Rosa

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Primera parte » 3. Seis

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—No, Herr Kriminal-Kommissar. Ahora mismo, Herr Kriminal Kommissar. —Todavía empujando hacia atrás a la multitud, el patrullero intentó localizar a su sargento.

Hoffner miró más allá. En contraste con la creciente masa de gente, la plaza se veía desolada. Los pocos que merodeaban frente a la entrada del zoo se habían subido el cuello del abrigo para protegerse del viento; llevaban las manos bien metidas en los bolsillos, algunos iban de uniforme, otros no. Hoffner reconoció varias caras de la rueda de prensa del día anterior; o sea que la prensa había conseguido pasar. Se disponía a decir algo al patrullero, cuando de repente descubrió entre la gente al Kommissar de la Polpo Walther Hermannsohn. Se preguntó si debería sorprenderlo su presencia. Era más alto de lo que él recordaba, aunque no tanto como Tamshik, que hacía que él pareciera un enano. A decir verdad, Hoffner hubiera preferido a Tamshik; por lo menos con él sabía qué podía esperar. Allí, incluso con aquella pequeña concentración, Hermannsohn parecía destacar por encima de todo el mundo.

—No importa —dijo saltando la barrera y saliendo a la plaza—. Ya he visto a la persona que necesito.

Pero, en un arrebato de autoridad, el patrullero alargó una mano y agarró a Sascha por el hombro.

—No tan deprisa, jovencito.

Hoffner se volvió. Una vez más, el tamaño de Sascha lo sorprendió: el muchacho era tan grande como el hombre que lo aferraba.

—Viene conmigo, patrullero —dijo Hoffner, pero su impaciencia surtió poco efecto—. ¿Es que nunca ha visto un detective junior, es eso? —El engreimiento del otro se trocó en confusión. Hoffner volvió a hablar con mayor precisión—: ¿Existe alguna posibilidad de que recupere a mi detective?

La confusión se tornó perplejidad. De pronto, el agente se puso en posición de firmes y soltó a Sascha.

—Sí, por supuesto, Herr Kriminal-Kommissar.

—No se deje engañar por la edad, patrullero. Los buenos siempre empiezan jóvenes. Por lo menos en la Kripo.

—Por supuesto, Herr Kriminal-Kommissar. Discúlpeme. —Se volvió nervioso hacia Sascha—. Disculpe, Herr Kriminal-Assistent.

Hoffner estaba a punto de responder cuando Sascha dijo:

—Que no vuelva a suceder, patrullero.

Hubo una fuerza sorprendente en el tono del muchacho. Hoffner se mordió la lengua para no sonreír.

El agente inclinó la cabeza con eficiencia.

—No, Herr Kriminal-Assistent.

Y, sin hacer caso de su padre, Sascha se subió el cuello del abrigo y echó a andar en dirección a la plaza. Hoffner se despidió del patrullero con un gesto de reproche y fue detrás de Sascha.

—¿No has estado un poco duro con él? —le dijo una vez que estuvieron el uno al lado del otro.

—Lo superará —replicó el chico.

Si el Kommissar Hermannsohn no se hubiera vuelto en aquel momento, tal vez Hoffner hubiera pasado un brazo por los hombros de su hijo y se lo hubiera llevado a pasar el día en la ciudad. «Al diablo con todo esto», pensó. Pero Hermannsohn se volvió, junto con todos los periodistas que esperaban junto a la verja. Como una sola persona, salieron disparados en pos de su presa. Hoffner iba a alzar una mano para ahuyentarlos cuando vio que Hermannsohn les ladraba no sé qué a tres agentes de la Schutzi que estaban allí cerca. Para total asombro suyo, los patrulleros se adelantaron y contuvieron a los periodistas. Hoffner pasó de largo por delante del enjambre de preguntas y se dirigió a Hermannsohn.

—Gracias, Herr Kommissar —le dijo.

Hermannsohn asintió en silencio.

—Imagino que ésta es la clase de cosas de las que puede usted prescindir, Herr Kriminal-Kommissar. —Hoffner cayó en la cuenta de que era la primera vez que oía hablar a aquel hombre. El tono de Hermannsohn, extrañamente, no resultaba amenazante, aunque tampoco sonaba cálido—. Ah, y también el joven Hoffner. —Su familiaridad resultaba igual de desconcertante—. Tengo entendido que es un gran esgrimista.

Hoffner se arrepintió de haberse traído a Sascha.

—Pues sí.

—Y de aquí es de donde saca su decisión al manejar el florete, ¿no?

Hoffner no tenía ni idea de a qué se refería Hermannsohn.

—¿Disculpe, Kommissar?

—Un niño en el lugar de un asesinato. Supongo que cada uno se forma la personalidad a su manera. —Al ver que Hoffner no decía nada, agregó—: Es una broma, Kriminal-Kommissar.

Hoffner esperó unos instantes y luego dijo:

—Supongo que sí.

Hermannsohn sonrió en silencio y les indicó la verja:

—El cadáver se encuentra por aquí.

Hoffner se disponía a seguirlo cuando vio la expresión de incertidumbre de los ojos de Sascha; durante el trayecto en tranvía no se había mencionado que hubiera un asesinato. ¿Cómo iba a mencionarse? Sólo entonces comprendió con claridad el carácter totalmente absurdo de aquel momento. ¿En qué estaría pensando?

—No puedo llevarte ahí dentro, Alexander.

Sascha mostró un instante de alivio antes de asentir desilusionado.

—Bueno, en ese caso esperaré aquí, padre.

Hoffner pensó que el chico actuaba con gran aplomo.

