Roma

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Las siete colinas de Roma » I. Revolución

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Durante los días siguientes Emiliano retuvo para el estado romano gran parte del oro, la plata y los objetos sagrados de la ciudad. También se aseguró de que ninguno de sus amigos ni asociados se llevara demasiado botín, para que ni él ni ellos pudieran ser acusados por sus rivales políticos de Roma de haberse aprovechado de la guerra en beneficio propio. Semejante conducta equivalía al deshonor, el gran defecto de poner los intereses propios por encima de los de la república. Sólo después de haber guardado la tajada más grande para Roma permitió Emiliano que los soldados pusieran sus codiciosas manos en lo que quedaba de la ciudad.

Llegaron diez comisionados de Roma con una petición final para el gran conquistador. No debía quedar nada de Cartago, dijeron. Así que incendiaron la ciudad, que estuvo ardiendo durante diez días, la demolieron piedra a piedra, ladrillo a ladrillo, y el ejército completó la erradicación más absoluta y concienzuda de una ciudad y su cultura que se conoce en la historia antigua. En la actualidad tenemos testimonios arqueológicos del incendio y la demolición. Los 50 000 supervivientes de una ciudad de cerca de un millón de habitantes fueron vendidos como esclavos.

Los pueblos que habían apoyado a la ciudad fueron también destruidos, mientras que los que habían apoyado a Roma fueron recompensados. Así se fundó la nueva provincia romana del norte de África. Pero cada vez era más difícil ver dónde estaban aquellas ancestrales virtudes de piedad, justicia y honor y qué papel habían desempeñado, si es que habían desempeñado alguno.

El mismo año que Cartago fue arrasada hasta los cimientos, la rica ciudad griega de Corinto fue también metódicamente saqueada por los romanos. De nuevo fue un castigo por desafiar su poder en la zona. Los dos sucesos tuvieron lugar en el plazo de pocos meses y por esta razón el año 146 a.C. sería decisivo en la historia romana. A lo largo y ancho del mar Mediterráneo, desde la costa atlántica de Hispania hasta la frontera de Grecia con Asia Menor, Roma era el amo supremo. Podía hacer cualquier cosa que quisiera a quien quisiera y podía hacerlo sin temor a las represalias. Ni siquiera tenía que cumplir su palabra. En la guerra con Cartago, la antigua virtud de la fides había sido violada y, a pesar de eso, Roma había salido victoriosa. Los dioses romanos aún parecían estar de su parte y garantizar el triunfo.

Antes de abandonar el norte de África, Emiliano cumplió con un último deber. Tiberio había sido popular y se había ganado el afecto de los soldados. El triunfo bélico del joven fue recompensado cuando Emiliano concedió a su primo la corona mural por su valor al ser el primero en saltar las murallas de Cartago[23]. Pero en los años siguientes, las consecuencias de destruir Cartago perseguirían a los que lo habían hecho, tanto al dubitativo general como al condecorado soldado de diecisiete años. En realidad, el coste de esta atrocidad romana separaría a los dos primos andando el tiempo.

CRISIS EN ROMA

Cuando Tiberio volvió a Roma, entró en la gloria. Ceñido con la corona mural de oro, el joven idealista se paseó por las principales calles de la ciudad en el centro de un gran desfile. Todos los templos estaban abiertos y llenos de guirnaldas e incienso. De las azoteas caían a raudales pétalos de rosa y los ayudantes de los funcionarios hacían lo que podían para controlar la marea humana. El pueblo romano abarrotaba las calles, vitoreaba, reía y todos se abrazaban[24]. Toda esta emoción y celebración era en honor de un magnífico acontecimiento: el triunfo de Emiliano, el ilustre premio con que el Senado recompensaba y honraba la victoria del general en Cartago.

Los trompetas abrían camino, tocando la misma música marcial con la que anteriormente habían animado a los soldados a entrar en combate. También había bueyes, con los cuernos dorados y guirnaldas. Algunos soldados, con su mejor coraza, portaban maquetas, planos y pinturas que describían la ciudad que habían conquistado y escenas críticas de la guerra. Tras ellos avanzaba un bosque de carteles con los nombres de lugares extranjeros ya sometidos. Tras el desfile de cautivos cartagineses, el botín de la ciudad y las corazas amontonadas, iba Emiliano en su carro. Llevaba la toga púrpura con estrellas de plata bordadas, y el rostro embadurnado de pintura roja. De esta guisa, era la personificación de Júpiter, el mayor de los dioses que protegía Roma, aunque no se cuestionaba la naturaleza casi divina del conquistador. El esclavo del Estado que iba tras él probablemente sostenía encima de la cabeza de Emiliano una pesada corona de pan de oro, pero cada vez que la multitud vitoreaba, murmuraba al general: «Recuerda que sólo eres un hombre».

