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Primera parte » 5

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Algunos domingos después del almuerzo también voy a ayudar a Dorita al kiosco cuando está cerrado al público. Me quedo con ella del lado de adentro con la persiana de metal baja y la luz mortecina del tubo, ordenando todo lo que sacamos de las cajas y acomodamos donde podemos. Las ristras de hilo sisal y los piolines de plástico de los embalajes quedan serpenteando como viboritas sobre el piso de flexiplás. Dorita en pantalón y corpiño transpira como un atleta pero no mueve un dedo, o mejor dicho es lo único que mueve, para dar órdenes aunque las disfraza de otra cosa.

—¿Ves esos biblioratos allá arriba? —señala un estante que está en la cima del Everest y me mira—. ¿No te animás a meterlos en el cuartito?

Sé que abusa un poco de mí haciéndome trabajar como a un preso, pero no me importa porque yo prefiero hacer cualquier cosa antes que estar en casa. Ella se dedica sobre todo a hablar por teléfono, acomodada en una banqueta alta al lado del mostrador. Llama al mayorista, al contador, al griego y a su sobrina, y toma cocacola con una pajita que se queda mordisqueando hasta mucho después de que se le termina el líquido.

Cada vez me fue dando más atribuciones. Paso del otro lado del mostrador y atiendo al público. Al principio no tocaba la plata pero ahora sí, cobro y doy el vuelto. Abro la caja con el botón que hace plin y acomodo los billetes debajo de los clips.

Y nunca le robé un peso.

Lo que pasó fue que empecé a olvidarme de anotar en el cuaderno las golosinas que me como sin que me vea y los cigarrillos sueltos que me escondo en el bolsillo. También dejé de anotar en el cuaderno a los que se les fía y al final terminé regalándole cosas a todo el mundo. Pero ellos no tienen nada que ver, la culpa es mía, soy yo la que les insiste cuando los veo mirar la bandeja de golosinas repleta sin un peso en el bolsillo. ¿Querés un helado? Después me lo pagás, dale.

Como soy especialista en detectar quilombo, me doy cuenta ni bien entro por el agujero de la malla metálica de la reja de enrollar. En vez de estar sentada como siempre, atrás del mostrador enfrente de la caja, Dorita está parada de este lado del mostrador con el cuaderno forrado en papel araña en la mano.

—Yo confié en vos —me dice—. Yo pensé que vos eras una persona honesta, una persona de buena educación, incapaz de una bajeza como ésta.

Enrolla el cuaderno con las dos manos y pienso que me va a pegar.

—Yo te traté como a una hija y mirá cómo me pagás. Yo sé que en tu casa tenés muchos problemas y a tu mamá no le hace falta enterarse de una cosa así, pero vos a mí no me vas a cagar, mocosa de mierda. Antes del viernes me vas a traer nueve mil pesos o voy a hacer la denuncia a la policía.

Salgo caminando como un autómata para el lado de la iglesia del Socorro. Por más que le robe a mamá mil pesos por día no llego ni loca a pagarle los nueve mil pesos antes del viernes. Ni saqueándole todos los días la cartera y el primer cajón de su mesa de luz puedo llegar a esa cifra. Además robarle todos los días es imposible. Algunos días le toca a Javo y otros le toca a Arturo y hasta los mellizos juntan sus migajas, pero la plata no alcanza para que afanemos todos, porque como ya dije somos pobres. Últimamente mamá paga hasta la carnicería con cheque. Y de papá mejor olvidarse, vive en tal despelote (porque a él el dinero no le interesa para nada, él está para cosas mucho más elevadas que el dinero) que puede llegar a tener un fajo de billetes grandes o ni un peso en el bolsillo, que es casi lo mismo, y robar billetes grandes es muy peligroso, sobre todo cuando los que roban son muchos.

Otras veces saqué bastante plata vendiendo libros de texto para el colegio en librerías especializadas, pero a mitad de año no me queda nada como para llegar a nueve mil pesos. Ya vendí todos los libros del año que estoy cursando y también algunos de los de mis hermanos, salvo los de Javo, que no los toco ni muerta porque me mata.