—Bien hecho —le dijo. Posó la mano en el brazo de Sascha apenas unos segundos. Por alguna razón, a ninguno de los dos pareció importarle. Luego buscó en el bolsillo del abrigo y extrajo una pequeña petaca. La abrió y se la pasó a Sascha—. Te mantendrá caliente un rato. —El chico dudaba—. Adelante. Ella no tiene por qué enterarse. —Sascha bebió un sorbo rápido y le devolvió la petaca entre toses. Hoffner sonrió. «No es más que un chiquillo —pensó—. ¿Qué tiene eso de espantoso?» A continuación, le tendió la petaca a Hermannsohn—. ¿Kommissar? —El otro rehusó cortésmente—. No, creo que no. —Sin beber él mismo, se guardó la petaca en el bolsillo y fue detrás de Hermannsohn al interior de los jardines.

Cuando llovía, el zoo tenía cierto aire deprimente. Las pequeñas construcciones —producto del concepto que tenía algún francés de lo que era el parentesco internacional— estaban diseñadas cada una al estilo de los países de los que procedían los animales. Cubiertas de hielo y humedad, en vez de una invitación a conocer países lejanos parecían más bien casas de pan de jengibre empapadas de agua. Lo que debía ser un alegre brincar al pasar junto a ellas se convertía ahora en un penoso esfuerzo: no tenía nada de divertido saber qué aspecto tenía lo inhóspito en China, en India o en el África más oscura.

—Es agradable que la Polpo haga su aparición en un caso criminal. ¿O es que no acerté a entender ayer lo que dijo el Oberkommissar?

Hermannsohn ignoró la pregunta; por lo visto, aquel tipo hacía caso omiso de todo lo que le resultaba desagradable. Pasaron junto a la casa del elefante —Hoffner se preguntó cuántos elefantes quedarían paseando frente al Taj Mahal— y se internaron en las regiones más remotas de los jardines.

—Así que pensaba traer al chico al lugar del asesinato —dijo Hermannsohn—. Lo encuentro de lo más interesante.

—No me diga. —Hoffner era capaz de cambiar de tema con la misma facilidad—. ¿Tan interesante como me resulta a mí tener a mano el Tageblatt y el Morgenpost?

—Ah, ya —contestó Hermannsohn—. En realidad, nunca puede uno fiarse de esos patrulleros de la Schutzi, ¿verdad?

Condujo a Hoffner lejos de las casas de los animales y ambos comenzaron a bajar por un camino que rodeaba los aseos públicos y continuaba más allá de un pequeño cobertizo de instalaciones eléctricas. La arboleda se hacía cada vez más tupida.

Llegaron a una cadena que atravesaba el camino de lado a lado y de la que colgaba un pequeño letrero que decía: DURCHGANG VERBOTEN. Incluía dos signos de exclamación que no dejaban lugar a dudas: «¡Prohibido el paso!» Hoffner conocía a los berlineses. Aquello habría bastado para mantener a raya a una pequeña banda de revolucionarios. Hermannsohn saltó por encima de la cadena. Hoffner hizo lo mismo. Medio minuto después, llegaron a un claro.

Hoffner se quedó sorprendido de verdad por lo que encontraron: en el centro del claro se alzaba el consabido conjunto formado por valla, andamio y motor que había llegado a definir el Berlín en obras. A uno y otro lado de la pequeña abertura que daba al pozo había dos patrulleros de la Schutzi. Detrás de ellos se veía un hueco más amplio entre los árboles, una avenida para una única furgoneta que traía los suministros. Más interesantes resultaban los tres convertibles Daimler de color negro que estaban aparcados al borde; sus chóferes disfrutaban de sendos cigarros.

—Al menos su hombre es coherente —dijo Hermannsohn conduciendo a Hoffner hacia la escalera de mano.

Hoffner seguía con la mirada fija en los automóviles. Los abrigos de los chóferes aún no estaban empapados del todo, o sea que no llevaban mucho tiempo allí.

—No tenía idea de que estuvieran construyendo aquí, tan lejos —comentó.

—No están construyendo —repuso Hermannsohn. Llegó a la escalera y comenzó a descender por ella. Hoffner lo siguió.

Si Hoffner estuviera buscando coherencia, el lugar de excavación le habría servido a la perfección. Al llegar abajo se encontró en una caverna que parecía casi idéntica a la que había visto dos noches antes en la Senefelderplatz, con lámparas de la policía y todo. Hasta el grupo de cuatro hombres de pie al fondo del túnel le resultó inquietantemente familiar. Sin embargo, allí era donde terminaban las similitudes.

A la vista de sus ropas, estaba claro cuáles de los cuatro pertenecían a los Daimler de fuera. Al igual que sus automóviles, tres de los hombres eran esbeltos y alargados: los cuellos de sus abrigos estaban forrados de piel rusa; en las vueltas de sus pantalones se apreciaba la lana inglesa; y sus botas tenían el brillo del cuero italiano. La guerra no había logrado comprometer sus gustos políticamente insolentes. Pero para Hoffner eran las uñas, incluso a aquella distancia y con aquella luz, lo que no dejaba dudas respecto del estrato del que habían descendido aquellos hombres: eran planas y rosadas, y jamás habían sido cortadas por ellos mismos. Hoffner supo exactamente quiénes eran: hombres de negocios prusianos, un estamento mucho más peligroso que el de sus homólogos militares. La guerra en ningún momento redujo su número; la inflexibilidad jamás disminuyó su éxito. Hablaban entre sí en voz baja, en un lenguaje que requería menos palabras pero más sutileza en los gestos que la cháchara que fluía de la boca del Berlín común. Éstos eran hombres que sobrevivían, y sobrevivían bien, con independencia de quién llevara las riendas del gobierno.

