Rumble

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Primera parte » 7

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Le pido un café a nuestro mozo haciéndole una letra C en el aire con el índice y el dedo gordo y me siento grande. Al lado mío Rafael intenta doblar en dos un papel más de ocho veces. Desde que dejé de ir a la placita nos encontramos directamente en la confitería de la esquina. Tiene las luces bajas, las paredes revestidas en madera hasta la mitad y sobre cada mantel un cenicero triangular. Siempre nos sentamos en la misma mesa del fondo, en el rincón que queda al costado de los baños, el escondite perfecto para fumar tranquila con el uniforme del colegio y mis trece años recién cumplidos. Un rincón oscuro y espejado con asientos de cuerina verde que me hacen acordar al panameño que conocimos en el Sheraton.

A veces viene Pato —que también se peleó con Lucio y con Dorita, se comenta que el cuartito del fondo tiene algo que ver— y también pasan las hermanas Rimoldi a comer pebetes de salame con manteca o a fumar a escondidas de sus maravillosos padres.

A Sumi no le gusta para nada la confitería. Cuando me pasa a buscar ni siquiera entra, me espera afuera parada en la vereda. Ella quiere que salgamos a la calle o que vayamos a la exposición rural a juntar calcomanías y ver vacas, chanchos, caballos, subir a los tractores y robarnos un choripán en la parrilla de la CAP. Yo prefiero estar acá mirando por la ventana y fumando un cigarrillo tras otro con Rafael.

A través del voile beige de las cortinas de las ventanas veo pasar al portero de casa con un paquete de papel de diario en la mano y por un segundo siento que lo que lleva envuelto puede ser una cabeza.

Por la radio pasan un tema de José Luis Perales re cursi que está de moda. Yo sé que tienes niña herida el alma… yo sé muy bien que te has sentido feliz, sentada junto a mi hoguera, dejando tu primavera pasar… y sé también lo mucho que me has querido y alguna vez he sentido dolor… recuérdame y vive tus quince años, yo te prometo soñarlos, adiós

A Rafael se le ponen los ojos más brillantes que de costumbre y me sonríe sin separar los labios. No sé por qué le pregunto si tiene novia y, como siempre que le pregunto lo mismo, niega con la cabeza moviéndola de un costado al otro pero sin decir nada, con los ojos cerrados como jurándolo. Nunca habla de ninguna novia pero tiene la actitud de un picaflor, y siempre que habla de otras amigas, sobre todo de dos hermanas adolescentes que viven en San Justo a las que visita todas las semanas, yo me pongo celosa. Como reconocerlo me enfurece todavía más trato de que no se me note y me quedo callada sin decir una palabra por un rato largo, que es una cosa rarísima que llama mucho más la atención todavía. Pero la cabeza se me llena de preguntas que me envenenan. ¿Las visita a ellas tan seguido como me visita a mí? ¿Las lleva a pasear? ¿En San Justo también hay una placita? ¿Cuántas vidas distintas tiene Rafael? ¿Adónde se va cuando no aparece semanas enteras?

La mayor de esas hermanas adolescentes se llama Natalia y practica patinaje artístico en el club River. Según Rafael tiene los ojos color violeta con puntitos plateados como de purpurina. La única persona en el mundo que tiene los ojos violetas es Elizabeth Taylor, pero no digo nada.

—Y está por cumplir quince años…

A mí qué carajo me importa, pienso yo.

—Ya no va a ser más un bebé —dice Rafael, revolviendo un capuccino con resignación.

Los celos, que son incompatibles con el humor, no me dejan ver que lo dice a propósito, para hacerme picar como un surubí. Algo adentro de mi cabeza está a punto de romper el hervor. Su amiguita Natalia va a cumplir quince años y le están preparando una fiesta como si se casara. Rafael me cuenta todos los pormenores y yo lo escucho mordiéndome el labio de abajo pero tratando de sonreír.

—¿De qué te reís?

—De nada.

—Estás celosa.

—No. Es otra cosa.

—¡Estás celosa!

—Nada que ver.

No le quiero decir que festejar los quince años me parece mersa, algo que hace la hija del carnicero. Pero Rafael insiste en contarme todos los detalles de los preparativos de la fiesta y me doy cuenta de lo involucrado que está. Cuando me describe el empalagoso vestido largo de organza y el peinado de señora que se va a hacer la Nati ese día, no me puedo contener más.

—No hay nada más grasa que hacer una fiesta de quince.

—¿Qué decís? Hay unas fiestas de quince increíbles. En unos salones carísimos, con un servicio de lunch que te caés de culo.

—Lo que yo te digo no tiene nada que ver con la plata, Rafael. Podés tener plata y ser grasa. Festejar los quince es grasa.

—Tas loca. Lo que yo te digo es una fiesta como la de los Marzán.

—¿Qué Marzán?

—El hermano de Juan.