El desfile terminó con una ceremonia en el Capitolio, es decir, el templo de Júpiter del monte Capitolino, el lugar desde el que Emiliano se había puesto en camino el año anterior. Los principales cautivos de Cartago fueron conducidos a la prisión que había al pie de la colina y ejecutados. Cuando sus muertes se hubieron confirmado, Emiliano presidió el sacrificio. Subió los escalones del templo, vertió vino sobre la frente de un buey, le espolvoreó el lomo con harina y luego le recorrió el espinazo con un cuchillo. Acto seguido, como si fuera una señal dirigida a los esclavos que esperaban para degollar al animal, se puso un pico de la toga sobre la cabeza, a la manera de los sacerdotes, y el animal fue debidamente sacrificado. Puede que el sacrificio fuera una manera de dar gracias a Júpiter por el triunfo de Emiliano en África, algo que éste había prometido hacer antes de salir de Roma. Con la promesa cumplida, el desfile triunfal concluyó con la celebración de banquetes y festines.

El heroico hijo estaba otra vez en Roma y Cornelia debió de animarle para que la acompañase a cenas y reuniones sociales organizadas por la oligarquía. Para promoverse políticamente, el joven necesitaba establecer contactos con urgencia, adquirir más experiencia militar con grandes generales como su primo Emiliano, y utilizar como llave maestra la corona mural que había ganado en Cartago. Las «profesiones» políticas de la Roma del siglo II a.C. no tenían nada que ver con los políticos modernos. El cargo no tenía asignado ningún sueldo. No había un horario de nueve a cinco ni semana de cinco días. Las posibilidades de éxito en la vida política de un aristócrata romano dependían de una estrecha ventana de oportunidades: ganar las elecciones anuales para ser funcionario.

Si se cumplían bien las obligaciones del cargo, las recompensas llovían generosamente sobre el titular: fama, gloria, prestigio y la posibilidad de obtener grandes riquezas. En consecuencia, la competición era muy reñida y se intensificaba más si cabe porque los cargos de la pirámide burocrática se reducían conforme se acercaban a la cima, donde estaban los más difíciles de conseguir. Emiliano había llegado a la cima. Ahora le tocaba el turno a Tiberio. Si a ello vamos, se decía que Cornelia reprochaba a sus dos hijos que aún la llamaran suegra de Escipión Emiliano y no madre de los Gracos[25]. Pero aunque sus contactos y su incipiente carrera política hubieran estado en las intenciones de la madre, había un debate en la alta sociedad de Roma que habría interesado mucho más al joven Tiberio. Se refería a las riquezas que todos habían visto llegar a Roma hacía muy poco.

El botín de las ciudades de Cartago y Corinto, el tributo de las nuevas provincias de Sicilia y Cerdeña y la recaudación de las minas de Hispania representaron una entrada masiva de dinero en la ciudad. Roma estaba prosperando. La ciudad se convirtió en un hervidero de industria e inversiones: se construyeron embarcaderos y mercados, se duplicó el suministro de agua y se planificaron grandes obras públicas. A pesar de esta prosperidad, no todos los sectores de la población tenían acceso a la riqueza. La ciudad que Tiberio encontró al volver a Roma reflejaba la creciente división entre ricos y pobres.

Roma no era aún la gloriosa ciudad de mármol del apogeo del imperio, con espacios públicos organizados y sombreadas columnatas. Era una ciudad de contrastes y contradicciones. En cuanto Tiberio se alejaba del Foro, los templos y las zonas públicas de reunión, y dejaba atrás las grandes arterias de la Vía Sacra y la Vía Nueva, podría haberse perdido fácilmente en el laberinto de callejas caóticas y claustrofóbicas. Eran tan estrechas que las casas con balcones y varios pisos casi se tocaban por la fachada; la gente arrojaba la basura y las aguas fecales desde las ventanas. En los barrios más pobres, como el Esquilino, las casas de adobe y cañas estaban tan ruinosas que a menudo se tenían en pie porque se apoyaban unas en otras. En consecuencia, se derrumbaban a menudo o ardían en cuanto se declaraba un incendio cerca. No era infrecuente ver una casa quemada al lado de un templo hermosamente restaurado por un aristócrata rico.

A pesar de su mala calidad, las casas estaban divididas en viviendas, para que los inquilinos pudieran apiñarse en áticos, sótanos e incluso en chozas construidas en azoteas. Los romanos anunciaban las viviendas vacías poniendo el rótulo de «Se alquila» en el exterior del edificio y los alquileres que cobraban eran cada vez más exorbitantes. Los que no se los podían permitir buscaban refugio en los escondrijos y rincones de los edificios públicos, bajo escaleras o incluso en las tumbas grandes. Como no había cocinas en los alojamientos baratos, la actividad de los ciudadanos pobres y de los esclavos alborotaba las calles, y las abundantes tabernas y restaurantes bullían de gente. Y toda esta actividad tenía lugar entre incesantes ruidos de carros, carretas, literas y caballos. A finales del siglo II a.C. Roma era literalmente una ciudad que no dormía.