El cuarto de ellos era el Direktor de la Polpo Gerhard Weigland, en toda su rotundez. Parecía completamente fuera de lugar, moviendo continuamente la cabeza en un gesto afirmativo mientras los demás hablaban. Cuando descubrió a Hoffner, se aclaró la garganta con aire incómodo. Los demás se volvieron.

—Por fin —dijo Weigland con no poco alivio—. Caballeros, éste es el detective de la Kripo del que les he hablado. —Hermannsohn se quedó en las sombras mientras Hoffner se aproximaba al grupo—. Kommissar Nikolai Hoffner, permítame que le presente a los directores de la Firma Ganz-Neurath. Herren Träger, Schumpert y Bikerkopf. —Luego señaló con el brazo—: El Kommissar Hoffner.

Hoffner nunca había sido receptor de tres inclinaciones de cabeza tan escuetas.

Meine Herren —dijo con una perezosa inclinación de cabeza propia.

Herr Kommissar. —Träger habló por los tres. Hoffner decidió ir al grano.

—Supongo que éste será uno de sus emplazamientos, Herr Direktor.

—Además de los de Senefelder Platz y Rosenthaler Platz, sí, Herr Kommissar. Tengo entendido que usted ya los conoce.

—Iban a ser estaciones del U-Bahn —repuso Hoffner—. Y no dejan de aparecer en ellos mujeres muertas.

Träger apreció la brusquedad de Hoffner.

—Sí, así es.

—¿Está usted informado, mein Herr —Hoffner habló como si no hubiera presente ningún hombre de la Polpo— de que Herr Direktor Weigland y Herr Kommissar Hermannsohn no están en la Kripo? —Disfrutó al ver que Weigland guardaba silencio.

—Lo estoy.

—¿Entonces considera que se trata de un caso político?

Träger se concedió unos instantes. Estaba sopesando a Hoffner, no el caso.

Herr Direktor y yo somos viejos amigos, Kommissar. Ha tenido la amabilidad de ampliar los servicios de su departamento.

Hoffner no tenía motivos para pensar que el vasallaje era la única razón del continuo interés de la Polpo por aquel caso. Tal vez Weigland hubiera convencido de ello a Träger y a sus colegas directores, pero Hoffner sabía que no se trataba de eso.

—Entiendo.

—Estoy seguro, Kommissar. —No había nada agresivo en el tono: era simplemente una constatación del hecho. Träger prosiguió—: Lo que voy a decirle no debe salir de este lugar, ¿está claro? —Hoffner afirmó con la cabeza—. Bien, porque el sitio en el que nos encontramos de hecho no existe. —Träger vio la sorpresa en los ojos de Hoffner—. Sí. La primera vez que movimos tierras aquí fue hace poco más de cinco años, en diciembre de 1913. Aquí iba a emplazarse la grandiosa terminal de una línea que llegaría hasta el corazón de la ciudad a finales de la década. Ése era el objetivo, Kommissar. Eso era lo que deseaba el káiser.

—Perdóneme, Herr Direktor —replicó Hoffner—, pero no recuerdo haber leído nada acerca del proyecto de una línea que llegase hasta tan lejos.

—Naturalmente que no. Ni usted ni nadie. El káiser temía que si salía a la luz la noticia de que se estaba diseñando un tren subterráneo, no un tranvía, comprenda, ni un autobús, que circulan a la luz del día, Kommissar, sino algo como esto, para conectar Berlín oeste con la escoria de Kreuzberg y Prenzlauer, en fin, muchas personas podrían tener sus buenas razones para hacerle la vida al káiser tan incómoda como fuera posible. La seguridad, el aislamiento, esa clase de cosas. Lo que sabía el káiser era que sus fieles de Charlottenburg simplemente necesitaban tiempo para ver cuán maravillosos iban a ser esos trenes subterráneos. Sabía que con el tiempo terminarían pidiendo que también se los pusieran a ellos, así que ¿por qué no tenerlos ya preparados cuando los pidieran?

—Pero sólo hasta el zoo —comentó Hoffner.

—Sí.

—El káiser no tenía por qué forzar a la suerte llevando los trenes hasta el corazón del oeste.

Träger estaba disfrutando con todo aquello más de lo que dejaba ver.

—Algo así, Kommissar.

—Y entonces sobrevino la guerra.

—Exacto. Todos descubrimos que al káiser le interesaba más el mundo más allá de Berlín que los trenes. Todo quedó interrumpido, y la línea U-Bahn Número Dos fue felizmente relegada al olvido. Hasta, claro está, la semana pasada. No puedo decir que nos alegrase saber que varias mujeres estaban siendo asesinadas y después trasladadas a nuestros emplazamientos, pero hasta esta mañana, Kommissar, nadie estaba enterado de ello. Por suerte, siguen sin saber nada de la estación de Rosenthaler, aunque no me cabe la menor duda de que pronto se sabrá. Y cuando eso suceda, nuestra empresa tendrá que responder a varias preguntas más bien desagradables. Sin embargo, eso no nos preocupa; la vergüenza termina por disiparse. Los emplazamientos situados en el centro de la ciudad no suponen ninguna amenaza para nadie. —Hizo una pausa—. En cambio, éste sí, sobre todo tras lo ocurrido recientemente. ¿Comprende lo que le estoy diciendo ahora, Kommissar?

