Rosa

Rosa


Segunda parte » 4. «K»

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A diferencia de los ricos, Hoffner atraía las miradas. Prendió un cigarrillo y comprobó la dirección otra vez. Aquel edificio pequeño y desvencijado no le parecía cuadrar con nada. Estaba encajado entre estructuras mucho más serias, escaparates de comercios y cosas similares provistos de ventanas de cristal bien conservadas y rótulos de alta calidad en las puertas. Aquel edificio no tenía nada parecido, y estaba oscuro en su totalidad. Aun así, era el número que ella le había proporcionado. De modo que pulsó el timbre y esperó. Ya era demasiado tarde para dar media vuelta y marcharse.

Reparó en que alguien se había molestado muy poco en retirar la nieve; justo al lado de la puerta había una congelada loseta de un color rosa jaspeado de blanco que llegaba a la altura de las rodillas. Decidió darle alguna utilidad y se sentó. Al cabo de tres minutos empezó a pensar que a lo mejor ya estaban decidiendo por él —el frío se le estaba filtrando al culo a través de los pantalones— cuando de repente apareció una figura al otro lado del vidrio, procedente de unas escaleras. El hombre vestía un pulcro traje con pajarita, y traía una bebida en la mano.

Abrió la puerta. Hoffner se puso de pie y saludó:

—Buenas noches, estoy buscando a…

—Usted debe de ser el policía —dijo el hombre en tono jovial, demasiado complacido consigo mismo por su descubrimiento—. No puede ser otra cosa. —Invitó a Hoffner a pasar al interior y echó a andar escaleras arriba—. Estamos en el tercer piso. Todavía no hay demasiada gente. Tendré mucho interés en conocer su opinión.

El hombre no paró de hablar durante todo el camino; le confesó a Hoffner que él no se sentía ni mucho menos entusiasmado con aquella exposición, pero claro, es que ella trabajaba en un medio nuevo, y eso siempre llevaba tiempo. Hoffner continuó afirmando con la cabeza hasta que llegaron a una pequeña puerta del tercer piso y pasaron al interior de un enorme estudio lleno del rumor de las conversaciones.

—Tómese algo —dijo el hombre—, eche un vistazo por ahí. Todo es muy informal. Diviértase.

Y sin más, se perdió entre la multitud de los presentes, pues había localizado a alguien mucho más interesante que Hoffner.

Si Hoffner se había sentido fuera de lugar en la calle, ahora, rodeado de artistas, se sintió como si fuera un monstruo de feria. Eran todo posturitas y poses, formas geométricas disfrazadas de cuerpos, largos cuellos estirados que contemplaban desde arriba los lienzos, brazos delgados como lápices doblados en extraños ángulos al servicio de un cigarrillo o de una bebida. Todo tenía un estilo muy cincelado, lo cual Hoffner achacó a la falta de comida. Descubrió a Lina junto a una de las esculturas. Ella también daba una imagen muy triangular de sí misma, con las piernas separadas y los brazos caídos a los costados, de pie en la periferia de un grupo de personas prendidas de las palabras de un hombre que no dejaba de despotricar acerca de una de las piezas. Hoffner se acercó hasta ella sin hacer ruido y fingió prestar atención. Lina tardó varios segundos en darse cuenta de que lo tenía al lado, y su reacción no fue la que Hoffner esperaba.

—¿Nikolai? —dijo en tono de incomodidad—. Has venido.

Hoffner se fijó en el verdugón que tenía debajo del ojo. Era reciente, y los polvos faciales no conseguían ocultarlo.

—Sí —respondió procurando no parecer demasiado íntimo.

—No has recibido mi nota.

Era evidente que el día estaba repleto de notas.

—No. —Tenía ganas de preguntarle por lo del ojo, pero sabía que sería una equivocación—. ¿Era importante?

Ella contestó con aire distraído:

—No, en realidad no.

—Si quieres, puedo marcharme.

—No —replicó ella en voz baja—. No tienes por qué. —Parecía intentar convencerse a sí misma—. No quiero que te marches.

Hoffner trató de animar las cosas.

—Sólo quería ver qué había hecho contigo esa pintora tuya, eso es todo.

Lina se esforzó por esbozar una débil sonrisa; siempre podía agradecer el intento.

—Son grabados, Nikolai. Litografías. Ya no pinta.

—Oh —repuso Hoffner, para quien aquella distinción no tenía significado alguno.

Lina se lo llevó a otra zona donde había menos gente. Seguían pululando individuos por todas partes, pero ella se las arregló para crear un pequeño círculo para los dos.

Hoffner continuó pegado a ella.

—Bueno, ¿y en cuáles sales tú?

Lina señaló con gesto displicente la pared del fondo. Hoffner esperaba que lo condujera hacia allí, pero en cambio lo miró directamente y le dijo:

—No le habrás contado nada a Hans, ¿verdad? —Casi había una esperanza en su tono de voz, como si el hecho de saber que la cosa provenía de él lo arreglase todo. Naturalmente, ella sabía que no—. No, por supuesto que no le has contado nada.

—¿Ha hecho eso?

—¿Acaso importa?

Ella tenía razón, sin duda. No era probable que él fuera a enseñarle ninguna lección a Fichte. Tal como pintaban las cosas, Fichte ya dominaba perfectamente el oficio.

—¡Lina! —exclamó una voz por encima del barullo. Ambos giraron la cabeza y vieron una forma oronda que se dirigía hacia ellos. En lo alto de su cuello descansaba otra bola, ésta más pequeña, que era la cabeza.

—Oh, Dios —se quejó Lina en voz baja. Levantó la cabeza y compuso una sonrisa encantadora—. Herr Lamprecht —dijo—. Qué placer.

