Rosa

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Segunda parte » 4. «K»

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La palabra «espectáculo» aguijoneó a Fichte. Le recordó quién estaba sentado al otro lado de la mesa.

—Sí —contestó—, la Kripo no repara en gastos.

Braun pareció sorprendido por la respuesta, pero sonrió.

—Lo he ofendido de nuevo. Disculpe. —Dio una lenta calada a su cigarrillo—. Me gustaría decir que es por el whisky, pero ambos sabemos que son los celos, que vuelven a asomar la cabeza. Ignórelos, Hans. Yo los ignoro.

Aquella vez el mea culpa de Braun pareció más artificial. Fichte le devolvió una sonrisa floja y bebió otro sorbo.

—Siente usted gran devoción por su Herr Hoffner, ¿no es así? —preguntó Braun.

El tono de la conversación había variado, y Fichte era extrañamente consciente de ello. Sabía que Braun estaba insinuando algo. Aun así, no se dio ninguna prisa; depositó su vaso en la mesa y dijo:

—Antes era mi Kriminal-Kommissar, y sigue siendo mi compañero. He aprendido mucho trabajando con él. —Miró fijamente a Braun—. Y además resulta que es un detective muy bueno.

—Su lealtad es admirable.

—Gracias.

—Aunque un tanto ingenua.

Esta vez la palabra logró algo más que aguijonearlo. A Fichte no se le daba precisamente bien disimular su resentimiento, sobre todo con unas cuantas copas encima.

—No estoy seguro de a qué se refiere con eso, Herr Oberkommissar.

Braun fue más directo:

—No nos gusta dejar que se nos escapen los buenos, Hans. Y somos muy persistentes.

Fichte aguardó unos segundos.

—¿Ingenua, por qué?

Herr Hoffner es un detective excelente, de eso no cabe duda.

—Sin embargo, ustedes no dejan que se les escapen los buenos.

—En efecto. Pero tiene que entender que lo que se hace en la cuarta planta es algo más que trabajo de detective. Allí cuenta la personalidad de un hombre, su pasado. Y Herr Hoffner…, en fin, se queda un poco corto en ambos aspectos.

Fichte estaba asombrado de la franqueza de Braun.

—Estamos hablando de mi compañero, Herr Braun.

—Sí —repuso Braun sin mostrarse en absoluto contrito—. Ya lo sé.

De pronto Fichte se sintió avergonzado por haber permitido que aquello llegara tan lejos. Había algo en el estilo de Braun que resultaba decididamente mezquino. Agarró su vaso y se terminó el whisky. Fue un error. Al instante notó los efectos.

—Ha sido un placer, Herr Braun. Gracias por las copas.

Hizo ademán de levantarse, pero Braun dijo con calma:

—Hoffner se está follando a su chica, Hans. No veo mucha personalidad en eso.

Fichte se lo quedó mirando. Estaba seguro de haber oído mal.

—¿Cómo ha dicho?

—Su chica —repitió Braun sin pelos en la lengua—. Lina. Herr Hoffner lleva tirándosela desde que usted hizo ese viajecito a Bélgica. ¿O es que no lo sabía? Ahí tiene a su Kripo, Hans. Ahí tiene su lealtad.

Fichte sintió que las piernas empezaban a doblarse bajo su peso; por suerte, seguía estando escasos centímetros por encima de la banqueta. Pero aquel detalle no hizo nada por evitar el súbito temblor que le dio en la nuca. Quiso contestar, hacer un chiste, pero estaba nadando en alcohol, ahogándose bajo la visión de Hoffner con Lina. Notó cómo se le contraía el cuello, cómo se le bloqueaban los pulmones, y empezó a jadear, falto de aire. Tuvo la sensación de que Braun estaba diciendo algo, extendiendo una mano, pero apenas lograba verlo. Hurgó en su bolsillo a toda prisa buscando su inhalador. Le dio una chupada larga y profunda y sus pulmones comenzaron a abrirse; de nuevo era capaz de respirar. Notó que se estaba poniendo de pie. No muy seguro de lo que estaba diciendo, articuló:

—Gracias por las copas, Herr Oberkommissar. —Intentó enfocar la vista—. Discúlpeme.

Y sin esperar respuesta, Fichte echó a andar hacia las puertas del local. Se le estaba aclarando la cabeza, pero sentía la cara como si la tuviera ardiendo. Necesitaba aire frío, cualquier cosa que lo alejara de aquel ruido y aquel apretujamiento de cuerpos. Empezó a abrirse paso entre el gentío cuando de pronto vio a Elise, la compañera de piso de Lina, de pie sola dentro del guardarropa. El hecho de verla fue como otra grieta más en su cráneo, y fue hacia ella como una exhalación.

La expresión de la muchacha se puso seria en cuanto lo vio.

—La entrada, señor —dijo en tono áspero.

Fichte recobró el equilibrio apoyándose en el mostrador.

—¿Lina se está follando a alguien? —exclamó en voz alta.

Elise miró en derredor, temerosa de que lo hubieran oído.

—No levantes la voz, Hans.

Fichte susurró, pero con la misma insistencia:

—¿Se está follando a mi compañero?

Se veía a todas luces que Elise llevaba semanas esperando aquella pregunta. Pero no se dio prisa en contestar.

—¿Y qué te importa eso a ti? —replicó en un tono bajo, cruel—. Tú llevas un mes follándote a todo lo que entra por esa puerta. Te está bien merecido.

