Rosa

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Primera parte » 3. Seis

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—¿Qué pasa con ella? —preguntó Fichte.

Hoffner cerró el cajón con llave.

—Tenemos tiempo de sobra para hablar del asunto. En este momento, necesito diez minutos. Luego reúnase conmigo abajo, y tráigase la ropa con la que pueda mantenerse más seco.

UN ÚLTIMO GOLPE DE CUCHILLO

Wouters los estaba haciendo esperar.

Los tres días de acampada frente al Ochsenhof les habían pasado factura. Fichte se quejaba de todo: calambres, suciedad, agotamiento; Hoffner lo notaba en la parte baja de la espalda y en las piernas. Pero no se quejaba. Sabía que Mulackstrasse nunca resultaba agradable. Como poco, incitaba sólo a la lluvia; aquella noche estaba siendo azotada por el viento. Hasta los recovecos y callejones más seguros eran presa de la penetrante humedad y del frío helador.

Las tres de la madrugada, y ellos estaban encerrados en el hueco de una escalera situada justo enfrente del bloque de pisos. Estaban claramente a la vista seis de sus portales, aproximadamente. Hoffner había encontrado un trozo de lona alquitranada que, junto a una petaca de coñac, lo estaba ayudando a conservar el calor. Aunque era una manera relativa de hablar. Y, por supuesto, había que pagar un precio por el calorcito adicional: los tres minutos de cada mañana en un retrete y lavabo cercano no hacían gran cosa por amortiguar el mal olor. Fichte era un hombre grande, y daba tanto como recibía.

Dejando a un lado el tufo y el frío, Hoffner se sentía agradecido de estar en las calles, porque ello significaba que no estaba en la Alex. En los últimos días, los «asesinatos a cincel» habían causado un revuelo enorme. Cualquier motivo para evitar aquellas interminables peticiones de entrevistas y cosas por el estilo le pareció genial: el domingo, el cadáver hallado en el Tiergarten había ilustrado las portadas de los periódicos, aunque la influencia de Weigland había logrado vetar toda mención de Ganz-Neurath o la U-Bahn 2; el lunes, Berlín había conocido a la víctima de Rosenthaler Platz, aunque seguía sin ser identificada, ya que Hoffner y Fichte eran los únicos, al día de hoy, que habían puesto nombre a Mary Koop; y aquel día la lista de las demás víctimas, que se remontaba hasta la primera de todas, la de Münz Strasse, había aparecido en un artículo de Kvatsch publicado en la edición vespertina del BZ.

La filtración de la Kripo había estado trabajando horas extra para asegurarse de que todo impulso perdido por culpa de la revolución se recuperase ahora, y con intereses. El nerviosismo por un par de asesinatos que habían tenido lugar en los diez últimos días estaba transformándose en una especie de ataque de pánico retrospectivo; de pronto los asesinatos pasaron a abarcar varios meses, y los berlineses se sintieron empujados a recuperar el tiempo perdido. Ya habían comenzado a aflorar las primeras acusaciones a la Kripo por incompetencia.

Hoffner estiró el cuello.

—Voy a ver qué están haciendo los chicos.

Hoffner sabía desde el principio que aquel bloque de pisos era demasiado grande para controlarlo desde un único punto de mira, y por eso había recurrido al pequeño Franz. No había en toda la Alex ninguna otra persona de la que pudiera fiarse; enseguida empezaría a correr el rumor, y Wouters se les escaparía de las manos. Hoffner había dicho a Präger que estaba cerca; y puede que Präger también notara la presión, pero era lo bastante inteligente para saber que Hoffner trabajaba mejor cuando se le dejaba actuar a su manera.

Franz había reclutado un grupo de Schlägers adolescentes, matones callejeros que se mezclaban perfectamente bien con el entorno. Probablemente, apenas alcanzaban a juntar una dentadura completa entre todos. Necesitaban el dinero, y Hoffner necesitaba la mano de obra. Les había enseñado a cada uno de ellos la fotografía de Wouters, la que había sacado de la carpeta de Van Acker, aunque resultó más útil hacerles una descripción del tamaño diminuto de Wouters y el hecho de que seguramente aparecería tirando de un baúl.