Lamprecht llegó hasta ellos avanzando con dificultad.

—Hay unas personas que desean admirar a la modelo, allí, junto a los dibujos. —Logró salir de sí mismo por un instante—. Dios santo, ¿qué es lo que ha ocurrido aquí? —Con una absoluta falta de tacto, señaló el ojo de Lina—. ¿No te habrán pegado una bofetada?

Hoffner decidió intervenir:

—Soy Nikolai Hoffner. —Tendió la mano. Aquello bastó para distraer a Lamprecht.

—Sí, hola —contestó éste aceptando la mano de Hoffner—. ¿Está usted con nuestra Lina?

—Ella me pidió que viniera, sí.

Lamprecht volvió a centrarse en lo suyo.

—En fin, mira, querida. Aquéllos son quienes tienen el dinero, y están justo al lado de los…

—De los dibujos —interrumpió Hoffner de nuevo.

Lamprecht pareció confuso por la interrupción.

—En efecto —respondió. Estaba buscando algo más que decir, pero como no se le ocurría nada, se conformó con—: Bien, de acuerdo, entonces. —A continuación forzó una sonrisa y, claramente derrotado por su rival, volvió a internarse en la multitud.

—¿Es tan desagradable como parece? —inquirió Hoffner.

—No siempre —contestó Lina, y con una energía sorprendente añadió—: De acuerdo, voy a acompañarte a que eches una mirada. Pero desde lejos. Esta noche no me hace demasiada gracia estar en exhibición.

Los dibujos estaban expuestos en una pared lateral, formando un grupo de tres, y al parecer todos mostraban el mismo tema en diferentes fases de acabado: unas personas que lloraban sobre el cuerpo de un hombre muerto. Había variaciones en los detalles faciales, en el número de personas, en el ángulo de un torso o de una mano, pero la nota constante la daban una madre y su hijo que contemplaban el rostro sin vida del difunto. Hoffner se fijó enseguida en que la madre era la única mujer que aparecía en todos los dibujos; más fascinante aún era el hecho de que ella y el niño eran los únicos que miraban directamente a quien miraba. El resto de las figuras tenían la vista vuelta hacia fuera o hacia abajo, perdida en la nada. Ello hacía que resultara imposible no mirar a donde miraba la mujer.

Hoffner conocía aquella mirada. Él mismo se la había encontrado varias veces al despertar, pero no había dicho nada. Nunca había sabido por qué Lina lo contemplaba fijamente mientras dormía. Y nunca se le había ocurrido preguntárselo.

—Tú estás justo en el medio, en todos los dibujos —dijo—. Eso debe de ser importante. Seguro que a la artista le caes bien, para que te haya situado ahí.

Lina no mostró tanto entusiasmo.

—Tengo aspecto de llevar semanas sin probar bocado —replicó—. No resulta muy favorecedor.

Hoffner sabía que aquélla no era la cuestión.

—Estás muy bien. Y no tiene por qué darse por sentado que ésa eres tú.

Lina parecía estar a punto de enfurruñarse, cuando de pronto se oyó una voz detrás de ellos que dijo:

—Tiene razón, ¿sabes?, así que deja de quejarte.

Ambos se volvieron. Había surgido una mujer de detrás de una pequeña puerta, y a juzgar por el ruido del gorgoteo del agua, Hoffner adivinó que se trataba del cuarto de baño.

Era un rostro triste, con labios finos y cejas muy cuidadas. Hoffner hubiera dicho que contaba unos cincuenta y tantos años, pero tal vez el cabello gris la hiciera parecer mayor.

—No se muevan —dijo la mujer—. Si nos quedamos así, no me verá nadie, y me habrán hecho ustedes muy feliz.

—¿Y si alguien desea usar el cuarto de baño? —sugirió Hoffner. A la mujer le gustó la pregunta.

—Siempre está la ventana, Herr inspector. —Antes de que Hoffner pudiera decir nada, la mujer se dirigió a Lina—: Supongo que éste es el viejo, porque si es el joven —enarcó una ceja perfectamente perfilada—, Dios mío, entonces tienes un problema.

Lina hizo las innecesarias presentaciones; hasta un detective de la Kripo podía visitar un museo de vez en cuando. Hoffner había reconocido a Käthe Kollwitz nada más verla. Resultaba curioso que Lina no se lo hubiera mencionado nunca. «Una mujer; dos marcos a la hora». Eso fue todo lo que le había dicho.

—Usted sabe quién es la otra figura, por supuesto —dijo Kollwitz indicando con la mirada sus dibujos—. Probablemente será usted el único de toda esta sala.

Hoffner miró los grabados. Se había centrado tanto en la figura de Lina que no había prestado atención al muerto. Con todo, la cara le seguía resultando desconocida.

—A mí me permitieron verlo la mañana siguiente a su asesinato —prosiguió Kollwitz—. En el depósito. Me llevó allí la familia, como si yo pudiera añadir algo más a su tragedia. Todo es más bien nauseabundo, ¿no cree?

Entonces Hoffner lo reconoció, aunque no llevaba su acostumbrada barba ni sus anteojos.

—Liebknecht —dijo.

—Yo lo vi hablar —afirmó Kollwitz—. Era muy apasionado, muy conmovedor. A mí no me interesaba mucho la violencia, pero a ellos sí. —Señaló con la cabeza a las figuras de los dibujos—. A los obreros. De modo que se lo entregué a ellos. Imagino que ellos serán quienes más lo echen de menos. —Su mirada se hizo más honda—. Es todo muy escabroso, pero pienso que parte de ello es como debe ser.