Fichte se aferró con fuerza al mostrador. Le entraron ganas de saltar al otro lado y arrojar a Elise al suelo de una bofetada. Entonces, en un arrebato, se metió la mano en el bolsillo. Vio que Elise se encogía, y lanzó una carcajada sentimentaloide. Sacó la entrada y la tiró sobre el mostrador. Luego dijo con la voz cada vez más turbia:

—Mi abrigo, puta de mierda.

Elise ya había exhibido todas sus fuerzas. Retrocedió lentamente y se volvió hacia las perchas. Dejó el abrigo sobre el mostrador y a continuación desapareció.

Por un momento, Fichte se tambaleó. Sentía un sabor acre en la garganta.

—Puta —dijo.

Y a continuación cogió su abrigo y se encaminó hacia la salida.

MÁS FRÁGIL QUE EL PAPEL

En ocasiones uno necesita un poquito de buena suerte, y aquel día le tocó a Hoffner.

Por la mañana había llegado un cable procedente de Bélgica: Van Acker había dado con el nombre del sustituto de Wouters. Se trataba de un tal Konrad Urlicher, un alemán de Bonn. Cosa extraña, fue la anatomía de Urlicher lo que constituyó la clave de su identidad. Durante la autopsia del cadáver, los médicos habían descubierto que Urlicher había sufrido una rara enfermedad de los huesos. Dicho descubrimiento tal vez no hubiera significado nada si no fuera porque además había indicios de que Urlicher había recibido un tratamiento para su enfermedad, basado en técnicas en cierto modo innovadoras aunque experimentales, algo que tenía que ver con extractos de médula ósea. La conclusión fue que en Europa sólo existían un puñado de clínicas que utilizaba técnicas nuevas. A cada una de ellas se habían enviado fotografías del sujeto. En el plazo de una semana se recibió el nombre de Urlicher.

Lo que resultó aún más sorprendente era que Urlicher no estaba loco, sino simplemente agonizante. ¿Quién mejor, pensó Hoffner, para ocupar el puesto de un loco? Van Acker le había enviado toda la información que le fue posible acerca de Urlicher, y de su estancia en la clínica Fritsch de Bonn, incluidos sus antecedentes, su familia y su pasado reciente. También había incluido los nombres de las personas que lo habían visitado mientras estuvo hospitalizado, y allí fue donde Hoffner encontró oro puro.

Aparecieron dos nombres, tanto en los papeles de Sint-Walburga como en los de las clínicas: Joaquim Manstein y Erich Oster. Los dos habían visitado a Urlicher una semana antes de que desapareciera de la clínica de Bonn en octubre de 1918, y de nuevo dos días antes de que se suicidara en Sint-Walburga en enero de 1919. Hoffner descubrió también que Manstein había efectuado una visita en solitario al psiquiátrico en junio de 1918, unos seis meses antes del suicidio, y el seguimiento de aquella primera visita fue lo que lo aclaró todo.

Fuera lo que fuese lo que tenían en mente aquellos hombres, su plan se inició a partir de junio de 1918. Fue en aquella fecha, según los médicos de Sint-Walburga, cuando empezó a abandonarse el auténtico Wouters: dejó de bañarse y de cortarse el pelo. Ahora estaba claro que el propósito de la primera visita de Manstein en junio era preparar a Wouters para el cambiazo que darían en octubre. Para entonces Wouters ya estaría irreconocible, con lo cual un facsímil razonable —pelo largo, etc.— podría ocupar su lugar sin problemas. La visita efectuada en octubre a la clínica de Bonn había sido para alertar a Urlicher de que se acercaba el intercambio. Y la última visita a Sint-Walburga en enero tuvo como fin impartir las últimas instrucciones a Urlicher. El hecho de que éste se hubiera anudado una soga al cuello era prueba suficiente de que se había mostrado dispuesto a seguirlas al pie de la letra.

La precisión de la operación —porque en opinión de Hoffner había sido una operación— lo llevó a la conclusión de que la conexión militar iba más allá del Ascomicetes 4. El hecho de que Manstein y Oster hubieran podido cruzar a Bélgica en dos ocasiones distintas durante la guerra, una para preparar a Wouters, la otra para hacer el intercambio, sólo habría podido ser posible con salvoconductos militares. Tal vez un hombre solo sin papeles pudiera haberse colado por la frontera, pero tres hombres, uno de ellos con aspecto de estar más loco que una cabra, no lo habrían conseguido jamás.

Con los nombres en la mano, ahora Hoffner sabía por dónde empezar a escarbar: la Oficina del Estado Mayor.

Por supuesto, Fichte aún no se había presentado aquella mañana. Aquella costumbre de llegar tarde estaba empezando a resultar irritante. Hoffner estaba a punto de escribirle una nota cuando de pronto oyó que alguien daba unos golpecitos en la puerta. Al levantar la vista vio al Direktor de la Polpo Gerhard Weigland, de pie en el pasillo.

—¿Está ocupado, Nikolai? —A Hoffner, la desconfianza se le debió de ver pintada en la cara—. Sólo deseo conversar —dijo Weigland—. ¿Tiene un minuto?

Hoffner metió los papeles en un cajón y se sentó.

—Por supuesto, Herr Direktor.

Weigland recorrió la estancia con la mirada y tomó asiento.

—Tan organizado como siempre. —Hoffner guardó silencio—. Un inspector jefe debería tener un despacho más grande, ¿no cree?

—Éste me resulta perfecto, Herr Direktor.

—Sí —repuso Weigland—, supongo que sí. —Luego cambió de tono—: No se quejará de toda la buena prensa que han tenido usted y el joven Fichte. Son ustedes unos verdaderos héroes.

—La prensa cree lo que quiere creer, Herr Direktor.