Para Hoffner habían sido más llevaderas las noches. Fichte prefería los días, puesto que le daban la oportunidad de estirar las piernas, merodear entre la gente, comprarse algo caliente para comer. Pero todo aquello cambiaba al hacerse de noche. En el silencio, Fichte se quedaba dormido y dejaba a Hoffner a solas para hilvanar los cabos sueltos que no tenían que ver con Wouters: el segundo asesino, la conexión militar con el Ascomicetes 4, los «añadidos» de la estación Rosenthaler, hasta el hecho de que se hubiera escogido el emplazamiento del Tiergarten para amenazar el frágil orden social de la ciudad. Todo aquello conducía de nuevo a un solo nombre: Luxemburg. Naturalmente, Hoffner seguía sin descubrir el porqué. Cosa extraña, era Wouters el que ahora parecía cada vez más fuera de lugar. Sin embargo, Rosa continuaba suspendida por encima de todo, el mundo seguía sin querer «dejarla así», incluso en la muerte. Hoffner se había quedado con el librito y lo leía de vez en cuando mientras Fichte dormía. No contenía respuestas, pero poseía algo que lo tranquilizaba.

Empujó hacia atrás la lona.

—Vuelvo dentro de diez minutos —dijo Hoffner. La repentina bofetada de aire frío arrancó un gruñido a Fichte. Se puso de pie—. Esta vez, procure mantenerse despierto.

Un calambre en la pierna obligó a Hoffner a subir por los escalones de uno en uno. Sin salir de las sombras, miró en ambos sentidos. La calle estaba desierta, hasta las prostitutas habían decidido no salir. Se caló el ala del sombrero y se encaminó hacia la luz de la farola.

Durante sus rondas fingía ser un borracho. Arrastrar los pies, bambolear la cabeza, llevar una mano levantada a la altura de los escaparates de las tiendas para conservar el equilibrio; todo aquello no era nada inusual a aquellas horas de la noche en Mulackstrasse. De hecho, la última vez estuvo a punto de tropezarse con un borracho auténtico, un individuo tambaleante que surgió de una calle lateral haciendo lo que podía para luchar contra la lluvia, el viento y la borrachera. De hecho, uno de los chicos llegó a tomarlo por Hoffner y se dio a conocer. Demasiado tarde comprendió su error. Al verse pillado, hizo lo que hubiera hecho cualquier chico en su situación: propinar un empujón al hombre con todas sus fuerzas. Durante la representación, Hoffner fingió tener arcadas. El hombre, para mérito suyo, lo sufrió todo con la afabilidad típica de los borrachos. Incluso consiguió dar una palmadita a Hoffner en la espalda, «Ya se le pasará, amigo, ya se le pasará», antes de proseguir su camino calle abajo. Esta vez Hoffner estaba solo.

A mitad de la manzana, se apoyó contra una pared como si pretendiera recuperar el resuello.

—¿Ha habido algo? —preguntó en voz baja.

El chico había aprendido la lección. Permaneció en las sombras y contestó:

—Ni pío, eminencia.

El muchacho tenía sentido del humor.

—¿Qué, nadie a quien desplumar?

—No es lo mío.

—Qué remedio, ¿verdad?

—Exacto.

Hoffner se dobló hacia delante como si fuera a vomitar.

—Pero compartirás las ganancias con tus colegas, ¿eh?

—¿Cómo dice?

—Tú asegúrate de que Franz se lleve su parte.

Hubo un silencio.

—Ya. Está bien.

Hoffner escupió unas cuantas veces y luego se alejó y desapareció por la esquina.

El lado oeste del edificio no se hallaba menos desolado. Otros seis portales o así aguardaban silenciosos bajo la luz de las farolas. Hoffner sabía que hasta el momento habían tenido suerte. En aquella parte de la ciudad las farolas mostraban cierta tendencia a fundirse en el momento más inoportuno. Una cosa era Mulackstrasse en sombras; en total oscuridad era un suicidio.

