Rosa

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Primera parte » 3. Seis

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—Dibujos —dijo Hoffner. Cogió el paquete, lo colocó sobre la mesa y empezó a hojearlo mientras Fichte se situaba a un costado—. Teniendo en cuenta que estamos con un caso que gira en torno a diseños y patrones, Hans, no habría estado mal que hubiera mencionado los dibujos un poquito antes. —Hoffner se detuvo al llegar a las páginas que mostraban garabatos realizados por Wouters.

Había cuatro hojas, cada una de ellas llena de quizá veinte líneas de diseños de encaje de intrincado dibujo. Los bosquejos eran todos del mismo tamaño, pero lo más sorprendente era la pauta que seguían las propias filas. Cada una estaba compuesta por siete dibujos del mismo diseño exactamente; en la fila siguiente, otro diseño y otra serie de réplicas. Si se hubiera limitado a mirarlas de paso, posiblemente habría pensado que cada línea era un ejercicio para perfeccionar los diseños.

En cambio, rápidamente se dio cuenta de que, con cada dibujo, Wouters aportaba algo nuevo al dibujo original. Las formas, las líneas, los contornos podían ser idénticos, pero Hoffner comprendió que en cada uno había algo diferente. Se quedó allí de pie, observando los dibujos, intentando encontrarlo, hasta que, transcurridos casi veinte minutos, vio por fin la desviación. Estaba en el trazo de la pluma. Cada réplica comenzaba en un punto distinto del diseño e iba avanzando a través de las líneas del patrón siguiendo una trayectoria propia. Bosquejos idénticos, pero cada uno de ellos dibujado de modo distinto. No tenía ni idea de lo que significaba.

—La diferencia está en el modo de dibujarlo —dijo en voz alta al tiempo que iba pasando las páginas. Esperaba encontrar algo que se pareciera al corte diametral, pero no había nada.

Aquella súbita pausa en silencio sorprendió a Fichte.

—¿Un ejercicio, quiere decir?

—Tal vez. —Hoffner continuó examinando los folios un poco más—. No lo sé. —Recogió los papeles y después tomó el abrigo—. Es viernes por la tarde —dijo introduciendo el brazo en la manga—. El único sitio en el que entienden de encajes como éstos y permanece abierto después de las seis es KaDeWe, ¿cierto?

—Los comercios en los que he preguntado yo no están abiertos hasta tan tarde —repuso Fichte—. KaDeWe. Quizá Tietz. Pero KaDeWe, seguro que sí.

—Bien —dijo Hoffner al tiempo que cogía su sombrero—. En ese caso, supongo que nuestro amigo podrá decirnos más cosas sobre Herr Wouters que usted, que yo, que Van Acker y que cualquier médico.

KaDeWe estaba abarrotado. La revolución ya era un recuerdo lejano, y el capitalismo no había perdido tiempo en llamar a sus fieles a que volvieran con mamá. Si algún cliente del establecimiento había visto aquel día la edición matinal del BZ, desde luego mostraba muy poca preocupación. Al fin y al cabo, había una oferta especial en bufandas, y alguien había oído decir que por fin habían conseguido traer un poco de perfume de París. Estaban en la zona oeste, muy dentro de la zona oeste. Y en el oeste no se había matado a nadie.

Hoffner y Fichte se abrieron paso entre la muchedumbre para llegar hasta el mostrador de los guantes, donde, por alguna razón, el frenesí no era tan intenso. Sobre el cristal había una placa que lo explicaba todo:

Lamentamos las molestias, pero hoy este departamento cerrará a las cinco y media. Todas las consultas podrán realizarse en el mostrador de información. Gracias por su paciencia.

Hoffner miró su reloj. Eran las seis menos cuarto. Recorrió el pasillo hasta la sección de pañuelos de señora, donde había una fila de tres o cuatro mujeres esperando al empleado. Hoffner se acercó al cristal.

—El caballero que atiende en la sección de guantes —dijo con brusquedad—, Herr Taubmann. ¿Dónde se cambia de ropa antes de irse a casa?

El empleado se volvió lentamente ante aquella interrupción mientras las mujeres se ponían a hablar entre ellas en voz baja.

Mein Herr —dijo con los labios apretados—, como puede ver, hay otros clientes aguardando…

Hoffner sacó su placa; aquel día no tenía tiempo para tonterías.

—Disculpe. ¿Dónde puedo encontrarlo?

El gesto de desprecio del empleado se transformó en una débil sonrisa.

—¿Hay algún problema, mein Herr? —Hacía todo lo posible por no causar revuelo entre las damas—. Sin duda se trata de un error…

—Sí, eso es exactamente —replicó Hoffner de malos modos—. Un error. Usted dígame dónde se cambia.

Tres minutos después, Hoffner y Fichte atravesaban el laberinto de pasillos de los empleados en busca de la habitación 17. Allí reinaba un silencio fantasmal, dado el alboroto que acababan de dejar atrás, en la planta principal.

Herr Taubmann estaba sentado solo en un largo banco, atándose los cordones del zapato, cuando ambos penetraron en la habitación, que estaba helada; era evidente que KaDeWe no consideraba que la calefacción fuera necesaria para sus trabajadores. Hoffner reparó además en que las paredes necesitaban una buena mano de yeso.

El traje de Taubmann colgaba en el interior de una taquilla situada justo enfrente de él. Se veía perfectamente colocado, cada pliegue coincidiendo exactamente con la percha. Hoffner vio el frasco abierto de agua de rosas en una balda que había debajo de los puños del traje, para mantenerlo fresco: un toque perfecto para aquel individuo, pensó.