—Ah ¿sí? —Weigland asintió con complicidad—. Entonces, ¿no son héroes?

—Haría mejor en preguntarle eso a Fichte, Herr Direktor. Estoy seguro de que usted lo ve con más frecuencia que yo.

Weigland ignoró el mordaz comentario.

—El muchacho posee ambición. Eso no es tan malo.

Hoffner lo interrumpió:

—Dígame, ¿qué puedo hacer por usted, Herr Direktor?

Weigland asintió nuevamente.

—No tiene tiempo para charlas. Naturalmente. Con tantos asesinatos que investigar. —Introdujo la mano en un bolsillo y extrajo un medallón de plata que colgaba de una cinta. Lo depositó sobre la mesa—. Llevo muchos años con esto guardado. Perteneció a su padre.

Hoffner contempló el pequeño colgante sin moverse apenas. Luego miró de frente a Weigland y le dijo con frialdad:

—Es muy bonito. ¿Había alguna otra cosa, Herr Direktor?

—Estaba destinado a usted, Nikolai.

Hoffner asintió para sí mismo.

—¿Y existe alguna razón por la que haya de llegarme ahora?

Weigland cogió el medallón y le dio la vuelta.

—Hay una inscripción. —Leyó—: Tercera Calificación Más Alta, Examen de Acceso a la Policía Política, Martin Hoffner, 1877. Su padre me lo entregó a mí. —Weigland permaneció unos instantes más contemplando la pieza de plata—. Después de todo aquel asunto, ya no quiso conservarlo. —Lo dejó otra vez sobre la mesa y miró a Hoffner—. Sucedió hace mucho tiempo. He pensado que a lo mejor quería tenerlo usted.

Con Weigland nunca servían las sutilezas; no cabía duda de que alguien había estado haciendo guardia junto a la sala de cables, ahora que Weigland estaba al corriente de que las líneas entre Berlín y Brujas seguían abiertas de par en par. Era otro recordatorio más de que Hoffner no debía meterse donde no lo llamaban.

—Ha estado esperando el momento adecuado, ¿verdad, Herr Direktor?

Weigland pareció ir a responder con la misma crueldad, pero en cambio dijo:

—Simplemente he pensado que usted podría querer conservar esta medalla. Una medalla para un héroe. Es un poco tonto, supongo, pero por otra parte uno no siempre puede ser un héroe. Lo mejor es sacarle el máximo partido mientras se pueda.

«Sutileza —pensó Hoffner—, siempre la sutileza». Weigland se puso de pie:

—En fin… le ruego que haga llegar mis felicitaciones al Kriminal-Bezirkssekretär Fichte. Cuando lo vea.

Hoffner se levantó. Los dos hombres intercambiaron sendos saludos con la cabeza y Weigland se dirigió hacia la salida. Cuando llegó a la puerta se volvió y dijo:

—Imagino que ya es hora de que ponga un mapa nuevo, Nikolai. Limítese a hacer lo que mejor hace.

Aguardó un momento y después se marchó.

Hoffner escuchó cómo iba desvaneciéndose el ruido de sus pisadas. Después se sentó y recogió la medalla, que descansaba sobre su escritorio. Era una baratija, chapada en plata, el típico premio que le dan a uno en una excursión del colegio. Leyó la inscripción; las letras se habían ennegrecido con el paso de los años.

Se quedó mirando fijamente la fecha. Su padre era joven entonces, y ambicioso. Apenas logró imaginárselo. No era el hombre que él había conocido siempre, de eso ya se había encargado Weigland. Por un instante sintió la amargura de su padre como algo propio. Entonces dejó la medalla sobre los papeles y cerró el cajón de golpe.

El departamento de Regimientos era una oficina relativamente nueva, situada en el tercer piso del edificio del Estado Mayor. Ninguno de sus ocupantes miró a Hoffner cuando éste penetró en ella. Al fondo del recinto, detrás de un biombo que se elevaba a la altura de la cintura y que discurría todo a lo ancho, estaba sentado un mayor de aspecto distinguido, con la mesa abarrotada de gruesos volúmenes; cuatro tenientes, también sentados y situados a este lado del biombo, hojeaban unas misteriosas resmas de papel; por último, había un joven administrativo —sin guerrera, con lo cual su rango constituía otro misterio— sentado junto a la puerta y escribiendo a máquina en los folios a medida que iban llegando. Las paredes no eran otra cosa que estanterías que se extendían desde el suelo hasta el techo, atestadas de grandes libros de color marrón con fechas y números de regimiento grabados en el lomo. Cualquiera podría haber tomado aquel lugar por una sala de lectura de la universidad, ya que el aire tenía el clásico olor rancio y académico, si no fuera por las espaldas de los hombres presentes, tiesas como palos de escoba. Aquéllos eran militares, no eruditos.

Hoffner sacó su placa y le dijo al administrativo:

—Necesito hablar con su Herr mayor.

El muchacho alzó la vista.

—¿Me permite preguntarle qué asunto tiene el Herr inspector jefe con el Herr mayor?

—Un asunto de personal.

El chico se puso de pie y, con paso diligente, atravesó la media puerta giratoria que daba al otro lado del biombo. Hoffner observó cómo esperaba a que le diera permiso el mayor. Ambos intercambiaron unas palabras, tras lo cual el chico regresó.

—El Herr mayor desea informar al Herr inspector jefe de que la Oficina de Personal se encuentra en…

—En el tercer piso —lo interrumpió Hoffner—. Sí. Ya he tenido el placer de ser atendido por el capitán Strasser. No me interesa el personal del Estado Mayor. Estoy buscando a unos miembros concretos del cuerpo militar.

