Rosa

Rosa


Segunda parte » 4. «K»

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Listo hasta que su hijo descubrió el cadáver de Mary Koop, pensó Hoffner.

—¿Y su mujer?

—Ella sabía menos que yo. Simplemente deseaba tener un techo bajo el que guarecerse. Yo diría que llevaba semanas sin dormir.

—¿Y en ningún momento Sazonov mencionó a sus «amigos» de Munich?

Stankevich negó con la cabeza.

—Antes de esta carta, yo no había oído hablar de ellos.

Ni de una cuenta. Ni de una cita. Aquel hombre estaba aterrorizado, inspector. Yo hice lo que pude. Tenía unos pocos marcos, suficientes para permitirle ir a donde fuera. Era evidente que se trataba de Zúrich. Dijo que enviaría más dinero para su mujer y los dos chicos, pero no llegó nunca. Y entonces, la semana pasada, Frau Sazonov me informó de que ya no era seguro que se quedara en Berlín. No sé por qué, no se lo pregunté. —Stankevich hizo una pausa—. No me importa cuánto tiempo llevaba Sazonov en este país, inspector, seguía siendo ruso. Era un buen hombre.

—¿Y, sin duda, un ruso cuyo pasado merecía la pena salvar? —sugirió Hoffner.

Por primera vez en varios minutos, los ojos de Stankevich se inundaron de nuevo de una expresión de calidez.

—Sí.

Hoffner asintió despacio.

Ya no iba a obtener más información en aquel lugar. Así que se levantó y extrajo su cartera del bolsillo de la chaqueta.

La reacción del coronel fue instantánea. Sacó la mano de golpe.

—En serio, inspector, no hay necesidad de…

—Quiero darle mi tarjeta, coronel —repuso Hoffner. No era su intención hacer que el otro se sintiera violento—. Nada más. —Se la ofreció—. Con los años, mi mujer ha aprendido a hacer una tarta de nueces muy rica, al estilo de Kiev, siento decirlo, pero que se parece mucho a la auténtica. La haría muy feliz recibir la opinión de un experto.

Stankevich se aclaró la garganta; no le gustaba mucho ceder a sus emociones. Aceptó la tarjeta.

A Hoffner el tufo a amoníaco seguía persiguiéndolo cuando se detuvo frente a las puertas del café Dalles. Un par de escalones y un poco de serrín bastaban para mantener a raya el frío del exterior.

Siempre era duro marcharse, quitarse de encima el peso de un lugar como Fröbelstrasse. La desesperanza, ya estuviera alimentada por un pasado o por un futuro, resultaba todavía más cruda cuando se proyectaba sobre el telón de fondo de unos fríos azulejos blancos y unas luces amarillas, más aguda cuando se veía a través del rojo descolorido de una gorra de oficial. Hoffner dudaba que el coronel acudiera pronto a Kreuzberg a comer tarta de nueces con ellos. Por lo menos dentro del café la desesperación se volvía un poco más desenfadada, mesas pequeñas y luces tenues, siempre había una o dos prostitutas charlando con sus chulos. Eran siempre encuentros gratos para ellas, el dinero se movía de acá para allá, se echaban unas cuantas copas al cuerpo y se sentaban como reinas en las rodillas de su hombre. Las medias nuevas invariablemente exigían atención.

El grupo de música, compuesto por un violín y un piano, tocaba algo que se fundía sin esfuerzo con el murmullo de las conversaciones al azar, nada que requiriera prestar atención, aunque sin música el aire se habría vuelto rancio. Hoffner empezó a navegar por entre las mesas en dirección al rincón del fondo y a la que se había convertido en su mesa habitual. Como si fuera una playa lejana tras la niebla, aparecía velada por nubes de humo. Consultó su reloj y vio que eran las diez menos cuarto. El local justo empezaba a cobrar actividad. Al pasar junto a un camarero le dijo que le llevara una botella de Mampe’s, sin duda de la versión aguada, pero ¿por qué iba a ser distinta aquella noche?, se dijo.

Se aflojó la corbata, se acomodó y sacó un cigarrillo del paquete. Sabía que podía pasarse horas así, con la copa llena, observando los pequeños dramas que se representaban en las mesas cercanas: ataque, defensa, ataque, defensa, y siempre a una distancia segura.

Estaba ensimismado en una de aquellas representaciones —las súplicas disimuladas de una corpulenta muchacha a su amante, que adoptaba una expresión de indiferencia— cuando llegó la botella. Todavía capturado por la escena, extrajo unas cuantas monedas del bolsillo.

—Muy amable, Herr inspector.

Al levantar la vista, Hoffner vio a Leo Jogiches, sirviendo la segunda de las dos copas. Por un instante, Hoffner creyó reconocerlo, no por las fotografías de Rosa, sino de otro lugar, algo más inmediato. Pero la sensación pasó y Hoffner devolvió las monedas al bolsillo.

Jogiches había dejado de ser un hombre apuesto. Su barba, de un color marrón sedoso en las fotos, se había vuelto gris y nudosa, como si se la hubiera atusado un gato. Peor aún era la raya con que llevaba peinado el cabello, que se elevaba demasiado en un lado y hacía que todo pareciera caer hacia la izquierda. La piel también se le había descolgado, sobre todo debajo de los ojos, donde la falta de sueño y las palizas colisionaban entre sí formando un batiburrillo de manchas oscuras y hematomas desteñidos. Tan sólo los ojos recordaban el pasado: conservaban aquella expresión calculadora y fiera que había conocido Rosa. Aquél era un hombre que había vivido la vida como un fugitivo, y la incertidumbre de su mundo, el peligro inherente que entrañaba su presencia misma, actuaba como un intoxicante. Dejando a un lado las fotografías antiguas, Jogiches era exactamente lo que Hoffner había esperado.