Hoffner lo comprendía. La revolución había hecho que un emplazamiento del metro situado tan al oeste resultara mucho más problemático. La imagen de una masa de diez mil personas bajando por la Siegesallee a primeros de enero todavía estaba fresca en la mente de todos. ¿Cuánto más aterradora era la perspectiva de que una interminable marea de semejante inmundicia humana comenzara a emerger de debajo de las calles en mitad de la noche? En cualquier momento podían salir como ratas para dispersarse sin freno por la ciudad. Quizá Herr Direktor Träger y sus cohortes estuvieran dispuestos a soportar la histeria producida por un maníaco suelto, pero sin embargo no deseaban probar a provocar un pánico capaz de descoser Berlín por sus costuras.

—¿Y ha conseguido mantenerlo oculto todo este tiempo? —preguntó Hoffner.

—La gente cree que estamos construyendo un estanque para un pez enorme —contestó Träger—. Dígame, Herr Kommissar, ¿a usted le parece esto un estanque?

—¿Me permite ver el cadáver, Herr Direktor?

—Comprenderá usted nuestra preocupación, Kommissar.

Hoffner habló con franqueza:

—¿El qué? ¿Que la Polpo sepa mantener a la prensa a raya y que los de la Kripo, sobre todo los que vivimos en Kreuzberg, nunca hayamos sido de tanta utilidad? Sí, Herr Direktor. Lo comprendo muy bien. ¿Puedo ver ya el cadáver? —Hoffner disfrutó de la súbita tensión que irradió Weigland.

Träger, por otra parte, parecía divertido con la pulla.

—¿Entonces está claro del todo, Kommissar?

—Del todo, Herr Direktor.

—Naturalmente, mis colegas y yo estamos deseosos de ayudarlo de cualquier forma en que podamos.

—Lo tendré en cuenta, Herr Direktor.

Träger aguardó unos momentos. Continuó mirando fijamente a Hoffner y se dirigió a Weigland:

—No debería haber permitido que este tipo se fuera a la Kripo, Gerhard. No es propio de usted.

Weigland intentó sonreír.

—No, Herr Direktor.

—Cualquier ayuda que necesite, Kommissar… Hoffner asintió.

Weigland esperó un momento para cerciorarse de que Träger había terminado antes de hacer una seña a Hoffner en la dirección del cadáver.

—Es por aquí —dijo conduciendo a Hoffner al final del túnel; los tres directores regresaron hacia la escalera de mano.

—Siempre tiene que hacerse el listo, ¿verdad? —le dijo Weigland en voz baja.

Hoffner contestó con ironía:

—Tiene usted amigos muy imponentes, Herr Direktor. Estoy muy impresionado.

—Limítese a terminar el caso, Nikolai. Nos hará la vida más fácil a todos.

La mujer estaba tendida boca abajo en el suelo, y como mucho había transcurrido un día desde que la asesinaron. Hoffner se agachó junto a ella y vio las huellas de arrastre que conducían hasta allí; vio el corpiño desgarrado del vestido, vio su edad en el rostro, vio el corte diametral marcado en la espalda, y supo con absoluta certeza que aquello no era obra de Paul Wouters.

Podría haber sido sólo una suposición si hubiera llegado a aquella conclusión basándose únicamente en la ropa de la muerta. El vestido y los zapatos eran demasiado juveniles para una mujer de su edad, y en ellos no había nada de la enfermera solitaria ni de la costurera. Hoffner sacó su pluma y alzó el borde del vestido en la parte de atrás. Allí, tal como esperaba, encontró la señal delatora justo por encima de la rodilla; una bolsita atada con fuerza al muslo. La sopesó en la mano; todavía estaba llena de monedas. Aquella mujer era una prostituta, y mucho más de lo que hubiera podido manejar Wouters.

Sin embargo, la ropa y la profesión no eran más que una confirmación de lo que Hoffner vio en el dibujo. Pasó el dedo por los surcos practicados en la piel. Presionó los bordes ya fríos. Estaban desgarrados y formando un ángulo incorrecto. Habían sido obra del segundo asesino.

Hoffner volvió la vista hacia el túnel y sintió la mirada de Weigland en la espalda. Alguien se había tomado muchas molestias para crear el decorado perfecto. Todo estaba colocado exactamente igual que dos días antes en Senefelderplatz, igual que mes y medio antes en cada uno de los otros emplazamientos: las obras en la calzada de Münz Strasse, la entrada de alcantarilla de Oranienburger Strasse, el paso inferior de Prenzlauer, la cueva de Bülowplatz. Todo es perfecto, pensó Hoffner, y sólo un día después de las revelaciones de Herr Braun.

Estaba a punto de dar la vuelta al cadáver cuando de repente algo lo detuvo. Continuó observando el túnel. Lo vio en las luces que pendían de lo alto, en la colocación y la dimensión de los tablones de madera que forraban las sucias paredes. Se hallaba en la distribución de las tablas, en las vigas de acero, en la altura del techo, en sus contornos…, en el túnel entero. Había sido engañado, primero por Träger, y después por la víctima. Ahora estaba infinitamente claro.

Hoffner se incorporó de un salto y fue hacia los directores, que casi habían llegado a la escalera de mano. Tuvo que darse prisa.

—¡Herr Direktor! —chilló, ya corriendo—. Un momento, por favor.

Träger se detuvo y se volvió.

—¿Herr Kommissar?

Hoffner frenó al llegar hasta él. Notó que Weigland, desde atrás, intentaba alcanzarlo.

Herr Direktor. —Hoffner habló con vehemencia—. Este emplazamiento. Estos emplazamientos. ¿Cómo se diseñan?