Hoffner nunca había concedido mucha importancia al destino. Lina, por otra parte, veía señales en todo. Una muchacha que vendía flores en Friedrichstrasse no tenía más remedio que confiar en el destino; ¿cómo, si no, iba a poder imaginar una vida distinta? La moneda que le pusieron en el cesto con el año de su nacimiento, el pedazo de periódico que le llegó volando a la mano con la frase que había soñado la noche anterior, el color del abrigo de un hombre que se acercó a ella a toda prisa para comprarle unas flores para su mujer; aquéllos eran los indicadores que le decían que caminaba por la senda correcta, que la vida le tenía reservado algo más de lo que podía conocer en el momento presente. Lo único que necesitaba era un poquito de paciencia para aguantar hasta que llegara. Le había contado a Hoffner una o dos de sus «visiones» y se había reído de ellas, reconociendo lo tontas que resultaban, pero en su voz persistía justo la pizca de esperanza suficiente para delatar lo que necesitaba creer.

El dibujo de Karl Liebknecht no inspiró nada tan imaginativo a Hoffner. No es que lo viera como un suceso al azar dentro de un universo abandonado al caos; esa idea, que ahora causaba furor, era igualmente absurda. La coincidencia nacía de la proximidad. Y sencillamente Kollwitz era la candidata perfecta para conmemorar a Liebknecht; sus dibujos y sus carteles de un Berlín intimidado la habían convertido en la voz, ya fuera voluntaria o no, de la clase trabajadora. Que uno de los suyos —una muchacha escuálida, poco menos que hermosa y de mirada impresionante— hubiera atraído la atención de Kollwitz era algo que sin duda cabía dentro de lo posible. El propio Hoffner se había sentido atraído también, aunque fuera por razones distintas. Entonces, ¿quién tenía autoridad para afirmar que los artistas y los detectives no eran los más adecuados para ver algo más allá de una mirada? Decir aquello era tan caprichoso como uno quisiera. Por supuesto, si Kollwitz hubiera realizado alguna obra sobre Rosa, tal vez en ese caso no le hubiera sido tan fácil desecharla.

—Tenía la intención de hacer algo sobre el tema de Luxemburg —dijo Kollwitz—, pero eso no está tan nítido, ¿no cree? —Miró a Hoffner—. ¿Qué opina usted, inspector? ¿Ha huido a Rusia, o será que ya no vamos a ver más a Rosa la Roja?

Al menos el cosmos tenía cierto sentido del humor, se dijo Hoffner.

—¿Tantas ganas tiene de que vuelva? —preguntó. Se veía a las claras que Kollwitz estaba divirtiéndose.

—No soy yo quien debe decir si va a volver o no, ¿no le parece, inspector?

«Más de lo que usted cree, Fräulein», pensó él.

—¿La conoció? —inquirió.

—¿Debería? —replicó ella enigmáticamente—. Sí. Nos vimos en una ocasión, en un concierto, dos viejas disfrutando de la música. Nos contamos la una a la otra lo mucho que disfrutábamos de nuestro trabajo. Fue todo muy educado.

—Yo hubiera pensado que las dos tenían espíritus afines —apuntó Hoffner.

—No me cabe la menor duda —respondió Kollwitz con ironía—. Estoy segura de que la historia lo contará de ese modo. Y también Emma Goldman. Nos meterán a todas en el mismo saco. De hecho, podrían decir que éramos la misma persona. Menos es nada. —Sonrió—. Me pareció una devota del feminismo. Se lo pregunté, y ella se lo tomó como una pregunta absurda. Las mujeres, los judíos, a ella no le importaba nada de todo eso. El socialismo no se preocupaba por semejantes distinciones, así que ¿por qué iba a preocuparse ella? Todo quedaría resuelto en cuanto sobreviniera el gran acontecimiento. A mí me pareció muy… sincero… aunque no precisamente útil. Pero Rosa hizo cosas muy profundas, y le tengo una envidia tremenda por eso. No está usted bebiendo nada, inspector. Vamos a buscarle una copa.

Hoffner posó la mirada en Lina y al hacerlo recordó que sí, que en realidad él era el viejo. A pesar de todo lo que hubiera detrás de aquella mirada, Lina parecía acabar de pasar los últimos minutos perdida en un país extranjero.

Estaban a medio camino de donde se encontraban las bebidas cuando les arrebataron a Kollwitz. La última imagen que Hoffner tuvo de ella fue la de un pequeño conejito gris succionado hacia un pozo sin fondo del que surgían un montón de manos ansiosas. Ella se fue, muy valiente, e incluso consiguió despedirse de ellos con una leve sonrisa antes de desaparecer. Hoffner cogió un vaso de whisky y se preguntó cuánto tiempo más tendrían que permanecer en aquel lugar.

La respuesta le llegó mucho más rápidamente de lo que podría imaginar. Al otro lado de la puerta estaba teniendo lugar una conversación en voz alta, y un momento más tarde vio a Hans Fichte —un Hans Fichte borracho— entrar en el estudio. Hoffner ya había tenido sus oportunidades para no estar allí: el aspecto exterior del edificio, el hielo pegado a los pantalones, la primera vacilación de Lina, pero no había aprovechado ninguna de ellas. Y he aquí que ahora recibía la recompensa por aquellas oportunidades perdidas.

Fichte traía la cara congestionada a causa del esfuerzo de subir por la escalera y la mirada marginalmente enfocada, aunque descubrió a Lina al instante. Un hombre que estaba delante de él intentó preguntarle qué estaba haciendo allí, pero Hans ya tenía la mirada puesta en Hoffner, y nada iba a impedirle llegar hasta la mesa de las bebidas, de modo que lo apartó a un lado.

Se quedó allí de pie, respirando pesadamente y sin decir nada. No prestó la menor atención a Lina; seguía mirando a Hoffner.

