Rumble

Rumble


Primera parte » 6

Página 9 de 24

6

Es un día horrible, gris y resbaloso, garúa finito y hace frío y todo el mundo mira consternado la televisión. Papá, que odió a Perón toda su vida, está serio como si se le hubiera muerto un amigo. El cortejo fúnebre va a pasar a unas cuadras de casa, subiendo por Callao. La llamo a Sumi.

—¿Vamos al velorio?

—¿Ya se murió?

—Te espero en la esquina de casa en diez minutos.

—No puedo, estoy con mi hermanita y no tengo con quien dejarla.

—Entonces traela.

Este fin de semana papá se quedó en casa pegado frente al televisor del living siguiendo las noticias sobre la salud de Perón. Sentado en el sillón con un libro, un cuaderno y una lapicera, se hace el que lee pero no despega la atención de la pantalla. Camina nervioso de una punta a la otra de la ventana del balcón y se vuelve a sentar. Siempre que está en casa parece enjaulado, algo que sin duda yo heredé, pero esta tarde además está irascible como un león viejo. Cada vez que alguien habla fuerte o pasa a menos de cuatro metros de donde él está escuchando las noticias dice rabioso:

—¡Por favor un poco de respeto!

No queda claro para quién lo pide, si es para el pobre padre de familia que ni siquiera tiene derecho a mirar un poco de televisión en paz en su propia casa o para el presidente que se acaba de morir. Tampoco tengo mucha idea de quiénes son los buenos ni quiénes los malos y tampoco me preocupa. Las únicas noticias que me interesan son las que hablan de Patricia Hearst, a la que por supuesto papá considera una imbécil y una tilinga. En cambio para mí es una genia; una chica rica y malcriada que se pasó al bando de sus secuestradores y que unos meses después aparece con ellos robando un banco completamente adoctrinada y con un corte de pelo igual al de la chica de los Carpenters; me parece lo más freak del mundo. En las fotos en blanco y negro de los diarios lleva puesta una boina de soldado caída sobre la derecha y apunta a la cámara con un rifle. De fondo cuelga la bandera del Ejército Simbionés de Liberación, un trapo rojo con una especie de monograma chino en forma de serpiente.

Si me tuviera que unir a las filas de un movimiento elegiría el de ella sin pensarlo un minuto, pero la muerte de Perón no me interesa para nada.

Desde que Isabelita confirmó oficialmente la muerte del general, papá está parado frente a la pantalla del televisor duro como un peñasco. Mamá, de a ratos, se sienta en el sillón, hojea una revista Para Ti y hace comentarios sueltos.

—¿Y ahora qué? ¿Nos vamos a quedar en manos de esta bataclana?

—Copera.

—Al lado de ésta, Evita era una lady.

—No digas pavadas, querés —le dice papá mirando con preocupación la imagen de López Rega. Y agrega—: Qué peligro. A ése sí que habría que fusilarlo.

En la pantalla se ven militares de uniforme y señores con gomina, viejas muy serias y elegantes y cientos de coronas de flores con bandas de letras doradas.

Papá se acerca y se aleja del televisor para subirle y bajarle el volumen. Le molesta perderse lo que están diciendo pero no soporta oír que se refieran al muerto, que para él fue casi el demonio, como el líder excepcional de la Argentina. Cada vez que algún periodista dice algo como el pueblo entero lo llora, papá bufa cosas incomprensibles en un tono prepotente, como un loco que habla solo, mientras camina con los puños apretados metidos en los bolsillos. Odia al peronismo. Odia a Perón y también saber que con algo de su lado cristiano lo admira por sus inclinaciones sociales. Nada lo hace enojar más en el mundo que cuando Arturo le dice que en el fondo a él le gusta algo de Mussolini que tiene el Pocho.