La mayoría de la población romana, casi un millón de habitantes, vivía apretujada en la palpitante metrópoli. Pero la aristocrática minoría en cuyos círculos se movía Tiberio tenía una experiencia muy diferente de la ciudad. El aire que era sofocante en las calles atestadas y caóticas era fresco y limpio en el monte Palatino. Era una de esas colinas exclusivistas adonde los ricos y aspirantes a serlo, transportados en literas, se retiraban a sus lujosas villas y jardines con columnas. El estilo de estas nuevas residencias era sorprendentemente innovador. La empresa imperial no sólo había cubierto de dinero a la oligarquía, sino que la había hecho sensible a las influencias extranjeras. El estilo griego era el que tenía más caché, pues los aristócratas romanos admiraban la civilización antigua, sofisticada y estetizante de Grecia.

Como correspondía a la posición de Roma en el corazón del nuevo imperio, la ciudad se convirtió también en el centro a través del cual el arte y la influencia griega circulaban y adquirían valor. Los aristócratas embellecieron no sólo la ciudad sino también sus casas, con monumentos, templos y pórticos de influencia griega. No ser menos que los Fabios o los Claudios o cualquier otra familiar aristócrata era un prestigio que se conseguía exhibiendo aparatosamente un mural exótico de inspiración helenística o el último grito en estatuaria griega de mármol. La madre de Tiberio causó sensación cuando heredó de su tío Lucio Emilio Paulo, el conquistador de Macedonia, la mayor biblioteca romana de manuscritos griegos.

Estas ostentosas exhibiciones de prosperidad y éxito producían un efecto peligroso. No sólo eran una muestra del prestigio y la posición política de un noble, sino también un acicate para otros. Por ejemplo, cuando un aristócrata como Emiliano volvía de guerrear por el extranjero, podía invertir su riqueza recién adquirida en un gran monumento, en una lujosa obra de arte, o en ganar influencia entre sus asociados políticos y atraerse al pueblo romano. Así se establecía una nueva cota. Desde ese momento, los demás aristócratas tenían que moverse para estar a su altura y no bajar de categoría. La única manera que tenían de conseguirlo era presentarse a las elecciones y conseguir un cargo mayor. Una pretura podía dar al candidato ganador la oportunidad de sacar provecho personal de la administración de una provincia. Por supuesto, ganar un consulado era llevarse el gordo, pues permitía estar al frente de los ejércitos de la república y beneficiarse de las conquistas. Sólo ostentando este cargo podía un aristócrata igualar el triunfo de un rival; sólo así podía tener la esperanza de elevar la posición de su familia a la misma altura que la del otro. Si los Cornelios, los Emilios o los Sempronios tomaban un camino, sus rivales tenían que ir detrás[26]. Pero en 140 a.C. esta forma tan interesada de competencia estaba corrompiendo la república, o eso se decía.

Conforme aumentaban las recompensas del imperio, la oligarquía competía con intensidad creciente por los cargos y el prestigio. Cuanto más se concentraban en sus ambiciones, más ciegos se volvían a la creciente pobreza de Roma. La división entre ricos y pobres aumentaba cada vez más debido a que los botines se repartían de forma desigual. Algunos temían que la oligarquía se volviera aún más egoísta y avariciosa, y que las masas de Roma se rebelaran, frustradas por sus carencias e indignadas por la codicia de los ricos[27]. En otras palabras, la grande y noble república «libre» estaba al borde del precipicio, a punto de desmembrarse. ¿Cómo había llegado a esta situación?

El principal motivo por el que crecía la división entre ricos y pobres era la tierra. En el siglo II a.C. el ejército romano no era, como los modernos, un ejército profesional pagado por el Estado. Era una milicia temporal de ciudadanos romanos y aliados procedentes de comunidades de toda la península italiana. Formar parte del ejército era una obligación inexcusable para ser ciudadano romano, y mientras Roma conquistaba Italia, también impuso esta obligación en los habitantes de fuera de la ciudad. Para ser admitido en el ejército, un ciudadano tenía que tener al menos una parcela de tierra, aunque fuera pequeña. La lógica que yacía tras este requisito era que ser propietario equivalía a tener una participación en la república, y como ciudadano nacido libre, tenía el deber de proteger esa participación en el ejército. En consecuencia, el ejército estaba compuesto principalmente por minifundistas.