—Hola, Hans. —Hoffner habló sin emoción—. Ha tomado la costumbre de beber. —Fichte continuó mirándolo en silencio—. Pues éste no es el lugar adecuado.

Se veía arder la rabia en los ojos de Fichte y estaba haciendo un gran esfuerzo para controlarla.

—¿Y cuál sería el lugar adecuado, Herr Kriminal-Kommissar? —De pronto alzó la voz—. ¿Uno en el que usted pudiera empujarla a ella contra una silla y follársela?

Todos los que estaban cerca volvieron la cabeza. Hoffner notó que Lina se sentía violenta, aunque él no lo estaba en absoluto. Aguardó a que se reanudaran las conversaciones y después dijo:

—¿Por qué no vamos abajo?

Pero Fichte no estaba para tonterías. Levantó una mano en dirección a Hoffner.

—¿Y usted por qué no…?

Hoffner le agarró la muñeca y se la retorció. Si Fichte no hubiera estado bebido, no habría servido de nada, pero Fichte estaba bebido, y su reacción fue lenta. Hoffner le retorció la muñeca un poco más y vio cómo el dolor le cruzaba por el rostro, ahora que ya le ardía hasta el hombro, aun cuando él mismo sentía que le dolían las costillas a causa del esfuerzo. Fichte se tambaleó, y Hoffner se apresuró a sostenerlo. A aquellas alturas el público ya estaba pendiente de todos sus movimientos, y en cuestión de segundos Hoffner llevó a Fichte hasta la puerta, luego hasta las escaleras, y lo obligó a bajar a toda prisa, aplastándolo contra la pared para conservar el equilibrio.

Dos pisos más abajo, el impulso que llevaban ambos empujó a Fichte contra la puerta de entrada, lo cual pareció dejarlo aturdido por unos instantes. Tiempo suficiente para que Hoffner tirase de él hacia atrás, abriera la puerta y saliera a la calle. Con las pocas fuerzas que le quedaban, dejó caer a Fichte sobre el montículo de nieve y se dobló hacia delante, sin resuello. Le dolían terriblemente las costillas. Retrocedió con paso inseguro hasta la pared y continuó jadeando, sin apartar los ojos del bulto informe de Fichte.

Transcurrió casi un minuto entero antes de que alguno de los dos pudiera pronunciar una palabra. Hoffner escupió.

—¿Se encuentra bien? —preguntó, todavía con dificultades para respirar.

Fichte estaba teniendo problemas para enfocar los ojos. El portal había ocasionado más daños de los que había imaginado Hoffner. Fichte intentaba frotarse el hombro, cuando de repente apareció Lina. Traía el abrigo en la mano, y se quedó allí de pie, inmóvil, mientras la puerta se cerraba a su espalda.

Hoffner se incorporó. El vendaje ya resultaba inútil y sólo servía para empeorar las cosas.

—Ponte el abrigo —le dijo—. Vas a congelarte. Lina obedeció sin pensar.

Fichte ya se había recuperado lo bastante para erguir la cabeza.

—¿Siempre haces lo que él te ordena?

—Tenga cuidado, Hans —terció Hoffner. Fichte dejó escapar una risa cruel.

—Ésta sí que es buena. ¿Y con qué tiene que tener cuidado usted?

A Hoffner le zumbaba la cabeza; pensó que a lo mejor estaba enfermo, y se inclinó hacia delante. Lina seguía inmóvil junto a la puerta. Se había envuelto en el abrigo, bien ceñido, y había cruzado los brazos, con las manos metidas bajo la barbilla. Estaba haciendo esfuerzos por no llorar.

—¿Sientes lástima de ti misma? —le dijo Fichte—. Eso sí que tiene gracia.

—Cierra la boca, Hans. —Tenía el rostro teñido de furia—. No me digas nada. Ni se te ocurra. ¿Crees que no sé lo que has estado haciendo tú? ¿Crees que no lo he sabido todo el tiempo? ¿Te enteraste de algo de lo que dije anoche?

Fichte negó con la cabeza en un gesto desaliñado.

—Desde lo de Bélgica —replicó—. Desde antes de todo esto, y eso te convierte en una puta. —Volvió la mirada hacia Hoffner—. Enhorabuena. La ha convertido en una puta.

Hoffner vio que Lina levantaba una mano para abofetear a Fichte, y se apresuró a impedírselo. Cuando le asió el brazo notó que éste temblaba; trató de acercarla hacia él, pero ella se zafó con rabia y se apartó aullando de frustración. Hoffner percibió su odio. Volvió a apoyarse contra la pared. Fichte, con las rodillas despellejadas, había conseguido a duras penas ponerse de pie y tenía los brazos descansando sobre las piernas. Lina permanecía de espaldas a los dos.

Con la vista en el suelo, Fichte dijo con aire de derrota:

—Es usted un hijo de puta, ¿sabe?

«No hay mucho que cuestionar al respecto», se dijo Hoffner.

—Sí —contestó—. Ya lo sé.

Se hizo un prolongado silencio.

—Creía estar enamorado de ella —dijo Fichte—. De verdad.

En aquel momento Lina se volvió hacia él con una expresión de rabia en los ojos. Contempló fijamente los pesados hombros de Fichte, su piel salpicada de parches de color rosa, sus enormes dedos cerrados en un gigantesco puño.

—Cállate, Hans —le dijo con rencor.

Fichte meneó la cabeza una sola vez.

—Cállate, Hans —repitió él mismo como un eco.

—A lo mejor lo ha hecho —dijo Hoffner en voz baja.

Lina le lanzó una mirada glacial y le dio la espalda de nuevo.