—Invito yo —dijo Jogiches. Puso el tapón a la botella y tomó asiento—. A su salud, inspector. —Se bebió el coñac y se recostó en la silla.

Toda sensación de validación que hubiera podido sentir Hoffner al ver a aquel hombre, que en teoría era su señor «K», en carne y hueso, desapareció rápidamente. La presencia de Jogiches confirmaba mucho más que simplemente un buen trabajo detectivesco.

Hoffner le ofreció el paquete de tabaco.

—¿Un cigarrillo? —Jogiches tomó uno y Hoffner prosiguió—: No lo he visto al entrar.

—No debía verme —repuso Jogiches. Prendió el cigarrillo y explicó—: Llevo viniendo dos noches. Junto a la barra. Para cerciorarme de que tenía usted tanto empeño como parecía.

—¿Y esta noche ha obtenido por fin la respuesta?

Jogiches dio una profunda calada.

—Ya lo veremos, ¿no cree? —El humo salía lentamente de su boca. Su mirada estaba fija en la gente que ocupaba el local—. Este tipo de aquí es un ladrón —dijo con certeza—. La mujer no quiere que sepamos que es puta, pero es puta de todas formas. Y esa pareja de ahí —los amantes indiferentes que había estado observando Hoffner—, ese chico matará un día. Fíjese en cómo aplasta el cigarrillo contra el montón de ceniza, una y otra vez. No encuentra satisfacción en ello. Esa maravillosa tensión que se aprecia en su mano. Tiene ganas de abofetear a la chica, pero sigue hundiendo la colilla en el cenicero. —La mirada de Jogiches se intensificó—. Un día tendrá el valor necesario. —Siguió mirando un momento más, y luego se volvió hacia Hoffner—. Y entonces, Herr inspector, usted tendrá que detenerlo.

—Es usted muy rápido juzgando, ¿no?

La sonrisa de Jogiches no se parecía a ninguna que Hoffner hubiera visto en su vida: la boca transmitía la alegría que era obligatoria, pero los ojos se mantenían fríos. Era como si hasta su rostro guardara secretos a sí mismo.

—No juzgo, Herr inspector, sólo acuso. Lo de juzgar se lo dejo a otros.

Hoffner soltó un pico de ceniza al suelo.

—Me gustó su artículo.

Jogiches se sirvió una segunda copa.

—No era, ni con mucho, la historia completa, pero alguien tenía que devolver su caso a la vida.

—¿Y cuál es mi caso?

—Rosa. —Pronunció el nombre como si formara parte de un encantamiento, en susurros y cargado de significado. Acto seguido, con forzada naturalidad, añadió—: Estará enterado, por supuesto, de que mañana el Lokalanzeiger dirá que se encuentra en Rusia, conspirando con Herr Lenin para derrocar el gobierno de Ebert. —Jogiches estaba muy ocupado en reordenar el cenicero, la lamparilla de la mesa y el salero para dejar hueco a una respuesta—. ¿Dónde está el cadáver, en Berlín?, preguntarán. ¿Está muerta Rosa? Bobadas. Tengan mucho cuidado, porque aparecerá de repente y les arrancará el corazón cuando regrese trayendo de nuevo su revolución. —No menos concentrado en su tarea, agregó—: Pero en cambio, los dos sabemos que está muerta, tendida sobre una plancha de mármol en la cuarta planta de la Alexanderplatz. Aun así, dará mucho que hablar a los periódicos.

Hoffner tenía su copa junto a los labios cuando Jogiches se despachó a gusto contando aquellas confidencias. Le gustaría saber cuántas cosas más se estaría guardando Jogiches. Apuró el coñac y dejó la copa sobre la mesa.

—No hay razón alguna para que yo me haga el tímido, ¿verdad? —dijo Hoffner.

—No.

—Usted tiene a una persona dentro de la Alex.

—Sí. —Jogiches parecía satisfecho con sus nuevas condecoraciones: se había conseguido el orden. Se reclinó en la silla.

—¿Y quién es el que ha estado trabajando para usted?

Por primera vez, Hoffner sintió que Jogiches lo estaba estudiando. Se preguntó qué crimen estaría imaginando Jogiches para su propio futuro. Estaba a punto de preguntárselo cuando de pronto la mirada del otro pareció perdida, como si sus ojos miraran a través de él.

—Sabe —dijo Jogiches con aire distraído—, Rosa era mucho más inteligente que todos nosotros. —Era como si estuviera reconociendo un secreto guardado durante mucho tiempo. Pero su mirada seguía siendo distante.

Hoffner había pasado ya suficiente tiempo con Rosa como para salir en su defensa.

—Es una lástima que nunca se lo dijera usted.

—Sí —convino Jogiches. Su mirada se enfocó de nuevo y se clavó directamente en los ojos de Hoffner—. Supongo que es una lástima.

El sentimiento de culpa, pensó Hoffner, tenía una ingeniosa manera de hacerse ver. Sin embargo, Jogiches llevaba demasiados años negando sus propios defectos para permitir que ningún instinto de expiación lo dominase más de unos pocos segundos.

—Usted nunca ha leído nada de sus obras, ¿verdad? Me refiero a sus obras de verdad. —Hoffner negó con la cabeza—. Ya lo suponía. No, no quiero decirlo de ese modo. Estoy seguro de que usted las habría entendido. Rosa era magnífica en ese sentido. Teorías que sólo los genios dominaban, y ella las convertía en algo sencillo. El capital de Marx, un cenagal completamente impenetrable, y entonces va Rosa y escribe su obra La acumulación, y de repente la economía de Marx encuentra su sitio en el siglo XX. Ella incluso mejoró a Marx, con un poco de ayuda, naturalmente.

