Rumble

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Primera parte » 4

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Rafael maneja un colectivo de la línea 102 y a veces lo acompaño a hacer el recorrido. Él me dice el horario en el que más o menos tiene que estar llegando a la esquina de Guido y Montevideo y yo lo espero apoyada en el palito a rayas azules y blancas. Dejo pasar todos los colectivos 102 que no tengan el catorce pintado en el costadito derecho de la puerta. Me pongo en la misma cola que todo el mundo pero cuando llega Rafael trepo la escalera a empujones para llegar arriba primero. Subo y me paro atrás del asiento del chofer, donde está sentado él, que ni bien me ve subir me mira por el espejo con los ojos brillantes. El volante está forrado con cintas rojas y blancas y colgada en el espejo de arriba del conductor hay una imagen de San Cristóbal, el patrono de los viajeros, que lleva en los hombros a un chico desconocido al que ayuda a cruzar el río sin saber que es el niño dios. Es la misma imagen que tengo en la cruz que me cuelga del cuello, regalo de comunión de mi tío Rolo, y la coincidencia me resulta una señal.

Rafael corta los boletos y da el vuelto mientras maneja con un cigarrillo en la boca. Yo me acomodo en el pozo, esos tres escalones pegados al conductor que bajan hacia la puerta de la izquierda que siempre está cerrada. O me apoyo sobre la otra punta del tablero, atrás de la puerta de la derecha, por donde se sube, y lo ayudo a cortar boletos cuando se junta mucha gente. Les pregunto a los pasajeros de cuánto y les doy el boleto cortado en la mano mientras Rafael le termina de dar el vuelto al pasajero anterior. Rafael saluda a cada pasajero que sube y les dice hola bebé a las chicas lindas. Arrima el colectivo bien cerca del cordón de la vereda para que las viejas no tengan que bajar a la calle y deja pasar a los que van al colegio sin cobrarles.

Suben muchos vendedores ambulantes que deberían trabajar en un teatro. El otro día un urso gigante montó un show increíble, y yo me sumé a hacerle réplicas desde el pozo para hacerme la graciosa. El tipo inclinaba la cabeza para no tocar el techo. Llevaba un bolso colgando del hombro sobre la espalda y tenía puesta una camisa celeste clarito. Subió después del último pasajero, secándose el sudor de la frente con un pañuelo, y saludó a Rafael con un “qué hacé flaco”. Todos los asientos del colectivo estaban ocupados y había unas cuatro o cinco personas paradas en el pasillo. El urso se acomodó en la escalera, delante de la fila de asientos de a dos, para dejar el pasillo libre, y se agarraba de un pasamanos que colgaba del techo. Yo estaba sentada en un lugar muy difícil de describir, que es en la punta del tablero a la izquierda, arriba del pozo, un rincón vidriado y canuto al lado del conductor, donde sólo se puede sentar alguien con un culo tan chico como el mío. Estaba al lado de Rafael y a un metro del urso. Buenas tardes damas y caballeros, vengo a ofrecerles directamente desde fábrica un producto que cambiará su vida. Dinero, acoté yo desde la esquinita, y el tipo me escuchó pero siguió hablando como si no me hubiera oído. Un novedoso producto químico que limpia todo tipo de manchas sin dejar la menor huella. No te queda ni la hilacha, grité yo sin levantar demasiado la voz pero haciéndome claramente la viva. Voy a hacer la prueba con mi camisa, dijo el urso, sacando del bolsillo derecho de su amplio pantalón de gordo un gotero con un líquido azul ultramar ordeñado de un cartucho de lapicera, y se lo volcó a propósito sobre la panza. Y, no la vas a hacer con la mía, acoté yo desde el pozo. Algunos se rieron. Una mancha azul le creció sobre la camisa celeste más o menos a la altura del tercer botón. El urso levantó la voz. ¿Cuánta ropa se le arruinó por una mancha de tinta? ¿Eh? ¡Qué digo una mancha, a veces basta con un salpicón de morondanga! Sacó del bolsillo izquierdo otro gotero con el producto y, con la ayuda de un trapito que buscó en el bolsillo de atrás del pantalón, frotó la mancha de tinta azul hasta que la borró por completo.