Hoffner experimentó una extraña sensación de alivio, no por el descubrimiento ni por las acusaciones, sino por la sencilla verdad que entrañaba todo aquello. Ninguno estaba libre de culpa, él mismo el que menos de todos, y había algo reconfortante en el hecho de saber que los tres lo veían así. Lina miraba a otra parte, Hans se contemplaba las botas, pero no eran capaces de mirarse unos a otros a la cara. La traición cometida por cada uno se hacía más patente debido a la presencia de los otros dos: Hoffner con Fichte. Hoffner con Lina. El propio Hoffner no había negado en ningún momento su papel en todo aquello, y por lo tanto no podía compartir la vergüenza que embargaba a los otros.

—Tenemos que llevarte a casa —le dijo a Lina.

Tanto Lina como Fichte lo miraron. Ella tenía los polvos faciales llenos de churretones; parecía estar al límite de sus fuerzas, pero logró asentir con la cabeza.

Fichte no se lo podía creer.

—Debe de estar loco —dijo—. ¿Cree que voy a permitir que la lleve a casa usted?

—No voy a llevarla a casa, Hans —replicó Hoffner—. Cogeremos un taxi.

—Para así poder coger otro usted y seguirla. ¿Cree que soy idiota? Pero Lina intervino furiosa:

—¿Y tú crees que yo le permitiría venir? ¿Crees que os lo permitiría a cualquiera de los dos?

Aquello ya era demasiado para Fichte, que tenía dificultades para seguir el hilo. Buscó alguna otra cosa que decir, pero tuvo que conformarse con dejar caer la cabeza sobre el pecho.

En aquel momento se adelantó Hoffner y agarró a Lina del brazo. Ella no ofreció resistencia.

—Espere aquí, Hans.

Encontraron una parada de taxis a la vuelta de la esquina. Habían caminado en silencio, aunque Lina le permitió que la llevara del brazo. Hoffner abrió la portezuela del automóvil y ambos permanecieron unos instantes así, mirándose el uno al otro. Fue entonces cuando Hoffner sintió remordimientos, no por lo sucedido entre ambos sino por el dolor que veía en los ojos de Lina.

—No le pasará nada —dijo, buscando algo que la consolara.

Pero aquella frase pareció empeorar las cosas.

—¿Piensas que eso es lo que hay? —repuso ella.

Hoffner no tenía ninguna respuesta. Lina habló en voz baja y sin hacer acusaciones—: Hans me ha llamado puta y tú no has dicho nada. —Hoffner se sintió abofeteado—. ¿Eso es lo que piensas, que soy una puta?

Hoffner estaba anonadado. Así que Lina era capaz de infligir dolor; no tenía ni idea.

—No —respondió.

Quiso pensar que la súbita sensación de mareo que le subió a la cabeza se debía a las costillas o al whisky, pero sabía que no era así—. No —repitió débilmente.

Aquello no era, ni con mucho, lo que debería haber contestado. Estaba dispuesto a decir algo más, cuando Lina se apartó de él y se metió en el taxi. Sin querer mirarlo, se acomodó en el asiento con la vista fija al frente.

Hoffner sabía que ya no había nada que decir. La observó unos instantes más y después cerró la portezuela. Le dijo la dirección al taxista y le entregó unas monedas, dinero suficiente para pagar la carrera.

Cuando regresó, Fichte ya no estaba. Aquella noche todos iban a acostarse temprano. A saber qué pensaría Martha de aquello.

EL TERCER PRISIONERO

Había hecho las reservas para el día siguiente, la mañana del jueves.

Mientras tanto, Hoffner había pasado la mayor parte de aquella mañana sufriendo una serie de baños calientes y masajes con linimento; no hubo manera de resistirse. Apenas había podido levantarse de la cama, y Martha no había perdido un segundo en hacer venir a un médico a casa. Según el especialista, algo se había desgarrado; durante unos días le dolería al respirar. Hoffner podía atribuir aquello al considerable tamaño de Fichte. El médico recomendó una semana de cama; Hoffner aceptó pasar acostado medio día.

Por suerte, su estado lo obligó a comprender lo útil que era el teléfono. Con el aparato en mano, todo el mundo parecía ser mucho más eficiente que cuando se les trataba en persona. Imaginó que una petición de una voz incorpórea transmitía una autoridad atribuible a algún origen superior: la frase «dos billetes para Munich» nunca había sonado tan mística.

Cuando regresó a la Alex el sobre de la estación lo estaba esperando sobre la mesa de su despacho. Escribió una breve nota y la introdujo, junto con uno de los billetes, en un sobre aparte. A continuación llamó a uno de los chicos de arriba y tres minutos después tenía a Sascha de pie en la puerta.

—¿Qué tal el conde? —le preguntó mientras buscaba un poco más en los archivos de Van Acker. Todavía estaba trabajando en el tal Manstein, que seguía siendo tan sólo un nombre. Al no obtener respuesta, alzó la vista—. El de Montecristo —aclaró—. ¿Todo bien?

A Sascha se le iluminó el semblante.

—Oh, sí, Herr Kriminal-Oberkommissar. Ahora estoy con La isla del tesoro.

Hoffner asintió con gesto apreciativo.

—Ya veo que te gastas el dinero en libros. Muy encomiable. —Le tendió el sobre, que llevaba la dirección de Kremmener Strasse escrita con gruesas letras—. ¿Sabes dónde está?

El chico leyó y afirmó con la cabeza.

—No los compro, Herr Kriminal-Oberkommissar —explicó al tiempo que se guardaba el sobre en el bolsillo—. Me los regala Franz cuando él ha terminado de leerlos. —Otra noticia sorprendente, pensó Hoffner—. ¿Quiere que me quede a esperar la respuesta, Herr Kriminal-Oberkommissar?

Hoffner sabía que la respuesta llegaría bastante pronto: a las nueve y trece minutos del día siguiente, si el horario era correcto.

