Rosa

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Segunda parte » 4. «K»

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«K»

Los habían convertido en héroes.

El anuncio llegó el viernes, el día en que estaba previsto que regresara Hoffner. Habían circulado rumores, pero no había nada confirmado.

—No hay que precipitarse con estas cosas, Nikolai. —Präger era famoso por su don de la oportunidad—. Hay que dejar que sea la ciudad la que marque el tono.

Era evidente que la ciudad quiso que fuera el viernes. De modo que, con la histeria justo en el nivel adecuado, Präger presentó a Berlín a sus nuevos salvadores.

A partir de aquel momento, Hoffner y Fichte no dejaron de salir en las portadas de todos los diarios que se publicaban en la ciudad. Las fotografías del cadáver de Wouters, con el pecho desnudo para que se viera el minúsculo agujero por el que había penetrado la bala, salieron junto a un sonriente Fichte y un Hoffner no tan entusiasmado. Präger insistía: Hoffner sería un buen soldado. La última de las entrevistas se alargó hasta el domingo.

Peor aún fue que los periódicos hicieron hincapié en el hecho de que Wouters era belga; más motivos todavía para lanzar vítores. Algunos especularon que tal vez fuera un agente que habían enviado durante los últimos días de la guerra para provocar el caos en la capital. Otros lo tomaron como una señal de que la inteligencia de los alemanes —si no hubiera sido por la incompetencia de los generales— seguro que habría obtenido la victoria final en la guerra. Hasta Kvatsch se las arregló para escribir algo relativamente favorable. Sin embargo, como uno solo, todos los periódicos se mostraron de acuerdo en una verdad incontestable: que Hoffner y Fichte representaban ahora todo lo que había de virtuoso en Alemania.

Naturalmente, los directores de Ganz-Neurath los invitaron el lunes siguiente a un almuerzo especial para darles las gracias por lo sobresaliente de la labor realizada. El propio canciller Ebert hizo una aparición en público para expresar su fe en los buenos hombres de la Kripo. Ebert también necesitaba ponerse de parte de lo que había de virtuoso en Alemania.

Pero el momento cumbre llegó el martes, una semana después de la excitación en el Ochsenhof, cuando la Kripo organizó una complicada ceremonia de promoción frente al Royal Palace: Fichte fue ascendido a detective sargento, Hoffner a inspector jefe. La Alex todavía estaba hecha un desastre y no transmitía precisamente la imagen que deseaba Präger. Más fotografías, más sonrisas luminosas de Fichte, y durante todo el tiempo la Polpo, curiosamente, guardó absoluto silencio.

Por otro lado, Martha disfrutó inmensamente de todo aquello. Los vecinos del rellano de la escalera le habían enviado una botella pequeña de kirsch —horrible, ni siquiera de una marca buena— a modo de felicitación. Todo aquello acerca del piso había sido un malentendido, no había razón para permitir que echara a perder las relaciones. También les llegó una invitación a tomar el té.

—Por supuesto —respondió Martha—, cuando mi esposo encuentre un hueco en su apretada agenda, Frau Rimmler. Iremos con mucho gusto.

Sascha también estaba recogiendo beneficios. Herr Zessner, su profesor de física, lo había citado como «modelo para todos nosotros» delante de toda la clase. Herr Zessner vivía solo con su madre, y llevaba oyendo los tormentos de la pobre mujer por los «asesinatos a cincel» desde que saltó la noticia: «ella tenía la misma edad que las demás; ella pasaba tiempo fuera de casa».

—Tú conoces al padre del chico, Heinrich. ¡Consigue que haga algo!

El detective Hoffner había salvado a Herr Zessner de un ataque de locura prematuro. Así pues, el joven Hoffner terminaría el año siendo el primero de la clase. Rodeado de buenos sentimientos, Sascha incluso apareció en público en la exhibición aérea de Johannisthal: fueron unos pocos momentos de frialdad, eso sí, pero, teniendo todo en cuenta, el deshielo iba avanzando bastante bien.

Y Georgi —con los periódicos esparcidos por todo el suelo de la cocina— estaba acostumbrándose a destacar su apellido en la prensa todas las mañanas. «Hoffner. Como Georgi Hoffner». Los recortaba todos, no los artículos, sino sólo los apellidos, y los guardaba en una caja de puros debajo de su cama. Aunque a Hoffner no le dejaban ir a la oficina, al menos Kreuzberg irradiaba un estado de ánimo muy consolador.

Cuando Hoffner volvió por fin a la Alex aquella primera semana de febrero, Präger estaba preparado para recibirlo. Algunos casos de los que podría haberse ocupado Fichte solito, ahora que era detective sargento, de pronto requerían la pericia de Hoffner. Chulos y putas, reyertas callejeras, gentes del hampa que terminaban muertas, y llamaban a Hoffner para que fuera a limpiar el obvio desaguisado. Fue una semana más tarde cuando empezó a preguntarse si la intención de Präger sería que continuara saliendo en los periódicos o que no fuera por la oficina.

Entretanto, volvieron las nevadas, una y otra vez, como si supieran que Berlín tenía algo que ocultar. Tan pronto como en las calles comenzaba a acumularse una pizca de mugre, enseguida caía otra capa de blanco desde el cielo para cubrirla. Mejor no saber qué había debajo. Ésa era la actitud popular.

Todo aquello empezó a cambiar el día 12, cuando Leo Jogiches publicó su versión de la muerte de Rosa. El artículo había aparecido en la publicación comunista Die Rote Fahne casi una semana antes. Los demás diarios de la ciudad no lo recogieron a su vez. Hoffner lo vio por primera vez aquella mañana.