Nos cuesta hablar en serio. Ninguno se anima. El humor también sirve para esconder cosas. Por eso, cuando Rafael me dice que la Humbertina se tiene que mudar porque confiscaron el edificio donde vive para demolerlo, pienso que es un chiste. Pero no, van a ampliar la avenida más grande del mundo para que llegue hasta el bajo.

A Humberto lo desalojan de verdad y tiene que abandonar su casita de muñecas de juguete en el pasaje e irse a una igual de chiquita pero muchísimo más lejos. De ahí después se va a ir a un lugar más grande y definitivo, que no entendí dónde queda ni de dónde salió o cómo es que lo consiguió porque Rafael para contármelo usa tantos nombres de barrios, de calles y de personas que sólo me quedan grabadas las palabras Pedro Goyena, que no sé si es una calle o un amigo de él. La cosa es que hasta que esté listo Pedro Goyena la Humbertina necesita que Rafael le guarde algunas cosas en su departamento.

Las pasamos a buscar en el taxi del amigo de Boedo, un Peugeot 504 nuevo. Humberto llora como un hombre y la casa se ve muy distinta. Sin los cuadritos de las flores y los perritos parece una baulera. La perra no está y la maceta con la alegría del hogar tampoco. Llevamos las cajas en el taxi con la banderita baja hasta Almagro, cantando sobre la radio Yo te propongo de Roberto Carlos.

Rafael vive en un departamentito en un edificio barato: al bajar del ascensor, un pasillo angosto y oscuro repleto de puertas. El número del departamento en un metal opaco sobre la puerta sin mirilla pero con doble cerradura. Cuando prendemos la luz explota la bombita. Rafael entra en la oscuridad y prende la luz del baño, que está al fondo del departamento. La única ventana tiene la persiana baja porque da a un pozo de aire y luz al que no le llegan ninguna de las dos cosas.

Dejamos las cajas en el piso atrás de la puerta.

Es un ambiente finito con una cocinita al fondo frente al baño, detrás de una parecita horrible de ladrillos huecos pintados de blanco que intenta dividir un ambiente indivisible. No tiene casi muebles. Una silla con un televisor portátil y una cama de bronce impresionante, con dosel y todo. Las columnas suben de las cuatro esquinas de la cama casi hasta el techo, decoradas con flores y hojas de parra como la de Adán pero fundidas en dorado. Brillan como si las hubiesen lustrado hace poco. Pienso en la Humbertina y me viene a la mente papá preguntándome si Rafael no será homosexual y también algo del cementerio.

—No hay nada que me dé más asco que una toalla húmeda —dice Rafael saliendo del baño con una toalla seca en la mano.

La cama ocupa casi toda la habitación, como un barco adentro de una botella. Era de Humberto, había sido de su abuela italiana y se desarma íntegra. La tiene Rafael porque a Humberto no le entraba en la casa, es de un achique anterior y la idea es que termine también en Pedro Goyena.

Nos tiramos sobre la cama uno al lado del otro porque no hay ningún lugar donde sentarse y miramos en la penumbra unos bulones de bronce del techo ajustados con unas tuercas ridículas en forma de moñitos. De repente, y de la nada, estamos uno frente al otro abrazados, besándonos. Rafael rueda sobre mí y queda arriba mío sin separar sus labios de mis labios ni abrir los ojos. Yo abro la boca pero no sé qué hacer porque con Lucio los besos nunca fueron tan profundos. Ahora siento una lengua enorme metiéndose toda adentro de mi boca y no sé dónde poner la mía. Rafael tiene la lengua áspera como una frutilla con gusto a saliva y su piel huele diferente porque se afeita. Me moja la cara de besos y siento que me raspa. No me animo a decirle que no quiero porque no sé si no quiero. Abandono mi cuerpo sin oponer resistencia ni decir ni mu. Rafael me sube la blusa y me toca la espalda. Le tiemblan los dedos, que tropiezan nerviosos buscando el broche de mi corpiño blanco. Por suerte está oscuro, porque está sucio. Siento el calor macizo de su pantalón hundiéndose entre mis piernas. Me aprieta, se mueve, me desabrocha la blusa. No digo nada porque no sé qué decir. Rafael se desespera arriba mío ordenándose a sí mismo terminar ya con esta locura e irnos, pero no nos vamos. De un salto apaga la luz del baño y quedamos en la oscuridad más absoluta. Después me desprende el botón y me baja el cierre de los jeans sin dejar de besarme. Me muerde sin morder el cuello y el borde de la cara. En algún departamento cercano ladra un perro. Rafael tiembla cada vez más y le puedo escuchar el latido del corazón. Apoya la palma ahuecada de su mano sobre mi pubis y la deja quieta sobre la bombacha. Aunque trato de quedarme quieta no puedo y apenas mueve la punta de los dedos se le humedecen.