—Naturalmente —repitió Hoffner.

A Jogiches le gustó el reto.

—¿Cree usted que podría haberlo hecho sin mí?

Hoffner no tenía ni la inclinación ni la munición necesarias para enfrentarse a Jogiches.

—Esa historia de la pistola —le dijo—. ¿De verdad lo apuntó con ella?

Jogiches pareció sorprendido por la pregunta. Su respuesta fue un poco más mordaz.

—¿Rosa escribió eso?

—Con gran detalle —replicó Hoffner—. Hubiera creído que usted había sido el primero en leer sus diarios íntimos, de punta a cabo.

—Evidentemente, usted sí que lo ha hecho.

—¿Usted no?

Jogiches hizo saltar la ceniza de su cigarrillo.

—¿Y tener que tragarme una interminable diatriba sobre historia revisionista? Prefiero pasar.

Hoffner percibió la autoracionalización que destilaba el tono que empleó su interlocutor.

—¿Así que nunca llegó a empuñar la pistola?

—Por supuesto que la empuñó. ¿Por qué no? Rosa no podía entender por qué yo no le permitía seguir viendo a aquel idiota de Zetkin.

Hoffner notó que Jogiches comenzaba a morder el anzuelo.

—¿Que usted no se lo permitía?

—Algo así. —Jogiches dio una última calada y acto seguido aplastó el cigarrillo, aunque continuó jugando con la colilla—. Rosa creía que iba a poder hacer de él un novelista o un pintor, o algo igual de ridículo. Ya lo ha leído usted, a mí se me ha olvidado cuál de las dos cosas pretendía. Es perder el tiempo. —Soltó la colilla y se sacudió las manos—. Ella no podía aceptarlo tal como era, y cuando intentó meterme a mí en algo que era una fantasía suya… —Jogiches dejó la frase sin terminar. Sólo fue una vacilación momentánea, pero bastó para agriarle el tono—. Zetkin. Cuando insistió en que Zetkin era el hombre capaz de personificar todos sus maravillosos ideales románticos… resultó patético. Una mujer de su edad. Y así se lo dije. Se puso muy trágica. A Rosa le encantaba el drama. Y así fue como me sacó el pequeño revólver. —Se encogió de hombros mostrando una forzada indiferencia—. Dijo que no quería volver a verme nunca, lo cual hizo que todo aquello resultara aún más ridículo.

Incluso ahora, Jogiches no tenía ni idea de lo que enmascaraba aquella escena dramática. Hoffner se sirvió una segunda copa y le dijo:

—En los diarios dice que usted prometió matarla si seguía viendo a Zetkin.

Jogiches probó a sonreír, sin éxito.

—Otra vez eso. Esa mujer estaba obsesionada.

—Pues ella por lo visto veía las cosas al revés.

—Ah, ¿sí? —Jogiches ya estaba totalmente metido en la conversación—. Voy a decirle una cosa sobre las obsesiones, inspector. Después de cumplir una condena de nueve años en Mokotow, y ambos sabemos lo que sucede dentro de esos muros, ¿a Rosa le da por pensar que yo estoy teniendo una aventura con no sé qué mujer del centro del país? Me paso cinco meses sin ver la luz del día, y resulta que soy yo el que tiene un lío. El sentimiento de culpa es algo muy notable, ¿no le parece? Rosa debería haberme disparado cuando tuvo la ocasión. Le hubiera estado bien empleado.

Hoffner apagó su cigarrillo y dijo en tono inexpresivo:

—Entonces, ¿quién hay en Munich?

Sólo por un instante, Jogiches hizo una mueca de dolor. Apenas fue un movimiento, y la recuperación fue inmediata, pero bastó para decirle a Hoffner que había tocado una fibra sensible. En aquel momento, Jogiches supo que había sido manipulado. Sus ojos adquirieron una expresión fría. Hoffner no dijo nada.

—Ya veo —comentó Jogiches en tono glacial—. Me deja hablar sin parar como un imbécil, y yo le entrego Munich. Bien hecho, inspector.

Hoffner sabía de antemano que debía enganchar a Jogiches por su orgullo, así se lo había dicho Rosa en los diarios, pero no había esperado aquel grado de remordimiento.

—No estoy seguro de haber utilizado la palabra «imbécil», mein Herr —replicó—, pero creo que nos encontramos en un punto en el que usted podría ofrecer algo de manera voluntaria.

Jogiches contestó cautelosamente:

—¿Tan fácil soy de manipular?

—No supongo nada de eso.

Jogiches siguió hablando con frialdad:

—Y cree que terminaré por fiarme de usted, ¿verdad, inspector? Hoffner extrajo un segundo cigarrillo del paquete.

—No quisiera sentar un precedente, mein Herr.

—No —contestó Jogiches, mirándolo más de cerca—. Eso sería peligroso, ¿verdad?

Un clarinete se había unido al dúo. Apenas quedaba espacio entre las mesas, sin embargo alguien había decidido que aquello invitaba a bailar. Por suerte, todos los que se pusieron a dar botes se limitaron al otro extremo de la sala.

—Los problemas empiezan cuando se despeja el humo, inspector —comentó Jogiches. Iba ya por la cuarta copa de coñac, aunque se encontraba tan sobrio como cuando se sentó—. Berlín desea dictar el paso al resto de Alemania, pero el resto de Alemania no tiene tanto interés por escuchar. Los comunistas en Bremen, los socialdemócratas en Hamburgo, los monárquicos en Stuttgart, Dios sabe qué más en Berlín, y así sucesivamente. La revolución no ha terminado; simplemente está aguardando a ver quién tiene la voluntad de llevarla hasta el final.