Consistía en un sorprendente relato de Liebknecht y Luxemburg como fugitivos. Cazados por miembros de la División de Fusileros de la Guardia de la Caballería, aquellos encantadores soldados que tanto habían disfrutado matando estudiantes a golpes en los últimos días de la revolución, Karl y Rosa fueron sacados de un apartamento situado en las afueras de Berlín y después trasladados al hotel Eden, cercano al zoo, donde un tal capitán Pabst y un fusilero llamado Runge se encargaron de darles muerte. Jogiches incluso aportaba una fotografía de la juerga con la que los asesinos habían celebrado su hazaña. Todo resultaba muy dramático y muy impresionante pero, como bien sabía Hoffner, ni siquiera era la mitad de la historia.

Cosa nada sorprendente, el gobierno mostraba escaso interés por el tuna. Prefería los informes originales de mediados de enero: que una turba enfurecida había tendido una emboscada a los rojos y los había matado en un frenesí de violencia, una tragedia de la revolución, sí, pero no tan trágica. «Justa expiación por el baño de sangre que desataron ellos», escribió el Tägliche Rundschau en su momento. «El día del juicio para Luxemburg y Liebknecht ha terminado». Ebert y sus compinches se mostraron más que dispuestos a aceptarlo así. No tenían la menor intención de removerlo todo otra vez. Se mencionó la posibilidad de un juicio, pero nadie se mostró muy entusiasmado al respecto, sobre todo teniendo en cuenta que las acusaciones provenían de las personas que habían creado aquella situación desde el principio.

Mientras tanto, la Polpo —todavía muda, y todavía con el cadáver de Rosa guardado en algún lugar de la cuarta planta— siguió sin decir nada. Parecía muy contenta de dejar que todo cayera a los pies de Pabst y Runge. El caso Wouters estaba cerrado. Weigland incluso hizo una excursión especial a la planta tercera para recordarle a Präger cuál era la jurisdicción que le correspondía. Luxemburg era asunto de la Polpo, y los hombres de IA lo manejarían como juzgaran oportuno.

Präger aceptó. Le gustaban las victorias —además de la buena prensa— tanto como a cualquiera. Sin embargo, también le gustaba que sus victorias fueran limpias. Dos minutos después de que Weigland hubiera salido corriendo de nuevo escaleras arriba, Präger llamó a Hoffner a su despacho.

La fotografía que había publicado Jogiches se encontraba ahora frente a Hoffner, sobre la mesa de su oficina. Era una imagen más bien sombría, unos veinte hombres de uniforme gris, otros de negro, una pequeña camarera vestida de blanco de pie en el centro, con una bandeja en las manos. Hoffner llevaba casi una hora estudiando las caras. Era el primer lapso de tiempo que había podido dedicar al caso en casi tres semanas.

Le habían dejado ver los cadáveres el primer viernes después de regresar al trabajo. La mujer que había dentro del baúl no era distinta de las otras, otra costurera solitaria sin familia que pudiera reclamarla. Tampoco Wouters había procurado sorpresas a nadie, salvo por sus manos. Incluso sin vida, mostraban una fuerza notable, sobre todo tratándose de un hombre tan diminuto.

Sin embargo, aparte de aquello no había nada más que se pudiera hacer. Los cadáveres estaban enterrados, ya se había encargado Weigland de ello durante la prolongada ausencia de Hoffner. Y parecía apropiado dada la velocidad con la que el caso se había resuelto por sí mismo: un único disparo de Tamshik, y se acabaron las discusiones. ¿Para qué molestarse con las pruebas?

La mirada de Hoffner terminaba siempre por centrarse en la chica de la foto. Estaba claro que la habían persuadido para que posara con los hombres, pues parecía encontrarse incómoda en su presencia. En cambio los soldados necesitaban un símbolo de lo que habían luchado por proteger. El grupo entero miraba inexpresivamente a la cámara, excepto un individuo que se hallaba sentado delante. Lucía una sonrisa tensa y tenía una mano metida en el bolsillo del abrigo y la otra sosteniendo un grueso cigarro. El suyo había sido un trabajo bien hecho.

El fusilero Otto Runge y sus cohortes parecían perfectos bobalicones, posando después de haberse trasegado unos cuantos cubos de cerveza y sin una sola chispa de inteligencia ni siquiera sumados. El propio Runge tenía el aire de un retrasado mental, con su bigote caído y sus ojillos pequeños. No resultaba difícil comprender que lo más que sabían hacer aquellos hombres era asestar un rápido porrazo en la cabeza a una persona o meterle una bala en las costillas. A Hoffner no le cupo ninguna duda de que habían matado a Liebknecht y a Luxemburg, pero las marcas de la espalda de Rosa, y su relación con Wouters y demás, resultaban demasiado complicadas para sus mentes simplonas. Al igual que Tamshik en los sótanos, alguien les había asignado aquella tarea. La pregunta seguía siendo: «¿Quién?»

Y sin embargo, cuanto más estudiaba la foto, más se daba cuenta de que Jogiches intentaba decirle algo por medio de ella. Había cierta arrogancia en dicha suposición, pero Hoffner no había perdido el tiempo en las pasadas semanas; robando unos minutos de aquí y de allá, había empezado a escarbar un poco más en el pasado de Herr Jogiches. El jueves anterior, mientras reflexionaba al respecto, tropezó de pronto con el señor «K».

Naturalmente, fue Rosa la que lo guió hasta aquel punto: la clave estaba en su diario correspondiente a 1912. Varias de las anotaciones detallaban un período durante el cual Jogiches estuvo viviendo con un nombre falso en alguna parte de la ciudad. Rosa, por supuesto, en ningún momento desvelaba dicho nombre, discreción que Hoffner admiró, pero dejó resbalar la dirección de un hotel en dos de los pasajes. Hoffner había hecho una visita a aquel hotel, y lo que descubrió constituía una historia digna del libreto de una ópera de Rossini.