Taubmann alzó la vista, sorprendido. Era la primera vez que Hoffner se daba cuenta del parecido que guardaba Taubmann con un pájaro.

Herr Hoffner —dijo Taubmann con nerviosismo. La cabeza saltaba a un lado y al otro al mirar alternativamente a Hoffner y a Fichte—. Ésta es un área restringida. —Pareció inseguro de qué añadir a continuación—. Aún no ha llegado su pedido. —Hasta él mismo reconocía lo absurdo de lo que acababa de decir.

—Ya —lo interrumpió Hoffner en tono tranquilizador—. Pero no he venido por los guantes, Herr Taubmann. —Extrajo con calma su placa—. Mi nombre es inspector Hoffner. Necesito hacerle unas preguntas acerca de… dibujos de encajes.

Taubmann todavía intentaba digerir la placa.

—¿Inspector?

—Sí. Ha sido usted de mucha ayuda anteriormente. Espero que no le moleste.

Taubmann se esforzó por buscar una respuesta.

—¿Preguntas sobre encajes?

—Sí. —Hoffner necesitaba hacer avanzar un poco la cosa—. Sé que tiene un compromiso, pero no vamos a entretenerlo más de unos minutos.

El nerviosismo de Taubmann se transformó en conmoción.

—¿Cómo está usted enterado de que tengo un compromiso? —preguntó tenso.

Hoffner alzó una mano.

—No lo sabía —contestó en su tono más apaciguador—. Meramente lo he supuesto. Había una nota sobre el mostrador, hoy cierra temprano.

El alivio de Taubmann fue inmediato.

—Ah, sí. Sí, claro. La nota. Esto… tengo una cena que damos para mi madre. Una vez al año. Celebramos su cumpleaños. Siempre me voy unos minutos antes, así ahorro un montón de tiempo aquí. Se lo puede imaginar, media hora por lo menos.

Le divirtió a Hoffner ver cuánta información le proporcionaba voluntariamente aquel ingenuo.

—Por supuesto —contestó—. Una ocasión muy grata. Pero ¿podría robarle unos minutos de su tiempo?

De nuevo Taubmann daba vueltas al último medio minuto en su cabeza.

—¿Todavía le interesan los guantes de Brujas, no? —Había vuelto el vendedor.

Hoffner sonrió.

—Por supuesto.

—Estupendo. —Taubmann se recuperaba a las mil maravillas—. Eso está muy bien. ¿Y éste es…?

Hoffner se volvió hacia Fichte.

—Mi colega. El detective Fichte. Herr Taubmann.

Fichte saludó con una breve inclinación de cabeza.

—Oh, sí —recordó el empleado—. Confío en que la visita a su médico fuera un éxito.

Naturalmente, Taubmann tenía que acordarse de aquel detalle. Fichte asintió de nuevo con una sonrisa forzada.

—Muy bien —repuso Taubmann. Resultaba ligeramente menos eficiente sin su perfecto traje; él mismo parecía consciente de aquel hecho al invitar a Hoffner a que tomara asiento. Hoffner se sentó y sacó los papeles de los archivos de Van Acker.

—Si puede decírmelo —empezó—, quisiera saber qué es esto.

Todavía no muy seguro de lo que allí se cocía, Taubmann cogió los papeles.

—Está bien —dijo tímidamente. Se acercó las hojas a la cara y, al igual que con los guantes, su expresión cambió al momento. Su cabeza empezó a saltar de una fila a otra mientras estudiaba los bosquejos con gran intensidad. Al cabo de casi dos minutos, dijo—: Se trata de un trabajo maravilloso. Sin duda. ¿No será para otra tía suya, mein Herr?

—¿Otra…? —Hoffner recordó su primera mentira—. No, no es para otra tía.

Taubmann asintió, todavía con la mirada fija en los dibujos.

—No, no me imaginaría algo tan inusual como esto en un regalo.

—¿Inusual? —se extrañó Hoffner.

Taubmann lo miró.

—Es un point étude. Es de una rareza excepcional. Se aplica sólo a un puñado de tramas.

—Entiendo —dijo Hoffner.

Taubmann volvió a concentrarse en los dibujos.

—¿Me equivoco al suponer que usted desea saber si podemos fabricar guantes con este dibujo?

Hoffner halló un extraño encanto en el modo en que, para Taubmann, todo giraba alrededor de la venta de encajes. Un detective acababa de invadir la habitación en la que se cambiaba, provisto de unos misteriosos papeles, y lo único que veía él era un pedido de unos guantes inusuales. El tipo era perfecto. Hoffner podía preguntarle cualquier cosa sin preocuparse de que él pudiera ver más allá de la pregunta. Hacía que todo fuera muy seguro.

—Una vez más —dijo Hoffner—, su suposición es acertada.

La sonrisa de Taubmann fue de ligera complacencia consigo mismo.

—Gracias, mein Herr, pero no termino de entender por qué es tan… urgente. —Hacía lo que podía para mostrarse servicial—. Después de todo, voy a estar aquí mañana por la mañana.

—Ya.

—No es que no me interese la venta —añadió con vehemencia—, pero… Ya me entiende usted.

—Por supuesto. —Hoffner volvió a meterse en su papel—. Es sólo que me he tropezado con este… point étude, como ha dicho usted, de manera más bien accidental, y simplemente me ha dejado fascinado. —Hoffner decidió conducir al vendedor—. Tan fascinado como a usted, sospecho. —Advirtió que Taubmann empezaba a titubear—. Sólo dos minutos, Herr Taubmann. Me permitirá usted esa breve imposición, ¿verdad?