—Sólo cerciórate de que llegue a su destinatario. No hace falta que esperes.

Antes de que le diera tiempo de sacar unas monedas, Sascha ya había desaparecido. Un chico extraño, pensó. Jamás conseguiría salir adelante en las calles. Tal vez opinara lo mismo el pequeño Franz.

El hotel Eden seguía siendo el cuartel provisional de la División de Fusileros de la Guardia de la Caballería, la Schützen-Division.

Hoffner se había asegurado de decirle al sargento de guardia que iba para allá; quería que cualquier persona que se interesara por conocer su itinerario supiera lo que tenía pensado hacer aquella tarde: un mensaje personal, porque era eso precisamente, para dejar bien claro que iba a hacer falta algo más que unos cuantos hematomas para disuadirlo. Tal vez, entonces, sí que una pizca de ego había hecho su aparición.

El problema era que, ahora que estaba en el hotel, seguía sin tener ni idea de lo que pretendía hacer. No era muy probable que Pabst ni Runge tuvieran mucho que decirle a un detective de la Kripo, aunque claro, ellos no eran personas inteligentes. Siempre existía la posibilidad de que supieran más de lo que deberían saber.

Aparte de los uniformes, a Hoffner le resultó difícil encontrar en la primera planta algo remotamente afín a la precisión militar. Por todas partes pululaban soldados, algunos armados, otros con las guerreras medio abotonadas, la mayoría con un cigarrillo colgado de la comisura de la boca. Aquéllas, bastaba verlo, no eran tropas regulares. La escasa ayuda que había obtenido Hoffner con su placa al otro lado de la ciudad, en el Estado Mayor, aquí era objeto de burlas y risas. Sólo cuando se disponía a subir a la segunda planta le gritó un sargento que estaba jugando una partida de cartas.

—¿Adónde cree que va, Herr Kripo? —El hombre sonrió a sus compañeros de juego.

Hoffner se detuvo y contestó sin alterarse:

—Por lo visto, a subir por esta escalera, ¿no le parece a usted, Herr sargento?

Al hombre no le hizo gracia.

—Nadie sube por la escalera sin que lo digamos nosotros.

Hoffner asintió para sí.

—Me alegro de saberlo. —Y reemprendió su camino.

Pero antes de que hubiera subido dos escalones, el hombre se puso de pie, rifle en mano, y amartilló el arma. Hoffner se detuvo, y el otro apuntó a la base de la escalinata.

—¿Me ha oído decírselo, Herr Kripo?

Se hizo el silencio en el vestíbulo. Ahora Hoffner era el centro de atención.

Se dio la vuelta muy despacio y miró fijamente al militar. Aguardó un instante y luego dijo:

—¿Va a dispararme, Herr sargento?

Se veía a las claras que aquel tipo no estaba acostumbrado a que lo desafiaran. Era maravilloso ver cómo un hombre luchaba de manera tan pública contra su propia arrogancia. Transcurrieron unos segundos de indecisión, hasta que por fin el sargento dijo atropelladamente:

—Enséñeme otra vez esa placa.

Hoffner estaba impresionado. El tipo había demostrado un notable autodominio. Bajó los escalones con tranquilidad, se metió la mano en el bolsillo del abrigo y extrajo su placa. La sostuvo en alto sin pestañear.

El sargento, sin mirarla siquiera, afirmó con la cabeza.

—De acuerdo. Puede subir.

Hoffner se quedó donde estaba y, muy despacio, volvió a guardarse la placa.

—Gracias, Herr sargento —dijo—. Ha sido usted de gran ayuda.

Acto seguido dio media vuelta y comenzó a subir las escaleras. A su espalda oyó los primeros murmullos de las conversaciones que de nuevo llenaron el vestíbulo. Se preguntó si siempre resultaría igual de fácil hacer retroceder a aquellos individuos.

El capitán primero Pabst se encontraba en su despacho —una habitación de hotel reconvertida que daba a los jardines— fumándose un cigarro con dos de sus oficiales, cuando Hoffner se presentó en la puerta. Al menos allí había un poco más de decoro. En el pasillo había un teniente sentado. Anunció a Hoffner y después se hizo a un lado.

Pabst invitó a Hoffner a entrar al tiempo que se abotonaba la guerrera. Todo sonrisas y encanto personal, le indicó una silla para sentarse.

—Por favor, Herr Oberkommissar. —Luego se volvió hacia los otros dos hombres—. Eso es todo, caballeros.

Los oficiales saludaron con una lacónica inclinación de cabeza y se fueron. Pabst aguardó detrás de su mesa.

—Espero no haberlo interrumpido, Herr Kapitän —empezó Hoffner, tomando asiento.

—En absoluto. ¿Un cigarrillo, Herr Oberkommissar? —Pabst guardaba su alijo particular en una cajita de plata que se sacó del bolsillo. Hoffner declinó el ofrecimiento—. Un inspector jefe de la Kripo —comentó Pabst—. ¿Qué puede haber aquí que sea de interés para usted? —Se puso un cigarrillo en la boca y lo encendió.

—Cuestiones de rutina, Herr Kapitän. En realidad, una formalidad. Es acerca de los asesinatos de Liebknecht y Luxemburg.

Pabst pareció recordar por un instante, antes de recuperar aquella sonrisa insulsa. Asintió con gesto de haber entendido.

—Oh, sí, por supuesto —respondió como si estuviera hablando de un soldado que había infringido el toque de queda—. Por lo visto, hay quien piensa que algunos de mis hombres participaron en este asunto, ¿me equivoco?

A Hoffner, aquella indiferencia le resultó casi creíble.