Pasó revista a los otros chicos, dos más sin nada de que informar. En cada uno de los puestos dejó caer un paquete de cigarrillos en las sombras, para mantener a los chicos despiertos, y a continuación emprendió el regreso levantando un pronunciado eco con sus pisadas sobre la calle solitaria. Estaba cansado y mojado. A lo mejor podía echar una cabezada y dejar que Hans se ganara el jornal, aunque no abrigaba muchas esperanzas al respecto.

Sólo cuando llegó a la escalera oyó un ruido de pasos detrás de sí. Al darse la vuelta vio al pequeño Franz, que se acercaba corriendo. La expresión de su rostro le dijo todo.

Con renovados bríos, Hoffner susurró en las sombras:

—Ya lo tenemos, Hans. —Esperó a oír el siseo de la lona al retirarse antes de salir al encuentro del chico. Ya no sentía la humedad.

—¿Dónde? —preguntó cuando se reunieron en medio de la calle.

Franz contestó entre jadeos:

—Acabo de verlo. —Señaló la esquina del inmueble—. Por el cuarto portal.

—¿Solo?

El chico afirmó con la cabeza.

—¿Con un baúl?

El chico afirmó de nuevo.

Hoffner no había oído nada, ningún roce de metal contra los adoquines. ¿Cómo se las había arreglado Wouters para maniobrar con el baúl? Pero no había tiempo para preocuparse de aquel detalle, de mamara que, sin decir nada más, Hoffner echó a correr. Ya había alcanzado la esquina, seguido de Fichte y Franz, cuando vio que cinco o seis de los chicos estaban apiñados junto a uno de los portales más alejados, todos empujando la puerta. Hoffner se acercó corriendo.

—Ha bajado a los sótanos —susurró uno de los chavales—. Lo he oído bajar. Podemos atraparlo, si usted quiere.

Hoffner se sacó su Máuser uno-cuatro-ocho del cinturón y procuró recuperar el aliento. Llevaba consigo aquella pistola desde 1912. En los siete últimos años la había disparado dos veces, una para probar si funcionaba el gatillo y la otra para saludar a König, borrachos los dos, durante una despedida en no sabía qué colina del Tirol. Las letras marcadas en la culata —Kripo DZ 148— todavía brillaban como nuevas.

Al ver el arma, los chicos retrocedieron. Hasta Fichte se quedó momentáneamente paralizado.

—Nadie va a atraparlo —declaró Hoffner, aún con la respiración agitada—. Cuando lo veáis salir del edificio, os ponéis a gritar. No os acerquéis a él, limitaos a no perderlo de vista. ¿Entendido? —Fichte asintió al tiempo que los chavales—. Saque su pistola, Hans. —Fichte obedeció. A continuación, Hoffner empujó la puerta y entró.

El corto pasillo estaba iluminado como una sala de interrogatorios: una luz dura, procedente de unas bombillas que sobresalían de unos muros agrietados y con azulejos. En el aire flotaba un olor a repollo, un tufo acre sazonado con orines. Al llegar a la escalera, Hoffner se detuvo. Allá arriba alguien se estaba llevando una buena paliza; más arriba todavía, reía o lloraba una mujer mayor. Incluso a aquellas horas rezumaban por el hueco de la escalera los sonidos amortiguados de la desesperación. Hoffner levantó una mano. Fichte se quedó donde estaba, y Hoffner bajó por dos escalones para escuchar.

Lo oyó casi de inmediato, y su incoherencia con los demás ruidos lo hizo bajar por unos peldaños más: un chirrido muy débil pero agudo que se repetía a intervalos perfectos a medida que iba haciéndose más distante. Era demasiado uniforme, demasiado preciso, y por lo tanto completamente fuera de lugar entre aquellos muros. De repente comprendió qué era. Estaba siguiendo la rotación de una rueda oxidada. Al instante le vino una imagen a la cabeza. El baúl estaba siendo transportado sobre una carretilla de equipajes, de las que se ven en cualquier estación de tren. Las marcas halladas en los emplazamientos no se habían formado por arrastre, sino por una rueda que iba aplastando el barro. El peso de los cadáveres simplemente las había aplanado y por lo tanto ensanchado.