Träger pareció no haber entendido del todo la pregunta.

—¿Se refiere a cómo se ha construido el túnel, Herr Kommissar?

—No, al diseño, Herr Direktor. ¿Cómo se configura?

Träger lanzó una mirada fugaz a sus colegas.

—Tenemos un modelo. Lo que se llama un Borrador Maestro. Funciona como plano principal. ¿Por qué, Kommissar?

—¿Todos los emplazamientos, Herr Direktor? ¿Todos se diseñan del mismo modo? —Hoffner sentía que las piezas comenzaban a encajar.

—En teoría, sí. —Träger seguía sin estar seguro de lo que estaba explicando—. Hay un diseño básico de túnel. Un diseño básico de las vías. Hace que sea mucho más efectiva en el coste la producción de materiales, y la instrucción de los capataces, y así sucesivamente. —Träger se cansó de contestar preguntas—. ¿Qué importancia tiene todo eso?

—¿Así que el emplazamiento de Senefelder sería casi idéntico a éste?

—Más o menos, sí. —Träger estaba cada vez más impaciente—. ¿Por qué me pregunta esto?

—Incluso algo tan complicado como la estación de Rosenthaler Platz. Una arcada comercial. ¿Eso también?

Träger contestó en tono áspero.

—Con unas cuantas modificaciones, sí. La misma construcción. Kommissar, ¿qué tiene que ver todo esto con su caso?

Por la cabeza de Hoffner volaban las imágenes. Vio la frustración en los ojos de Träger.

—Gracias, Herr Direktor.

Y sin decir más, agarró la escalera de mano y comenzó a subir por ella.

Fuera, en la plaza, Sascha se encontraba recibiendo en audiencia a un grupo de patrulleros de la Schutzi.

Hoffner, intentando recuperar el aliento, se dirigió hacia él.

—Disculpen, caballeros —dijo, todavía ahogado. Los hombres se apartaron—. Necesito que me hagas un favor, Sascha.

El chico se sorprendió, y no por que hubieran utilizado mal su nombre, sino porque era la primera vez que su padre le pedía un favor.

—¿Un favor? —preguntó, inseguro.

—Necesito que regreses a la Alex, a mi despacho.

—¿Ahora? —dijo Sascha con más vigor.

—Sí, ahora. Puede que haya una llamada telefónica. Si aparece Herr Fichte, dile que estaré allí lo antes que pueda.

Sascha escuchó las instrucciones y afirmó con la cabeza.

—¿Y si llega esa llamada telefónica?

Hoffner no había previsto tanto.

—Buena pregunta. Pues le dices al caballero que ya le devolveré la llamada. Será un tal Herr Kepner. Anota su número. No debe decir nada más por el teléfono, asegúrate de eso. Nada más. ¿Lo has entendido?

—Sí, padre.

—Muy bien. —Hoffner rebuscó en su bolsillo y sacó unas monedas—. Me estás haciendo un favor tremendo, Sascha. —Le entregó las monedas al muchacho—. Lo que no te gastes en los tranvías, te lo guardas para ti, ¿conforme? —Le dio un apretón en el brazo—. Gracias.

Y se marchó.

—De nada, padre.

Pero Hoffner ya estaba demasiado lejos para oírlo.

Cinco kilómetros y medio más allá, el patrullero de la Schutzi había sido sustituido por un cartel: SE PROHIBE TERMINANTEMENTE LA ENTRADA. Era evidente que había funcionado igual de bien. El emplazamiento de Rosenthaler se veía completamente desierto. Hoffner asió la escalerilla y descendió.

Cuando llevaba bajados quince barrotes, la caverna se volvió negra como boca de lobo. Llegó al fondo, prendió una cerilla y la colocó suavemente entre dos tablones de madera.

Con lo poco que podía ver, se las arregló para encontrar un pico olvidado en el suelo. Lo cogió y empezó a enrollar su pañuelo alrededor del mango. A continuación sacó la petaca de licor y empapó bien la tela. Sosteniendo el pico por la parte metálica, encendió una segunda cerilla y prendió la improvisada antorcha. Al momento el vientre de la estación se abrió ante él proyectando sombras salvajes. El hedor de las heces hacía tiempo que había desaparecido, al igual que todo indicio de que allí hubiera estado viviendo una familia hasta diez días antes. Hasta las tablas para los colchones de plumas habían sido devueltas a sus lugares correctos.

Träger tenía razón: el espacio era prácticamente idéntico a los demás que Hoffner había visto en los tres últimos días. Los radios que conducían a la arcada eran simplemente otros túneles de línea única, las «modificaciones» que había mencionado Träger. Sin embargo, no eran la razón por la que Hoffner había regresado a aquel lugar.

Echó a andar por el radio central, de vuelta a la caverna en la que habían encontrado el cadáver. Deliberadamente, mantuvo la cabeza baja y los ojos fijos en el polvo del suelo. Necesitaba verlo desde la perspectiva de Wouters, desde el ángulo correcto, y eso sólo era posible desde el interior de la caverna de Mary Koop.

Pasó por varias entradas y recorrió varios túneles antes de llegar a la abertura y dirigirse a la pared del fondo. Encontró el contorno de Koop marcado en el hollado suelo: las seis semanas de ocupación lo habían conservado visible. Los pequeños rebordes de barro parecían alzarse bajo el resplandor de la antorcha. Incluso ahora, la forma del cuerpo de la mujer daba la impresión de haber formado parte del pavimento. Hoffner respiró hondo y se dio la vuelta.