En la camisa apenas quedó una aureola húmeda. La gente hizo ooh. Del bolsillo izquierdo del pantalón sacó otro gotero con un líquido rojo y espeso como el ketchup y se lo tiró sobre la camisa, ahora sobre el faldón derecho, porque el otro todavía tenía la aureola que no se había terminado de secar. El auditorio lo escuchaba con la boca abierta, él los miraba fijo: ¿Cuánta ropa se le arruinó por una mancha de tuco, una chorreada de sopa, un salpicón de mostaza? Ponete la servilleta, gordo, le dije yo desde el foso, con una tonada a lo Tita Merello. Las risas estallaban, algunos pasajeros aplaudían. En una parada subió más gente, que entraba al colectivo medio como pidiendo disculpas, agachados y con la boca cerrada, como los que llegan tarde al cine y la gente que está sentada los chista. Para cerrar el show el urso se pintó los labios y se besó el cuello de la camisa y de nuevo sacó el frasquito con la poción mágica. No lo dejaban bajar. Le compraron un montón de frasquitos que él sacaba del bolso que se había acomodado sobre la panza. Antes de bajarse me dijo sentido, despidiéndose con una reverencia teatral: adiós mi reina. Princesa, le contesté yo, mi mamá todavía vive. Chau linda, adiós, me dijo para terminar, ¡no te mueras nunca…! Y una vez que pisó la calle, en el mismo instante en que apoyó la punta del pie en el pavimento con ese saltito frenado que hacen los que siempre caen parados, y antes de perderse entre las colas de los pasajeros del próximo colectivo que iba a tomar, se dio vuelta y agregó para que lo oyeran todos, mirándome de lejos: ¡…agonizá toda la vida!

Rafael habla con los pasajeros mientras maneja, amenaza con bajar a los que molestan, y cuando sube una embarazada o una madre con un bebé en brazos y nadie le da el asiento frena el colectivo en plena calle, se levanta de su asiento de chofer y se lo ofrece a la embarazada para que se siente ella.

Se parece al zorro que hace de Robin Hood en la película de Disney.

Una punta del recorrido es en Barracas, en una esquina de veredas tres o cuatro escalones más altas que la calle para contener las crecidas del agua podrida del Riachuelo. Alrededor hay galpones oxidados y fábricas cerradas con todas las paredes escritas: Perón vuelve y la estrella federal. Los choferes se paran a tomar café apoyados en la única pared en la que pega un poco el sol. La otra punta del recorrido es en Palermo Chico, atrás de una placita entre los bosques. Bancos de madera, senderos de polvo de ladrillo y faroles franceses. Mucamas de uniforme paseando viejos. En las dos puntas pasa más o menos lo mismo: Rafael estaciona el coche catorce al lado de los otros colectivos vacíos y caminamos hasta donde están reunidos los otros choferes, que me miran raro de entrada. Me presenta con un ademán en general —mi amiguita de Recoleta— y yo los saludo a cada uno con un beso, pero mi presencia los cohíbe y delante mío no cuentan ninguno de los chistes ni tienen nada del ingenio que Rafael les adjudica cuando habla de ellos. Son nada más que un grupo de colectiveros fumando en una esquina y de repente no sé qué estoy haciendo ahí. Pero con Rafael soy capaz de ir al fin del mundo. Es la primera persona que me mira y me ve realmente como soy. Nunca le importé tanto a nadie. Todo lo que yo digo le parece genial y se acuerda de mis frases enteras.