—¿Y Munich? —preguntó Hoffner.

Jogiches habló con certeza absoluta.

—Munich será la que marque la diferencia, aunque Berlín no lo sepa todavía.

—Pero usted, sí.

Jogiches tenía la costumbre de quedarse mirando el ascua de su cigarrillo sosteniendo éste junto a la copa.

—¿Alguna vez se ha preguntado por qué siguen teniendo el cadáver de Rosa en esa plancha de hielo de la Alexanderplatz?

—Todos los días.

—Ya, pero ha estado preguntando por las razones que no son. —Miró fijamente a Hoffner—. Usted cree que tiene algo que ver con su amigo el belga.

—No, pienso que la cosa va mucho más allá, pero no tengo nada que me diga por qué. ¿No es ésa la razón por la que estamos teniendo esta pequeña charla?

Jogiches le concedió aquello. Dio una chupada al cigarrillo.

—Está la respuesta obvia.

—¿Y cuál es?

—Que Rosa transforma su caso de asesinato en un caso político.

Hoffner no estaba de acuerdo.

—Eso no es suficiente. Rosa quedará olvidada cuando esos idiotas a los que están acorralando reciban una colleja en el cuello. No pensará usted que alguien va a pagar por su muerte.

Hoffner esperaba un poco de pasión en la respuesta, pero Jogiches ya no mordía el cebo.

—Eso sería algo, ¿verdad? —respondió Jogiches con la mirada perdida por un momento—. Justicia para un socialista. —Volvió a mirar fijamente a Hoffner—. La retienen para utilizarla. De lo que se trata aquí es de tomar las riendas, inspector, y lo que importa es el cuándo y el cómo. El porqué ya es demasiado evidente.

A Hoffner le producía cierta inquietud ver el placer que obtenía Jogiches de la perspectiva de manejar algo de tanto alcance. Los hombres como él veían conspiraciones y revoluciones por todas partes, pero cuanto más examinaba las piezas que él mismo había encajado, menos plausibles le parecían aquellas posibilidades.

—Munich —dijo, todavía no muy seguro de por qué.

Jogiches respondió con una sonrisa esquiva:

—Exactamente.

En aquella respuesta no hubo nada ni remotamente satisfactorio. Fuera lo que fuera lo que Jogiches creía estar dejando claro, resultaba tan impenetrable como aquella insufrible sonrisa.

—Sabe de sobra que no tengo ni idea de qué está hablando —dijo Hoffner.

—Pues yo opino que tiene más de lo que cree tener, inspector.

El tono de Hoffner se tiñó de impaciencia:

—En ese caso, dígame por qué es tan importante Munich.

Por primera vez, Jogiches dudó.

—No lo sé —dijo con frustración—. Como tampoco sé por qué están mezclados en esto una empresa de negocios prusiana, o un ungüento de uso militar que ha dejado de fabricarse, o un hombre que sustituyó a un loco y que estuvo dispuesto a matarse para proteger a ese belga raquítico. Pero sí sé que todo ello gira en torno a Rosa. El cuándo y el cómo, inspector. Eso es lo que tiene que descubrir usted.

Hoffner estaba impresionado; Jogiches había mencionado prácticamente todo excepto, naturalmente, el diseño de la estación Rosenthaler, pero ¿cómo podría él estar enterado de aquello? Hoffner era el único que lo había deducido. Y eso hacía que la conexión con Munich resultara aún más sorprendente. La carta de Stankevich venía del ingeniero, y el ingeniero era el único nexo de unión con la estación. Y ahora Jogiches mencionaba Munich sin saber nada en absoluto del ingeniero.

Hoffner llenó otras dos copas más.

—Por lo visto se las arregla muy bien solo.

—Eso tiene sus limitaciones —repuso Jogiches—. Un revolucionario que afirma que no se ha jugado limpio no provoca una reacción, sobre todo cuando los poderes existentes ya lo consideran muerto.

—Su artículo.

—El golpe de gracia, como dicen ellos. Y los muertos no tienen mucha suerte que digamos a la hora de tomar un tren para salir de Berlín.

Jogiches tenía razón. No había nadie a quien pudiera recurrir: los socialdemócratas no harían nada por protegerlo; las tropas del ala derecha no se pararían en barras para eliminarlo; y la policía…, bueno, en realidad no era su jurisdicción. Su única opción era la verdad, y eso era algo que Jogiches nunca había sabido manejar muy bien por sí solo.

—Su fuente es muy concienzuda —dijo Hoffner.

—Tiene que serlo. Ahora hay mucho en juego.

Ya estamos, pensó Hoffner, la frase muletilla. Con hombres como Jogiches siempre había «mucho en juego». Las grandes causas tendían a subordinar toda motivación a una única verdad. Sólo importaba la acción, lo cual, ahora que Hoffner reflexionaba sobre ello, hacía que el punto de vista de Jogiches no fuera tan distinto del suyo. La única diferencia radicaba en la forma en que cada uno de ellos veía confluir los acontecimientos. Para Jogiches, los detalles se juntaban entre sí igual que las piezas de un rompecabezas inabarcable cuya tapa se había perdido, de modo que la imagen final, aunque uno la imaginase ligeramente, seguía siendo siempre un misterio. La realización definitiva siempre estaba a unos días vista, lo que hacía aún más atractiva la eterna búsqueda de la misma. Para Hoffner, las piezas daban lugar a una imagen finita, más pequeña, por supuesto, y sin esa sensación de totalidad más grande, pero no menos coherente. Tal vez el producto final fuera tan sólo un segmento minúsculo del rompecabezas total, pero aportaba resolución, y aquello, en definitiva, era lo único que importaba. Había o verdad y causas y sacrificio, o utilidad y casos y muerte. Hoffner nunca había cuestionado cuál de las dos opciones tenía prioridad sobre la otra.