Hoffner siguió escuchando. Aquél era el sonido de Wouters transportando a su última víctima. Tras hacer un rápido gesto a Fichte, comenzó a bajar.

Los niveles inferiores del bloque de pisos se extendían por un laberinto de estrechos pasillos con las paredes sembradas de bombillas desnudas, sólo que demasiado espaciadas entre sí para crear una iluminación continua. Formaban manchas en forma de cuadrículas que conducían en todas direcciones. Los infames sótanos, llenos de tubos y calderas de carbón que vibraban despidiendo calor y a los que sólo los más desgraciados acudían a refugiarse, aparecían a intervalos igualmente inconexos. La mitad de las puertas habían desaparecido, para ser convertidas en leña; el resto colgaba de bisagras podridas o se abombaban de forma amenazadora hacia los pasillos, pero no lograban impedir que se filtrara por ellas el sofocante calor. Allí abajo el aire se hacía opresivo. Hoffner notó el sudor que se le estaba formando en las arrugas del cuello, y advirtió que Fichte comenzaba a tener dificultades para respirar.

El chirrido los llamó desde uno de los pasillos, y Hoffner, con la pistola a la altura del pecho, avanzó hacia él con un paso igual, siguiendo cada giro y cada curva que tomaba el sonido, a la velocidad justa para ir acercándose a su objetivo. Percibía la presencia de Wouters, el sonido de sus pisadas cada vez más nítido. Wouters se movía rítmicamente, suavemente, sin interrupciones, sin tener la menor idea de que lo estaban siguiendo. Por segunda vez en cuestión de días, Hoffner sintió la aguda punzada de la emoción.

Y entonces, sin previo aviso, Fichte soltó una exclamación ahogada. Hoffner, desconcertado, se volvió para silenciarlo, pero fue demasiado tarde. Fichte estaba haciendo todo lo que podía para contener la congestión de sus pulmones. Era como si su garganta se hubiera hundido sobre sí misma.

Hoffner se volvió de nuevo hacia el corredor vacío. El chirrido se había interrumpido. Sólo se oyó silencio, y a continuación un choque súbito y el sonido de unos pies que salían a la carrera. Hoffner miró a Fichte. El muchacho estaba agachado sobre una rodilla, chupando con desesperación de su inhalador.

Hoffner echó a correr, obligándose a sí mismo a avanzar más deprisa, con una mano resbalando por las paredes desconchadas para impulsarse mejor. Las pisadas de Wouters se oían amortiguadas, pero aún se oían. Al doblar una esquina Hoffner estuvo a punto de caerse de bruces sobre el baúl abandonado. Éste yacía de costado y bloqueaba casi todo el espacio. Por un instante imaginó lo que había dentro, pero enseguida apartó aquel pensamiento de su mente y trepó por encima de la madera y el metal, todavía resbaladizos por la lluvia, para continuar en pos de Wouters.

Ya fuera por culpa de las noches que llevaba pasadas a la intemperie o por el repentino calor, o sencillamente por su propia incapacidad, Hoffner sintió que iba perdiendo terreno. Luchó por respirar. Sentía la tensión en las piernas y en el pecho, tenía la garganta a punto de explotar, y aun así intentó seguir corriendo. Wouters estaba perdiéndose en aquellos interminables pasillos, se le estaba escapando de las manos, y lo único que sentía él era su propio fracaso y su desesperación. Habría que volver a empezar de nuevo. Todo. Y no habría nada que él pudiera hacer para evitarlo.