Yo misma me bajo los jeans con apuro sin sacarme las zapatillas y se me quedan trabados en los tobillos. Rafael se sienta en la cama y me saca las zapatillas sin desatarles los cordones. El corazón me late en los oídos y no oigo nada de lo que me dice pero me habla todo el tiempo, tan bajito y con la respiración tan entrecortada que no le entiendo.

Los siete segundos que tardamos en sacarnos la ropa me hacen retroceder quince grados pero no digo nada, consciente de que yo contribuí a acelerar las cosas. Me entrego a sus brazos y demás miembros esperando que lo que tenga que pasar pase lo más rápido posible. Pero como me duele mucho empezamos de nuevo infinidad de veces. Con cuidado y sin cuidado, hasta que quedamos lo más juntas que pueden estar dos personas, como dice en un manual de sexología para niños que tiene Sumi. Al rato ya me siento más cansada que ninguna otra cosa y un ruido en el pasillo de afuera, alguien que grita ascensor golpeando la puerta enrejada con un llavero, me desconcentra por completo. El corazón no me deja de latir como una bomba y se escucha la respiración entrecortada de Rafael que llora.

Nos quedamos abrazados hasta que el edificio empieza a llenarse de ruidos. Puertas, televisores, chicos que gritan y gente que vuelve del trabajo. Un borde paspado que ya sé que me va a arder como en el infierno al hacer pis me empieza a picar entre las piernas.

—¿Los vamo? —me pregunta Rafael parodiando a Carlitos Balá.

Después se levanta a prender la luz del baño con un gesto tan automático que lo revela como algo que hace siempre más allá de que hoy haya explotado la bombita.

El aire de la calle me acaricia la cara. Como es menos tarde de lo que pensábamos caminamos unas cuadras y entramos a un bar a tomar un submarino y un alfajor de maicena. Yo siento que toda la gente nos mira y se da cuenta porque se nos nota. Rafael me mira sin pestañear. Yo casi no levanto la vista del borde de coco del alfajor. Esta vez no hacemos ningún chiste. No es un buen momento para preguntar lo conocés a Funes.

Al día siguiente falto al colegio con permiso de mamá. Me la encuentro en el baño a las cinco de la mañana. Se quedó dormida en el sillón del living con la ropa puesta y tiene marcada la correa del reloj en la mejilla. Abre la puerta de golpe y se sorprende al verme sentada en el inodoro.

—Me siento mal.

No le digo que me duele todo, pero me duele. Un retortijón brusco y apretado me tironea en la panza no sé bien dónde, y me sangra. Eso sí se lo digo, con un hilito de voz porque tengo miedo de que llame a un médico.

—Te vino la regla, no te ensucies el pijama.

De adentro de una bolsa de tela que cuelga de la puerta del baño saca un pedazo de algodón y lo moldea con las manos hasta darle la forma de un rectángulo largo más o menos espeso. Sumi se moriría de sólo verla porque le da un rumble espantoso tocar algodón. Después me hace tomar una pastilla rosa.

—Metete en la cama boca arriba, mantené las piernas flexionadas con las rodillas levantadas y no manchés la sábana.

Me miro en el espejo y me veo los labios hinchados y la piel de la cara enrojecida. Tengo los cachetes afiebrados y un moretón violeta en el hombro. Tal vez papá y mamá tengan razón y Rafael sea peligroso.

Aparece unos días después bastante trastornado. Toca el portero eléctrico de casa y yo bajo corriendo antes de que se le ocurra subir. Está parado en la vereda y le cuesta respirar. A unos metros, desde la puerta de servicio, el portero nos mira con su sonrisita asquerosa. A Rafael le tiembla la voz.

—Casémonos —me dice—, el año que viene o el otro, cuando vos quieras.

Habla bajito y respira por la boca y se le escucha el aire enloquecido y jadeante que le sale de adentro. Tiene una caja transparente con una orquídea color lila y una cajita de pana azul con un anillo de oro, como en las películas yanquis.

—Vine a hablar con tu papá.

Ahora me tiembla la voz a mí, y también las rodillas.

—Andate por favor, antes de que te vea alguien.

A partir de ese momento cada vez que suena el teléfono corro a atender antes de que conteste otro y si está papá en casa también trato de abrir la puerta cuando suena el timbre. Pero Rafael no vuelve nunca más y unos meses después, casi a fin de año, me doy cuenta de que tampoco sé dónde encontrarlo. Ni siquiera tengo su teléfono porque nunca lo llamé y el recuerdo de su casa en Almagro tiene la consistencia de una nebulosa lejana.

Entro de nuevo a la confitería de la esquina de la placita y busco a nuestro mozo, lo saludo con un beso y le pregunto si sabe algo de él. Me dice que se fue a trabajar a los barcos de una compañía griega de la marina mercante. Pienso en Onassis y en una foto de Jackie Kennedy haciéndoles una llave de karate a los paparazzi en el aeropuerto de Roma que vi en una revista.

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