De nuevo el administrativo volvió a cruzar el biombo. Esta vez el mayor levantó la cabeza para mirar a Hoffner. Medio minuto después. Hoffner estaba sentado enfrente de su mesa.

—Se trata de una investigación criminal, ¿no es así, Herr inspector?

—Me temo que no puedo decirlo.

El hombre no mostró reacción alguna.

—Todas las investigaciones sobre el personal, sean criminales o no, se llevan internamente, Herr inspector. No creo que podamos serle de ayuda.

Hoffner se preguntó si los hombres como aquél no terminarían cansándose de dar siempre la misma contestación.

—Nos interesa ese hombre después de haber prestado servicio, Herr mayor. Cuando era un civil. Simplemente estamos intentando dar con su paradero. Nosotros no consideramos esto un asunto militar.

El mayor respondió sin inmutarse:

—En ese caso, no entiendo por qué nos molesta a nosotros con su investigación.

—Ese hombre no es responsabilidad suya, Herr mayor. Esto sucedió después de que fuera dispensado del servicio.

—Entonces, una vez más, no entiendo por qué nos molesta a nosotros.

Aquello, se dijo Hoffner, fue por lo que se había perdido la guerra.

—Nuestro expediente está incompleto, Herr mayor. Cualquier información nos sería sumamente útil. No obstante, no quisiera presionar al Estado Mayor más allá de lo que le corresponde. Tal vez me convenga mejor empezar por la Polpo. —Hoffner hizo ademán de levantarse—. Gracias por su tiempo, Herr mayor.

Aquélla no era la primera vez que el mayor representaba ese papel.

Dijo en tono tranquilo:

—Tome asiento, Herr inspector. —Aguardó hasta contar con la atención total de Hoffner—. El Estado Mayor, por supuesto, está deseoso de hacer lo que pueda para prestar su ayuda en un caso político.

Fue muy notable ver los efectos de una única palabra, pensó Hoffner. Hasta los altos muros de protección del ejército temblaban ante la perspectiva de vérselas con la policía política.

—Yo no he dicho que se trate de un caso político, Herr mayor.

—No, claro que no —contestó el otro—. ¿Tiene usted el número de regimiento, Herr inspector?

—No. —En algún lugar de los ojos del mayor, Hoffner vio una expresión de leve sorpresa.

—Sin duda, usted sabe que un nombre no servirá de nada —dijo el mayor—. Nosotros lo archivamos todo por el número de regimiento. Sería imposible ponerse a examinar más de un millar de tomos en busca de un nombre concreto.

Hoffner, por supuesto, no sabía aquello. De todos modos afirmó con la cabeza, pensando al mismo tiempo que hablaba, optó por el otro único detalle que tenía:

—Pero sí que enumeran los despidos por fecha, ¿me equivoco, Herr mayor?

—Esos tomos se guardan en otra oficina aparte, sí.

Hoffner asintió otra vez, con el fin de darse tiempo a sí mismo de hacer los cálculos. Van Acker había fechado la llegada de Urlicher a la clínica de Bonn en la tercera semana de marzo de 1918. Teniendo en cuenta el tiempo necesario para el despido, el transporte…

—El siete de marzo de 1918. —Hoffner habló como si estuviera leyendo la fecha de un archivo—. El apellido es Urlicher. Konrad Urlicher.

La información fue anotada y se llamó al administrativo. A continuación, el mayor regresó a sus libros y quince minutos después regresó el administrativo con dos grandes volúmenes. Hoffner, mientras tanto, había pasado el tiempo alternando entre contar el número de libros que contenían diversas estanterías y contar el número de veces que el mayor parpadeaba por minuto. Ganaron los libros por ocho a uno.

El muchacho entregó el primero de los tomos a su superior y le dijo:

—Fue el cinco de marzo, Herr mayor. He examinado cuatro días en uno y otro sentido.

Había marcado una página situada a dos tercios del libro. El mayor la examinó al tiempo que respondía con indiferencia:

—Bien hecho, cabo.

Encontró el nombre, dio vuelta al libro para mostrárselo a Hoffner y señaló un renglón concreto. Decía lo siguiente:

Urlicher, Konrad. Teniente primero. Anemia y Osteitis Deformans. No apto para el servicio.

Sin embargo, Hoffner estaba más interesado por la anotación que acompañaba al párrafo anterior:

14.º Bávaro, Liebregiment.

Sin levantar los ojos del libro, Hoffner dijo:

—El Decimocuarto Bávaro se recluta fuera de Munich, ¿no es así, Herr mayor?

Era una suposición razonable. Hoffner todavía se estaba recuperando de la estrategia que había empleado con la fecha de despido.

El mayor se volvió hacia el administrativo, pero éste ya se le había adelantado. Le enseñó el segundo volumen con un dedo metido entre dos páginas. Lo abrió y se lo entregó.

Una vez más el mayor estudió los registros.

—Sí, Herr inspector —dijo sin siquiera un gesto de reconocimiento para el muchacho—. Los reclutamientos se llevan a cabo en Munich. —Y despidió al chico con un breve movimiento de la mano.

—¿Me permite, Herr mayor? —solicitó Hoffner.

Eran las Listas de Divisiones, repartidas en regimientos, batallones y unidades, estas últimas en orden alfabético. Urlicher había sido un miembro del Liebregiment, Segundo Batallón, Primera Unidad. Varias líneas por encima de su nombre figuraba un Teniente Segundo Erich Oster. Sin embargo, no logró encontrar ningún Joachim Manstein. Recorrió las listas con ademán de naturalidad para ver si aparecía Manstein en otra unidad o incluso en otro batallón, pero el breve barrido no reveló nada. Sabía que algo que no fuera una mirada superficial hubiera atraído la atención del mayor. Así que sacó su pluma y escribió los nombres de la unidad de Urlicher. Acto seguido cerró el libro y se lo devolvió al oficial.