El vendedor lo miró inseguro hasta que, con un profundo suspiro, afirmó con la cabeza.

—Maravilloso —dijo Hoffner—. ¿Es alguna especie de boceto para diferentes tramas?

—¿Alguna especie de…? Oh, ya sé a qué se refiere. Bueno, sí y no. Supongo que se podrían considerar bocetos, pero son más bien variaciones de cada diseño.

—¿Variaciones? —Hoffner ya lo había adivinado por sí mismo en la Alex—. Pero cada fila parece idéntica. He pensado que podría tratarse de una especie de ejercicio.

La sonrisa de Taubmann regresó.

—Para un ojo no entrenado, quizá, mein Herr. Pero un point étude no va dirigido a un ojo no entrenado. Viene del francés. Significa «punto estudio». Por supuesto, el término es inexacto. Se describiría mejor denominándolo «estudio de flujo» o tal vez «estudio de trayectoria». Ni siquiera esos términos alcanzan a captar el arte que expresan estos diseños.

Hoffner había acertado. La manera en que Wouters los había dibujado era lo que diferenciaba cada bosquejo.

—No entiendo —dijo.

Taubmann invitó a Hoffner a acercarse un poco más al papel.

—Son idénticos en el diseño, sí, pero no en la forma en que han sido dibujados. —Taubmann se inclinó para ilustrar su explicación—. Cada uno de estos dibujos empieza en un punto distinto de la trama. A continuación, la aguja, o en este caso la pluma, sigue la trayectoria del diseño sirviéndose de unos marcadores específicos de dirección que le dicen al artista cuándo debe girar hacia atrás, cuándo debe pasar el hilo por debajo, y así sucesivamente. Esos cambios de movimiento tienen lugar en los picots, o nudos, a través de todo el diseño. —Taubmann se irguió—. El punto de origen determina el movimiento de la aguja por toda la trama. Si se cambia el punto de origen, el diseño, aunque aparentemente sea idéntico, de todas formas se altera de un modo sutil pero significativo.

Hoffner asintió. Estaba escuchando con un solo oído desde que Taubmann mencionó las palabras «marcadores de dirección». De repente se sorprendió de lo cerca que había estado de desenmascarar el diseño, todo el tiempo. Siempre lo había comprendido mejor mediante el movimiento, en la maraña y el modo de fluir de la ciudad, y allí estaba, aquel mismo movimiento reflejado en los giros y las vueltas de la aguja. No bastaba fijarse en las chinchetas de su mapa y buscar el patrón; había que entender cómo fluía el diseño. Allí radicaba la clave.

Más aún, el diseño en sí le decía al «artista» adónde debía ir, lo cual significaba que el diseño, en cierto modo, sabía dónde iba a producirse el siguiente cambio crucial de dirección. Dicho de otro modo, lo único que tenía que hacer Hoffner era encontrar el punto de origen del diseño del corte diametral, y entonces podría seguir su trayectoria hasta el siguiente lugar en el que Wouters había arrojado un cadáver. Al menos aquélla era la teoría.

—De modo que si uno tiene el punto de origen —dijo Hoffner—, sabe en qué dirección se moverá siempre la aguja y qué nudos importantes de la ciudad irá tocando.

—Exactamente —contestó Taubmann. Estaba disfrutando—. Pero hay algo aún mejor: la mayoría de los fabricantes de encajes están convencidos de que estos diseños tan inusuales también tienen un punto de origen óptimo, es decir, un punto singular de entrada que crea la trama ideal. —De nuevo contaba con toda la atención de Hoffner—. Por esa razón existen tantas versiones del mismo diseño en cada fila. El artista está buscando la trama ideal. O más bien está esperando a que la trama ideal se manifieste por sí sola. En cierto sentido, el point étude convierte una trama en un ser vivo, un ser que respira, y que lleva oculta en su interior la clave de su propia perfección. Notable, ¿no le parece? Por eso dedican tanto tiempo a estos points études. O por lo menos antes se lo dedicaban. Hoy en día las máquinas fabrican los diseños sin prestar ninguna atención a la trama óptima. Es una lástima, la verdad.

Una trama ideal, pensó Hoffner. Que vivía y respiraba. Naturalmente. Recordó el primer interrogatorio de Van Acker a Wouters: «Me llevó tiempo encontrar el ideal» y es que era perfecto, efectivamente. En la mente retorcida de Wouters, el corte diametral, originado en su punto óptimo, de hecho insuflaba vida a sus víctimas.

Taubmann cogió los papeles.

—En este estudio en particular, el artista consigue la trama ideal siempre en el boceto número siete. Eso resulta un tanto extraño, supongo, pero con ello logra una notable simetría. —Tendió una de las hojas a Hoffner—. Estoy seguro de que ve la diferencia en los últimos de cada una de las filas. Son ligeramente más… en fin, perfectos.

—Sí —respondió Hoffner sin mirar en realidad. Introdujo una mano en el bolsillo del abrigo y extrajo otro papel. Se lo pasó a Taubmann. Era un dibujo hecho por él mismo del diseño del corte diametral—. ¿Es éste uno de esos raros diseños?

Taubmann dudó. Por su expresión se adivinaba que daba la lección por terminada.

—Se lo ruego, Herr Taubmann —insistió Hoffner amablemente—. Éste es el último, se lo prometo.

Taubmann lo contempló durante unos instantes y por fin aceptó el folio. Su frente se arrugó mientras lo estudiaba.

—Es muy rudimentario. ¿Está seguro de que se trata de un diseño de encaje?