Cuando bajo Sumi ya está en la esquina con su hermanita, que parece contenta y le brilla el pelo en un día en que no brilla nada en ninguna parte. Tomamos por el mismo camino que hacemos siempre para ir a las galerías de la avenida Santa Fe, pero esta vez seguimos más arriba, hasta el Congreso. De a ratos la garúa finita se convierte en una lluvia de gotas pesadas como lagrimones. A medida que nos acercamos las calles están cortadas al tránsito por policías o simplemente por la cantidad de gente que en vez de caminar por la vereda ocupa la calle. Todos llevan escarapelas o flores apretadas contra el pecho y lloran. Mucha gente camina como sonámbula. Otros se abrazan sin conocerse y caminan juntos como parte de una misma familia, de la que nosotras nos sentimos primas muy lejanas. Todos nos apretujan pero no sentimos miedo, porque el sentimiento predominante es la pena, una pena densa como una capa de alquitrán. Pensamos que iba a ser divertido pero es muy triste. Con Sumi nos tragamos la emoción y ni nos miramos para no aflojar, pero su hermanita tiene la cara cubierta de mocos y llora dando más lástima de la que ya da naturalmente. Se abraza con la gente de la villa como si fueran íntimos, los gordos, los negros, las viejas sin dientes. Al llegar a la plaza del Congreso las cosas se complican. Avanzamos como en una tormenta de arena. Vamos las tres formando una masa compacta con centenares de personas que sufren un dolor que de repente sentimos como propio y vamos las tres bien juntas. Somos todos hermanos, todos compañeros. Las colas están cada vez más apretadas y desordenadas y moverse es cada vez más difícil, pero nadie se quiere volver a su casa. Cuando nos acercamos a las últimas cuadras encontramos una serie de filas más organizadas, con gente que ordena el tránsito imparable y te apura. Hay un vallado que divide el acceso a la entrada. Por un lado pasan caminando los funcionarios y los militares con el uniforme de gala y del otro paran a la gente para que no pase sin abrocharse la camisa y peinarse un poco y si están muy mojados no los dejan entrar. La gente se queja porque está hace horas haciendo cola debajo de la lluvia pero por los altoparlantes piden silencio. Hacia donde mires hay móviles de radio y televisión entrevistando a los invitados importantes. De lejos vemos entrar a un dirigente sindical que papá dice que es un delincuente. Todo el mundo te empuja sin querer y falta el aire. Gritos sueltos y descarnados: Viva Perón. La vida por Perón. Perón o muerte.

Al revés que en un sueño todo me parece corto pero dura horas y en algún momento hasta nos abrazamos las tres y cantamos la marcha peronista. Se empieza a correr la bola de que no vamos a poder entrar y decidimos volvernos a casa porque se está haciendo demasiado tarde. A nuestro alrededor la gente aprieta en las manos puñados de flores deshechas, demasiado tristes como para decir nada. Pero no se mueven, se quedan debajo de la lluvia muertos de frío, haciendo la cola con los ojos llenos de lágrimas.

Por suerte la hermanita de Sumi, con la fuerza sobrenatural de los idiotas, nos abre paso entre la multitud como un taladro. Salir es casi tan difícil como entrar pero mucho más rápido. Las primeras cuadras por Callao hasta casa están desoladas. Dejó de llover fuerte pero hace mucho frío y el cielo está del color del agua sucia. Caminamos entre basura mojada y gente que deambula perdida y desconsolada. La hermanita de Sumi no para de llorar. Tirita con mi gabán puesto encima de su campera y dice papá papá. En Alvear doblamos a la derecha y en la esquina de Montevideo cada una sigue su camino. Unas cuadras antes de separarnos siempre nos dejamos de hablar para que sea más fácil despedirnos, pero esta vez ni siquiera sabemos qué decir.

El domingo siguiente a las cinco de la tarde papá ya está merodeando por la casa en busca de fieles que lo acompañen a misa de siete. Todos los domingos juro que le voy a decir que no voy a ir más pero cada vez que me pregunta le miento. Si es de tarde le digo que fui a la mañana y si es de mañana le digo que voy a ir a la tarde.

Papá se para al lado de la heladera sin candado y me pregunta a qué hora voy a ir. Yo estoy de espaldas tiñendo una camiseta blanca con anilina en una olla de la cocina con la misma concentración que un científico de la NASA.