En aquel momento se oyó un disparo, y Hoffner quedó congelado en el sitio. Apoyó una mano en la pared para sostenerse y procuró aquietar su respiración el tiempo suficiente para localizar de dónde procedía el tiro. Entonces se oyó un segundo disparo, y Hoffner comenzó a moverse. El eco flotó en el aire y lo guió primero hacia la izquierda, luego por un pasillo, hasta que Hoffner vio una sombra que salía por la puerta abierta de uno de los sótanos. Apretó la pistola con más energía, llegó como pudo hasta la puerta y, haciendo acopio de fuerzas, la empujó con el hombro.

Lo que vio lo dejó con la mente entumecida. Había un cuerpo pequeño que yacía totalmente inmóvil en el suelo bajo aquella media luz. Hoffner lo reconoció al instante. Era Wouters. Estaba muerto. Una bala había penetrado por su muslo izquierdo. Otra se le había hundido en el pecho. Ofrecía una imagen notablemente apacible.

En eso, se movió un tablón al otro lado de la estancia y Hoffner, con no menos aturdimiento, vio al Kommissar Ernst Tamshik agachado, hurgando entre la madera desechada.

—No hay cadáver —declaró Tamshik al tiempo que se incorporaba. Hoffner, todavía sin resuello, intentó encontrarle alguna lógica a lo que estaba viendo.

—¿Qué hace usted aquí? —preguntó casi en un susurro.

—El tipo no tiene mucho que ver, ¿verdad? —Aquél era un Tamshik diferente, un hombre concentrado en el trabajo policial. Los gestos de matón y las sonrisas burlonas habían desaparecido—. Tantas molestias por un individuo tan escuálido. Notable.

Hoffner recuperó por fin el aliento.

—¿Qué hace usted aquí? —repitió.

Tamshik recorrió la estancia con la mirada.

—Buscar un cadáver, Kommissar.

Hoffner intentó centrarse. De forma instintiva señaló el pasillo a su espalda, el baúl, pero se detuvo.

—¿Cómo ha sabido que Wouters iba a venir a este lugar?

Tamshik lo observó con interés.

—No creería usted que iba a ser el único que descubriera cómo funcionaba el cerebro de este tipo, ¿no, Kommissar? —Volvió la sonrisa de mofa—. La típica arrogancia de la Kripo.

La mente de Hoffner iba a cien por hora. Un minuto antes, creía que había perdido a Wouters, y ahora tenía el cadáver de aquel tipo delante de sus narices, por cortesía de la Polpo. Le costó trabajo decidir cuál de las dos cosas lo hacía sentirse peor.

—¿Le ha disparado usted? —inquirió Hoffner, todavía intentando aclararse.

—Sí.

—¿Por qué?

Tamshik enfundó su pistola.

—Porque pensé que iba a escaparse, Kommissar.

Hoffner miró otra vez hacia el pasillo. Aquello no tenía lógica. Se puso a pensar en voz alta.

—Yo estaba detrás de él. Usted debía de encontrarse directamente en su camino. No tenía otro lugar al que ir. Salvo éste. —Volvió a mirar a Tamshik. De repente cayó en la cuenta de que Tamshik no se había sorprendido al verlo a él; era como si lo hubiera estado esperando. De pronto las cosas empezaron a aclararse, y su cerebro aminoró la marcha—. A no ser que usted pensara que él iba a superarle físicamente, Kommissar. —Su tono se volvió afilado—. Un hombre de un tamaño tan tremendo. ¿No es así?

Tamshik lo miró fijamente, con el semblante inexpresivo.

—Era un maníaco. Yo no sabía qué podía esperar de él.

Hoffner le devolvió la misma mirada.

—¿Y el tiro en la pierna no fue suficiente para detenerlo?

—No, no fue suficiente.

—Me cuesta creer eso.

—Puede creer lo que quiera.

—Usted lo estaba esperando, ¿verdad?

Por una décima de segundo, los ojos de Tamshik se entrecerraron.

—El tipo está muerto, Kommissar. Tiene usted una manera muy extraña de dar las gracias a una persona por hacerle el trabajo.