De cada uno de los chicos del kiosco Rafael tiene aislada su palabra favorita, esa que detecta que la persona dice muy seguido o de determinada manera. Le gusta como yo digo metengoquir cuando tengo que volver a casa antes de que se haga de noche, y a mí me gusta que me lo haga repetir dos o tres veces aunque me hago la que estoy cansada del chiste.

A Rafael le encantan los juegos de palabras y los chistes idiotas tipo lo conocés a Juan qué Juan el que te la metió en un zaguán. Le divierte hacerte caer mil veces hasta que te enojás, y mezcla con astucia en cualquier conversación la frase lo conocés a Funes para que le preguntes qué Funes y contestarte el que te la metió el martes y te la sacó el lunes. Cinco minutos después te hace caer de nuevo contándote que lo llamó Marcelo, ¿qué Marcelo?, el hermano de Juan. Todas cosas que no se pueden compartir con la gente que no sabe que la piragua es igual que el teto pero en el agua y que cuando te preguntan me averiguaste eso jamás hay que preguntar qué.

Lucio y Pato también están siempre listos como los boy scouts para ir a cualquier lado, con Rafael o quien sea y cuanto más lejos mejor, pero como Sumi tiene miedo de que la vea alguien por la calle cuando se ratea con nosotros vamos siempre al cementerio. No es el lugar más divertido del mundo pero deambulamos tranquilos entre las bóvedas, fumando por el medio de la “calle” porque no hay nadie más vivo que nosotros, mientras leemos las chapas de los deudos y sacamos conclusiones idiotas. Si la señora Erpilia de Avellaneda al morir a los veintidós años ya tenía cinco hijos, seguramente se casó antes de los catorce y cosas así. Con el tiempo me hice un recorrido de cinco o seis tumbas por las que paso siempre y si entro al cementerio y no voy a verlas me siento culpable como si fueran de mi familia. A la nenita de mármol que está acostada en su camita en una bóveda de la entrada algunas veces hasta le dejo flores, robadas de otra tumba pero flores al fin, porque siento que es mi hermanita muerta. Sé que es imposible porque mi hermanita se murió siendo una beba, pero sobre todo porque nosotros no tenemos bóveda en la Recoleta. Igual siento que es ella. Si es por eso también parece imposible que sean de mármol la sábana que la cubre y las florcitas silvestres que sostiene entre las manos, el pelo desparramado sobre la almohada y la transparencia de los párpados cerrados para siempre.

A veces jugamos a tener miedo y nos asustamos en serio, por algún movimiento invisible, un ruido rápido o la imagen tenebrosa de una bóveda violada durante la noche. Los ladrones dejan los cajones polvorientos con las tapas abiertas por las que se asoman pedazos de raso amarillento entre telarañas y pelos resecos. Vidrios rotos y velas derretidas apoyadas sobre cualquier parte para llevarse unos candelabros, las manijas de un féretro o unas míseras chapitas de bronce.

Yo no robé jamás nada, porque aunque sé que el infierno no existe creo en la venganza de ultratumba. Además mi colección es sólo de chapitas de autos. Las chapitas con la marca o el modelo que tienen pegadas todos los autos en alguna parte de la carrocería. Tengo una colección bastante grande con algunas piezas realmente valiosas. Ayuda el barrio, que es un yacimiento permanente. De los alrededores de la embajada de Argelia y los fondos de la nunciatura, en la esquina de casa, junté una buena cantidad de falsos símbolos de la paz de Mercedes Benz, pero también chapitas de Ford Futura y Chevrolet 400, o los tres números del Peugeot 404 que vienen soldados en la misma barrita. Y allá abajo, en el pasaje, una vez me llamó la atención el brillo de un jaguar que estaba en el capó de un Jaguar y lo saqué intacto. En una época llevaba un destornillador en el bolsillo interno del blazer del colegio que tenía el forro roto y a veces había que buscarlo por toda la espalda. Era un destornillador ancho y corto con el mango de acrílico verde con el que sacaba las chapitas sin romperlas. Hay que tener mucho cuidado porque se parten de nada, primero hay que aflojarles los tornillos, si se puede, y después engancharles el extremo plano del destornillador desde atrás y hacer una ligera palanca para que se suelten con cuidado, con los tornillos puestos. La mayoría de las veces hay que hacerlo de espaldas, apoyado sobre el paragolpe con las manos escondidas atrás, fingiendo que no hacés nada más que estar apoyado en un auto. Si te podés llevar los tornillos, mejor, algunos son largos como un dedo y otros pierden la cabeza apenas los tocás. Guardo la colección como un tesoro, escondida en una caja de cartón en el fondo del placard de mi cuarto, debajo de unos patines oxidados que eran de Mercedes.