—Esos nombres que ha escrito —comentó el mayor—. Algunos de ellos siguen siendo miembros activos del regimiento, Herr inspector. ¿Me equivoco al suponer que no formarán parte de su investigación?

Hoffner se guardó la pluma en el bolsillo.

—Por supuesto que no, Herr mayor.

Ambos hombres se pusieron de pie con una inclinación de cabeza. El mayor dijo:

—Ese hombre está ya muerto, Herr inspector. Esa enfermedad es incapacitante y en última instancia fatal.

Los huesos se vuelven frágiles como el papel. Como usted mismo ha dicho, ya no entra dentro de nuestra responsabilidad.

Hoffner comprendió. En la actualidad, el trabajo del departamento de Regimientos consistía exclusivamente en llevar la cuenta de los muertos como si de un sobrante de existencias se tratara. El despido de Urlicher les había ahorrado un valioso espacio; y no tenían el menor deseo de hacerle un hueco a aquellas alturas.

—En ese caso, no necesitaremos vernos de nuevo, ¿no es así, Herr mayor?

Al llegar a la puerta, Hoffner se despidió del administrativo tocándose el sombrero. El chico estuvo a punto de perder el control de sí mismo y sonreír.

De regreso en su despacho, Hoffner preparó una breve lista de nombres: Urlicher, Oster y Manstein por un lado, y Träger, Schumpert y Biberkopf por otro —Jogiches había mencionado «una empresa de negocios prusiana», de modo que ¿por qué no incluirlos?—, y además, como medida de seguridad, Braun, Tamshik y Hermannsohn. Sabía que Weigland no era lo suficientemente listo para merecer figurar en la lista. Al final del folio escribió las palabras «Rosa» y «Wouters». Y también anotó varias fechas al lado de cada uno de los hombres que indicaban cuándo podían haberse implicado, o por lo menos cuándo habían demostrado guardar relación con Rosa y Wouters. Aunque resultaba imposible saber hasta qué fecha se remontaba el asunto.

Los tres primeros habían conspirado para que Wouters anduviera suelto por Berlín a partir del mes de junio del año anterior, pero ¿con qué fin? ¿Librarse de Rosa sin el menor rastro de participación política, haciendo que apareciera como una víctima más de la locura de Wouters? ¿Por qué no sencillamente matarla ellos mismos, si todo aquello no era más que una estratagema? ¿Para qué iban a sacar a la luz a Wouters? Si Urlicher, Oster y Manstein de hecho habían trabajado en colaboración con cualquiera de los tres últimos de la lista, ¿por qué retenía la Polpo el cadáver de Rosa? ¿Para qué molestarse en preparar a Wouters, liberarlo y después mantener a Rosa oculta? La respuesta «obvia» de Jogiches tenía lógica sólo en sentido retrospectivo. Peor aún, Hoffner no tenía nada que decir acerca de los tres nombres del medio. El diseño de la estación Rosenthaler y el ingeniero desaparecido —Herr Tüben/Sazonov— apuntaban a la empresa de construcción de Ganz-Neurath, pero el hecho de que hubiera dinero de Berlín en conexión con un regimiento de Munich no sólo parecía una salida de tono, sino que además resultaba algo totalmente atípico. No existía ningún lugar lo bastante alto desde el cual un prusiano pudiera mirar con desprecio a un bávaro. Y también el momento escogido planteaba interrogantes: ¿Cuándo había hecho las modificaciones Herr Tüben/Sazonov con el fin de proporcionar a Wouters el entorno ideal?

El único recurso que le quedaba a Hoffner era investigar a Oster y a Manstein, lo cual no hacía sino confirmar todo lo que había dicho Jogiches: Munich.

Hoffner alargó la mano para telefonear al agente de servicio en recepción y pedirle un horario de trenes, pero entonces descubrió al pequeño Franz de pie en el umbral. No tenía muy claro cuánto tiempo llevaba allí el niño.

—¿Hay algo que pueda hacer por ti, Franz?

El niño parecía extrañamente inseguro.

—Ha llegado una nota para usted, Herr Oberkommissar. Al mostrador de recepción.

—Bien, pues tráemela aquí. —Franz sacó el pequeño sobre de aspecto ya familiar—. ¿El mismo hombre de la barba? —Hoffner rasgó la parte superior al tiempo que Franz afirmaba con la cabeza.

Qué raro, pensó Hoffner. Jogiches no era un hombre dado a repetirse.

—¿Alguna novedad respecto a Herr Kvatsch? —Extrajo la tarjeta. A aquellas alturas ya había abandonado toda esperanza; Kvatsch estaba jugando sus cartas mucho mejor de lo que él esperaba. Con todo, valía la pena preguntar por él, tener al muchacho pegado a sus talones.

—Se ha visto unas cuantas veces más con Herr Kriminal-Bezirkssekretär Groener —respondió Franz—, pero nada más, Herr Oberkommissar.

Groener, pensó Hoffner. Más trabajo sucio para Jogiches. Tomó nota mentalmente de sentarse a hablar con el detective sargento. Tomando un whisky. Era la única sustancia que se le ocurría como bastante fuerte para contrarrestar el hedor.

La tarjeta era del mismo tipo que la anterior, salvo que esta vez Jogiches había preferido una máquina de escribir. Había una dirección, la palabra «urgente» y la firma «K».