—Se ha publicado un artículo, Herr Kapitän. Ha habido acusaciones. Nosotros simplemente tenemos que investigarlas, eso es todo.

—Naturalmente. Pero, y corríjame si me equivoco, Herr Oberkommissar, todo lo que resulta impropio cae dentro de la jurisdicción militar. Eso es así, ¿no?

Hoffner se preguntó si aquella frase estaría impresa en algún manual de formación. Además, vio que Pabst había elegido con cuidado sus palabras: no había dicho «malas acciones» ni «actividades delictivas», sino «todo lo que resulta impropio». Pabst estaba estableciendo el tono de la conversación.

—Se trataba de figuras muy conocidas del público, Herr Kapitän. Tiene más que ver con la información. La manera que tenga el ejército de manejar sus asuntos no nos concierne a nosotros.

Hoffner se sentía complacido consigo mismo por aquella verborrea, aunque no supiera muy bien lo que quería decir. Por suerte, al parecer tuvo el mismo efecto en Pabst: una leve perplejidad que lo dejó sin respuestas auténticas.

—Naturalmente —contestó, pero su sonrisa ya no resultaba tan convincente.

Hoffner habló sin ambages:

—Entonces, ¿podría usted describir lo que sucedió el día quince de enero?

Pabst se entretuvo con su cigarrillo.

—Desde luego —respondió. Expulsó una gran nube de humo y empezó a contar una historia que ya conocían los dos: la detención en el piso de Wilmersdorf, el traslado de Liebknecht y Luxemburg al hotel, interrogatorio, identificación. Pabst finalizó diciendo—: Seguidamente di la orden de que los enviaran a la prisión civil de Moabit. Teníamos órdenes de llevar a Moabit a todos los líderes de la revuelta que capturásemos.

Hoffner había ido tomando notas en su cuaderno. Levantó la vista y dijo:

—Hubo ciertas dudas en lo referente al transporte, Herr Kapitän.

—Yo no sé nada de eso, Herr Oberkommissar.

—¿No eran hombres suyos los que se encargaron?

—Sí.

—Entonces usted debió de recibir un informe completo de las actividades de dicha unidad, ¿no es así?

Esperaba provocar algo más que una leve perturbación en el semblante de Pabst, pero esa habilidad se le daba mejor que a los hombres que mandaba.

—Liebknecht fue abatido a disparos cuando intentaba escapar, si se refiere a eso.

—¿Y Luxemburg?

El militar no se dio prisa ninguna, y se dedicó a aplastar el cigarrillo.

—Por lo visto, necesita oírlo de labios del interesado, ¿verdad? —Y sin esperar a que Hoffner contestara, descolgó el auricular del teléfono—. Haga venir al Leutnant Pflugk-Hartung. —Aquel nombre no lo había mencionado Jogiches. Pabst miró a Hoffner al tiempo que colgaba—. El hombre que mandaba la unidad, Herr Oberkommissar.

Jogiches había adjudicado dicho papel a un tal teniente Vogel, aunque se había abstenido de incluir aquella información en su artículo; tan sólo habían salido a la luz Pabst y Runge. Antes de que pudiera decir algo, Pabst ya estaba invitando a entrar al hombre que acababa de aparecer en la puerta.

—Pase, Leutnant.

Era como si Pflugk-Hartung hubiera estado esperando entre bastidores.

El joven teniente era el espécimen perfecto de la raza teutónica: cabello rubio claro y penetrantes ojos azules, en estricta posición de firmes. Distaba mucho de parecerse a la jarcia desaliñada que había dejado Hoffner en la primera planta. Sin embargo, las apariencias eran engañosas. En el momento en que Pflugk-Hartung abrió la boca, quedó claro el motivo por el que había sido relegado a la Schützen-Division. No era precisamente una lumbrera.

—Liebknecht se reveló como el perro que era —dijo Pflugk-Hartung—. Fue un placer dispararle cuando huyó corriendo como un cobarde.

El hecho de que Pabst lo hubiera presentado como su mejor carta decía mucho acerca del Herr Kapitän, también.

—¿Y Frau Luxemburg? —inquirió Hoffner.

Vio cómo se movían las ruedecitas del engranaje; también se fijó en la manera en que Pabst miraba a su hombre: como un tutor esperando a oír la recitación que acababan de repasar. Evidentemente, el rato que había pasado Hoffner en la primera planta no había sido todo jugar y divertirse; había dado tiempo a los de la segunda planta para prepararse.

Pflugk-Hartung respondió:

—Fue arrastrada por la chusma. No sé qué ocurrió después.

—¿La chusma consiguió arrebatársela a una magnífica unidad de la Guardia de la Caballería? Debía de ser una chusma imponente, Herr Leutnant.

Pabst intervino antes de que Pflugk-Hartung respondiera.

—Era la revolución, Herr Oberkommissar. La locura invadía las calles. Al fin y al cabo, mis hombres no eran más que seis.

Allí estaba por fin, pensó Hoffner. El primer detalle de verdad. Tal vez Pabst poseyera mucho más dominio de sí mismo que sus hombres, pero no menos arrogancia, y era aquella arrogancia la que estaba a punto de ser su perdición.

—¿Seis hombres para dos prisioneros? —exclamó Hoffner—. Parece un tanto escaso, Herr Kapitän. —No dio a Pabst tiempo de contestar; en vez de eso, se volvió hacia Pflugk-Hartung y le preguntó—: ¿Le sorprendió que le dieran sólo cinco hombres, Herr Leutnant, incluso para dar caza a un perro como Liebknecht…, y a Luxemburg, además? —Pabst hizo ademán de responder, pero Hoffner alzó rápidamente una mano y siguió con la mirada puesta en Pflugk-Hartung—. Quiero oírlo de labios de la persona interesada, Herr Kapitän. —Pabst era lo bastante listo para saber que cualquier otra objeción por su parte sólo serviría para empeorar las cosas. Pflugk-Hartung miró al frente; estaba claro que no sabía cómo actuar—. ¿Formaba parte de su unidad un tal Leutnant Vogel?