La mucama del té de tilo, que más que un canario era un apóstol, se tuvo que volver a su pueblo porque su hija de quince años quedó embarazada, y tenemos una chica nueva, una chaqueña de veinte años que parece de más porque es enorme.

El uniforme le queda corto y encima lo usa con el último botón abierto, por donde se le asoman dos muslos morenos de guerrera india lisos como los de una muñeca. Se llama Zulma, y como la ciudad la sofoca se pone el guardapolvo rosa con bordes blancos directamente sobre la ropa interior y anda en ojotas o descalza si mamá no está. Merodea por el cuarto de Arturo que queda en su zona de influencia, al lado del lavadero. El cuarto de ella está enfrente, en el pasillo que da al pozo de aire y luz por donde se pasa horas espiando a los vecinos. Apoyada en el marco de la puerta del cuarto de Arturo le conversa mientras él estudia. Se trenza y se destrenza la cola de caballo que le llega hasta la cintura y le pasa el parte completo del día mientras fuma los Gitanes importados de él. La novela que mira todas las tardes le hace pensar que el niño de la casa se puede enamorar de ella, pero Arturo me dijo que le parece un mamut. Lo mejor de Zulma es que se banca a la loca con una sonrisa. Mamá es capaz de hacerla tender de nuevo una cama cuatro veces seguidas (y por supuesto que para mostrarle el pliegue que quedó mal se la desarma entera de un manotazo). La manda a comprar tomates redondos y jugosos o huevos grandes y frescos y ella se lo repite tal cual al verdulero. Mamá dijo que el año que viene la va a mandar a la escuela nocturna a terminar la primaria. Ojalá dure hasta entonces. Pero lo dudo.

Una casa con seis chicos es una máquina de ahuyentar mucamas, y el carácter inestable de mamá no ayuda. La mayoría no dura una semana. Hasta las chicas que mandaban del Opus Dei cuando vivíamos en Bellavista, que ya estaban acostumbradas a que las trataran como a esclavas, salían corriendo cuando a mamá le saltaban los tapones. Ahora toma a la que venga, sin pedirle referencias ni documentos, pero igual todas nos abandonan. Muchas veces se van sin avisar. Como trabajan cama adentro y duermen en casa toda la semana aprovechan el franco del sábado a la tarde para irse y no volver nunca más. Mamá recién se da cuenta el lunes a la mañana cuando no llegan. Las espera dando vueltas por la casa, ordenando y haciendo camas, cargando el lavarropas y preparando el almuerzo, enojada y refunfuñando entre dientes ya me vas a escuchar cuando llegues chinita mugrienta, caradura. Pero con el correr de las horas, y después de haber limpiado baños, tendido ropa y a punto de salir a la calle a hacer las compras, ruega verlas aparecer por la puerta para perdonarles lo que sea.

El desorden la pone muy nerviosa, bah, cualquier cosa la pone muy nerviosa.

Y disfruta limpiando las canillas de los baños con Odex en polvo y Virulana, dos cosas que no puedo creer que no le den rumble. Las frota con la pelusa de metal hasta cortajearse la yema de los dedos. Estas canillas están percudidas, dice, mientras las deja relucientes como las de los avisos.