—Eso es lo que le pregunto, Herr Taubmann.

El vendedor continuó escrutando la hoja de papel.

—Podría ser. —De pronto levantó la vista—. Aquí no estamos hablando de comprar encajes, ¿no es así, Herr inspector?

La franqueza de Taubmann resultó totalmente inesperada. Hoffner nunca había entendido por qué la gente hacía preguntas como aquélla. Seguro que sabían que no tenían respuesta.

—El dibujo, Herr Taubmann. ¿Es uno de esos diseños? La incomodidad de Taubmann se acrecentó.

—En realidad no soy ningún experto, Herr inspector.

—No sea modesto.

—No —insistió Taubmann con energía—. De veras que no lo soy.

Hoffner captó el nerviosismo que revelaban los ojos de Taubmann.

Se veía que no estaba acostumbrado a reconocer cosas así.

—Entonces, ¿quién lo es?

La respuesta llegó sin vacilar.

—Emil Kepner. Es el mejor que hay en todo Berlín. De hecho, estoy estudiando con él. —Taubmann se esforzó por sonreír—. Es que abrigo la esperanza de tener algún día una tienda propia. Cuando haya ahorrado lo suficiente.

—¿Dónde puedo encontrar a ese Kepner?

Fue Fichte el que contestó:

—En Kleiststrasse. —Los dos hombres se volvieron hacia él. Fichte se explicó—: Es el dueño de uno de los establecimientos que visité la semana pasada. Muy elegante.

Hoffner se volvió hacia Taubmann.

—¿Y Herr Kepner sabrá ilustrarme sobre mi diseño?

—Sin duda alguna —respondió Taubmann—. No hay nadie en Berlín que sepa de encajes más que Emil.

—¿Tiene usted la dirección?

—A esta hora estará en casa, mein Herr. —Una vez más, Taubmann procuró sonreír—. Comprenderá por qué deseo tener una tienda propia.

Hoffner estaba cada vez más impaciente.

—Entonces deme la dirección de su casa. ¿La tiene?

La confusión volvió a invadir a Taubmann.

—Es viernes por la tarde, mein Herr. Y es su domicilio particular.

—Soy consciente de ello, Herr Taubmann. —Hoffner dejó de ser el amable cliente—. Y también soy detective de la Kripo. ¿Tiene la dirección?

Taubmann palideció. Seis minutos después, Hoffner y Fichte estaban en la calle, de camino a Charlottenburg.

Los nombres de las calles son las que delatan todo: Goethe, Schiller, Herder, Kant. Si el más intenso resplandor de las farolas o el más blanco brillo de las aceras no llegan a proporcionar un indicio al transeúnte errante de que se ha desviado en exceso de su camino, los letreros constituyen la advertencia definitiva de que debe dar la vuelta, ya mismo. Charlottenburg nunca se había conformado con el mero hecho de administrar los dineros de la ciudad; además tenía que reivindicar la posesión del genio de la misma. El hecho de que Goethe y Herder hubieran pasado la mayoría de sus años productivos en Weimar, Schiller en Jena y después Weimar, y Kant para siempre en Königsberg, jamás había impedido a los pocos privilegiados asumir su linaje por derecho. Hoffner y Fichte se encontraban ahora en el territorio de los divinos. Así que debían mirar bien dónde pisaban.

Entre amigos, Herr Kepner siempre decía que vivía en Weimar; al fin y al cabo, su casa estaba en la esquina en la que se conocieron Schiller y Herder. Muy pocos eran los que pillaban el chiste, pero reían la gracia de todos modos. Kepner era de ese estilo: siempre varios pasos por delante, pero en una senda que, al parecer, nadie más parecía muy deseoso de transitar.

Sin embargo, era una senda que le había servido bien. La casa de Kepner tenía tres plantas, partiendo desde la calle, y un agradable jardín en la entrada. Aparte del Tiergarten, Hoffner había olvidado cuándo fue la última vez que había visto tanta hierba en un solo sitio. Soltó el pasador de la cancela y tomó el camino de piedras que conducía al porche delantero. Fichte fue detrás de él. Hoffner llamó a la puerta.

Tras varios intentos más, por fin se abrió la puerta y un hombre surgió de las sombras, más joven de lo que había esperado Hoffner. En el interior de la casa reinaba una oscuridad fuera de lo habitual; aun así, Hoffner distinguió que el hombre no vestía uniforme de sirviente. Aquel tipo parecía perplejo por la aparición de unas personas frente a su puerta.

—¿Sí? —dijo con cautela.

—Perdone mi intrusión, mein Herr. Soy el detective inspector Hoffner, de la Kripo. Busco a Herr Emil Kepner.

El hombre se mostró todavía más reticente. Miró brevemente a Fichte, luego otra vez a Hoffner.

—Soy el yerno de Herr Kepner, Herr Brenner. ¿En qué puedo servirle?

—Ah, Herr Brenner. ¿Podemos ver a Herr Kepner? Brenner habló como si se dirigiera a un niño.

—Es viernes por la tarde, mein Herr.

—Ya. De nuevo le pido disculpas, pero se trata de un asunto de la Kripo. Estoy seguro de que Herr Kepner lo entenderá.

El hombre pareció ofenderse por la sugerencia. Hoffner estaba a punto de volver a empezar, cuando de pronto se oyó una voz masculina a espaldas de Brenner:

—¿Ocurre algo, Josef? Diles que hoy no deseamos ver a nadie. Brenner se volvió hacia la voz:

—Ya se lo he dicho. Es un inspector de la Kripo.