Mientras Roma libró campañas cortas y locales en Italia, el sistema de soldados-ciudadanos funcionó bien, ya que permitía que los hombres volvieran a sus casas a intervalos regulares. Pero con la conquista del Mediterráneo, los ejércitos romanos se vieron obligados a permanecer durante largos períodos en Hispania, África y los territorios orientales. Los mandos militares empeoraban el problema al elegir continuamente a los soldados más experimentados. En consecuencia, estos soldados permanecían en el ejército año tras año y, aunque algunos volvían finalmente a su tierra, muchos otros no. Inevitablemente, las casas de labor se resintieron: cayeron en la desidia y el abandono, y los miembros de la familia que aún vivían allí tenían que afrontar las deudas crecientes y el hambre. Para aliviar la presión, los pequeños terratenientes o sus familias vendían o abandonaban las tierras.

El descalabro de los minifundistas benefició a los aristócratas. En la república romana, la inversión más segura era la tierra. Conforme la oligarquía se enriquecía con los botines de las conquistas y la inherente construcción del imperio (contratas del Estado para construir carreteras, alcantarillado, edificios y acueductos, fabricación de armas, aprovisionamiento del ejército y la armada, concesiones de minas y canteras), utilizaba su riqueza para sacar provecho de la desesperación de los pequeños propietarios y adquirir su tierra «con un poco de dinero, otro poco de persuasión y otro de fuerza, para tener grandes fincas en lugar de casas de labor individuales»[28]. La acentuación de este problema fue otra cruda realidad acarreada por la construcción imperial: a la oligarquía le pareció rentable que las labores del pastoreo y la agricultura las realizaran esclavos importados de todos los rincones del Mediterráneo. La consecuencia fue que ni siquiera los pequeños propietarios pudieron trabajar por cuenta ajena en las grandes fincas.

Desarraigados y desposeídos, algunos campesinos aguantaron en parcelas de poca monta, malviviendo con lo que podían producir y con algún trabajo ocasional como la siega. Pero otros, atraídos por la perspectiva de trabajar en la fabricación de armas, en la construcción o en los astilleros, acudieron en creciente número adonde creían que las calles estaban pavimentadas de oro: Roma. Pronto se darían cuenta de su error. Las industrias no eran lo bastante grandes para absorber las oleadas de campesinos y otras vías potenciales de empleo también estaban al límite: los trabajos especializados en alfarería, el sector textil y la artesanía se confiaban por tradición a los esclavos procedentes de las sociedades de Oriente, más hábiles y refinadas, y que abastecían a Roma, a bajo precio, de objetos caprichosos y de moda en el mercado de consumo. Por estas razones, la masa de parados empezó a aumentar. El problema real, como Tiberio descubriría rápidamente durante su estancia en Roma, era que la minoría aristocrática estaba profundamente dividida sobre la forma de solucionar la creciente crisis.

Tomemos por ejemplo a Publio Cornelio Escipión Nasica, primo de Emiliano y de Tiberio. Engreído, arrogante y político experto, era cincuentón y un influyente senador en aquel momento. Era además uno de los mayores latifundistas de la oligarquía y estaba interesado en mantener el statu quo. Su punto de vista estaba claro. Las clases inferiores recibían los beneficios materiales como siempre, gracias a la buena voluntad y a la generosa ayuda de la minoría dominante. El sistema tradicional funcionaba perfectamente[29]. Los mecenas de la aristocracia, aducían, entregaban a las clases inferiores grandes sumas de dinero para edificios públicos, planes de alimentación y entretenimiento, como las luchas de gladiadores y las carreras de carros. ¿Qué más querían?

Otros adoptaron la postura contraria. Lo que se necesitaba para resolver el problema, decían, no era la despreocupación de los conservadores del Senado, sino una reforma activa y nuevas leyes. Uno de los defensores de esta postura era el senador Apio Claudio Pulcher, político veterano, apasionado, filósofo y ambicioso, además de miembro de una de las más antiguas familias patricias de Roma. Decía que la república dependía de la armonía entre las clases, entre el Senado y el pueblo. La crisis de la tierra estaba destruyendo esta armonía y era necesario pasar a la acción urgentemente. En 140 a.C. las dos facciones se enfrentaron a golpes. Un senador llamado Cayo Lelio fue nombrado cónsul aquel año y al entrar en funciones propuso una reforma agraria para tratar de arreglar la injusticia que suponía el creciente número de campesinos sin tierras. Cuando la presentó ante el Senado, fue recibida con tal indignación por la mayoría, cuyos intereses estaban amenazados, que Lelio la retiró. Por esta decisión fue recompensado con el sobrenombre de Lelio el Prudente.