Es una pena que papá crea que todos los psicólogos son comunistas, porque el problema de mamá no se arregla con pastillas. Nadie habla jamás del asunto pero yo creo que mamá está así por lo de la beba. La beba es una hermanita que nació entre Javo y yo. Al nacer tuvo una diarrea estival y la dejaron internada en la incubadora del hospital casi tres meses. Coincidió con un viaje de papá a Alemania cuando todavía vivíamos en Bellavista y no teníamos teléfono. Como mamá no manejaba, para ir al hospital a ver a la beba tenía que tomar dos colectivos y un tren, para lo que primero tenía que dejar a sus otros tres hijos de menos de cuatro años a cargo de alguien.

La última vez que la había visto había sido un viernes a la tarde. El lunes siguiente cuando llegó al hospital se la entregaron dura y helada en los brazos, recién sacada de un freezer. Se había muerto el sábado a la madrugada y no habían tenido manera de avisarle. Ella sola le compró el cajoncito y la enterró sin decírselo a nadie.

No es que tuviera muchas amigas, más bien todo lo contrario, y tampoco le quedaba casi familia salvo su hermano Rolo. La familia vasca de papá nunca la quiso porque era pobre, aunque la excusa siempre fue su nacionalidad lituana, una cultura tan ajena. Porque para los vascos es muy importante ser vasco, se lo toman muy a pecho.

Papá se enamoró de ella por su parecido a Greta Garbo en Ninotchka. Se conocieron en la facultad y se casaron unos meses después de recibirse, aunque mamá ya se había recibido el año anterior pero no había ido a buscar el título para esperarlo a él, que se la pasaba politiqueando en el bar de la esquina. Ella trabajaba en la Fundación Evita, diseñando muebles para los grandes hospitales. Le gustaba porque dibujaban los planos en tamaño natural uno en uno, que quiere decir en tamaño real, una mesa del tamaño de una mesa. Pero cuando se casó tuvo que renunciar porque papá era antiperonista a muerte, o gorila, como dice el tío Rolo, el hermano de mamá.

Después tuvieron tantos hijos que ya nunca más pudo seguir con su carrera. Seis hijos, sin contar los ocho que perdió mamá, o los siete, porque la beba nació pero se murió a los tres meses.

Si hubiera sido por mamá no hubieran tenido más de dos o tres, a Mercedes, a Arturo y a Bernardo, como me dijo ella misma una vez, excluyéndome de la lista sin darse cuenta. Pero papá es muy católico y para los católicos cuidarse es un pecado muy grave. Hay que tener todos los hijos que dios te mande porque el sexo es para procrear, qué palabra asquerosa. Obvio que yo sé que igual ellos tuvieron mucho más de sexo que nosotros seis y los ocho embarazos que perdió mamá, y estoy segura de que todavía lo tienen, aunque tengan más de cuarenta años, porque a veces cierran la puerta del cuarto con llave.

Mamá sabe que no es simpática y lo reconoce casi con orgullo. Nunca dice nada amable y cuando lo dice lo hace en un tono tan forense que sólo los que la conocemos bien nos damos cuenta de que eso significa un elogio o un cumplido. La mayoría de la gente se siente lastimada, porque mamá a todo le encuentra primero que nada lo malo. De entrada saluda con una agresión: hola patas de tero o qué florecido tenés el pelo. Si le dan un beso se preocupa de que no la manchen con rouge. Cuando recibe un regalo pregunta el precio. Se enoja si te enfermás y odia los fines de semana porque no vamos al colegio y las vacaciones porque no lleva mucama.

Así como hay gente que siempre encuentra la flor en la basura mamá es capaz de encontrarle el defecto a cualquier virtud, incluso a las propias, o sobre todo a las propias, porque según ella, que cocina como los dioses, le sale todo mal.