Pflugk-Hartung mostró una sorpresa momentánea; sus ojos bailaron mientras se esforzaba por buscar una respuesta.

—Se lo pregunto otra vez —dijo Hoffner—: ¿Formaba parte de su unidad un tal Leutnant Vogel?

Pflugk-Hartung contestó a toda prisa:

—Sí.

—¿Sí? —repitió Hoffner con fingida sorpresa—. ¿Dos oficiales en una unidad de seis hombres? ¿Había alguna razón para ello? —De nuevo Pabst trató de intervenir, y de nuevo Hoffner lo mantuvo a raya educadamente—. A no ser que hubiera dos unidades de seis hombres mandadas por dos tenientes distintos. ¿No hubiera sido más lógico así? —A aquellas alturas Pflugk-Hartung estaba ya que no hacía pie; continuó mirando al frente—. Tomaré eso como un sí, Herr Leutnant. —Hoffner se volvió hacia Pabst y habló deprisa—: Usted envió a Liebknecht y a Luxemburg a Moabit por separado, ¿cierto, Herr Kapitän? Dos prisioneros capturados en el mismo piso y al mismo tiempo, interrogados a la vez, identificados a la vez, pero transportados a la prisión civil de uno en uno. ¿Quién dio la orden de separarlos?

Pabst lo miró fríamente. No era así como se habían expuesto las cosas. Iba a responder, cuando exclamó Pflugk-Hartung en un impulso:

Herr Leutnant Vogel se vio retrasado por el tercer prisionero. —El muchacho creía sinceramente que estaba ayudando a su Herr Kapitän—. Por eso se decidió que mi unidad debía partir de inmediato.

Hoffner no le dio a Pabst oportunidad de responder.

—¿Un tercer prisionero?

Aquella vez Pabst se apresuró a intervenir:

—El Herr Leutnant está confundiendo al informador con un tercer prisionero. Ese hombre fue capturado al mismo tiempo que Liebknecht y Luxemburg. No había ningún tercer prisionero.

Hoffner miró al joven teniente a los ojos. El muchacho había cometido un error, y lo sabía.

—Entiendo —dijo Hoffner—. ¿Y en qué consistió el retraso?

—En lo que suele ocurrir en esos momentos —repuso Pabst sin inmutarse—. El informador exigió más dinero. Herr Leutnant Vogel se encargó de resolver la situación. —Sin alzar la vista, concluyó—: Eso es todo, Herr Leutnant. —Muy aliviado, Pflugk-Hartung ejecutó un taconazo y se dirigió hacia la puerta. Pabst esperó hasta que Hoffner y él se quedaron solos—. Fue una noche más de la revolución, Herr Oberkommissar. —Había vuelto el Pabst afable—. Pistolas y turbas incontroladas. ¿Qué otra cosa cabe esperar andando por ahí suelto un judío radical? Fui afortunado de no perder ningún hombre. Por supuesto, asumo toda la responsabilidad de todos los posibles contratiempos, la separación de los prisioneros, la ruptura de la disciplina con el informador, pero, como ha dicho usted, eso le corresponde decidirlo a un tribunal militar.

Hoffner vio adónde conducía aquello, de modo que no había razón para presionar más.

—Por supuesto —convino.

Pabst se levantó de su asiento.

—Por desgracia, ya le he concedido todo el tiempo que me era posible. Sabrá perdonarme, Herr Oberkommissar.

Hoffner se puso de pie.

—Ha sido usted muy amable, Herr Kapitän.

Tres minutos después, Hoffner atravesaba los jardines para subirse a un tranvía. Jogiches estaba enterado de la separación de Liebknecht y Luxemburg; estaba enterado de la existencia del tercer prisionero. A Hoffner no le cabía ninguna duda. La cuestión era: ¿qué estaba protegiendo Jogiches?

—¿Qué era exactamente lo que estaba haciendo usted en el hotel Eden, interrogando a un tal capitán Pabst?

El Kriminaldirektor Präger se hallaba de pie junto a la ventana de su despacho, sacudiendo la cabeza en un gesto de incredulidad.

—Acabo de recibir una agradable llamada telefónica de la Oficina del Estado Mayor para recordarme que la jurisdicción de la Kripo no llega tan lejos. —Miró fijamente a Hoffner—. ¿Qué está haciendo, Nikolai?

Era lo más animado que Hoffner veía a Präger en varios meses.

—Cerrar un caso, Herr Kriminaldirektor. Präger asintió escéptico.

—Ya, estoy seguro de que se trata de eso. —Regresó a su mesa—. No creo que se dé usted cuenta de lo delicadas que son las cosas en este momento. Puede que a usted no le importe, pero nadie sabe si este gobierno va a arraigar, de modo que mientras lo deciden, el Estado Mayor está mostrándose más bien parco en sus lealtades. Y a usted no le conviene pisar en el lado en que no debe, Nikolai.

—Quiere decir que no me conviene que este departamento pise en el lado en que no debe.

—Sí, eso es exactamente lo que quiero decir. —Präger se explicaba de forma muy clara—. Tanto si quiere aceptarlo como si no, usted es un hombre muy notorio en este momento. Lo que hace usted nos repercute a todos. De modo que, la próxima vez, piense antes de ir por ahí metiendo las narices donde no le corresponde.

—¿Y si me corresponde? —Hoffner dijo aquello sólo para ver cómo Präger se mordisqueaba la mejilla por dentro.

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