Del cuello me cuelga una cadena gruesa con una cruz de plata de la joyería Belgiorno que debe valer una fortuna. Es el regalo de comunión de mi padrino, el tío Rolo, el único regalo que recibí ese día deprimente.

Siempre que tengo miedo le pido ayuda. Esta vez beso la imagen del San Cristóbal que llevaba el niño en los hombros, la misma que tiene Rafael colgada en el espejo del colectivo, como si fuera mi novio, y le rezo de verdad, con el corazón. Prometo las mismas cosas que después nunca logro cumplir pero juro que esta vez las voy a cumplir. Voy a completar todas las carpetas y ponerme a estudiar, voy a dejar de mentir y de robar, y por supuesto voy a dejar de tocarme todas las noches como una enferma.

Vuelvo a casa y busco en el diario los avisos que vi mil veces. Las letras mayúsculas blancas grandes sobre fondo negro COMPRO ORO, joyas, relojes, alhajas. La mayoría de los lugares quedan en la calle Libertad, a quince cuadras de casa.

A partir de la avenida Corrientes la calle Libertad sube las tres cuadras siguientes con un local tras otro de compraventa de relojes y cadenas y cosas que brillan en cajitas de terciopelo. Las veredas son angostas y hay mucha gente. Busco algún local en el que haya una sola persona atendiendo, pero en casi todos hay por lo menos dos o tres judíos con barba detrás del mostrador y camino varias veces las tres cuadras por las dos veredas sin animarme a entrar en ninguno. De un local sale una chica embarazada del brazo de un señor que puede ser su padre y queda un tipo solo sentado al fondo, pero paso por la puerta y sigo de largo. Está oscureciendo y cada vez hay menos gente en la calle. Como en cualquier momento van a cerrar, vuelvo al local del tipo que se quedó solo y entro. Las vitrinas no tienen nada con pinta de valioso, salvo un reloj viejo en un estuche color crema que se parece al reloj de oro del abuelo. Lo tomo como una señal.

El tipo que atiende tiene forma de berenjena, con una aureola oscura alrededor de los ojos verde esmeralda. Está sentado en una silla giratoria de oficina y marca un número con el tubo sostenido entre la mejilla y el hombro. El mostrador es una vitrina vacía sobre la que hay una balanza y un juego de pesas de bronce de diferentes tamaños y el teléfono. De la pared cuelga un calendario del Club Armenio con el 1974 en dorado.

Sin dejar de apretar la cadena con la cruz que tengo en el puño ni sacar la mano del bolsillo del blazer del colegio, espero que termine la llamada rogando que se apure antes de que entre alguien más. Le cuento lo que tengo para vender y el tipo me dice que lo único que compra es oro y sólo si es de dieciocho kilates para arriba y está sellado. Hace un círculo en el aire con el dedo índice: igual que todos mis vecinos.

Lo único que tengo de oro son dos medallitas de bautismo y un prendedor con mis iniciales que guarda mamá en el tercer cajón de su mesa de luz cerrado con una llave que esconde en el primero. Cuando tenés muchos hermanos con las cosas de oro pasa lo mismo que con las fotos: van decreciendo de acuerdo al número de hijo que seas.

—Y tiene que venir un mayor con documentos.

Lo dice en el mismo momento en que suena el teléfono. Levanta el auricular con una mano mientras que con la otra mantiene apretada la tecla del tono y lo deja sonar dos veces antes de soltarla y atender.

Rafael es la única persona mayor de edad capaz de ayudarme que conozco. Cuando se lo cuento me dice que ni loco pero no me cuesta nada convencerlo: te juro que si mi papá se entera me manda pupila.

Después de cenar me siento con mamá y Javo a mirar televisión. No hago ningún comentario pero me hace gracia que Javo esté viendo bailar a Nureyev. Antes de que termine una tanda de propagandas me levanto como para ir al baño pero entro al cuarto de mamá a buscar las cosas de oro.