En 138 a.C. la facción conservadora de Nasica se imponía a los reformistas de Pulcher y había señales claras de que la crisis de la tierra no se solucionaba, sino que estaba empeorando. Con 200 000 esclavos sublevados inesperadamente en Sicilia y el ejército romano desplegado por todas partes, Roma sufrió escasez de grano. Aquel mismo año desertaron en masa multitud de soldados de los campamentos de Hispania, hartos de un servicio tan largo y lejos de sus tierras. Muchos fueron capturados y castigados por el mismo Nasica: los azotaron en público y los vendieron como esclavos por un humillante sestercio[30]. Pero no pasaría mucho tiempo sin que otro hombre fuera testigo de la crisis. Tiberio vería en persona a qué extremos había llegado la situación.

Aunque 138 a.C. fuera un año de revueltas políticas para Roma, para Tiberio fue el año en que despegó su carrera política. En verano fue elegido para su primer cargo, el de cuestor, relacionado principalmente con actividades financieras del Estado. Pero sus obligaciones no le anclaron a la metrópoli y volvió a la guerra, esta vez en Hispania. En el noreste de la provincia se venía luchando desde hacía años para acabar con la resistencia de las tribus medio independientes de Numancia. Los hispanos habían mostrado una sorprendente resistencia física y una feroz determinación. Además, la geografía del terreno era un laberinto impenetrable; se combatía únicamente en desfiladeros, barrancos peligrosos y difíciles pasos de montaña. Una serie de oficiales romanos había intentado terminar esta guerra fastidiosa y obstinada, sin conseguirlo. Al frente de la última expedición iba Cayo Hostilio Mancino, el cónsul de 137 a.C., y estaba dispuesto a aplastar a los rebeldes de una vez para siempre. Para gestionar los asuntos económicos se llevó con él al cuestor Tiberio, que entonces contaba veinticinco años.

Con los libros de contabilidad en la mano y los pies apoyados firmemente en la escala política, Tiberio honraba el recuerdo de la gloriosa carrera de su padre. Pero camino de la guerra vio algo que sería su auténtico despertar político. También sería de crucial importancia para la leyenda de Tiberio. Mientras su destacamento atravesaba Etruria, la región situada al norte de Roma, se dio cuenta de que la construcción del imperio lo había empeorado todo. No vio activas granjas unifamiliares de ciudadanos romanos, sino grandes fincas trabajadas por esclavos extranjeros[31]. Es posible que también encontrara por el camino a familias campesinas obligadas a abandonar sus tierras tras la muerte de los varones, o cuyas granjas sencillamente se habían vuelto improductivas a causa del abandono y la falta de ayuda. Las fuentes antiguas dejan muy claro que la experiencia de Tiberio en Etruria inspiró el dramático rumbo que imprimió a su vida cuando regresó a Roma. Aunque los sucesos de Hispania serían el detonante.

CAÍDA EN DESGRACIA

La expedición de Mancino tuvo malos presagios desde el principio. Los pollos que iban a ser sacrificados a los dioses escaparon de la jaula; luego, al embarcar para Hispania oyó que gritaban: «Mane Mancine» (Quédate, Mancino); tras cambiar de barco y escoger otro puerto para hacerse a la mar, el desafortunado general retrocedió de nuevo al ver a bordo una serpiente que huyó sin que pudieran capturarla.

La expedición continuó como había comenzado. En Hispania, Mancino perdió un enfrentamiento tras otro con los numantinos. La única nota de esperanza se debió a su joven cuestor. «En medio de las sucesivas desgracias y reveses militares que caracterizaron la campaña, el valor y la inteligencia de Tiberio brillaron con toda su fuerza»[32]. El joven aristócrata demostró la fortaleza de su carácter guardando siempre «respeto» por su superior y «honrándole», a pesar de los lamentables progresos del general. Pero un desastre en particular puso a prueba a los dos.

Una noche, Mancino oyó un rumor falso según el cual importantes refuerzos de tribus vecinas estaban a punto de unirse a los numantinos. Presa del pánico, el general romano decidió levantar el campamento en la oscuridad y trasladar el ejército a un terreno más ventajoso. Mientras se extinguían las hogueras y la silenciosa retirada comenzaba, los numantinos se enteraron del plan y respondieron con gran celeridad: ocuparon el campamento romano y luego atacaron el ejército que huía. La infantería de retaguardia sufrió la mayor parte de las bajas, pero lo peor llegó después. Los 20 000 soldados del ejército romano se encontraron rápidamente atrapados en un terreno abrupto y rodeados por una fuerza enemiga casi cinco veces inferior. No había forma de escapar.