Pese a eso le gusta recibir invitados a comer y papá siempre tiene a alguien a mano al que invita a cenar a casa para seguir hablando de trabajo un poco más. Esas noches los chicos comemos un rato antes en la cocina y sólo aparecemos por el living para saludar, exageradamente educados y formales. Mamá prepara platos con nombres en francés y pone la mesa con tres copas para cada uno. Compra flores, disfraza a la mucama con el uniforme negro y el delantal almidonado, y se maquilla, cosa que no hace nunca y le sale mal, queda como una nena pintarrajeada para jugar a la mamá. Además se pinta demasiado temprano y cuando llegan los invitados ya no le queda nada, porque se pasa horas en la cocina transpirando y secándose la cara con un repasador.

Dos minutos antes de que entren los invitados papá hace su parte, apoya la púa de la bandeja sobre la primera pista del disco que preparó hace horas pero que eligió al azar y que generalmente está mal, es algo demasiado ruidoso para empezar, una orquesta sinfónica que eriza los nervios o algo demasiado triste, un concierto de violín irremontable que tira el tono cada vez más para abajo. Un segundo antes de recibir a los invitados con una sonrisa mamá puede estar enjugándose las lágrimas porque se le encogieron demasiado las presas de pollo o porque se le desmoronó un flan al desmoldarlo. Las cenas son largas y siempre en algún momento su sinceridad desaforada lanza al vacío una frase ofensiva o cruel con alguien, preferentemente papá, que después de un par de copas se suele transformar en su blanco favorito, al que es capaz de decirle cualquier cosa delante de cualquiera.

Y todo lo que parece normal de repente se transforma en drama y el drama pasa a ser lo más normal del mundo. Vivimos en un buen departamento en Barrio Norte pero es alquilado, mis cinco hermanos y yo vamos a colegios privados y tenemos dos mucamas pero somos pobres, porque nunca tenemos plata para nada. Y no es que le busque el lado malo como hace mamá, porque a mí que seamos pobres no me parece tan grave. Pero como a papá tampoco le interesan los autos siempre tenemos autos feos y en estado lamentable. No tenemos campo ni quinta ni nos invitan a las de nuestros parientes porque somos muchos. Hubiese preferido tener más hermanas mujeres porque los varones se viven pegando, aunque Sumi que tiene tres hermanas mujeres dice que las mujeres se pegan igual y que encima gritan el doble. Si es por eso en casa emparejamos con la lituana, que cuando está depre duerme la siesta todo el día, pero cuando está maníaca grita sin parar.

Sumi no sabe lo que es vivir con los padres. Los suyos se separaron antes de que ella naciera. Hasta en eso tiene suerte. La que no tiene suerte es la madre, que ya se divorció dos veces. En casa piensan que una divorciada que se vuelve a casar es una puta, sin embargo la mamá de Sumi es una señora muy elegante que usa sombrero de ala ancha y fuma con boquilla. Trata a las mucamas de usted aunque tengan quince años y está siempre un poco acelerada, habla mucho y en un tono alto y pone los ojos en blanco por cualquier cosa. Me la crucé varias veces, siempre entrando o saliendo de su casa. La única vez que me miró posó los ojos directamente en el único botón de la camisa que me faltaba y me hizo sentir una pordiosera. Mi pelo enmarañado como si me acabara de levantar de la cama no ayudó. Yo no soy la clase de amiga que le interesa para su hija, por algo la manda a un colegio francés. En el mismo tono frontal y acusatorio que podría haber usado mamá le preguntó: si no es tu compañera de colegio, ¿de dónde se conocen? Y antes de salir, poniéndose unos guantes de cabritilla azul francia con borde de pelo blanco, le dijo a la arpía de la mucama: y por favor, trate de que Sumi no ande tanto en la calle. Después abrió la puerta y llamó el ascensor. La mucama entornó la puerta pero la escuché con mi oído de tísica: y a la amiguita, por favor, me la fleta, ¿m?

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