Años atrás, mucho antes de que se mudara a Berlín, Rosa le dijo a su familia que se había casado con Jogiches en Suiza. No era verdad, y en 1911, cuando los dos ya no estaban juntos, se creaba una situación un tanto embarazosa cada vez que algún miembro de la familia de Rosa venía de visita. Aunque ella se mostró dispuesta a inventarse una boda falsa para salvaguardar el orgullo, no la entusiasmaba tanto presentarse ante su familia con un divorcio también falso. Con el fin de mantener la ficción, Jogiches accedió a dejar su apellido en barbecho y alquilar una habitación en el hotel Schlosspark con un apellido falso. Por desgracia, el sastre de Jogiches jamás llegó a estar del todo informado del chanchullo. Hoffner descubrió un recibo, que todavía conservaban en los archivos del hotel, correspondiente a unos pantalones que habían sido entregados en la habitación de un tal «K». Krystalowicz el 14 de marzo de 1912. El nombre que figuraba en dicho recibo era Leo Jogiches.

Otra prueba más del supuesto apellido era la que apareció en una anotación mucho más antigua, dedicada a Osip, hermano de Leo, y que databa de 1901. Según dicho diario, Osip se estaba muriendo de tuberculosis desde principios de los noventa, y en las últimas semanas de su vida los médicos le aconsejaron que viajara a Argel para hacerle un favor a su salud; naturalmente, Leo insistió en acompañarlo. Hoffner examinó la lista de pasajeros del barco y, una vez más, descubrió que la meticulosidad alemana estaba a la altura de la tarea. Leo no lo había acompañado. En cambio, sí que iba con él el doctor Krystalowicz.

Dejando a un lado las variaciones en la ortografía, Jogiches era el famoso señor «K».

No obstante, más que simplemente el nombre, las averiguaciones de Hoffner habían empezado a desenmascarar al hombre en sí, un personaje obsesionado con significados ocultos y mensajes cifrados. Jogiches habitaba un mundo construido sobre la intriga y el secreto, y, con más frecuencia que lo contrario, usaba ambas cosas para poner a prueba a las personas que tenía más cerca. No era de sorprender que Rosa hubiera sido su objetivo favorito a lo largo de los años. Sin embargo, a pesar de su resistencia, las incesantes provocaciones de Jogiches habían terminado por separarlos.

Entonces, ¿por qué —pensó Hoffner—, iba Jogiches a tratar el reciente artículo y la fotografía de modo distinto? Sencillamente eran las piezas más nuevas de su rompecabezas: la nota para que regresara al piso de Rosa; los papeles que aguardaban allí; las cartas arrugadas que habían conducido a Hoffner hasta Jogiches. Por presuntuoso que pudiera parecer, Hoffner estaba convencido de que ahora Jogiches lo estaba poniendo a prueba a él, que venía poniéndolo a prueba desde el principio. El hecho de que hubiera incluido la fotografía, que difícilmente podía constituir una prueba por sí sola, sólo podía significar que sabía mucho más de lo que estaba dispuesto a publicar o de lo que le parecía seguro publicar. Simplemente estaba aguardando a que Hoffner se pusiera en contacto con él. Al menos ésa era su hipótesis.

Por desgracia, Hoffner ahora estaba solo en sus especulaciones, porque mientras él se ocupaba de desentrañar a Jogiches, Fichte había estado ocupado en otras cosas.

La mayoría de las noches, a Fichte se lo podía encontrar en el White Mouse, bebiendo demasiado y permitiendo que lo fotografiasen en compañía de rostros populares. La semana anterior, el BZ había incluido al joven detective sargento en una foto tomada con cámara indiscreta en compañía de tres de las chicas de la Haller Revue, mucho muslo y muchos dientes, con una sonrisa lasciva por parte de Fichte. Fichte se había convertido en la nueva imagen de la Kripo, vibrante y lleno de encanto —era un Fichte que Hoffner no había conocido jamás—, y Präger parecía estar encantado de fomentarla. De hecho, Fichte apenas podía resistirse. Hasta su forma de llamar a la puerta del despacho de Hoffner había ganado en estatura. Mientras que antes se anunciaba con unos ligeros golpecitos, ahora hacía notar su presencia con dos vigorosos repiqueteos.

Hoffner, sentado a la mesa, levantó la vista. A Fichte le habían dado un despacho propio en el mismo pasillo, pero los archivos seguían estando aquí.

—Ya hemos terminado con este caso, ¿no es así? —dijo Fichte. Puso los papeles sobre la mesa de Hoffner: un borracho que había apuñalado a su mujer y después había confesado; aquello apenas constituía un caso. Fichte ya tenía el sombrero en la mano.

—¿Traje nuevo? —observó Hoffner.

Fichte se miró la chaqueta. Se lo había regalado una de las tiendas de Tauentzienstrasse, lo menos que podían hacer por un héroe de la Kripo. Sonrió. Llevaba ya una semana practicando aquella sonrisa en particular.

—Desde luego. Debería usted procurarse uno también. Quieren saber cuándo va a pasarse por allí.

Hoffner cogió los papeles y fue hasta el archivador.

—Ya no piensa en ello, ¿verdad?

Fichte se había entrenado en componer una expresión levemente divertida para cada vez que su confusión de antaño volviera a asomar la cabeza. Pero el ceño fruncido no cuadraba precisamente con aquella nueva imagen.

—¿Que no pienso en qué? —preguntó.

—He enviado un cable a Van Acker. —Hoffner fue pasando las carpetas—. Para saber si han descubierto algo respecto a aquel cadáver. El que sustituyó a Wouters.

Fichte continuó con la pose de diversión.

—Ese hombre está muerto, Nikolai. Por lo general, eso quiere decir que el caso está cerrado.