Hoffner sintió el súbito impulso de adelantarse y estrellar el puño en la cara de Tamshik. Por suerte, en aquel momento Fichte asomó la cabeza por la puerta. Hoffner notó cómo jadeaba.

—He oído disparos —dijo Fichte, recuperando la respiración. Entonces reparó en Wouters—. Oh, Dios. —Rió con nerviosismo entre jadeos—. Lo ha atrapado. Dios santo. Lo hemos cogido.

—Sí, Herr Assistent —dijo Tamshik—. Lo han cogido.

Fue entonces cuando Fichte vio a Tamshik. Estuvo a punto de dar un brinco.

—¿Kommissar Tamshik? ¿Qué…? —Miró a Hoffner buscando una respuesta.

—Su Kriminal-Kommissar ha atrapado a este hombre —dijo Tamshik con falsa admiración.

Aquello no hizo sino desconcertar aún más a Fichte.

—Sí —contestó nervioso.

Hoffner no apartaba los ojos de Tamshik.

—Yo no he disparado a nadie, Hans.

—Es un día de orgullo para la Kripo, caballeros —declaró Tamshik.

—¿Un día de…? —murmuró Fichte. Nuevamente, volvió la vista hacia Hoffner—. No entiendo.

Tamshik se dirigió a Hoffner:

—Piense en todo el tiempo y el dinero que se ha ahorrado, Kommissar. Ya no es necesario que se celebre un juicio. No hay motivo para hacer desfilar en público a este chiflado suyo. Y todo gracias a su heroísmo. Bien hecho.

Hoffner no tenía ni idea de a qué juego estaba jugando Tamshik.

—¿Por quién ha apretado el gatillo, Tamshik? Usted no es tan listo. ¿Quién lo ha enviado aquí?

—No se preocupe, Kommissar —replicó Tamshik con su habitual lengua viperina—. Este tipo es todo suyo. Nadie tiene por qué enterarse de toda la ayuda que ha recibido de la Polpo.

Hoffner ya no aguantó más. Se lanzó hacia Tamshik, pero Fichte, que todavía no sabía qué era lo que estaba sucediendo, tuvo el sentido común de retenerlo.

—No merece la pena, Nikolai —le susurró.

Tamshik se acercó hasta ellos lentamente.

—Su caso está cerrado, Herr Kommissar. Enhorabuena. —Hoffner consiguió liberar un brazo—. Yo no haría eso —dijo Tamshik fríamente. Esperó unos instantes más y luego se despidió de Fichte con una inclinación de cabeza—. Assistent. —Y acto seguido saltó por encima del cadáver de Wouters y salió al pasillo.

Cuando el ruido de sus pisadas se hubo desvanecido, Fichte soltó el brazo de Hoffner.

—¿Qué diablos ha ocurrido aquí? —quiso saber.

Hoffner permaneció inmóvil, contemplando el cadáver. Wouters no tenía nada que decirles ya. Tamshik se había asegurado de ello. Fue despacio hasta el fondo de la habitación y golpeó el puño con fuerza contra la pared.

—Resulta un tanto extraño.

El Kriminaldirektor Präger estaba cómodamente sentado ante su mesa. Todavía tenía la piel pegajosa por el sueño. Frente a él estaba sentado el Direktor de la Polpo, Weigland. Hacía casi veinte años que ambos no se veían en la Alex a aquella hora tan temprana.

—No sé qué es lo que le molesta tanto —dijo Weigland. Se volvió hacia Hoffner, que estaba de pie junto a la ventana—. Nikolai. El caso está cerrado. Mañana aparecerá usted en los periódicos como un héroe.

Hoffner continuó mirando hacia el exterior. El gris tristón que precedía al amanecer flotaba sobre la plaza semejante a una toalla sin lavar; sólo servía para recordarle lo cansado que estaba.

—Se lo preguntaré una vez más, Herr Direktor —dijo Hoffner volviéndose hacia los dos hombres sentados—. ¿Qué estaba haciendo el Kommissar Tamshik en los sótanos del Ochsenhof?