—¿Así que cuento con un aliado dentro de la Alex?

A juzgar por su expresión, Jogiches nunca lo había visto de aquel modo. A decir verdad, hasta aquel momento tampoco lo había visto Hoffner.

—Supongo que sí —contestó Jogiches.

Hoffner aguardó mientras lo contemplaba una vida entera de desconfianza. Por suerte, los muertos se dan mucha prisa en comprender que no tienen nada que perder.

—Groener —dijo Jogiches por fin—. El detective sargento Ludwig Groener.

Jogiches disfrutaba inmensamente de aquel momento.

—Oh, no se sorprenda tanto, inspector. ¿Por qué cree que nunca ha ganado una promoción? Resultaba un tanto embarazoso para su tío el general, supongo, pero quizá fuera ésa la razón por la que pasó a ser uno de los nuestros, ya de entrada. Yo nunca pregunté. Groener es mucho más de lo que usted ha imaginado nunca.

De hecho, Hoffner jamás lo había pensado, aunque tampoco había oído mucho más aparte del nombre. Le llegó como una especie de galimatías, una palabra propia de un juego de niños con sílabas y cadencia pero desprovista de contenido.

¿Groener? En aquel momento, el nombre le resultaba totalmente incomprensible.

Fue el pie perfecto para la cancioncilla gangosa que surgió de repente de una de las mesas situadas junto a la entrada. Un borracho se había puesto de pie y gritaba a todo pulmón:

¡Ni hazañas heroicas ni glorias de ayer,

ni grandes festines ni amor de mujer,

que no hay en el mundo mayor placer

que beber, beber, beber!

Todos los que estaban sentados a la mesa rompieron a reír. Hicieren ruido suficiente para atraer la atención de la mitad del café, incluido Hoffner. Cuando se volvió de nuevo, Jogiches estaba de pie.

—Ya repetiremos esto, inspector —dijo al tiempo que recogía su sombrero—. Hay otra puerta por la cocina. Ahora no habrá nadie.

—Aún no me ha dicho qué es lo que sabe sobre Munich.

Jogiches se puso el sombrero.

—Y usted, Herr inspector, debe permitirme que conserve algunos secretos.

Jogiches tomó su paraguas y, sin pronunciar otra palabra, se dirigió a la parte de atrás del local.

Fue sólo entonces cuando Hoffner se acordó del lugar donde había visto a Jogiches: en el bar de Rücker, el día en que encontraron a Mary Koop: el profesor del paraguas. Fue un recuerdo que lo sobresaltó. ¿Lo habría estado observando Jogiches ya desde aquel día?

En aquel momento se abrieron las puertas principales y apareció un detective de la Polpo, demasiado perfecto en su papel para tratarse de otra persona. Hoffner vio cómo el borracho cantante de pronto salió al pasillo y bloqueó torpemente la trayectoria del detective. Jogiches había escogido bien su puesto de observación: el tipo mostraba una tremenda dedicación a su tarea.

Entonces, aprovechando la conmoción, Hoffner se levantó y, sin hacer ruido, se replegó en dirección a las cocinas.

Martha estaba dormida cuando Hoffner entró en casa trastabillando. Como siempre, había dejado una luz encendida para él.

Hoffner arrojó su ropa en un montón y apagó la luz, todavía cavilando sobre su primer encuentro con Jogiches. ¿Tendría Munich alguna importancia allá por enero? ¿Habría elegido Jogiches permanecer en la sombra y permitir que asesinaran a otras tres mujeres en vez de salir a la luz y decir lo que sabía? ¿Habría hecho algo peor Groener? Se deslizó al interior de la cama en silencio. Todavía sentía la cabeza cargada por culpa del coñac. Se tumbó, cerró los ojos e intentó juntar todas las piezas.

—Llegas tarde. —La voz de Martha llenó la oscuridad.

Hacía mucho tiempo que su mujer no lo esperaba.

—Así que estás despierta. —Aguardó algún movimiento, pero al no notar ninguno, añadió—: No es tan tarde. Vuelve a dormirte. Existía la esperanza de que ella se rindiera, pero ambos sabían que no iba a ser así. Martha habló en voz baja y sin el menor atisbo de crítica.

—No hay nada que quieras contarme, ¿verdad, Nicki? —Se mantuvo de espaldas a él.

Siempre llegaban a aquel punto, sin distracciones, sin nada a que aferrarse en busca de un instante de alivio: un periódico tirado por ahí, un paquete recién llegado, un niño que pasara por delante de la puerta. Tan sólo la oscuridad, la conversación y el peso insoportable de ellos dos.

—¿Qué tengo que contarte?

—Eso depende de ti, ¿no crees?

Martha siempre había tenido el sentido común de esperar a que las cosas hubieran perdido toda la fuerza antes de plantear la pregunta. Así había menos peligro, cada uno de los dos era consciente de lo que había hecho y de cómo había decidido no dejar que se alargara. Constituía una especie de victoria para ambos. Sin embargo, ya habían transcurrido cuatro años desde el último desliz de Hoffner, de modo que a Martha se le había pasado el momento.

—El caso Wouters —dijo Hoffner—. Han quedado cabos sueltos.

Hizo todo lo que pudo para envolverlo en la verdad, lo cual, naturalmente, lo hacía más cruel aún. Cualquier cosa que no fuera una confesión daba forma al error de cálculo de Martha.

—Oh —repuso ella con vaguedad. Estaba intentando no parecer traicionada.

—Sí. Es posible que tenga que irme unos días a Munich.