Hoffner guardó la carpeta y cerró el cajón.

—Lo tendré en cuenta.

—Si Präger se ha quedado satisfecho, ¿por qué no voy a estarlo yo?

Hoffner asintió con gesto indiferente. Encontró algo más sobre su mesa.

—¿Ha estado en Maxim’s?

—En el White Mouse —contestó Fichte observando cómo Hoffner repasaba más papeles.

—¿Con su novia Lina?

Fichte dudó antes de responder.

—A ella no le gustan las multitudes.

Hoffner aún seguía centrado en los papeles.

—Y usted es un imán para ellas, ¿no es así?

Hubo una quiebra momentánea en la mirada de Fichte, por lo demás tranquila. Pero, con la misma rapidez, regresó la sonrisa perezosa.

—No puedo evitar que quieran estar conmigo.

Hoffner levantó la vista. No merecía la pena aguijonearlo; Fichte hacía mucho que había desconectado. Sólo esperaba que el muchacho sobreviviera al camino de vuelta. Aunque no iba a ser él quien lo animara a encontrarlo pronto. Todavía existía la atracción que ejercía Kremmener Strasse, y Hoffner se había aprovechado totalmente de la falta de atención de Fichte. Lina se había convertido en un capricho habitual, sin perjuicio de los momentos agradables de que disfrutara en Kreuzberg. La chica incluso había empezado a permitirle que fumara en su casa. Era una intimidad sobre la que Hoffner todavía no había recapacitado mucho.

—No, estoy seguro de que no puede evitarlo —contestó—. Dígale a esa tienda suya que ya iré a buscar un traje para mí, ¿conforme?

Los ojos de Fichte se agrandaron.

—Desde luego. —Hablaba con el entusiasmo de un primer amor—. Van a alegrarse mucho, Nikolai.

Hoffner afirmó una sola vez con la cabeza.

Era todo lo que Fichte podía haber esperado.

—Que pase buena noche, Nikolai —se despidió calándose el sombrero.

Hoffner siguió enfrascado en lo que fuera que tenía sobre la mesa.

—Buenas noches, Hans.

Era una «ciudad de la palabra».

Hoffner lo había oído, o leído, en alguna parte. No sólo en sus periódicos, sino también en sus anuncios publicitarios, en sus letreros, en sus programas de eventos y, lo más importante de todo, en sus Litfassäulen, aquellas columnas que aparecían en casi todas las esquinas de todos los barrios. Berlín respiraba como una metrópoli del lenguaje. Sin embargo, eran las columnas lo que destacaba del resto. Eran los pregoneros modernos, repletos de un caos de inacabables mensajes: vendo una cama, papelito en la esquina; reunión de trabajadores esta tarde, papelito en la esquina; busco una chica, papelito en la esquina. Coronadas por sus cubiertas de hierro forjado de color verde, las columnas se elevaban dos metros por encima de cualquier otra cosa de la ciudad, y por lo tanto exigían la atención de la gente. Hasta los números que figuraban en sus carteles resultaban más chillones que nada que pudiera verse en un escaparate o una valla publicitaria. Parejas engalanadas en estridentes colores rojos y verdes gritaban a los transeúntes en poses agresivas. Todo era anguloso, afilado, y clamaba por ser visto. Las columnas se deleitaban en su propio desorden y por lo tanto constituían un espejo de la vida de las calles aun cuando ellas contribuyeran al mismo.

Busco a «K», papelito en la esquina.

Hoffner había utilizado el hectógrafo de la Alex para hacer copias de una única hoja de papel, que después había pegado por todo el distrito de Mitte a lo largo de los últimos días. Sus dos dedos índices todavía mostraban manchas de la anilina que contenía la tinta. Siempre suponía una aventura utilizar la máquina, presionar el papel contra la almohadilla de gelatina, esperar unos minutos a que absorbiera la tinta y luego rezar para que no se corriera nada al retirarla. Hoffner sólo pudo soportar cuarenta intentos, o así. Su paciencia y el tinte solían agotarse más o menos a la vez. Confiaba en que la simplicidad de su nota, y no su belleza, la hiciera destacar entre otras mucho más elaboradas:

Krystalowicz. Café Dalles. Diez en punto.

Esta vez llevaré yo el coñac.

Hoffner llevaba dos noches acudiendo al susodicho café, pero Jogiches aún no se había presentado.

Mientras tanto, había decidido seguir la única conexión viva que le unía todavía con el corte diametral: el ingeniero de la estación Rosenthaler, el hombre que había ayudado a diseñar aquel emplazamiento bajo la supervisión del gran Grenander en persona. En la pasada semana, Hoffner había visitado tres de los refugios para personas sin hogar con que contaba Berlín. Pero hasta el momento no había ni rastro de Herr Tüben ni de su esposa ni de sus dos hijos. Examinó el nuevo mapa que había colgado en la pared. Había buscado en la zona este; aquella noche le tocaría el turno a Fröbelstrasse, el corazón de Prenzlauer Berg.

Frías y duraderas eran los adjetivos con los que siempre se anunciaban a Hoffner aquellas instituciones estatales de ladrillo rojo. Situada al lado de una breve explanada de terreno abierto, y con unos cuantos árboles plantados al alimón —no por la naturaleza, sino por la firma de algún burócrata—, el refugio y el hospital contiguo mostraban más bien poca vida. Ni siquiera la larga fila de personas acurrucadas que esperaban a ser admitidas daba la imagen de algo que pudiera interpretarse como hecho de carne y hueso. Eran rostros agrietados, demacrados por el hambre y el resentimiento, enterrados bajo el polvo de varias décadas. La nieve parecía tener un blanco más severo en su presencia. Hoffner pasó por su lado y se dirigió a la entrada principal.