—Dios mío —susurró.

El dibujo estaba por todas partes. Hoffner podría haber cerrado los ojos y recorrer el trazado del mismo sin dar un solo paso en falso. Regresó a la abertura de la caverna y se sintió atraído hacia aquel patrón, no del modo en que se había sentido en las calles de Berlín —en una especie de evocación de los surcos y las curvas grabados en la espalda de una mujer—, sino en las marcas mismas: se volvió, y los túneles giraron con él; estiró la mano para tocar una línea que cruzaba, y la pared cedió el sitio a una abertura que atravesaba su camino; pasó las manos por los muros, y sintió los montículos fríos de la carne humana. Todo aquello se le había escapado antes, demasiadas distracciones, demasiados estorbos. Ahora él formaba parte del corte diametral.

El borde del dibujo se interrumpió bruscamente en la entrada de un túnel que llevaba otra vez a la caverna central. Más allá de la entrada había dos vigas de acero que hundían sus raíces en las paredes situadas la una enfrente de la otra. Hoffner cruzó dicha entrada y continuó bajando por el túnel, alejándose del dibujo, de vuelta a la escalera. Unos veinte metros más adelante, encontró otra serie de vigas de acero. Luego apareció una tercera serie, de nuevo tras el mismo intervalo.

Allí la construcción era casi idéntica a la de Senefelderplatz y la de Tiergarten. Hoffner dio media vuelta y se apresuró a regresar a donde empezaba el dibujo de Wouters.

Comenzó pasando por la entrada: veinte metros, cuarenta, sesenta. No había vigas de acero. Allí los túneles no formaban parte del diseño del Borrador Maestro, sino que habían sido añadidos, y con prisas, demasiado rápido para poder esperar a que llegaran las vigas de acero.

Alguien le había proporcionado a Wouters un hogar, el único que podía hacerlo sentirse seguro: esculpido en la imagen perfecta de su propia mente retorcida.

De repente se quedó sorprendido por la palabra. Aquello, ciertamente, era perfecto. Era el ideal de Wouters. Por supuesto. Otra pieza del rompecabezas que encajaba en su sitio.

Obedeció el impulso de volver corriendo a la caverna, volver a pasar por la abertura, volver a las huellas del cuerpo de Mary Koop. Penetró en los pequeños montículos y fijó el pico en una viga de madera, por encima de su cabeza. La antorcha quedó brillando sin obstáculos mientras él extraía el cuaderno y la pluma del bolsillo del abrigo y empezaba a dibujar el corte diametral una vez más. Las rayas bailaban sobre el papel a causa de la luz, pero allí estaba. Trazó una X para señalar el punto en el que se encontraba en aquel momento y se quedó mirando la hoja.

Era el «punto de origen óptimo». Lo había encontrado. Mary Koop era el punto de comienzo. Lo único que necesitaba ahora era comprender cómo fluía el dibujo, y tendría en sus manos a Paul Wouters.

Hoffner perdió la llamada por cinco minutos.

—¿No te ha contado nada? —preguntó al tiempo que sacaba los dibujos originales de Wouters del armario archivador. Se movía con rapidez. Necesitaba ver a Kepner.

—Nada —contestó Sascha.

—El chico ha estado de lo más convincente —intervino Fichte. Los dos se estaban contagiando de la impaciencia de Hoffner.

—Bien. —Hoffner metió los folios en el bolsillo de su abrigo y señaló hacia Fichte—. Usted y yo tenemos una persona a quien visitar. —Después señaló a Sascha—. Y tú tienes que irte a casa. —Vio la desilusión en los ojos de su hijo—. Ya lo sé, pero ni siquiera yo puedo saltarme tanto las reglas. —Fue todo lo que necesitó decir.

Ya en la calle, encontraron un taxi para Sascha y luego otro para ellos. Por el camino le fue dando a Fichte una versión abreviada de los acontecimientos de aquel mediodía. Cualquier teoría que pudiera habérsele ocurrido acerca de los directores de Ganz-Neurath o acerca de la reaparición del segundo asesino, o incluso acerca del diseño encontrado en la estación de Rosenthaler, se la guardó para sí. Hoffner sabía que a Fichte iba a costarle un poco digerir la información, porque ya le estaba costando a él mismo. Así que lo mejor, para ambos, sería concentrarse en Wouters.

Kepner no mostró ninguna sorpresa cuando los dos hombres de la Kripo se presentaron a la puerta de su casa; la brevedad de la conversación telefónica le había hecho prepararse para recibir visitas. Los condujo a su sala de estar en donde ya los estaba aguardando Herr Brenner. Hoffner reparó en varias hojas con dibujos que había esparcidas sobre la mesa de centro. Kepner había trabajado deprisa.

—Los tres de la izquierda —dijo Kepner. Hoffner ya los estaba estudiando. Kepner les dijo que tomaran asiento—. Creo que son ésos los que usted anda buscando.

Mientras Hoffner escrutaba los dibujos, Fichte comentó:

—¿Tal vez Herr Brenner no tendría inconveniente en esperar en otra habitación?

Hoffner tuvo que reprimir el impulso de reprender a Fichte delante de los dos hombres.

—Disculpe a mi Assistent, Herr Kepner. Es un joven demasiado… precavido.

Kepner hizo un gesto con la mano como para quitarle importancia al asunto.

—Mejor eso que lo contrario, Herr Kommissar.

De manera inesperada, Fichte se puso de pie y ejecutó una breve inclinación de cabeza.

—Mis excusas, Herr Brenner.