Hubo un murmullo de sillas y un rumor de voces. Entonces Brenner se apartó a un lado para dejar paso a un hombre maduro, quizá de sesenta y pocos años. Se lo veía agitado.

Herr inspector. ¿Ha sucedido algo en la tienda? —Brenner se quedó justo detrás de él.

—¿Herr Kepner? —inquirió Hoffner.

—Sí. —Kepner era menudo, pero bien alimentado—. ¿Ha sucedido algo?

—Nada que tenga que ver con su establecimiento, mein Herr, pero quisiera conversar unos momentos con usted, dentro.

Por un instante Kepner pareció quedarse descolocado por la sencilla petición. A Hoffner se le estaba acabando la paciencia. ¿Sería que los burgueses de Charlottenburg ya tenían superado el brillo de una placa de la Kripo? Por fin Kepner asintió con un gesto, extendió una mano e hizo pasar a ambos hombres al interior de la casa.

—Pasen, caballeros, por favor.

Los condujo a través de un largo corredor. Al cabo de pocos pasos, giró hacia la derecha, pasó por debajo de un arco y entró en un salón. A Hoffner se le ocurrió mirar a su izquierda: justo enfrente había un segundo arco que daba al comedor. Había una mesa dispuesta, con quizá diez personas sentadas alrededor de la misma.

Cada una de las caras lo miraba fijamente a él, con gesto inexpresivo. Hoffner reparó en los dos candelabros que descansaban sobre el aparador. Vio los solideos que cubrían las cabezas de los hombres. Se volvió hacia Fichte.

—Aguarde aquí, Hans.

Fichte obedeció. Brenner se quedó con él.

Kepner se hallaba junto a la chimenea cuando Hoffner entró en el salón.

—Le pido disculpas de nuevo, mein Herr —dijo Hoffner—. Es el Sabbat. No se me ocurrió preguntar.

Kepner hizo una breve inclinación de cabeza.

—Sí. —Señaló dos sillas—. Por favor. —Se sentaron—. Entonces comprenderá que le pida que sea lo más breve posible. —Hoffner afirmó con la cabeza—. Y bien, ¿qué puedo hacer yo por la Kriminalpolizei, Herr inspector?

A Hoffner le pareció ahora una necedad preguntar por el encaje. Estaba deseando interrumpir una agradable cena en Charlottenburg con su requerimiento —a los ricos había que mantenerlos siempre atentos—, pero aquello era algo totalmente distinto. La policía y los judíos nunca mezclaban bien. Los judíos no veían más que una amenaza, jamás veían protección. Por desgracia, probablemente tenían pocos motivos para ver lo contrario. A Hoffner no se le pasaba por alto lo irónico de su profesión.

Eligió la sinceridad a modo de retorcido sentido de la penitencia por haberle recordado a la familia de aquel hombre lo frágil que seguía siendo su situación.

—Nos encontramos en medio de una investigación, mein Herr —comenzó—. Creemos que usted puede arrojar un poco de luz sobre una prueba circunstancial que hemos descubierto recientemente.

—¿Cómo han conseguido mi nombre? —Kepner se mostró cauto.

—De un empleado de KaDeWe.

Kepner asintió, comprendiendo.

—Taubmann.

—Estaba explicándonos el point étude cuando mencionó su nombre. —Hoffner captó el ligero cambio que se operó en los ojos de Kepner—. Tengo un dibujo a mano de un singular diseño que quisiera que examinara usted.

—Un point étude. ¿Sabe usted lo inusual que es eso?

—Sí.

—Y yo no debo preguntar por qué es importante, ¿no es así?

—En efecto, mein Herr. No debe preguntarlo.

Nuevamente, Kepner se tomó unos instantes. Un judío de aquella edad sabía que era mejor dejar las cosas tal cual.

—Puedo echarle un vistazo —dijo—, pero en este momento no puedo trabajar en ello, como usted comprenderá. —Hoffner negó con la cabeza—. Hasta la puesta del sol de mañana, no.

Por segunda vez en los últimos minutos, Hoffner se sintió tonto. Claro que no podía hacerse nada hasta que se pusiera el sol. Odiaba parecer un aficionado.

—Necesito que me dé su palabra de que esta prueba permanecerá en todo momento en su poder, de que no le hablará a nadie de ella, de que no se la enseñará a nadie.

El semblante de Kepner siguió imperturbable.

—No necesita mi palabra, Herr inspector. Ya ve usted cómo vivo.

Hoffner sintió otra punzada de vergüenza; en cambio esta vez no estuvo seguro si era porque ya debería haberse dado cuenta de la situación o precisamente porque se daba demasiada cuenta. ¿De verdad creería Kepner que aquel lugar era tan seguro que su tipo y nivel de vida lo decía todo? ¿Podía un judío prosperar tan cómodamente en Berlín? Hoffner no tenía la respuesta. Metió la mano en el bolsillo del abrigo y extrajo el diseño de Wouters. Kepner se sacó unas gafas del bolsillo y tomó la hoja. Comenzó a examinarla. Su expresión no se alteró lo más mínimo.

—Un poco basto —comentó Kepner—, pero sí, se trata de un dibujo para un point étude. —Se quitó las gafas—. No puedo decirle qué diseño concreto es, para eso necesitaré un poco más de tiempo. —Dobló la hoja y se la guardó en el bolsillo de la chaqueta—. Pero eso es lo que usted sabía antes de acudir a mí.

—Esperaba que me informara usted.