En el interior había varias mesas colocadas para atender la fila de solicitantes. Hoffner enseñó su placa, y un hombre le indicó con un gesto que se dirigiera a una de las mesas del fondo. El administrador jefe, un tal Herr Mitleid, estaba en aquel momento ocupado con una de las personas a su cargo.

—Llega usted en la hora de más actividad, inspector jefe —dijo Mitleid una vez que Hoffner se hubo presentado. Aquel lugar apestaba a esterilidad, de todos los rincones salía un penetrante tufo a amoníaco, que se mezclaba con el olor a comida, a ropa tendida y a digestión—. Nos ve usted en nuestro mejor y nuestro peor momento.

Aquél no era el administrador típico, por lo menos a juzgar por la experiencia reciente de Hoffner. A diferencia de otros directores, Mitleid parecía estar en sintonía con su propia humanidad. Era como si supiera lo que era llevar la propia vida a cuestas en un pequeño hatillo a la espalda, o sentir en las piernas el peso de una caminata de mil kilómetros, o notar lo que hace que un hombre tenga siempre en la mirada una expresión de miedo y desafío a la vez.

Mitleid era un hombre auténticamente compasivo. Hoffner se preguntó en qué lugar, dentro de las filas de la burocracia, lo habrían encontrado.

—Abrimos las puertas a las cuatro y las cerramos a las nueve. Nos lleva unas dos horas llenar cada uno de los dormitorios colectivos. Nos pilla usted a medio llenar, Herr inspector.

Hoffner explicó lo que estaba buscando: el apellido, dos hijos, exingeniero, en algún momento del último mes y medio. Mitleid reflexionó unos instantes. Pareció acordarse de algo, y entonces llevó a Hoffner a su despacho. Ambos se sentaron, y Mitleid se puso a inspeccionar un rollo de fichas archivadoras que tenía sobre la mesa.

Hoffner reparó en una pila de impresos de solicitud sin rellenar. Tomó uno y se quedó atónito al ver cómo habían empeorado las cosas:

Caso n.º ………

Visto en audiencia del juzgado en Berlín con fecha ……… de 1919.

El señor/ra ……………………………… recibió instrucciones de buscar alojamiento alternativo en el plazo de cinco días. Transcurrido dicho plazo, con independencia de los más denodados esfuerzos realizados por su parte, será penalizado por convertirse en una persona sin hogar. El solicitante fue advertido de que de conformidad con el apartado 361, subapartado 8, de la Ley Penal del Imperio Germánico, dicha penalización consistirá en seis semanas de prisión como máximo, y de conformidad con el apartado 362 de dicha ley, será trasladado a las autoridades policiales para ser recluido en un asilo de personas indigentes.

Aprobado y firmado.

Firma del hombre sin hogar en cuestión ………………

Firma del empleado policial del caso ……………………

—Tremendo, ¿verdad? —Mitleid todavía continuaba buscando—. Cinco días para encontrar alojamiento. ¿Se lo imagina?

Hoffner volvió a dejar el folio en su sitio.

—Si usted me enseña a una persona que sea capaz de encontrar un piso en Berlín con esa rapidez en los tiempos que corren, yo le enseñaré a su delincuente.

Mitleid intentó sonreír, pero el tema hería demasiado en lo vivo.

Extrajo una ficha y dijo:

—Aquí está. —Lo leyó rápidamente—. Ya sabía yo que me sonaba de algo. —Arrugó la frente—. ¿Está usted seguro del nombre?

—Tüben —repitió Hoffner. Mitleid seguía desconcertado.

—Éste se llama Teplitz. Willem Teplitz. Esposa, dos hijos. Lo hubiera jurado. —Sacudió la cabeza en un gesto negativo y se dispuso a guardar de nuevo la ficha, pero Hoffner se lo impidió y tomó la ficha. La leyó mientras Mitleid hablaba—. Un tipo listo, este Teplitz. Nos ayudó a reorganizar la colocación de las camas. Nos hizo ganar espacio para cuatro personas más por noche. En ningún momento dijo que fuera ingeniero, pero se veía.

Según la ficha, Herr «Teplitz» había llegado la noche del 16 de enero, la misma en que Hoffner y Fichte descubrieron a Mary Koop.

—¿Quién rellena estas fichas? —quiso saber Hoffner.

—Yo mismo.

—¿Tiene algo que pudiera haber firmado Herr Teplitz?

Mitleid se levantó y fue hasta un gran archivador. Regresó trayendo consigo una carpeta pequeña y le entregó a Hoffner un papel. Era un impreso para solicitar que la familia se mantuviera unida durante su estancia en el refugio.

—Otra abominación —comentó Mitleid—. Pero el ministerio del Reich insiste en que lo tengamos.

Hoffner recorrió el texto hasta encontrar la firma, trazada con letra lenta y desigual. A Teplitz le había costado trabajo escribir su apellido. Hoffner había visto muchas veces aquella misma vacilación. Aquél era Tüben. Estaba lo bastante asustado como para adoptar un nombre falso, y Hoffner sospechaba que sus miedos no tenían nada que ver con el cadáver que había descubierto su hijo.

—¿Cuánto tiempo se quedó aquí? —inquirió.

Mitleid recuperó la ficha y le dio la vuelta.

—El último día fue el doce —leyó—. El miércoles pasado. —Miró a Hoffner—. ¿Cree que es el Herr Tüben que está buscando?

Hoffner pensaba en la fecha. El 12 de febrero. El día en que apareció publicado el artículo de Jogiches. Frau Tüben y sus hijos llevaban cinco días fuera de Berlín; a aquellas alturas podían estar en cualquier parte.

—¿Había aquí alguna persona con la que hubieran trabado una amistad especial?

Mitleid volvió a examinar la ficha.