—¿A Munich? —repitió Martha con falso desinterés.

Hoffner se quedó perplejo al instante por la ridiculez de lo que acababa de decir. ¿Unos días a Munich? ¿Había algo más obvio que aquello? La verdad había permanecido agazapada y ahora se desataba con toda su furia.

—Serán dos días, todo lo más. Ni siquiera sé muy bien cómo van los trenes.

Habría dado cualquier cosa por recibir un estallido de rabia, o de desesperación, o de odio, pero Martha siempre dejaba que su fortaleza desplegara su encanto.

—La amiga de Sascha va a venir a pasar aquí el fin de semana —informó. Hoffner no tenía ni idea de qué estaba hablando—. La sobrina de Kroll. La chica de Frankfurt. Ya está todo organizado. Así que seguro que los trenes están funcionando bien.

Hoffner se preguntó si, quizá, ya habían dejado atrás lo peor. En alguna parte quedaba todavía una sensación de incomodidad, pero prefirió ignorarla.

—Geli —dijo; el nombre le vino a la cabeza como un regalo que uno no espera. Sascha había conocido a la chica durante las vacaciones de verano. Era alegre y guapa, tenía trece años y había conectado bien con su hijo. Hoffner recordó algo que se había comentado en la mesa la semana anterior. Era todo como una nebulosa.

—Está muy entusiasmado con la perspectiva —dijo Martha. Se volvió hacia él—. Y tú has sido muy bueno, Nicki. Un chico necesita esa clase de cosas.

El aire estaba despejándose. Ya había pasado lo peor.

—Es un buen chico —contestó Hoffner. No era que conociera a su hijo lo bastante para afirmar aquello, pero sabía que Martha necesitaba oírlo.

—He visto el Mörike —dijo ella. Hoffner tardó un momento en coger el hilo—. Lo encontré en tu chaqueta. Llevabas años sin leerlo. Hoffner tardó un momento más.

—No, si…, lo he encontrado por casualidad.

—Siempre te ha gustado mucho.

—Sí.

Martha continuó mirándolo fijamente.

—No la amas, ¿verdad?

Y allí estaba; la banalidad de la pregunta resultaba mucho más dolorosa que la respuesta a la misma. Tal vez hubiera sido cómico si Martha supiera de dónde procedía el libro, pero, por otra parte, él había preferido guardárselo para sí. A lo mejor la pregunta no era tan absurda como había creído.

—No —respondió con tranquila seguridad—. No la amo.

Aguardó unos instantes, preguntándose si a Martha le daría por insistir en la cuestión, pero no; Martha se apartó y rodó hacia su lado de la cama.

—He visto los guantes —dijo—. Son preciosos. Gracias, Nicki.

Se los había dejado aquella mañana sobre la almohada junto con una notita: «Con todo mi cariño», o algo parecido. Habría sido demasiado para el pobre Taubmann devolverlos a aquellas alturas.

—¡Todo el mundo con su pareja!

Tamako (podría haber sido japonés, pero vete tú a saber) gritó desde lo alto de su pasarela a la multitud de bailarines que había debajo. Como siempre, iba inmaculadamente ataviado con esmoquin y chaleco, ambos de seda, y voceaba sirviéndose de su ya infame megáfono blanco, al cual había bautizado como «Trubo». Aquella noche, Tamako llevaba su cabello teñido de rubio arena peinado hacia atrás con gomina, con el fin de enseñar la inusual altura de su frente, que, por alguna razón, estaba empolvada de blanco.

—¡Usted! —chilló inclinándose sobre la barandilla y señalando con un dedo acusador a nadie en particular—. ¡Esas rodillas más altas! ¡Herr Trubo quiere ver las rodillas más altas!

Una mujer que estaba al borde de la pista empezó a levantar las piernas con mayor abandono. El vestido volaba por los aires con cada patada, y los hombres que la rodeaban la ayudaban a hacerlo subir cada vez más alto mientras ella reía sin parar.

—¡Estoy viendo braguitas! —vociferó Tamako—. ¡Braguitas doradas y negras! ¡Oh, son encantadoras, esas braguitas! ¡Tres hurras por la señora de azul!

La pista de baile rugió enfervorecida, momento que la orquesta aprovechó para aumentar el nivel de decibelios. Todo se hizo más febril, mientras Fichte, sentado a la barra con un vodka con naranja, contemplaba extasiado el ambiente.

Le gustaba la panorámica que se disfrutaba desde la barra. Más que eso, le gustaba cómo lo veían a él desde la barra. Apenas pasaba un cuarto de hora sin que alguien le estrechara la mano o invitara a una copa al joven detective. Las chicas se habían vuelto menos atractivas conforme avanzaban las semanas; al fin y al cabo, ¿quién era capaz de mantener el interés de una chica de Haller más allá de unos pocos días? Pero las medianamente buenas o regulares todavía seguían viniendo. Aquella noche llevaba del brazo a una pechugona que trabajaba de dependienta en una de las tiendas de la Kurfürstendamm. La chica tenía piso propio, había dejado muy claro aquel detalle. Estaba bebiendo champán, pero Fichte calculaba que seguramente iba a merecer la pena hacer una excepción.

La chica se apartó de él y agitó la falda enseñando un poco de muslo.

—Tengo ganas de bailar, Hans. Vamos a la pista.

Fichte imaginó las delicias que lo aguardaban. Depositó su copa sobre la barra y siguió a la muchacha al tiempo que un fotógrafo tomaba una instantánea. La noche era joven. ¿Quién sabe? A lo mejor Fichte volvía a salir en los periódicos a la mañana siguiente.