Dejo la puerta entornada y no prendo la luz porque todavía está abierta la persiana y entra la claridad de la noche. Al abrir el primer cajón buscando la llave del tercero ruedan hacia mí dos frasquitos de pastillas de vidrio marrón. Al abrir el tercer cajón salen a recibirme un montón de cajitas fúnebres. Busco mis dos medallitas de bautismo con su cadena y el prendedor con mis iniciales, y ya que estoy también me llevo un juego de lapiceras de oro, porque hay varios y si falta uno no se va a notar. Son regalos que le hacen a papá a los que no les da ningún valor. En un estuche hay una lapicera de oro con un rubí en la punta del capuchón y el nombre de papá grabado con unas letras cursis: Pedro Belaúnde. Si no tuviera el nombre grabado me la llevaba, porque es el tipo de cosa que papá no va a usar jamás en su vida. Los vascos no usan lapiceras de oro.

Rafael me acompaña a lo del armenio y vendemos todo. Como por las lapiceras no me da nada las devuelvo al cajón y en su lugar me llevo las medallitas de bautismo de los mellizos y un anillo de platino con unos brillantitos que mamá odia porque es un regalo de su suegra.

Como me dan más plata de la que le debo a Dorita y ya que estoy en zona también me compro un reloj digital Casio de plástico bordó.

Le pago a Dorita, que me dice que no me quiere volver a ver nunca más en su vida, y después cruzo a la placita a fumar un cigarrillo sentada en una rama del árbol elástico.

Los chicos ya se enteraron de todo y se sienten un poco cómplices. Se me acercan compungidos pero no dicen nada. Pato rompe el silencio: gracias por hacerte cargo sin mandarnos al frente. Después de él se animan todos, la más alta de las Rimoldi me dice que no es justo y el chico que de verdad tiene un ojo verde y el otro azulado me acaricia el hombro. Nunca habíamos sido todos tan amigos. Por eso me lo cuentan, para devolverme el favor.

—Y lo vimos a Lucio un par de veces salir con Dorita del depósito del fondo.

Me río para hacerme la canchera, la que no me importa, como si ya lo supiera.

—¡Es que en el fondo es buena!

Todos se ríen. Jajajá.

Pero vuelvo a casa llorando por la calle y sigo llorando sentada en el banquito del baño. No tengo ganas ni de mirarme las lágrimas en el espejo.

Un rato después mamá me obliga a abrir la puerta y salir. Tengo los ojos rojos y las pestañas pegadas en piquitos como si saliera de nadar en la pileta.

—Flor de macana te debés haber mandado para llorar así. ¡Pará por favor que me vas a gastar todo el rollo de papel higiénico!

Arturo me pregunta cien veces qué me pasó pero no le cuento nada porque tengo miedo de que lo vaya a buscar a Lucio para pegarle. Y trato de no pensar más en eso pero no puedo pensar en otra cosa. Me los imagino en ese depósito inmundo hasta que sus caras se me desfiguran y me olvido de cómo son realmente. Me duele como si me hubieran pegado una paliza. Encima ella tuvo el tupé de amenazarme con que les iba a contar a mis padres que le había robado. Se lo merecía. Eso y mucho más. No tendría que haberle devuelto un peso y tendría que haberle contado al griego lo que hacía con mi novio.

Me acuerdo de la boca de Dorita y siento repulsión. Sus dientes de caballo manchados de rouge. Los odio a los dos. No quiero volver a verlos nunca más. No quiero volver a ver tampoco a los chicos que lo saben ni volver a la placita.

En casa se pueden llegar a dar cuenta de que faltan las medallitas, pero yo sé que aunque lo descubran puedo guardar silencio para siempre, y de última que pase como con la caja de bombones, que nunca nadie supo quién fue. Todavía éramos chicos y vivíamos en Bellavista. Papá había vuelto de un viaje a París con una caja de bombones para mamá. Los bombones venían en una lata dorada envueltos en papelitos marrones. Mamá había intentado guardárselos para ella sola pero papá intercedió por nosotros y el sábado al mediodía, después del almuerzo, logró que nos convidara un bombón a cada uno.