—Ya —respondió Kepner con cautela—. No creo que sus esperanzas vayan nunca muy descaminadas, Herr inspector. —Hoffner guardó silencio bajo la mirada escrutadora de Kepner—. Un agente de la Kripo que pide disculpas por irrumpir en una cena de Sabbat. Eso resulta más bien insólito, ¿no es cierto? —Kepner no aguardó la respuesta e hizo el gesto de incorporarse—. Haré lo que pueda por usted, Herr inspector. Deme un número de teléfono, y hablaremos mañana. —Los dos hombres se levantaron.

Un minuto después, Hoffner estaba en la puerta con Fichte. Brenner los había hecho salir lo más rápidamente que pudo, y los observó mientras se alejaban por el camino de piedra.

Ya en la calle, Fichte fue el primero en romper el silencio.

—Un tipo un tanto seco, ese Brenner, ¿no le parece? Supongo que Kepner será parecido.

—No —contestó Hoffner—. No lo ha sido.

—Oh. —Fichte pareció desilusionado por la respuesta—. Pues Brenner me ha obligado a acompañarlo todo el tiempo. Nunca había oído hablar de un ritual judío.

Hoffner siguió caminando.

—No es más que una comida, Hans.

—Los sirvientes no paraban de encender y apagar las luces. Y todo lo decían en judío…

—En hebreo —corrigió Hoffner—. Hablan hebreo.

—Bien. —Demasiado satisfecho de sí mismo, Fichte prosiguió—: Pues que conste que se ha quedado estupefacto de que yo le hiciera tantas preguntas.

Hoffner replicó débilmente:

—O a lo mejor se ha quedado estupefacto de que usted necesitara hacerlas.

Fichte no captó la sutileza del comentario.

—¿Ese viejo judío tenía lo que queríamos?

Hoffner aflojó el paso. Se detuvo y permaneció unos instantes inmóvil, decidiendo si quería llevar a Fichte por aquel camino. Fichte también se había detenido. Sin saber exactamente por qué, Hoffner se volvió hacia él y le dijo:

Herr Kepner se ha ofrecido a aportar sus conocimientos a nuestro caso, Hans. —Habló sin emoción—. ¿Qué es lo que ha aportado usted hasta el momento?

La pulla del comentario tardó unos instantes en calar. Cuando por fin lo hizo, la sorpresa de Fichte enseguida dio paso al orgullo herido.

—No lo sé —contestó en tono glacial—. Supongo que nada en absoluto, Herr Kriminal-Kommissar.

Hoffner no tenía interés alguno en acariciar el ego de Fichte. Reanudó la marcha.

—No exagere, Hans.

Fichte se sentía totalmente confuso. No tenía ni idea de qué podía haber hecho que fuera tan terrible. Así que se apresuró a seguirle el paso a Hoffner y fingió que no había pasado nada; era lo mejor que se le ocurrió en aquel momento.

—¿Piensa Herr Kepner que podrá ayudarnos?

—Lo sabremos mañana —contestó Hoffner. Llegaron a una parada de taxis y se detuvieron—. ¿Quiere que lo deje en alguna parte? —Fue una oferta poco sincera.

—¿Ya hemos terminado por hoy?

Hoffner había pasado casi toda la mañana indagando lo que pudo sobre Leo Jogiches, su posible señor «K», pero todo había sido preliminar. Ahora estudió la posibilidad de darle otro repaso, pero estaba cansado; necesitaba una noche entera desconectado de todo aquello.

—Yo, sí. Usted puede regresar a la Alex y estudiar los archivos a solas, pero eso le toca decidirlo a usted.

—¿Está seguro? —Fichte todavía intentaba comprender lo sucedido en los últimos minutos.

Hoffner se explicó:

—No hay nada que podamos hacer hasta tener noticias de Kepner. Así son las cosas. —Y, en un tono terminante y nada amable, añadió—: Seguro que sabrá llenar el tiempo con Lina.

Fichte había llegado al límite de su confusión.

—Mire —dijo, intentando arreglar las cosas—, si lo he ofendido, lo siento…

—¿Ofenderme? —Hoffner no lo dejó terminar—. No me ha ofendido, Hans. —No era verdad, pero tampoco se trataba de eso—. Sólo tiene que ser un poco más perspicaz, eso es todo. —Hoffner decidió simplificar—. Si usted quiere pensar eso, adelante, no es asunto mío. Pero sí es asunto mío la forma en que afronta un caso, y en un caso, esa manera de pensar no es sino un estorbo. No ve lo que tiene que ver, sólo ve lo que ya cree de antemano, y eso no ayuda a nadie. En otro tipo de trabajo no tendría importancia, pero para hacer lo que hacemos nosotros, al menos para hacerlo bien, no puede estrechar tanto las miras. Cualquier prejuicio que tenga, por muy inocente que usted lo considere, sirve para empañar la visión. Sí, Kepner es un viejo judío, pero para nosotros eso no tiene importancia.

Hoffner casi se creía lo que había dicho. Un razonamiento frío de detective había sido siempre su mejor defensa de una mente abierta. Sabía que las cosas eran más complicadas, pero ni él ni Fichte podían permitirse el lujo de escarbar más. La indignación moral nunca había sido su fuerte.

Fichte aguardó unos instantes antes de responder.

—Ya —dijo; le habían tocado la fibra—. Agradezco el consejo. Y, por si le interesa saberlo, lo siento mucho.

Hoffner captó la sinceridad en la voz del muchacho. Quizá se había extralimitado.

—Vaya a ver a Lina, Hans. Tómese el resto del día libre. Preséntese en la Alex a las tres.