—Dormitorio tres. —Reflexionó un momento, y entonces se le iluminaron los ojos—. Ah, sí, por supuesto. —Se levantó de su asiento—. El coronel. —Fue hacia la puerta y le hizo una seña a Hoffner para que lo acompañara—. Un tipo maravilloso. Un ruso. Luchó por el zar. Va a caerle bien al instante.

El dormitorio tres era como todos los demás, largo y estrecho, y con dos filas de camas que parecían salir de las paredes, al estilo de los barracones. También tenía unos cuantos jergones sueltos que habían sido colocados en el pasillo central, los extras que había ideado Herr Tüben. Más de la mitad de las camas estaban ocupadas por hombres, tumbados de espaldas, aquí y allí algún que otro brazo sobre los ojos. Los pocos que miraban a alguna parte mostraban una expresión vacía. Hoffner sabía que lo miraban directamente a él; y simplemente no podía soportar su mirada.

Al otro lado de una división se abría otra sala, en la cual, en vez de camas, había unos pequeños cubículos de madera situados a intervalos a lo largo de las paredes. Estaban destinados a las familias. En cada uno de los rincones de la sala había una estufa de gas con fogón, para que las mujeres hicieran la comida. La ropa lavada colgaba de donde podía, las mujeres más listas habían tendido sus cuerdas encima de las estufas para que se secaran más deprisa. Tal vez la ropa cogiera el olor acre a repollo hervido, pero era mejor que estuviera seca y maloliente antes que mojada y con aroma a limpio.

Al llegar al final de la fila, Mitleid se detuvo. A diferencia de los otros habitáculos, aquél había conseguido mantener un cierto control sobre el desorden. Además, era mucho más espacioso, y sólo contenía una cama y una silla pequeña. Evidentemente, el rango tenía sus privilegios. Había unas cuantas fotos colgadas en las paredes de dentro, junto a una gorra de oficial.

Debajo se veía una pila de libros y periódicos de casi un metro de alto, y sobre la cama, encima de unas sábanas delgadas como papel de fumar, yacía un poco rígido un hombre corpulento, de sesenta y muchos años, con los ojos cerrados. Sus botas apuntaban al techo, mientras que las perneras de su pantalón quedaban ocultas por el desgastado cuero, que le llegaba justo por debajo de las rodillas. Incluso dormido, el coronel parecía estar desfilando.

Mitleid se mostró reacio a molestarlo.

—¿Coronel Stankevich? —le dijo en voz baja.

Stankevich abrió los ojos al instante. Miró en derredor y, con la misma prontitud, respondió con una amable sonrisa.

—Ah, Herr Mitleid.

Antes de que Mitleid pudiera hacer las presentaciones, Stankevich va se había sentado erguido sobre la cama, con los pies firmemente apoyados en el suelo. Años enteros de sueño interrumpido habían preparado bien al coronel.

—Permítame que le presente a Herr Kriminal-Oberkommissar Nikolai Hoffner, de la Kriminalpolizei.

Stankevich fijó la vista al frente durante unos instantes. Aunque todo indicara lo contrario, aún no se había sacudido completamente el sueño. De pronto se aclaró la garganta, se puso de pie y ejecutó una inclinación de cabeza. Hoffner hizo lo propio, y después insistió en que el coronel volviera a sentarse. Mitleid esperó a que los dos quedaran sentados el uno frente al otro antes de retirarse.

—Muy alemán, nuestro Herr Mitleid —comentó Stankevich con una sonrisa irónica mientras observaba cómo se iba el director—. Muy perfecto. —Luego se volvió hacia Hoffner—. ¿También es usted tan perfecto en la Kripo, Herr inspector? —Hablaba alemán de modo impecable, pero Hoffner reconoció el acento.

—No hay de qué preocuparse a ese respecto, Herr coronel —respondió Hoffner—. ¿Kiev? —añadió.

Stankevich se mostró sorprendido por un segundo. Luego habló en ruso:

—¿Conoce usted Ucrania?

—Fui de visita una vez, de niño —repuso Hoffner. No hablaba ruso con la fluidez que recordaba.

—En realidad soy de Odessa. Pero está bastante cerca. Hoffner asintió.

—¿Su madre?

Otro gesto de asentimiento.

—Siempre son las madres las que huyen —dijo Stankevich—. A buscar un buen chico alemán para darle buenos hijos alemanes.

La historia de la madre de Hoffner no era tan romántica como imaginaba Stankevich, pero Hoffner no tenía ningún interés en echar a perder aquella fantasía mencionando a los cosacos, rifles y aldeas incendiadas. De modo que prosiguió diciendo en ruso:

—Se encuentra usted muy lejos de Odessa, coronel.

—Sí. —Aquella palabra pareció llevar consigo todo el peso de la historia de aquel hombre—. Alguien decidió poner el mundo patas arriba, inspector.

Hoffner sabía que sería un error continuar por aquel camino.

—Tengo entendido que conocía usted a Herr Teplitz, el ingeniero.

Stankevich dio la impresión de contestar a la pregunta, pero en cambio extendió una mano y descolgó la gorra de su gancho. La sostuvo en las manos como un niño acariciando un tren de juguete nuevo, en una tierna mezcla de orgullo y reverencia.

—Me permitieron conservar esto, ¿sabe? —dijo contemplando la gorra, cuya banda carmesí casi había perdido el color—. Me arrancaron las charreteras de los hombros, y las menciones que llevaba en el pecho, pero esto… esto pensaron que sería gracioso que me permitieran conservarlo. —Calló unos instantes—. Fue un cabo. Un muchacho de mi compañía. Se cansó de recibir órdenes. —Stankevich alzó la mirada—. La pereza. Eso fue lo que lo convirtió en un revolucionario, inspector. Y aquí estoy yo, sentado en un refugio de Berlín. —Colocó la gorra de nuevo en su gancho—. Sí, conocía a Teplitz.