A papá le dio dos, ella se comió tres y escondió la lata, que era bastante grande. El domingo a la noche estalló la bomba. Adentro de la caja dorada sólo quedaban los papelitos marrones con los bordes plisaditos, amontonados y vacíos. Alguien se los había comido todos. Mamá gritó como si se le estuviera derrumbando la casa. Ya habíamos terminado de cenar y nos habíamos levantado de la mesa cuando papá nos llamó a todos al living. Mamá caminaba agitada atrás de él como una capa al viento; repetía no tienen nombre, no tienen nombre, no tienen nombre. Papá le pidió a mamá que por favor se encerrara en su cuarto y no interviniera, pero ella se quedó en la cocina, escuchando a través de la puerta del comedor. Papá nos hizo formar uno al lado del otro, de mayor a menor, frente a la biblioteca que ocupaba toda la pared, y nos preguntó quién había sido. Todos y cada uno de los seis, mejor dicho de los cinco, porque Bernardo que no tendría más de cuatro años lo único que hacía era llorar aterrorizado, dimos un argumento razonable para demostrar nuestra inocencia, pero papá se enojó todavía más y nos trató de mentirosos. Alguno no estaba diciendo la verdad y de ahí no se movía nadie hasta que no apareciera el culpable. Los minutos pasaban lentos como un péndulo sin que nadie se hiciera cargo del atentado. Papá caminaba frente a nosotros como revistando una tropa, de una punta a la otra de la biblioteca. Después se paró frente a cada uno y mirándonos a los ojos nos preguntó ¿fuiste vos? y todos le dijimos que no. Pero no podía ser que no hubiera sido nadie. Alguien tenía que confesar. Volvió a la caminata y dijo que tenía todo el tiempo del mundo.

El ruido de sus pasos te ponía tan nervioso que Bernardo se cagó. Papá casi lo mata pero ni lo tocó. Se lo llevó mamá, que apareció de golpe descalza y en camisón.

Quedamos Mercedes, Arturo, Javo, Félix y yo, aunque el último de la fila era Félix, que estaba medio sentado en un estante bajito de la biblioteca. Todos de soslayo lo mirábamos a él, que cada vez que papá estaba de espaldas a punto de dar la vuelta, nos miraba desesperado, saliéndose de su lugar, con la cara llena de lágrimas y vocalizaba sin decirlo yo no fui, sacudiendo las manos a la altura de la cabeza. Yo pensaba que sí podía haber sido él y lo miraba con desprecio, como para que confesara de una vez. Pero la única que habló fue Mercedes, para decir que tenía un examen importante a la mañana siguiente. Papá siguió caminando de una punta a la otra con los brazos cruzados y el mentón hundido en el pecho. El silencio te asfixiaba. Parados con los huesos acalambrados y la espalda partida, las horas no pasaban más. Se te caía la cabeza y te despertaba. Cerca de la medianoche papá ya había cambiado la actitud amenazante del principio y hablaba de perdonar. Pero nadie dijo ni mu.

A la una entró mamá llorando, envalentonada y furiosa, a llevarse a Félix a la cama pobre criatura. Félix roncaba con la cabeza apoyada en un diccionario etimológico del tamaño de una almohada. Antes de llevárselo —colgado del hombro como una bolsa de portland— nos insultó de arriba abajo y de menor a mayor. Malos hijos, malos hermanos, miserables, egoístas; cría cuervos y te sacarán los ojos. Le puso el toque de humor pero estábamos muy cansados para reírnos. Arturo miró a papá desafiante y le dijo no lo puedo creer. Javo lloraba de a ratos. Ya era casi de madrugada cuando papá habló de lealtad, de solidaridad, de bien común. Sin llegar a hablar de la delación como de una virtud nos hizo saber lo vergonzoso que era no ser capaz de liberar a los otros de las penas sufridas injustamente por nuestra culpa. Nos fuimos cayendo al piso de cansancio y de sueño, hasta que Arturo sacudió a papá, que se estaba quedando dormido en un sillón, y le dijo fui yo, dale viejo, vamos a la cama. Nunca se supo quién se comió los bombones. Con las medallitas de bautismo puede pasar exactamente lo mismo.

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