Hoffner pensó que el gesto resultaba un tanto fuera de lugar, pero sabía que mantendría a Fichte callado durante el resto de la entrevista. Brenner asintió en silencio.

—Se trata de un diseño de Brujas —explicó Kepner—. Aún no he determinado el punto de origen óptimo… —Se interrumpió a sí mismo—. ¿Entiende a qué me refiero?

—Sí, mein Herr. El punto de partida.

—Exacto. Éstos son sólo bocetos aproximados. Algo más detallado requerirá más tiempo.

Resultaba raro ver el diseño dibujado con tanta precisión; la carne de una mujer creaba sus propias imperfecciones, y la versión que había dibujado Hoffner era «basta», según la había descrito Kepner. En cambio, aquel dibujo mostraba la mano de un verdadero artista y lo intrincado del diseño.

Los pequeños bocetos estaban llenos de líneas y curvas que Hoffner no había imaginado jamás. Se preguntó si, quizás en su prisa, no habría atinado a ver el diseño en uno de los folios de Wouters. Pero aquello ya casi no importaba; estaba a punto de mostrarle a Kepner dónde encontrar el punto de origen óptimo.

—¿Por qué no empieza aquí, mein Herr? —Hoffner colocó el papel sobre la mesa y señaló el punto que se aproximaba al lugar en que había sido encontrado el cadáver de Mary Koop.

Kepner extrajo sus gafas y se inclinó hacia delante. No esperaba recibir sugerencias de la Kripo. Fichte parecía igual de sorprendido.

—¿En dónde? —dijo Kepner. Hoffner giró el papel hacia Kepner sin levantar el dedo del punto elegido. Kepner lo observó con expresión no muy segura hasta que sus ojos comenzaron a moverse por el dibujo—. Muy bien —dijo en tono ausente. Sin alzar la vista, se sacó del bolsillo un lápiz pequeño y, muy despacio, empezó a crear otra réplica, otra posible ruta del diseño. Continuó mirando los otros dibujos que había hecho, además de una lista de cálculos que había escrito en una hoja aparte—. ¿Se trata de una intuición, Herr inspector? —preguntó sin dejar de dibujar.

—Una intuición con cierta base, mein Herr.

—Ya me lo imagino. —Kepner iba y venía de un dibujo a otro, de unas cifras a otras, tarareando por lo bajo.

Kepner avanzaba muy despacio, la tarea se prolongó casi veinte minutos, hasta que Hoffner empezó a ver lo que necesitaba ver. Si Mary Koop era el punto de origen óptimo del diseño de la estación, entonces la Rosenthaler Platz —hogar de Wouters— tenía que ser el origen del diseño de la ciudad. ¿Qué otra cosa podía ser? Era el único emplazamiento que Wouters había deseado mantener puro, o por lo menos fuera del alcance de la muerte. Así lo indicaba la grasa conservadora. Y por eso constituía la desviación; y por eso contenía la clave.

Hoffner trató de reconstruir en su mente la trayectoria de las víctimas de Wouters, tomando Rosenthaler Platz como punto de partida: al sureste hasta Münz Strasse, luego al oeste hasta Oranienburger, al noreste hasta Prenzlauer, al oeste hasta Bülowplatz y por último al norte hasta Senefelderplatz. Durante todo aquel proceso, no dejó de observar a Kepner. A cada giro del lápiz, Kepner ejecutaba idénticos cambios de dirección. Hoffner rara vez se permitía rendirse a momentos como aquél. El corazón empezó a acelerársele conforme Kepner se fue acercando poco a poco al nudo número seis.

—Ahí —dijo Hoffner.

Kepner alzó la vista, sin saber muy bien por qué le pedían que se detuviera.

—Aún no está terminado, Herr inspector.

—¿Era ése el sexto nudo, para usted?

Kepner retrocedió y empezó a contar.

—El sexto que requería un cambio de dirección. En efecto.

Hoffner contempló el diseño.

—Al sureste —dijo para sí.

—¿Disculpe, Herr inspector?

Hoffner volvió a centrar la atención.

—Nada, mein Herr.

—Conque nada —repitió Kepner con cautela—. ¿Es esto lo que necesitaba?

Hoffner reflexionó unos instantes. Si Wouters —y no el segundo asesino— era coherente, depositaría su próxima víctima dentro de los próximos tres o cuatro días. Había escasas posibilidades de que ya los estuviera esperando un cadáver en el nudo seis. Aun así, Hoffner no tenía intención de volver a Charlottenburg. Le dijo a Kepner que prosiguiera.

Cuando Kepner empezó a trazar el giro una vez pasado el nudo octavo, Hoffner lo detuvo otra vez.

—Ahí. Ya es suficiente, mein Herr.

Kepner lo miró.

—¿Esta vez está seguro? —Hoffner afirmó con la cabeza—. Bien. —Kepner dejó el lápiz y se recostó en su asiento. Se quitó las gafas y se frotó el puente de la nariz.

Hoffner tomó el lápiz.

—¿Le importa?

Kepner lo miró; todavía estaba parpadeando para aliviar la tensión de los ojos. Asintió con gesto indiferente.

Hoffner cogió una hoja en blanco y empezó a dibujar el diseño de Kepner, pero a una escala mucho mayor, lo bastante grande para adaptarse al mapa que colgaba en la pared de su despacho. Cuando lo hubo terminado se lo mostró a Kepner. Éste lo había estado observando; ahora se inclinó para mirar el dibujo más de cerca.

—¿Las dimensiones siguen siendo exactas? —preguntó Hoffner.

Kepner seguía escudriñando el papel.