Hoffner alzó la vista. Franz estaba mirándolo con un interés inusitado.

—¿Sí? —preguntó Hoffner.

Por una décima de segundo el chico compuso una expresión de haber sido tomado por sorpresa.

—Bueno… —empezó—. He estado siguiendo a Herr Kvatsch para usted, Herr Oberkommissar, y ya llevo un par de semanas. —Franz dejó que calaran sus palabras.

Hoffner entendió. Se metió la mano en el bolsillo de la chaqueta y sacó unos pocos pfennigs. Depositó las monedas al otro lado de la mesa y dijo:

—Nunca tengas miedo de pedir lo que se te debe, Franz. El chico se acercó y cogió el dinero.

—Sí, Herr Oberkommissar.

Hoffner sabía que ya no merecía la pena seguir vigilando a Kvatsch. Pero aun así dijo:

—Diez pfennigs a la semana a cambio de más información, ¿estás conforme?

Parecía un acuerdo justo. Franz afirmó con la cabeza. Se embolsó el salario y salió por la puerta.

Cuarenta y cinco minutos después, Hoffner se apeaba de un taxi y se internaba en el aplastante hedor a carne cortada a machetazos. Fichte todavía no había aparecido por ninguna parte, pero la nota lo dejaba bien claro: urgente. Ya se encargaría de Fichte más tarde.

La dirección que le había dado Jogiches se encontraba en el distrito de los mataderos, lo más al este que era posible; matar de aquella forma resultaba excesivo incluso para los habitantes de Prenzlauer Berg, que también la querían fuera de sus patios. La zona entera era poco más que una serie de callejones de adoquines resbaladizos y tapias grises y sucias coronadas por alambre de espino, aunque las vacas, los cerdos castrados y demás morralla raramente pasaban allí el tiempo suficiente para merecer dicha precaución. Alguien había hecho una vez el chiste de que el alambre había sido colocado para impedir que el resto de Berlín se colase a robar unas cuantas piezas de carne. Dado el estado actual de las cosas, nadie rió la broma.

Lo extraño era que aquél era el único sitio de toda la ciudad que le recordaba a Hoffner al Berlín de su padre, donde el olor a estiércol sobrepasaba al tufo de la gasolina de los coches, y donde la cadencia cansina de las pezuñas de un pobre jaco agotado sustituía al chasquido eléctrico que producían los cables de los tranvías. Aquél era un mundo de furgones y carretones, los radios rojos y amarillos de las ruedas de los carros de los mataderos eran algo tan común de ver como un Daimler en el Westend. Ninguna nevada era capaz de cubrir la inmundicia que lo invadía todo; de las estaciones del Ferrocarril Circular —ganado que entraba procedente del este de Prusia, de Pomerania y de Brandenburgo— se elevaba constantemente una pluma de humo de locomotora que empapaba de hollín los copos de nieve antes de que llegaran al suelo. Claro que apenas importaba; allí no había nada que ocultar. Era la muerte, lisa y llanamente.

Hoffner encontró el edificio, en cuya entrada se veía un gastado letrero que decía MECKE UND SONNE. Las escaseces habían obligado a algunos de los mataderos más pequeños a fusionarse, una bonita palabra que significaba cerrar las instalaciones y despedir a cincuenta trabajadores. Los edificios de alrededor habían sido víctimas también. Costaba imaginarse algo más deprimente que una fila de mataderos, pero allí estaba, una hilera de mataderos abandonados.

La cerradura de la puerta había sido forzada con una palanqueta. Hoffner se preguntó si Jogiches habría captado la ironía del hecho de haber escogido tener su alojamiento en un lugar como aquél. Por otra parte, tal vez un hombre que bien podía darse por muerto pudiera permitirse el lujo de tentar al destino.

Hoffner penetró en el interior y de nuevo se sorprendió del olor a carne cruda que flotaba en el aire. El edificio estaba frío como el hielo, pero eso no disminuía en absoluto los rancios residuos del otrora próspero negocio de Herr Meck. Hoffner se dio cuenta de que se encontraba de pie en el interior de una enorme sala de paredes de ladrillo y cuyo techo se elevaba como unos veinte metros. Entraba algo de luz mortecina a través de una serie de ventanas abiertas en la parte más alta de los muros, pero no conseguía más que proyectar extrañas sombras. En el nivel del suelo, el espacio lo constituía una colección de sombras amorfas de color gris y negro. Una de ellas empezó a moverse en dirección a él, y Hoffner dio un paso al frente para salir a su encuentro.

Herr Jogiches —dijo.

Pero lo siguiente que sintió fue el lacerante dolor de una bota bien encajada en sus costillas.

Al momento se dobló hacia delante, con una náusea que resultó sólo ligeramente más aguda que su sorpresa. No tuvo tiempo de reaccionar a ninguna de las dos cosas, pues de inmediato recibió un segundo golpe en la nuca, asestado desde atrás por una mano enguantada que daba así a conocer su presencia. Se estrelló de cara contra el suelo, y en todo el recinto resonó el eco de su respiración ahogada. Intentó alcanzar su pistola, pero nunca se le habían dado muy bien aquellas cosas. Entonces los golpes empezaron a llover más seguidos, patadas y puñetazos propinados con una precisión insoportable. Hoffner hacía todo lo que podía para enroscarse sobre sí mismo, pero su atacante era demasiado violento y contundente para permitirle ningún tipo de retirada. Notó por primera vez el sabor de la sangre en los labios cuando un grueso juego de dedos lo agarró por el pelo y le forzó la cabeza hacia atrás. Soltó una tos ahogada, sólo para percibir el aliento de una boca sin lavar a pocos centímetros de él.