La chica era toda patadas y empujones, y se mostró encantada de que Fichte mantuviera todo el tiempo la mano aferrada a sus posaderas. Fichte se le arrimó un poco más y apretó su mejilla contra la de ella, y brotaron unas diminutas gotas de sudor allí donde rozaban piel contra piel. Ella captó el olor a talco y a pelo apelmazado cuando Fichte alzó una mano para robar un magreo a uno de sus senos. La chica le propinó una bofetada juguetona, y él sintió que, al retirar la mano, la tela se le quedaba momentáneamente adherida a la palma.

Al regresar a la barra la invitó a otra copa de champán. Se la estaba entregando cuando de repente oyó a su espalda una voz familiar que se hacía oír en medio de la multitud.

—Esto es un auténtico manicomio esta noche, ¿eh? —dijo la voz.

Fichte se dio la vuelta y vio al Oberkommissar de la Polpo Gustav Braun agarrando dos vasos. Tardó un momento en procesar la imagen. Sonriente, y con el cabello revuelto en la frente, Braun parecía casi humano.

La acompañante de Fichte se estaba impacientando.

—Hans…, ¿y mi copa?

Fichte recuperó el champán y se lo entregó. Sin embargo Braun siguió pareciéndole no menos desconcertante. Con falsa camaradería, le dijo:

Herr Oberkommissar. Qué sorpresa.

Braun estaba pasando una de las bebidas a una amiga suya.

—Ahora no estamos en la Alex. Llámeme Gustav, por favor. Permítame que le presente a Fräulein Tilde Raubal. Fräulein Raubal, Herr Fichte. Éste es el joven detective del que le he hablado tanto. La mujer le tendió la mano.

Fichte la tomó y se la acercó a los labios.

—Es un placer —dijo—. Ésta es…

—Había olvidado el nombre de la chica.

Hubo unos momentos de incómodo silencio, hasta que la muchacha dijo con una acidez nada aduladora:

Fräulein Dimp. Vicki Dimp.

Extendió la mano, aunque no con la misma elegancia, ni mucho menos, que su homóloga.

Sufriendo el contacto de la mano pequeña y sudorosa de la chica, Braun dijo:

—Vengan a sentarse con nosotros. No quisiera apartarlo de las cámaras, pero tenemos una mesa alejada de todo este ruido, a no ser que prefiera la barra.

Fichte respondió al instante:

—Maravilloso.

Indicó con un gesto a Braun que los precedieran. Fräulein Dimp, aunque menos que entusiasmada, siguió a Fräulein Raubal.

Lejos de la barra el aire estaba ligeramente menos cargado, gracias a lo cual se apretaron detrás de la mesa en forma de media luna con menos incomodidad de la que cabía esperar. Aun así, las mujeres se vieron obligadas a sentarse hombro con hombro, mientras que Fichte se quedó con la mayor parte de su corpachón bailando al borde de la banqueta, hasta el punto de que tuvo que agarrarse con la mano a la mesa para no perder el equilibrio. Sonrió tímidamente a Fraülein Raubal, que parecía expertamente aburrida.

—Es posible que sea una mujer —comentó Braun dirigiendo la mirada hacia la pasarela y hacia Tamako, que no cesaba de contonearse—. Corren rumores. —Fichte miró a su vez—. Claro que también podría ser simplemente un homosexual morboso.

A Fichte, aquella actitud de Braun de tratarlo como a un amigo de toda la vida le pareció muy emocionante. Aunque sólo fuera por unos minutos, estaba siendo invitado al círculo de los íntimos. Fichte había cavilado cuáles serían los más oscuros secretos de Tamako. Y ahora tenía delante de sí un hombre que podía hacer algo más que meras especulaciones. Dijo con vehemencia:

—Ay, si Herr Trubo hablase.

Braun se quedó momentáneamente confuso por aquella reacción, teniendo en cuenta que Herr Trubo era de hecho un megáfono cuyo único propósito era precisamente el de hablar, pero de todas formas afirmó con la cabeza y alzó su copa.

—Por los tiempos venideros —exclamó.

Brindaron los cuatro, y Fichte se volvió hacia su chica:

Herr Braun —pero se corrigió—: Gustav ocupa una posición muy elevada en la Polpo. Llevan los casos más complejos de la Alex.

Pero Fräulein Dimp no necesitaba instrucción alguna.

—Ya sé lo que hace la Polpo, Hans. Yo también leo los periódicos.

—No pasamos mucho tiempo en los periódicos, Fräulein —terció Braun en tono amistoso. Se estaba volviendo más humano por momentos—. Eso se lo dejamos a héroes como Hans, aquí presente.

Fichte se hubiera ruborizado, pero su rostro estaba demasiado ocupado en sudar.

—Lo que hacemos nosotros —prosiguió Braun— siempre resulta menos interesante para el público.

—Nada de eso —saltó Fichte—. Ustedes se ocupan de lo más interesante sin que la gente lo sepa siquiera. La Polpo vela por la paz de una manera distinta.

—Por su forma de opinar, se ve que ha estado hablando con Walther Hermannsohn. Un buen hombre, Hermannsohn. Conoce su oficio.

De hecho, en las últimas semanas Fichte había pasado más de un rato charlando con el joven Kommissar, unos cuantos encuentros casuales en el lugar donde almorzaban, nada más doblar la esquina de la Alex. Hermannsohn era, como decía Braun, un tipo bastante bueno.

—Sí, en realidad no es como uno se lo espera —comentó Fichte.

Braun no le dio tiempo para echarse atrás.

—¿Y qué es lo que esperaba usted?

De repente Fichte se convirtió en el centro de atención.

—Pues…, ya sabe —contestó, intentando ganar tiempo—, lo que la gente se imagina que ocurre dentro de la Polpo.

—La gente mal informada —replicó Braun.