A Mancino no le quedó más remedio que mandar delegados a los numantinos para buscar un acuerdo de paz. El enemigo hispano declaró que sólo negociaría con Tiberio. Respetaban tanto las cualidades personales de su padre y le tenían en alta estima que sólo le aceptarían a él. El motivo de esta actitud se remontaba a 178 a.C., año en que el padre de Tiberio había formado una paz con los numantinos: se había responsabilizado de ellos, se había convertido en el protector de sus intereses en Roma y había apostado su propio nombre y honor en la empresa de mantener la paz. Y por encima de todo, el viejo Graco «siempre había procurado que el pueblo romano mantuviera el tratado de paz con estricta justicia». Así pues, tomando como base el prestigio de su familia, el joven Tiberio negoció con los jefes numantinos y finalmente, tras ceder en unos puntos y sacar concesiones en otros, acordaron un tratado que establecía la «igualdad de numantinos y romanos»[33]. La paz fue declarada solemnemente con un juramento.

Con esta acción Tiberio salvó la vida de 20 000 soldados romanos, así como la de muchos esclavos y avitualladores del campamento. El ejército quedó libre y se puso en marcha hacia Roma, pero no sin que los numantinos se quedaran con sus armas y pertenencias, y exigieran a Mancino que también hiciese un juramento de honor y paz. Pero cuando el ejército romano hubo partido, Tiberio demostró ser concienzudo en el cumplimiento de sus obligaciones como cuestor. Fue solo a Numancia y pidió que le devolvieran los libros de contabilidad, que habían sido confiscados. Los jefes numantinos, contentos de verlo de nuevo, le pidieron que entrara en la ciudad y dejaron claro que podía confiar en su amistad. Después de cenar con ellos, Tiberio también partió para Roma con sus libros de contabilidad. Dado su éxito, puede que imaginara una recepción de héroe. La realidad no pudo ser más diferente.

El tratado romano con los numantinos fue acogido en el Senado con virulento desdén, provocando un encendido debate. Nasica, el primo de Tiberio y Emiliano, expresó el parecer de los halcones dominantes: aquello no era paz, sino una desdichada e ignominiosa rendición. Los numantinos no eran sus «iguales»; ni siquiera eran un enemigo que mereciera un tratado de paz. Más bien eran rebeldes de una provincia romana y debían ser aplastados a toda costa. Mancino fue llamado a juicio y se defendió lo mejor que pudo: ¿y las vidas salvadas? Aunque el tratado no fuera un triunfo en términos absolutos, sí que lo era dadas las circunstancias.

Tiberio, al lado de Mancino, empleó en el debate toda su habilidad retórica y su educación para defender a su superior. Pero no hubo forma de que el Senado se apeara de su creencia en la invencibilidad romana. Desde la destrucción de Cartago, Roma era la única potencia, la dueña del Mediterráneo. Podía hacer lo que quisiera y a quien quisiera. ¡Si el precio de derrotar a los rebeldes numantinos era la gloriosa muerte de 20 000 soldados al servicio de la república, que así fuera!

Mancino respondió suplicando al Senado que tuviera en cuenta la baja calidad de los soldados que tenía a su disposición en Hispania. La leva había dado un ejército inexperto, mal disciplinado y peor provisto que no había sido capaz de mejorar el anterior general en Hispania, Quinto Pompeyo. Pero de nuevo su defensa no fue suficiente para ayudarle. Una de las razones era el prestigio. Pompeyo tenía poderosos amigos dentro del Senado, mientras que la familia de Mancino tenía mucha menos influencia política. Se nombró una comisión encabezada por Emiliano y sus amigos para dirigir una concienzuda investigación. El Senado, ante el horror de Mancino y Tiberio, rompió el tratado de paz.

No fue un gesto estrictamente ilegal, ya que todos los tratados firmados en el campo de batalla tenían que ser ratificados por el Senado. Pero el problema era sobre todo moral: rechazar el tratado era hundir la reputación de la fides republicana. Una violación semejante tenía que incurrir en la ira de los dioses. Para reparar este error, la comisión presentó dos propuestas para que las votara el pueblo: o Mancino, como general responsable en Hispania, era entregado a los numantinos, o en su lugar se entregaba a su estado mayor. Entonces entró Emiliano en el terreno de juego. Utilizó su poderosa influencia entre los senadores para ayudar a su primo y el Senado acabó respaldando la primera propuesta, que fue ratificada por el pueblo. Se decretó que Mancino fuera el único castigado. Siguiendo una vieja costumbre militar, el ex cónsul fue desnudado, cargado de cadenas y conducido a Hispania con una escolta militar para ser entregado a los numantinos. Los hispanos se negaron a aceptarlo y Mancino regresó a Roma lleno de vergüenza.

Tiberio se había salvado de la condena, pero esto no le sirvió de consuelo. La vida del joven estaba en ruinas. El primer golpe era una herida personal. Su propio primo, su cuñado, el hombre que había sido su modelo en Cartago había sido incapaz de salvar a Mancino, y además había sido el que había dado el voto decisivo contra el tratado de Tiberio. Los lazos de amistad y parentesco entre los dos primos quedaron rotos para siempre. Ya sólo quedaban ira y reproche.