—Se acabaron las preguntas —susurró la voz—. Se acabaron las entrevistas a altas horas de la noche. Se acabaron las visitas a los archivos del EM. ¿Lo ha entendido? Quítese de en medio de una vez, inspector. Hoffner hizo lo que pudo por contestar: movió la cabeza una vez.

—Bien.

El hombre lo tuvo así varios segundos más antes de soltarlo. La cabeza de Hoffner cayó sobre los adoquines haciendo un ruido seco, pero sin dejar de flotar sobre él la peste de aquel aliento. Tenía al hombre encima. Hoffner intentó abrir los ojos, pero no merecía la pena.

—Se acabó —dijo la voz.

Sintió un último puntapié en los riñones, pero estaba ya demasiado atontado para notarlo. Oyó unas pisadas que se alejaban y llegó a percibir un súbito fogonazo de luz, pero para cuando se cerró la puerta él ya estaba fuera de combate.

Media hora después, sus ojos se abrieron.

El dolor era una sensación constante, aunque lo que le causó mayor preocupación fue la rigidez que sentía en el pecho. Procuró no respirar muy hondo, porque cada inhalación era como un crujir de huesos. Tragar también se había vuelto una misión imposible, dado que no le quedaba saliva. Pasaron varios minutos hasta que encontró fuerzas para alzarse sobre las rodillas y, sin conseguir mucho más que arrastrarse, logró llegar hasta la pared más cercana y empezar a impulsarse hasta una posición erguida. Al menos le habían dejado las piernas. Encorvado y apoyado contra la pared, se obligó a sí mismo a caminar en dirección a la puerta para salir a la luz del día.

El súbito resplandor lo hizo llevarse una mano a la cara, un reflejo que resultó ser una grave equivocación, ya que la espalda entera se le arqueó por el dolor. Reprimiendo un gemido, descubrió una hilera de grifos de agua que sobresalían de la pared del edificio, y, tras dirigirse hacia ellos, probó suerte con el primero de la fila. De forma milagrosa, comenzó a fluir un chorro de agua fría. Colocó con avidez los labios bajo el grifo y bebió. Casi al instante el dolor de cabeza desapareció; estaba claro que los daños auténticos estaban más abajo del cuello. Estiró el brazo hasta el suelo, cogió un puñado de nieve manchada de hollín y se la puso en la nuca. La sensación de alivio fue instantánea aun cuando se le formó en el cuello de la chaqueta un charco de agua sucia. Fue incorporándose lentamente. Aquel movimiento provocó una oleada de dolor a lo largo de las costillas y de la parte baja de la espalda. Intentó evaluar los daños. No le habían roto nada; mejor aún, no habían dejado marcas que pudiera ver nadie. A excepción del pequeño chichón que presentaba justo encima de la sien, allí donde se había golpeado la cabeza contra la piedra, los hematomas permanecían ocultos debajo de la camisa. El rostro había resultado ileso. Tuvo que agradecer el carácter profesional del trabajito.

«Quítese de en medio, inspector», cuánta cortesía, pensó. Soltó el puñado de nieve y hurgó en el bolsillo de la chaqueta en busca de su petaca. El whisky proporcionaba un calorcillo maravilloso y surtía efecto de inmediato. Después de cuatro o cinco largos tragos, se sintió lo bastante en forma como para separarse de la pared. Fue entonces, cuando ya se le había despejado un poco la cabeza, cuando comenzó a pensar en la nota. Alguien lo había engañado, alguien que lo había visto aquella mañana en la oficina del Estado Mayor. «Se acabaron las visitas a los archivos…»

Estaba acercándose, y todavía estaba vivo. Allí tenía que haber algo.

Hoffner encontró un taxi y le dijo al conductor que arrancara. En su estado, no era un pasajero tan raro en aquella parte de la ciudad, aunque tal vez las cuatro fuera una hora un tanto temprana. Aun así, el taxista no se sorprendió en absoluto cuando Hoffner volvió al whisky —se le había empezado a tensar el cuello—, y para cuando llegaron a Kreuzberg, Hoffner ya pudo atravesar el patio sin llamar demasiado la atención.

Gracias a Dios, el piso estaba vacío. Los miércoles Martha los pasaba con Eva: el Doktor Keubel daba clases en una facultad universitaria y concedía la tarde libre a sus empleados. Hoffner se desvistió despacio y se dio un baño. Advirtió un cierto colorido debajo del brazo derecho que se extendía hasta la espalda, donde adquiría el aspecto de un millar de venas diminutas que hubieran explotado bajo la piel. Se las había visto peores —siempre en compañía de König—, pero nunca había corrido peligro. Se acordó de aquellos primeros días en que el rápido ingenio de König les había servido a los dos para cazar a algunos de los tipos más indeseables de la ciudad; o más bien cuando König se había fiado de su propia condición de tipo indeseable para acelerar las cosas. Ambos siempre habían recibido tanto como habían dado, por lo menos König. Hoffner todavía tenía problemas con la muñeca por culpa de uno de aquellos encuentros. Se metió en el agua humeante, riendo al pensar en todo ello, y al instante sintió un calambre a lo largo de todo el costado izquierdo.

Eran locuras que había superado hacía ya mucho tiempo. Pero entonces, pensó, ¿por qué estaba ahora igual de empeñado en seguir el caso hasta Munich? ¿Para qué invitar a la posibilidad de recibir otra paliza, o algo peor? No era por el ego. Sabía que no tenía nada que demostrar a hombres como Braun; y lo que era más importante, no tenía nada que demostrarse a sí mismo en nombre de ellos. Para Hoffner, el delito nunca había sido un juego de llevar siempre la delantera a los demás. Por eso no llegó a presentar la solicitud para subir a la cuarta planta, y su padre jamás se lo perdonó. No, no había nada que demostrar, ni a los vivos ni a los muertos.