—Como ya le dije, inspector, estos dibujos son aproximados. Necesitaría emplear otras Herramientas para realizar una reproducción perfecta, pero supongo que ésta se acerca tanto como cualquiera de las que he ejecutado yo. —Devolvió el folio a Hoffner—. Dudo que esta trama se configurase alguna vez a esta escala tan grande, pero claro, dudo que muchos agentes de la Kripo estén tan cautivados por el encaje como usted. —Kepner alzó una mano para impedir contestar a Hoffner—. No quiero saber los detalles, Herr inspector. Estoy cansado, eso es todo.

Herr Brenner se levantó de su asiento.

—¿Ya tiene todo lo que necesita? —Tal vez fuera un tipo seco, pero era un tipo seco que sentía devoción por su suegro.

—Sí, mein Herr. —Hoffner se puso a recoger todos los papeles—. ¿Le importa que me los lleve? —Continuó apilándolos.

—Ya se los está llevando, inspector —replicó Kepner con un atisbo de sonrisa. Había vuelto a hundirse cómodamente en su sillón—. De todas maneras, ¿qué iba a hacer yo con ellos? Sólo asegúrese de atrapar a ese individuo antes de que venga demasiado al oeste, eso es todo. —Hoffner se detuvo a mitad de la tarea de amontonar. A Kepner lo divirtió su momentánea sorpresa—. No hay ninguna norma que prohíba leer antes de la puesta de sol, inspector.

Kepner había sabido exactamente, durante todo el tiempo, lo que hacía. Sencillamente llegó a la conclusión de que era más seguro no conocer los detalles.

—Lo intentaré, mein Herr.

—Bien —contestó Kepner—. Hay un favor que quisiera pedirle.

Hoffner terminó de juntar papeles.

—Por supuesto, mein Herr.

—Este aspecto de su caso, lo del encaje. Espero que no lo incluya en sus informes. Verá, el encaje es ante todo… —Kepner vaciló—. Es decir, la calidad de este encaje en particular…

—El encaje es un asunto de judíos, inspector —terció Brenner abruptamente—. En Berlín, el comercio y la producción de este tipo de material están fundamentalmente en manos de los judíos.

—Entiendo —dijo Hoffner.

Kepner refrendó lo que decía su yerno. Brenner continuó diciendo:

—Si se supiera, si los periódicos decidieran publicar que nosotros estamos relacionados de alguna manera con este caso, que ese hombre ha estado haciendo uso de nuestros diseños como inspiración de su locura, ya comprenderá usted nuestra preocupación.

Intervino Fichte:

—¿Una pérdida de negocio, mein Herr?

Se hizo el silencio en la habitación. Hacía mucho tiempo que Brenner había aprendido a tragarse su rabia. De modo que cuando respondió, lo hizo lentamente, en tono calmo:

—No, Herr detective. Sería otra excusa más para culpar a los judíos de lo que fuere. Por si la revolución no se hubiera despachado a gusto a ese respecto.

Antes de que Fichte pudiera abrir la boca otra vez, Hoffner contestó:

—Por supuesto, mein Herr. —Se puso de pie con los papeles en la mano—. Nada de esto tiene por qué salir a la luz. De todas formas, el público nunca se preocupa mucho por los detalles. Le doy mi palabra.

Brenner permaneció en silencio y miró a Kepner. El viejo asintió con la cabeza. Acto seguido, Brenner se volvió de nuevo hacia Hoffner.

—Le acompaño hasta la salida.

Cuarenta minutos después, Hoffner estaba en su despacho, trazando con un lápiz las últimas líneas del diseño en el mapa. Se cercioró de que la longitud de cada uno de los segmentos se correspondiera con las proporciones básicas del original de Kepner, pero incluso antes de llegar a medio camino del sexto nudo ya tuvo claro dónde iba a depositar Wouters a su próxima víctima. Hoffner miró fijamente el punto en cuestión. Por alguna razón, lo había sabido todo el tiempo.

El Ochsenhof.

Qué podría ser mejor, pensó. Dos manzanas de la ciudad repletas de la peor calaña humana que podía ofrecer Berlín. El asesinato constituía algo rutinario en el «corral de ganado», aunque Wouters no tenía por qué conocer ese detalle; él se limitaba a seguir su diseño. Y el hecho de que su diseño lo llevaba ahora a un lugar que, en esencia, se encontraba fuera del alcance de la Kripo, era simplemente cuestión de suerte.

Hoffner permaneció unos momentos más contemplando el punto exacto y después empezó a retirar las chinchetas.

—¿Cómo supo dónde decir a Kepner que empezara? —quiso saber Fichte.

Hoffner seguía con las chinchetas.

—Ésa es una pregunta excelente, Hans. —Se puso a trabajar con las chinchetas que sujetaban el mapa a la pared—. Écheme una mano. —Fichte se acercó y los dos bajaron el mapa hasta la mesa. Luego, con gran delicadeza, Hoffner comenzó a doblarlo.

—¿Ya no necesitamos el mapa? —inquirió Fichte. Hoffner se concentró en los dobleces.

—No nos interesa que nadie más vea lo que hay escrito en él. Fichte comprendió.

—Bueno, ¿y cómo lo supo? —insistió. Hoffner hizo el último pliegue.

—Por la caverna que hay dentro de la estación Rosenthaler —respondió. Se le hizo extraño guardar el mapa en el interior del archivador en vez de hacerlo en una carpeta para el encargado de los archivos. Los mapas se guardaban sólo cuando los casos quedaban cerrados. En cambio éste iba cambiando las normas sobre la marcha.

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