Las aguas volvían a su cauce. Fichte asintió, dio media vuelta y echó a andar calle abajo. Con suerte, estaría en Friedrichstrasse para las ocho y media. Iba a tener la última parte de la tarde entera para pasarla con Lina.

Hoffner paró un taxi. Se subió a él imaginándose a Hans en los brazos de Lina. Otro acto de arrepentimiento. Hoffner estaba volviéndose un experto.

EL BOCETO MAESTRO

Sascha llevaba una hora enfurruñado. Le habían prometido salir por ahí con unos amigos después de las clases —alguien había mencionado ir a montar a caballo en el Tiergarten—, pero Martha había insistido en que almorzara en casa con las hermanas de ella: otra tarde de sábado con aquellas solteronas. Sascha nunca había entendido por qué tenían que castigarlo a él por el fracaso de ellas; su padre se preguntaba lo mismo. De manera que, en su última hora de libertad, padre e hijo se escabulleron hasta el kiosco de la esquina, Hoffner para valorar el daño ocasionado por Herr Braun, Sascha para averiguar los resultados del rally del día anterior.

El Tageblatt había marcado el tono. Plantado en medio de la portada, al lado de una fotografía de la apoteosis del presidente norteamericano ante la multitud parisina que lo adoraba, había un dibujo realizado por un artista de la última víctima de los «asesinatos a cincel». Al menos los directores del periódico habían tenido la decencia de presentarla relativamente bien vestida; después de todo, el señor Wilson era un hombre modesto. Por otra parte, el Lokalanzeiger la enseñaba con la espalda desnuda y mostrando un poco de muslo. Obviamente, Ullstein apostaba a compensar: si fallaba el horror, tal vez la excitación sexual hiciera que se vendieran más periódicos.

Naturalmente, el único nombre que aparecía una y otra vez en todos los artículos era el del detective Nikolai Hoffner. No era nada sorprendente que Herr Braun se las hubiera arreglado para conservar el esquivo título de «fuentes de la Polpo». Hoffner se alegró de ver a Sascha demasiado ocupado con los resultados para darse cuenta de ello.

Había un segundo artículo, más abajo en la página, que también captó la atención de Hoffner. Iban a inhumar a Karl Liebknecht aquel mismo día en el cementerio de Friedrichsfelde. A su lado se enterraría un ataúd vacío en nombre de Rosa. Ya se imaginaba la muchedumbre que iba a acompañar al cortejo; los periódicos calculaban los seguidores por miles. Y es que Rosa aún tenía una poderosa influencia sobre Berlín; incluso ausente de su propio funeral, constituía la atracción central del día.

Una semana antes, Hoffner no habría dedicado a aquel artículo más que un vistazo, pero ahora tenía para él un lado más humano, con poesía, dudas íntimas, soledad, un parasol, y por alguna razón Hoffner sentía que aquellas cosas le pertenecían tan sólo a él. Aun así, sabía que había algo seguro en complacer a su lado personal con una mujer que estaba viva solamente sobre el papel. En lo demás iba a tener que mostrarse más cuidadoso.

De vuelta al piso, las hermanas de Martha no dieron muestras de haber leído ninguno de los artículos. Hoffner lo dedujo del tamaño de su apetito y de la vacuidad de su conversación.

—Fascinante —dijo al tiempo que se servía otra ración de patatas frías. Martha había guardado una buena cantidad de la crema durante la semana; las patatas se pegaban unas a otras como si fueran terrones de nieve compacta. Era su plato favorito.

Gisella, la hermana mayor de Martha, afirmó con la cabeza. Era una mujer grande y cuadrada, y vestía lana incluso en verano, resultado, supuso Hoffner, de pasar dieciséis años confinada a una mesa de secretaria de un bufete de abogados.

—Vamos a tener mucho trabajo cuando este gobierno nuevo empiece a cambiar las leyes —comentó—. Podéis estar seguros.

Georgi tenía un avión de juguete junto al plato. Lo reservaba sólo para las emergencias. Lo cogió y lo sacó a realizar un corto vuelo por debajo del mantel. Su otra tía, Eva, lo observó encantada. Ésta no era tan corpulenta, y sí muy suave. Como trabajaba de enfermera en la consulta de un dentista, tenía una dentadura de un blanco impecable. De pequeño, a Georgi le daba miedo verla sonreír.

—Qué gracioso es —dijo Eva con su sonrisa luminosa.

—Las manos en la mesa —ordenó Martha en voz baja. Georgi realizó una última maniobra de aproximación con el avioncito y acto seguido lo hizo aterrizar junto a su plato. Sonrió en dirección a Eva.

—Tengo entendido que puede que este gobierno nuevo no dure mucho —dijo Sascha, que estaba sentado al lado de su padre. El chico era lo bastante descarado para decir aquello, aunque todavía no tenía la suficiente seguridad en sí mismo para levantar la vista del plato.

—Ésa es toda una afirmación —apuntó Gisella. Y lanzó una carcajada que hizo vibrar todo su torso—. ¿Es que tenemos un joven político en la familia?

—A Sascha no le gustan los socialistas —dijo Hoffner lamiendo la cuchara—. Ni siquiera los más moderados.

Gisella ladeó su cuadrada cabeza hacia el muchacho.

—Podría irte mucho peor, Alexander. —Al igual que todas las tías buenas, jamás olvidaba cómo le gustaba que lo llamaran—. Ésta es una época emocionante para ser joven.

Sascha asintió en silencio. Notaba que el almidón de la camisa le rozaba el cuello.