El segundo golpe fue aún más doloroso. El rechazo del tratado por parte del Senado había destruido definitivamente la carrera de Tiberio. Había puesto en juego su integridad y dignidad personales y las de su difunto progenitor. Lo cierto es que la lealtad del pueblo numantino había sido traicionada. Pero las consecuencias de este hecho fueron más profundas y personales. Con el rechazo del tratado de paz, Tiberio había dañado irrevocablemente la reputación de su familia, de su padre y la suya propia. El prestigio siempre había sido el ingrediente principal de una carrera política en la república romana, la clave para llegar a lo más alto. Las familias aristocráticas lo habían acumulado durante cientos de años, estimulando a los hijos a igualar los logros de sus padres. A Tiberio le había sido arrebatada para siempre la posibilidad de ganarse el respeto y la lealtad de aliados y asociados y del pueblo romano. O eso parecía.

La suerte de Tiberio Sempronio Graco el Joven habría podido ser sólo una nota a pie de página en el libro de la historia. Seguramente hubo docenas de Tiberios, brillantes jóvenes aristócratas que no explotaron todo su potencial y de los que no sabemos nada. Pero un sencillo hecho alteró espectacularmente el curso de la vida de este Tiberio: su tragedia personal se cruzó con la crisis que atenazaba a Roma. Esta coincidencia desencadenó la mayor convulsión que había conocido la república hasta entonces. Ella sola puso a Tiberio contra el Senado, contra los amigos y aliados de su familia y sus antepasados, y grabó su nombre en los libros de historia. Ya no podía seguir una carrera ilustre y honorable a la manera de sus antepasados; ese camino a la fama estaba cerrado. Pero le aguardaba otro diferente.

Cuando Tiberio abandonó la Cámara del Senado en desgracia, el pueblo lo recibió de otro modo. Las esposas, madres, padres, hijos y abuelos de los 20 000 ciudadanos romanos cuyas vidas había salvado en Hispania acudieron en masa al Foro, gritaron su nombre y lo aclamaron como a un héroe. Casi inadvertidamente se había ganado el amor y el respeto de la plebe. Quizá en aquel momento se sembrara la semilla de una idea. El futuro de Tiberio, su oportunidad para encauzar su inteligencia, su idealismo y su habilidad política, su oportunidad para ser digno de las hazañas de su padre no se encontraban ya en el Senado, sino en «la causa del pueblo llano»[34]. La ambición del aristócrata había encontrado otra salida.

Entre el verano de 136 a.C. y el de 133 los acontecimientos se precipitaron. Saltándose la tradición constitucional, Emiliano fue elegido cónsul por segunda vez para que dirigiera la campaña de Hispania. El pueblo creía fervientemente que sólo él podía poner fin a aquella guerra bochornosa. En consecuencia, el Senado, bajo la masiva presión popular, volvió a saltarse los obstáculos constitucionales y Emiliano fue nombrado cónsul por segunda vez. Partió hacia Hispania en 134 a.C. Haciendo gala del mismo genio militar, disciplina y determinación que había revelado en Cartago, en 133 a.C., Emiliano consiguió someter Numancia tras otro salvaje asedio. Duró once meses, quedó apenas un puñado de numantinos vivos (muchos habían preferido suicidarse a rendirse) y también concluyó con la destrucción de la ciudad.

Mientras tanto, en Roma, la vida de su primo seguía un sendero radicalmente diferente. La primera señal manifiesta del cambio de dirección de Tiberio fue su boda con la hija de Pulcher, lo que indicaba que estaba rompiendo claramente con la facción de sus primos Emiliano y Nasica, que se oponían implacablemente a Pulcher, y que se aliaba con la facción reformista del Senado. En este grupo había un eminente abogado y un venerable jefe de colegio sacerdotal: Publio Mucio Escévola y Publio Licinio Craso. Tiberio estaba contento de haberse asociado con estos poderosos personajes. Encajaban en su visión política y en la crisis en la que concentraba su ambición. Lo que había visto camino de Hispania había sido su despertar político. Ahora, catalizada por su humillación política, aquella conciencia floreció. Según Plutarco, lo que por encima de todo impulsó a Tiberio a unir sus fuerzas con las de Pulcher fue la difícil situación de las masas sin tierra. Ellas fueron las que «activaron las energías y ambiciones de Tiberio garabateando consignas y peticiones» en paredes, pórticos y monumentos de la ciudad[35]. Pero la cuestión a la que se enfrentaban los reformistas era cómo mejorar su suerte.