Ni tampoco tenía aquello nada especialmente noble. Hoffner estaba muy dispuesto a admitir que nunca había sentido mucha inclinación por abstracciones tales como la justicia. La cosa era más simple: acción-reacción, decisión-consecuencia. Deja las escalas morales para hombres como Jogiches. El único significado profundo que buscaba él estaba en perseguir un asunto hasta el final, y la satisfacción que obtenía una vez que lo dejaba atrás: empezar otra vez desde cero, un nuevo mapa. El resto de su mundo nunca había sido tan nítido ni tan acomodaticio, y era por aquella razón, exclusivamente por aquélla, por lo que seguía mereciendo la pena perseguir Munich.

Entró una ráfaga de aire frío del pasillo, y Hoffner oyó que se cerraba la puerta de la calle. El agua se había quedado templada, y esperó a oír la voz de Martha.

—¿Nicki? —gritó ella—. ¿Estás en casa?

Había dejado la ropa tirada en el suelo formando una línea recta en dirección al cuarto de baño. La puerta se abrió con un chirrido y por ella apareció su mujer.

—Hay que ver qué vida tan estupenda llevas —dijo Martha de pie junto a la puerta. Entonces se fijó en el hematoma que tenía Hoffner en el pecho, y su semblante se endureció—. ¿Qué ha pasado?

Hoffner hizo un esfuerzo por incorporarse.

—Nada —contestó. El agua había obrado maravillas, pero no las suficientes para que aquel movimiento no le supusiera un esfuerzo—. Me he caído en el hielo.

Ella observó la parte inferior de las costillas.

—No te has caído, Nicki.

—No —admitió Hoffner—. Es verdad.

De pronto los ojos de Martha adquirieron una expresión muy triste, y Hoffner supo al instante adónde había volado su pensamiento: un marido o amante furioso y una justa retribución. Sin embargo, no estaba claro si la lástima de Martha era por él o por ella misma.

Martha dejó pasar el asunto.

—Voy a traer una pomada —dijo al tiempo que se alejaba por el pasillo—. Sécate bien. Ahora te arreglaré la espalda.

Martha poseía una notable habilidad con los vendajes, sabía exactamente dónde ponerlos, cómo apretarlos hacia arriba y alrededor de las costillas para sostenerlas.

La pomada, salvo por el olor que despedía, resultó igual de calmante. Hoffner había olvidado lo bien que se le daban todas aquellas cosas.

—Cogí mucha práctica contigo y con Victor —comentó Martha anudando el último pedazo de tela—. ¿Qué tal la muñeca?

Hoffner extendió la mano para probarla y, sólo por un instante, vio que ella se ponía tensa, como si creyera que él iba a tocarla. Entonces retiró la mano muy despacio y dijo con aire distraído:

—Bien. Va bien.

Martha guardó el material en el cajón.

—¿Vas a quedarte a cenar?

—Tenías razón —repuso Hoffner—. No debería haberme metido en los asuntos de esos tipos. Son de los que saben utilizar sus botas.

Con independencia de sus otros sentimientos, Martha no fue capaz de disimular su preocupación:

—¿Esto te lo han hecho los hombres de Weigland?

—Es lo más probable. Preferirían que yo abandonara el caso. Martha insistió más.

—Y tú vas a hacer lo que digan ellos, promételo, Nicki.

Hoffner se maravilló de la capacidad que tenía su mujer de preocuparse por él, no por su propia seguridad ni por la de los chicos, sino sólo por la de él. No lo había entendido nunca. Imaginaba que aquello la hacía sentirse débil, pero sabía que no era allí donde radicaba el problema. La única debilidad de Martha consistía en que carecía de valor para preguntarle si la amaba, y eso era una lástima. Él nunca se lo había dicho, y quizás aquello era todavía peor.

—El caso es mío —afirmó—. Y termina cuando termina.

Vio cómo Martha tensaba la mandíbula.

—Haz lo que quieras —respondió ella, y acto seguido salió al pasillo.

Había prometido estar allí antes de las ocho; eran las ocho menos diez cuando el taxi lo dejó frente a la dirección en cuestión. Hoffner rara vez viajaba a aquella parte de la ciudad —Steglitz—, la cual, con el tiempo, se había convertido en el remanso de paz de los bohemios de Berlín. Eran unos tipos de izquierdas que no sabían nada de marchas de trabajadores ni de tácticas revolucionarias. Eran los artistas, los escritores, los extranjeros, los judíos y los homosexuales, que habían apartado un refugio para ellos allí abajo, en la zona más al suroeste de la ciudad. Naturalmente, siempre se podía encontrar a la mitad de Charlottenburg de visita por los barrios pobres para asistir una lectura o a una inauguración, o simplemente para sentarse en un café a contemplar la fauna cultural en acción. Para los ricos, el arte y el intelecto siempre se observaban mejor desde detrás de una pared de cristal, o por lo menos desde la seguridad de una mesa cercana. De esa forma podían reírse de lo absurdo de las vidas que los rodeaban sin acercarse demasiado para no correr el peligro de contraer una infección. Pasaban más o menos una hora dentro de aquel zoo y después regresaban a sus mansiones, o tal vez a echar una partida de dados en la zona norte, en compañía de un público más cutre todavía: eso siempre resultaba delicioso.

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