—No, no voy a ir, no puedo.

Lo digo sin darme vuelta ni dejar de revolver la remera que flota en el líquido color remolacha. Parece el borsch que hace mamá.

—Tramposa —dice papá.

Me queman la espalda algunos chispazos de su mirada enfurecida. Sigo revolviendo en silencio y agradezco que se vaya sin decir ni mu.

Pero me siento culpable, una leve paranoia de que me puedo estar yendo derecho al infierno me asalta de a ratos, sobre todo cuando me cruzo al final del pasillo con la reproducción del San Pedro de El Greco con la cara sufriente y en las manos venosas las llaves de ese cielo al que yo espero entrar sin tanto sufrimiento porque estoy segura de que el verdadero dios es amor, perdona y no castiga. Lo que no me creo más es la religión.

De los diez mandamientos ya taché cinco y la Biblia me suena cada vez más delirante, como cuentos de hadas llenos de hechizos. Vírgenes que tienen hijos y muertos que resucitan. No hay mucha diferencia entre la historia de la mujer de Lot convirtiéndose en estatua de sal por darse vuelta a mirar el incendio y los siete pulóveres de ortigas sobre los cisnes que se convierten en príncipes. Que Abraham de cien años deje embarazada a Sara de noventa prefiero ni imaginármelo, pero que además después dios le ordene al pobre anciano matar a ése, su primer y único y amantísimo hijo en su nombre, me parece demasiado. Agradezco que a papá nunca se le haya aparecido un ángel que le ordene matarme, bastantes ganas debe tener ya sin que lo obliguen.

De todas maneras a veces extraño la época en la que al entrar en una iglesia sentía la presencia del más allá, el poder del espíritu santo. Cuando las palabras del sermón me tocaban y me servían. Cuando rezar me calmaba. Pero cada vez tengo más miedo y por las cosas más insignificantes, como cruzar una calle y pensar que me va a atropellar un auto. O trabar la puerta de un baño y sentir que me acabo de quedar encerrada para siempre.

Lo de la masturbación también influyó. No es algo que yo tenga ganas de ir a confesarle al cura todas las semanas, y confesarme sin contar eso es mentir. En el colegio de Javo hay un cura que lo primero que les pregunta a los chicos cuando se arrodillan en el confesionario es ¿pajas? y hasta les pide que le cuenten los detalles. Yo ni loca le cuento a un cura que me gusta apoyarme cosas frías y que a veces dejo unas monedas un rato en el congelador. Más allá de que exista o no el infierno, eso seguro que es pecado, aunque no sé si es venial o mortal y no me preocupa porque no creo en el purgatorio. Y como decía el abuelo, ojalá me vaya directamente al infierno que es donde va a estar la gente más divertida.

A partir de ahora los domingos a la tarde cuando papá merodee por la casa en busca de fieles tengo que tratar de no cruzármelo. Que se vaya con Javo, que está cada día más chupacirios. Va a estar en la gloria: papá sólo para él. Me los imagino con sus camperas de corderoy sentados uno al lado del otro en los bancos de la iglesia de San Martín de Tours.

Mamá dejó de ir a la iglesia hace mucho, cuando éramos chicos, y para todos fue un alivio porque le gustaba ir a misa a cantar y desafinaba el cancionero entero sin piedad delante de todo el mundo.

Su familia lituana es católica pero más como una postura anticomunista que religiosa. El abuelo no iba a misa ni con una pistola en la cabeza. Ella se subió a la ola cristiana siguiéndolo a papá, que fue criado por los jesuitas, pupilo en un colegio desde los seis años. Y lo siguió mucho tiempo porque las reglas del catolicismo coincidían con las de ella —no mentir, no robar, no matar, honrar padre y madre, ojo con la pereza y la gula—, pero dejó de ir a misa unos años después de lo de la beba. Papá se lo discutió por el lado filosófico, como una incapacidad de ella de entender la religión, pero para mamá ese dios tan bueno y tan grande como vos, que antes querría haber muerto que haberos ofendido, se podía ir bien a la mierda.

Ir a la siguiente página

Report Page