Weigland alzó las manos en el aire y miró a Präger.

—No hay manera de convencerlo, Edmund. Es caballo regalado. No veo dónde está el problema.

—Entiendo —respondió Präger. Por primera vez defendía su posición con la Polpo—. Resulta obvio que el Kommissar Tamshik tenía sus motivos. A nosotros no nos interesan los asuntos de la Polpo. Pero debe comprender la preocupación del Kriminal-Kommissar. —Präger lanzó una mirada a Tamshik. Éste se hallaba de pie, con una calma desconcertante. Fichte, que estaba a su lado, en comparación casi daba lástima—. Dicho esto —prosiguió Präger—, pienso que todos podemos alegrarnos de haber eliminado este problema.

Intervino Hoffner:

—No se trata de eso, Herr Kriminaldirektor

Pero Präger levantó una mano.

—Los cadáveres están aquí. Y seguirán estando aquí mañana. Lo demás podrá esperar hasta entonces.

—No estoy seguro de que eso sea cierto —discrepó Hoffner.

—Está usted cansado, Kriminal-Kommissar. —Präger se lo estaba diciendo, no lo estaba consolando—. Debería tomarse un día de descanso. Con su familia. Tómese dos días. El resto puede esperar.

Hoffner posó la mirada en Präger. Había bastantes cosas que se le ocurría que podía decir, pero tenía el cerebro hecho un lío. El agotamiento empezaba a hacer mella en él. Más aún: sabía que Präger tenía razón. Aquél no era el momento, ni tampoco el público adecuado, para presionar más.

—De acuerdo, Herr Kriminaldirektor.

—Bien —dijo Weigland con visible alivio.

—Siempre que nadie toque nada. No debe ocurrir nada hasta que yo vea los cadáveres.

—Por supuesto —respondió Weigland con calor—. Naturalmente. —Deseaba terminar de una vez con aquello—. Todo permanecerá exactamente igual que esta noche. No le quepa duda.

Hoffner hizo caso omiso de Weigland y mantuvo la mirada clavada en Präger.

Éste dijo:

—El caso sigue siendo suyo, Kriminal-Kommissar. No se tocará nada.

Hoffner asintió con un gesto. Después miró a Tamshik.

—Y quiero que ese hombre no se acerque a mis pruebas.

Tamshik continuó con la vista al frente como si no hubiera oído nada. Weigland se volvió rápidamente hacia Präger.

—¡Edmund, por Dios! —exclamó, de nuevo exasperado—. Ese tono está completamente fuera de lugar.

—Yo opino que ya hemos superado los protocolos, Herr Direktor —comentó Hoffner.

—Aquí hemos terminado, Nikolai —declaró Präger poniendo fin a toda conversación. Hoffner se había pasado de la raya—. Ha hecho un buen trabajo. Tómese esos dos días. —Dirigió una mirada a Fichte—. Y usted también, Herr Kriminal-Assistent.

Fichte se animó al instante. Parpadeó varias veces, rápidamente.

—Gracias, Herr Kriminaldirektor.

No había nada más que decir. En la habitación se hizo un silencio incómodo. Por fin, Hoffner recogió su sombrero y se dirigió hacia la puerta. Fichte hizo ademán de acompañarlo, pero Hoffner lo dejó atrás.

—Tenga cuidado al volver a casa, Hans, ¿de acuerdo?

Fichte había esperado algo más. Sin embargo, Hoffner no estaba de humor.

Ya en la Alex, Hoffner se alzó el cuello del abrigo. El aire parecía un poco más benévolo, aunque no le sirvió de consuelo. Todavía tenía grabados en el cerebro los ojos de Wouters, su silencio se le antojó como un último golpe de cuchillo.

Contempló el cielo, que empezaba a clarear. Ya estaban cayendo unos pequeños copos de nieve. No deja de ser curioso, se dijo; para cuando anocheciera, Berlín estaría ya oculto bajo un extenso manto blanco.

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