Hoffner hizo todo lo posible por consolarlo.

—El mundo volverá a encontrar su camino, coronel.

—Sí, pero no mientras yo esté aquí para verlo. —Stankevich se incorporó. Necesitaba poner distancia entre la gorra y él—. Siempre es mejor caminar, inspector. Despeja la mente. ¿Le importa?

Stankevich caminaba como si estuviera llevando a cabo una inspección, cojeando con la pierna izquierda a cada tres o cuatro pasos a causa de alguna dolencia oculta. Iba saludando con la cabeza a las familias al pasar. Todo el mundo conocía al coronel. Un instantáneo gesto de reconocimiento por su parte bastaba para insuflar un poco de vida en aquella fila de ojos cansados. Era un regalo que él les hacía, imaginó Hoffner.

—No poseen pasado —dijo Stankevich en voz baja—. De modo que no tienen esperanza.

Hoffner asintió, aunque no tenía ni idea de lo que había querido decir el coronel.

—Usted piensa que es al contrario, ¿no? —dijo Stankevich—. Cuando no hay esperanza es cuando no existe un futuro. Pero el futuro es frágil, es aire. ¿Cómo se puede obtener fe de algo así?

—Es una forma interesante de verlo, coronel.

—Es una forma rusa de verlo, inspector. Tan sólo el pasado nos proporciona algo en que apoyarnos. Sin él, ¿cómo sabrá uno dónde tiene los pies cuando esté mirando a los cielos? —La pierna de Stankevich se torció momentáneamente—. No tienen esperanza porque les han arrebatado su pasado. Ya es algo carente de significado, por eso, como yo, no tienen nada sobre lo que construir sus esperanzas.

Hoffner esperó antes de responder.

—¿Y Herr Teplitz? ¿También él carecía de pasado?

En Stankevich todo era rígido, lo cual hizo que resultara más sorprendente su facilidad para sonreír.

—Yo le estoy transmitiendo gran sabiduría, y lo único que desea usted es información acerca de Teplitz.

Hoffner sonrió con él.

—Por desgracia, sí.

Stankevich dejó escapar una risa grave, gutural.

—Resulta agradable oír el ruso de nuevo. Usted lo habla bastante bien, pero son los ojos los que lo delatan. Demasiado oscuros. Ése es un pasado, inspector. Los alemanes no poseen tanta profundidad. ¿Y cómo se puede confiar en eso? —Calló un momento, después continuó—: Una guerra en China, otra en Japón, la Gran Guerra, y un muchacho de diecinueve años me dice que mi país ya no es mío. Y usted quiere información acerca de un insignificante ingeniero alemán. —Stankevich movió lentamente la cabeza en un gesto negativo—. Resulta un poco frívolo, ¿no cree? —Pasaron a la sala siguiente—. Mi cabo tenía mala vista. Me acuerdo de eso.

Un sirviente estaba empujando algo con la mopa hacia uno de los rincones. Un niño, en calcetines y pantalón corto, miraba fijamente el movimiento giratorio de la mopa. Hoffner se fijó en que Stankevich también la miraba. El coronel no parecía sentir lástima por el chico, tan sólo una desesperanza mal reprimida. Aquello era a lo que había llegado su vida, pensó Hoffner, a observar a un niño fascinado por una mopa.

—Así que escogió usted Berlín —dijo Hoffner.

Stankevich permaneció unos instantes más con la mirada fija en el niño y después volvió a mirar al frente.

—¿Así que me convertí en una carga para su ciudad? ¿Es eso lo que quiere decir? Pues sí. Aquí no dan trabajo a los viejos, inspector.

—También están teniendo problemas con los jóvenes, coronel.

—No sirve mucho de consuelo. —En un fogón cercano hervía una olla llena de una sustancia marrón. Nadie parecía darse cuenta de ello. Stankevich se acercó y retiró la olla del fuego—. Llegué a Berlín hace siete meses. Había una mujer, una amiga de antes de la guerra. Ella me acogió. La paz de Brest-Litovsk. Al fin y al cabo, ya no éramos enemigos. —El agua de la olla se aquietó. Alguien estaba hirviendo calcetines—. Murió de gripe hace poco más de tres meses. Herr Mitleid tuvo la bondad de darme alojamiento sin el papeleo habitual. Un hombre generoso. —Stankevich contempló los calcetines de lana que flotaban en el agua—. Usted, naturalmente, ya sabrá que el apellido auténtico de Teplitz era Tüben. —Hoffner no dijo nada—. Era bastante popular, también. Un colega de usted vino aquí preguntando por él.

Hoffner no mostró reacción alguna.

—¿Otro policía?

Stankevich comenzó a caminar.

—Si intenta dar la impresión de tener tan poco interés, inspector, echará a perder el juego. —El coronel balanceó el brazo como si estuviera recordando lo que era sostener una fusta en la mano—. Ese otro policía no era como usted.

—¿No tenía los ojos tan profundos?

Stankevich se permitió una sonrisa.

—Eso también, pero no. Él no era de los que persiguen a tipos belgas que matan ancianas.

Hoffner estaba impresionado.

—Así que ha leído esos periódicos.

—Aquí no hay otra cosa que hacer más que leer, inspector.

—¿La policía política?

Stankevich afirmó con la cabeza.

Herr Mitleid no me ha mencionado nada —repuso Hoffner.

El coronel ya esperaba aquella reacción:

—Ese hombre no perdió el tiempo con Herr Mitleid, inspector.

Sencillamente se presentó delante de mi cama.

—¿Y usted le dijo lo que sabía de Herr Tüben?