La conversación podría haber continuado indefinidamente, con unos cuantos vuelos más de prueba antes del postre, si no hubiera sido por la interrupción del teléfono. Sascha y Georgi irguieron las orejas; Martha miró a Nikolai buscando instrucciones; Gisella y Eva se limitaron a componer una expresión turbada.

Hoffner se levantó de la mesa.

—Estoy esperando una llamada —explicó—, sobre un caso.

Aquella información logró acallar la mesa. Por supuesto, la llamada debía recibirse después de que se hubiera puesto el sol, y en la Alex, pero tal vez Herr Kepner se había impacientado, tanto que había buscado el número de teléfono de casa. Al fin y al cabo, los points études constituían una rareza. Hoffner se excusó y se fue hacia el cuarto de estar.

—Hoffner al habla —dijo tras levantar el auricular.

Tristemente, quien llamaba no había mostrado tener tantos recursos. Era el sargento de servicio de la Alex. Le pidió disculpas por la intrusión. Habían encontrado otro cadáver, el que hacía el número siete, esta vez justo al oeste del Tiergarten. Hoffner escuchó los detalles y después colgó.

El zoo, pensó. A más de cinco kilómetros de todos los demás asesinatos. Y sólo un día después de la rueda de prensa de Herr Braun. Qué adecuado.

Pensó en llamar a Fichte, pero sabía que iba a ser inútil. Llamar a Lina era una idea igual de inapropiada. Estaba a punto de regresar al comedor cuando de pronto vio a Sascha de pie en la puerta.

—¿Sí?

—Madre quiere saber si todo va bien.

Hoffner advirtió la total indiferencia que traslucía la mirada de su hijo.

—Tengo que ir al Tiergarten —respondió. Sascha afirmó con un gesto e hizo ademán de darse la vuelta—. Puedes venir conmigo, si quieres. —Hoffner, por un momento, se permitió olvidar lo que iba a ver en el zoo. El chico se volvió, pero no dijo nada—. A no ser, claro, que prefieras pasarte la tarde enzarzado en discusiones con tía Gi. —Hoffner creyó vislumbrar un asomo de sonrisa. Sin embargo, Sascha consiguió controlarla.

—De acuerdo —dijo el chico.

—Bien. Ve por los abrigos. Yo voy a decírselo a tu madre.

El primer tranvía los llevó al oeste, el segundo al norte. Fue un trayecto breve y agradable; las picaduras de Kreuzberg —aquellos grandes desconchados producidos por balas perdidas— fueron dando paso al cutis de porcelana del Berlín adinerado. En aquella zona, hasta los carteles de anuncios parecían más amables; dóciles tonos rosas y amarillos iluminaban las ceñidas faldas de las señoras y los pañuelos de los caballeros. Las caras pintadas tenían una alegría que sólo podía encontrarse en la zona oeste.

Sascha se asomó por la ventanilla con desdén. Dijo:

—Por lo que se ve, aquí han conseguido salir bien parados, sin un solo rasguño.

Hoffner apenas se fijaba; llevaba media hora observando a Sascha. La mirada del chico le recordaba otro rostro, más pequeño, más pegado a la ventanilla del tranvía, en aquellos lejanos días de domingo en los que padre e hijo iban hasta la Postdamer Platz o la Alexanderplatz para elegir una línea —una nueva cada vez— antes de ponerse cómodos para pasar la tarde de excursión: veinte pfennigs, y la ciudad era de ellos. Se acordó de la atención con que Sascha escuchaba todo lo que le contaba él acerca de los puentes, las estatuas y los monumentos, Berlín vuelto a la vida en la mirada de un niño; se acordó de lo mucho que Sascha insistía siempre en que se apearan, en alguno de los lugares más recónditos de la ciudad, a tomar un chocolate o un pastel en algún café desconocido, sólo para guardarse la mayor parte en un bolsillo para llevárselo a Martha; y de que aquellos restos siempre llegaban a casa, más hilachas que chocolate, para profundo placer de Martha.

Hoffner no tenía motivos para reprochar a Sascha aquel desdén. Al igual que el chico, aquella ciudad ya no existía.

—Ahora serán gobernados por socialistas —dijo Hoffner—. Mucho peor que cualquier cosa que hubieran podido hacerles las balas. —Captó un cambio momentáneo en la expresión de Sascha, por lo demás sombría—. Eso te gustará, ¿no? —El tranvía se detuvo y Sascha se encogió de hombros. Los dos se apearon y salieron a la lluvia helada—. A mí también.

El grupo que había frente a los jardines era mucho más numeroso de lo que había previsto Hoffner. Esperaba encontrarse unos cuantos tenderos, tal vez uno o dos porteros de algún edificio: un cadáver a la luz del día siempre atraía a los auténticos devotos, por muy mal tiempo que hiciera. Aquello, en cambio, era una multitud. Hoffner se acercó un poco más y reparó en una pequeña unidad de patrulleros que habían formado una barrera improvisada e intentaban mantener el orden. La histeria que había prometido Braun se había iniciado ya.

Con Sascha a la zaga, Hoffner se abrió paso por entre el gentío en dirección al oficial de la Schutzi que tenía más cerca.

—¿Quién está al mando? —preguntó sacando su placa.

El patrullero reconoció enseguida el nombre; él también había viso los periódicos aquella mañana.

—¡Kriminal-Kommissar Hoffner! —exclamó en voz alta y entusiasta.

Todos los que estaban lo bastante cerca para oírlo volvieron la cabeza; era evidente que nadie se había perdido la noticia del día.

—Resulta obvio que el que está al mando —dijo Hoffner haciendo caso omiso de las miradas— no es usted.

El hombre adoptó la posición de firmes.

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