—Sí. Exactamente —dijo Fichte procurando disimular el alivio que sentía—. Los prejuicios de costumbre.

Braun alzó su copa y, con una mirada cómplice que no hizo sino confundir a Fichte, se echó el whisky al gaznate de un solo trago. A continuación se metió la mano en el bolsillo de la chaqueta y extrajo su cartera.

—Señoritas, ¿por qué no van a probar suerte en la ruleta? Dennos a Herr Fichte…

—Hans —corrigió con entusiasmo el aludido.

—A Hans y a mí la oportunidad de conversar un poco. —Sacó un billete de cinco marcos de la cartera.

Fräulein Raubal pareció aliviada, como si desde el principio hubiera estado esperando aquella sugerencia; Fräulein Dimp sencillamente se maravilló al ver tal cantidad de dinero.

Braun se puso de pie para dejar salir a las mujeres. Fräulein Raubal depositó un besito en la mejilla de Braun al tiempo que cogía el dinero.

—Hablad todo lo que queráis —dijo Fräulein Dimp estirando el brazo por encima de la mesa para agarrar su bebida. No se olvidó de ofrecerle a Fichte una buena panorámica de su escote—. Estaremos estupendamente, Hans, cariño. No os preocupéis por nosotras.

Y tal cual, las chicas desaparecieron. Braun volvió a tomar asiento a la mesa y consiguió hacer que se acercara un camarero que pasaba por allí. Pidió dos whiskies.

—Una chica muy guapa, Hans. Muy entusiasta —comentó.

Fichte se esforzó por seguirle el ritmo.

—Ciertamente, eso espero. —Rió un poco demasiado fuerte, pero Braun lo dejó pasar.

—Imagino que estará bastante aburrido desde que quedó cerrado el caso Wouters.

—No puedo quejarme.

Braun le ofreció un cigarrillo.

—Usted disfruta con esa clase de trabajo, ¿verdad? Asesinatos y cosas así. —Los dos prendieron sus respectivos cigarrillos.

—No sé si yo lo llamaría «disfrutar», pero es interesante.

—Por supuesto. Interesante de una forma un tanto limitada. —Percibió la confusión de Fichte—. Sólo me refiero a que los casos tienen parámetros fijos. —Aquello no pareció arreglarlo. Braun decidió hablar más despacio—: Uno atrapa al asesino y el caso queda cerrado. Esa clase de cosas. En realidad no conducen a nada más.

—Oh, ya entiendo lo que quiere decir. Bueno…, sí y no. Hay casos que sí conducen a otra parte.

—¿Y a usted le gustan ésos?

Fichte trató de buscar las palabras adecuadas.

—Bueno, aún no he tenido la oportunidad de trabajar en uno que haya llevado más allá de…, ya sabe, más allá del caso en sí. Pero desde luego he leído sobre los que sí incluyeron algo más.

Braun asintió con ademán amistoso.

—Naturalmente. —Dio una calada—. Eso es mayormente lo que hacemos en la Polpo. Por lo visto, nada termina en la cuarta planta. Todo lleva siempre de una cosa a la siguiente, y a la siguiente. —Se pellizcó un pedacito de tabaco de la lengua, lo examinó y dijo—: Por lo que he visto, usted parece tener un talento especial para esas cosas. —Hizo saltar la ceniza y dirigió una mirada cálida a Fichte—. Estamos todos muy impresionados por el trabajo que ha llevado a cabo en el caso Wouters.

Fichte intentó con gesto torpe dar una calada a su cigarrillo y comenzó a asentir rápidamente con la cabeza.

—Por supuesto. Ése es el tipo de cosas que mejor se me dan.

—¿Alguna vez ha pensado en la Polpo?

La sugerencia lo pilló totalmente por sorpresa.

—¿Que si he pensado en la Polpo?

Braun seguía haciendo gala de una calma desconcertante.

—Simplemente es algo que me viene a la cabeza cuando veo un trabajo de ese calibre, eso es todo. Un poquito de sana competición, ya me entiende. Desear lo mejor que puede ofrecer la Kripo. —Agitó la mano como quitándole importancia al asunto—. No me haga caso, Hans. No soy más que un detective celoso al que le gustaría birlarles algo a los de la tercera planta. Imagino que usted se encontrará bastantes ocasiones así a lo largo de su carrera. —Llegó el camarero—. ¿Quiere que pida otros dos whiskies, aprovechando que lo tenemos aquí?

Fichte asintió torpemente.

Braun esperó a que estuvieran solos antes de continuar:

—Lo he hecho sentirse incómodo. Perdóneme. Usted es un hombre de la Kripo hasta la médula de los huesos. —Levantó su vaso—. Por el buen trabajo, sea cual sea el piso del que provenga. Los dos bebieron.

Fichte se quedó sentado con el vaso en la mano. Se sentía un poco mareado, aunque hacía todo lo posible por dominarse. No era que no hubiera pensado alguna vez en la Polpo. Ellos se encontraban a salvo en aguas profundas, con los bancos de peces bien cerca, o algo así; nunca recordaba las palabras exactas que empleaba Hoffner. Pero aquello parecía estar muy lejos de la verdad, dada aquella noche, y más aún dados sus recientes encuentros con Hermannsohn. Con todo, Fichte sabía que debía ser prudente.

—Necesito un poco más de experiencia antes de ponerme a pensar en nada de eso. —Bebió un sorbo.

Braun asintió.

—El que está hablando ahora es su Kommissar Hoffner. —Braun se corrigió—: Su Oberkommissar. Perdóneme. ¿Cómo vamos a olvidar la gran ceremonia de promoción que celebramos en el Palacio Real? Montaron todo un espectáculo.

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