aborto, me suenan en la mente con eco.

No podía ser Mercedes. ¿Y cuándo había sido?

Mercedes no estaba nunca en casa. ¿Y su novio? ¿Y dios?

Nos metemos con Lucio en el cine a ver una película de cine catástrofe sin saber que duraba más de dos horas y llego a casa bastante más tarde que de costumbre, pero el clima es tan denso que nadie se da cuenta. Se nota que no hubo cena y mamá ya está durmiendo hace rato. Papá está en una comida en el círculo militar. Como siempre que hay quilombo, nos acostamos todos temprano y casi al mismo tiempo, como si nos pusiéramos de acuerdo. Lo que no impide que a la mañana siguiente Javo y Arturo se caguen a trompadas por un licuado de banana.

Pero Mercedes no está embarazada. Ese papel arrugado con la tinta corrida que encontró Javo revisando cajones (uno de sus hobbies favoritos: en aras de profesionalizarse también manda los cupones de la Continental School que aparecen en las revistas de historietas para recibir información sobre el curso de detective por correspondencia) es una carta vieja que ella le escribió al novio hace más de un mes, desesperada porque tenía un atraso de dos semanas. Pero después se indispuso y se olvidó de tirarla y ahora todo el mundo sabe que se acuesta con él.

Pobre Mercedes, en dos días pierde su falsa reputación de buena hija y encima se queda sin novio, porque cuando le propone al budinazo que se casen igual y se vayan a vivir juntos él le dice que le faltan tres años para recibirse y ella lo deja porque no puede esperar tanto.

Papá está contento porque el novio no le gustaba nada. Según él es la clase de alumno que va a la facultad a politiquear. Igual que vos, había comentado mamá, que conoció a papá cuando los dos estudiaban en la Manzana de las Luces y él militaba en la Alianza Libertadora.

Pero papá siente que él no tiene nada que ver con ese muchacho arrogante que lo miraba con desprecio. Y la verdad que no tiene, porque el ex novio de mi hermana se parecía más bien a Alain Delon.

Mercedes llora sin parar cuatro días seguidos. Al quinto, en camisón y con la mirada medio extraviada de una doncella a punto de cometer un sacrificio ritual, se para al lado del incinerador del pasillo del lavadero con la mochila de lona del campamento llena de cartas de amor y las tira una a una a la basura. Sin pestañear corta las fotos en pedazos y desgarra en jirones una camisola hindú a rayas que él le regaló para su cumpleaños.

Del odio al amor hay un paso, dice el refrán, pero parece que del amor al odio hay mucho menos.

Esa misma tarde llega milagrosamente una carta de Estados Unidos, confirmándole a Mercedes que la aceptaron en un programa de intercambios en el que se había inscripto hace mucho tiempo pero sin ninguna esperanza. Como tiene más ganas de escapar que Houdini no lo duda un minuto, y papá la ayuda a acelerar las cosas para alejarla cuanto antes del novio, que otra vez empezó a llamarla.

Pero antes de viajar yo la escucho hablando con una amiga desde el teléfono del pasillo. Está sentada en el piso, fumando, porque papá todavía no llegó del trabajo, y usa la cajita de fósforos de cenicero. Tengo miedo de irme —le dice— pero si me quedo sé que me voy a volver a acostar con él y no quiero, porque él también me da un poco de miedo…

Un par de semanas después se toma un avión y se va.

El fin de semana siguiente, de la misma manera que ocupa el lugar del hermano mayor, Arturo se muda al cuarto de Mercedes sin preguntarle a nadie. Ahora los mellizos son sus lacayos cama afuera y se la pasan llevándole y trayéndole cosas de un cuarto al otro. Sobre todo Félix, que además le hace los mandados: ir a comprarle cigarrillos o una gillette para afeitarse. Bernardo le lustra los zapatos, y yo misma, pero porque quiero, le limpio los discos con un vaporizador transparente y una franela. Me encanta el de Carly Simon, y no puedo dejar de mirar la foto de la tapa en la que está con una remera celeste que le marca los pezones y no le importa.

Después de lo de Mercedes, Javo quedó como un alcahuete, aunque él se defiende diciendo que la que se va a ir al infierno es ella.

Pero la eterna pelea entre ellos empeora, porque ahora que se fue Mercedes, con la que no lo unía nada más que su amor por el tenis y el odio por Javo, Arturo se quedó solo y Javo se dedica expresamente a molestarlo.

Lo busca para pelear por cualquier cosa, le roba el ascensor, le cierra la puerta en la cara o le deja sus discos tirados al sol para que se le derritan. No le avisa que lo llaman por teléfono y deja rastros de sus requisas a propósito. Le fuma los Gitanes a escondidas pero sabe que si se llega a enterar lo descuartiza.

Por mucho menos lo corre por toda la casa hasta que lo alcanza y le pega manotazos en la cabeza mientras lo empuja con sus tres años y sus no sé cuántos kilos más hasta un rincón y le mete piñas en el cuerpo y rodillazos en el estómago hasta que Javo le dice maricón, entonces Arturo le da trompadas en la cara hasta hacerlo sangrar. Por la nariz o del labio, nada serio, aunque una vez le tuvieron que coser tres puntos en una mejilla. Javo siempre termina llorando y si cometés el error de mirarlo te podés ligar una piña aunque no tengas nada que ver.

Después viene la venganza. Porque por más que papá intente inculcarnos lo de poner la otra mejilla Javo suele preferir cagarlo a trompadas cuando menos se lo espera, sobre todo si Arturo está con algún amigo, que es algo que me resulta incomprensible porque siempre pierde. No entiendo cómo no le da vergüenza que lo vean llorar y arrastrarse después de que Arturo lo muele a palos.

Por las dudas yo paso el mayor tiempo posible fuera de casa.

Es fácil, porque cuando las batallas atraviesan sus puntos más candentes papá y mamá ni siquiera se dan cuenta de que no estoy, y mis hermanos, que son los que se dan cuenta, no levantan la perdiz para no empeorar las cosas.

Trato de quedarme a dormir en la casa de mis amigas todo lo que puedo. El problema son sus madres, que a la tercera noche consecutiva que me ven me preguntan si tengo permiso de mis padres. Hasta en lo de Sumi, donde las peleas entre la madre y las hermanas son casi peores que las de casa, sospechan de mi presencia. La arpía no tarda más de dos horas en amenazarme con llamar a casa para preguntar si saben que estoy ahí. Por eso algunas noches, como ésta, prefiero quedarme a dormir en el auto que está estacionado en el garaje del subsuelo, un Polara azul eléctrico que el padre de Sumi dejó olvidado en un rincón atrás de una columna, con las ruedas desinfladas y tapado de polvo.

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