Una vez más, Stankevich se detuvo y se volvió hacia Hoffner.

—Dígame, ¿por qué iba yo a hacer algo así?

A Stankevich le gustaban sus rusos, incluso sus medio-rusos. El hombre de la Polpo, el Kommissar Hermannsohn, a juzgar por la descripción, no había merecido tal juicio. En cambio, Hoffner y sus ojos oscuros eran otra cosa totalmente distinta.

Según Stankevich, Tüben había abandonado el refugio hacía casi un enes, solo y sin dar explicaciones. Su único ruego fue que Stankevich actuara de conducto suyo: Tüben no consideraba seguro enviar sus cartas directamente a su esposa, la cual se había quedado allí con los niños. Antes del día 12 habían llegado dos cartas, ambas con el matasellos de Zúrich, que Frau Tüben había leído y después destruido. Stankevich no sabía nada de lo que contenían. Después del 12 llegó una tercera, pero para entonces ya se había marchado toda la familia.

De vuelta en su cubículo, Stankevich sacó la carta en cuestión. Hoffner la leyó:

Mi queridísima,

Todo se hunde cada vez más en la desesperación. El acceso a la cuenta continúa siendo una imposibilidad si pretendemos mantener en secreto nuestro paradero ante nuestros amigos de Munich. No me preocupa mi propio bienestar, pero temo que ellos no queden satisfechos tan sólo con mi vida. Al parecer, el dinero prometido por mis diseños en ningún momento pretendía servir como pago, sino más bien como un cebo en caso de que las circunstancias requirieran mi silencio. No pienso ser el tonto que les haga el trabajo. Es una especie de milagro que hayamos conseguido eludirlos durante tanto tiempo.

Tú, por supuesto, demostraste tener sentido común desde el principio. No eran hombres en los que se pudiera confiar, y, si no hubiera sido por mi ingenuidad, ahora tú no te encontrarías en esta amarga situación. He fracasado en la más fundamental de mis obligaciones, la seguridad de mi familia, y sólo me queda mi constante remordimiento y la soledad como premio a mis esfuerzos.

Esperaré hasta el día 23 como acordamos, y espero que por alguna buena fortuna puedas reunírteme. Si no, al menos espero que puedas perdonarme por la destrucción de nuestras vidas. Escoge bien a tus amigos, y que éstos te devuelvan a mí.

En constante adoración, P.

Hoffner pidió el sobre a Stankevich. El matasellos también era de Zúrich, y estaba fechado el 4 de febrero. Examinó la solapa del sobre, luego se la acercó a la nariz y la olfateó. No había residuos de talco, ni tampoco estaban los bordes rizados por el vapor; o sea que la carta no había sido abierta y sellada de nuevo. Fuera lo que fuera lo que Hoffner pudiera haber pensado de la Polpo, y fueran quienes fueran aquellos «amigos» de Munich, al menos podía tener la tranquilidad de que ni unos ni otros habían sido tan concienzudos como para interceptar la carta antes de que llegara al refugio. Tal vez Hermannsohn hubiera dado con Stankevich, pero no controlaba el correo del coronel.

Hoffner continuó examinando la carta al tiempo que decía:

—¿Cuánto dinero le dio a la mujer, coronel?

Stankevich fingió no haber oído.

—¿Perdón?

—A Frau Tüben —insistió Hoffner— o como se llamara en realidad. Imagino que tendría un nombre un poquito más ruso. ¿Adónde los envió, coronel?

Stankevich se esforzó al máximo para parecer convincente.

—No sé a qué se refiere, inspector.

Hoffner asintió para sí mismo y siguió mirando la carta.

—Los dos sabemos que el alemán de ese hombre no es su primera lengua. «La destrucción de nuestras vidas». «Puedas reunírteme». —Levantó la vista—. Quiere decir «puedas reunirte conmigo». La sintaxis y el lenguaje resultan extraños a lo largo de todo el texto. Y además suena demasiado formal. Se está delatando él solo, como sabía usted muy bien al permitirme leer la carta. Así que, ahora que he superado la prueba, coronel, dígame adónde los envió.

Stankevich hizo ademán de intentar otro truco, pero en cambio se limitó a sonreír.

—En los periódicos lo pusieron a usted como un hombre muy inteligente, pero pensé que se trataba de una especie de broma.

—Lo era.

—No, yo creo que, a pesar de sí mismos, lograron dar en el blanco.

Hoffner habló despacio:

—¿Dónde está Tüben, Herr coronel?

Una vez más, Stankevich esperó. Ahora era una cuestión de confianza.

—Sazonov —respondió—. Se llama Pavel Sazonov. Tüben era el apellido de soltera de su esposa.

Hoffner había supuesto algo así.

—¿De modo que a veces eran los hombres los que huían para tener hermosos niños alemanes?

—¿Qué quiere de ellos, inspector?

—Lo mismo que usted. Ayudarlos.

Stankevich no estaba convencido aún.

—Su colega dijo la misma cosa.

—Ya —replicó Hoffner con más intención—, pero a él no le enseñó la carta, ¿verdad? —Le tendió el papel a Stankevich.

Era un detalle obvio. Con todo, Stankevich titubeó:

—No —contestó—. No se la enseñé. —Miró un momento la hoja, y acto seguido, como si le hubieran quitado un peso de los hombros, agregó—: Será mejor que la conserve usted, ¿no le parece?

Hoffner se la guardó en el bolsillo.

Entonces Stankevich habló como si se dirigiera a una persona en la que confiara desde hacía mucho tiempo.

—No creo que supiera lo que hacía, Sazonov. Aunque a mí no me explicó nada. Sí que mencionó en una ocasión que había sido listo, que se había escondido en el último sitio en el que se les ocurriría mirar, pero aparte de eso nunca me contó nada.

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