El plan de reforma era sencillo: Tiberio se presentaría a las elecciones para tribuno de la plebe, figura que desde los primeros días de la república había estado dedicada a proteger los intereses de la plebe y que, crucialmente, tenía autoridad para proponer leyes ante la Asamblea Popular, el cuerpo soberano en el que votaba la plebe. La estrategia que seguiría a estas ansiadas elecciones también era clara: los reformistas propondrían una ley por la que una comisión se encargaría de investigar qué terrenos públicos habían sido ilegalmente ocupados por terratenientes, excediendo el límite permitido de 125 hectáreas; además, deberían concederles autoridad para redistribuir estos terrenos públicos entre los ciudadanos sin tierras. La justicia de la propuesta radicaba en el hecho de que no hacía más que resucitar una vieja ley que especificaba el mismo límite, pero que había sido descuidada durante siglos. Para que el plan funcionara, lo único que necesitaba Tiberio era ganar las elecciones. Tras hacer una vigorosa y apasionada campaña, fue elegido para el cargo. Durante 133 a.C. Tiberio fue uno de los diez tribunos de la plebe.

Los miembros conservadores del Senado vieron pronto el peligro. Muchos poseían grandes extensiones de terreno público que sobrepasaban el límite legal. Y el hombre que más tenía que perder con el proyecto de reforma agraria de Tiberio era el propio Nasica. Presididos por él, los conservadores del Senado se reunieron y se prepararon para contraatacar. Incluso en las elecciones para el tribunado propusieron a un candidato que representara sus intereses en la Asamblea Popular. Marco Octavio, amigo de Tiberio desde la infancia, había declinado al principio apoyar a la facción de Nasica y presentarse a las elecciones. Pero se habría necesitado un alma dura y firme para resistir el fuerte acoso de una camarilla de aristócratas. Puede que bastara con decirle que no tendría carrera política en Roma a menos que hiciera lo que se le decía. Lo que es seguro es que Octavio se presentó a las elecciones al tribunado y también ganó.

Cuando los dos hombres aceptaron el cargo a principios de 133 a.C., Roma estaba a punto de ser testigo de la mayor confrontación política de la historia de la república. Por primera vez habría puñales en el Foro.

ASESINATO EN ROMA

El glorioso tesoro obtenido con la derrota de Cartago, trece años antes, debía de parecer cosa de otra época a principios de 133 a.C. Los proyectos monumentales para conmemorar las victorias aristocráticas en la guerra se habían interrumpido; el precio del grano se había duplicado y se volvió a duplicar; y la costosa guerra de Hispania, todavía sin resolver, había dejado vacías las arcas del Estado. Mientras, con los desposeídos engrosando las cifras, el desempleo en la ciudad era mayor que nunca.

En este año febril y tenso, el proyecto de ley de Tiberio Sempronio Graco, tribuno de la plebe, se escribió en una tabla blanqueada y se colgó en el Foro. Se señaló el día de las elecciones, en el cual tendrían que votar las treinta y cinco tribus (o colegios electorales) de la plebe. Cuatro tribus representaban a la plebe urbana, siete a los arrabales y veinticuatro al campo. Como la minoría senatorial podía ejercer cierta influencia sobre la plebe urbana gracias a su rango, su dinero y sus conexiones, Tiberio necesitaba que llegaran a la ciudad todos los votantes posibles para asegurarse de que el proyecto de ley se aprobaría.

El derecho de voto se podía ejercer de palabra, comunicándolo a un funcionario, o escribiéndolo en una tablilla de madera cubierta de cera y que se presentaba al magistrado que presidía en una tribuna elevada, para impedir que los votantes fueran intimidados por nadie. La Asamblea Popular estaba en la ladera del norte del Foro. Era una serie de gradas concéntricas de piedra que estaba al pie del Senado. Los senadores podían ver y aplaudir o abuchear desde arriba todos los asuntos plebeyos que se ventilaban.

No tardó en aparecer una ocasión para tal actitud. Antes del día señalado para la votación, Tiberio había convocado una serie de reuniones públicas para explicar la ley de reforma agraria y permitir que los espectadores se expresaran. Cuando subió a la columna rostral, la naturaleza incendiaria del proyecto de ley quedó patente en lo primero que hizo: volvió la espalda al Senado y dirigió la propuesta directamente a la plebe. Esta actitud contravenía la tradición de la república. Era una costumbre consultar al Senado y buscar su aprobación en todos los asuntos legislativos antes de ser propuestos. Aun así, el desacato de Tiberio a la costumbre no se reflejó en su conducta, de una serenidad ejemplar. Se quedó inmóvil, eligió cuidadosamente las palabras y habló con voz convincente y amable:

Las fieras que vagan por los bosques de Italia tienen guaridas y agujeros para esconderse, pero los hombres que luchan y mueren por Italia sólo poseen el aire y la luz, y ninguna otra cosa, pues sin casa y sin techo andan errantes con sus mujeres e hijos. Y mienten y se burlan nuestros generales cuando exhortan a los soldados antes de la batalla a defender del enemigo las tumbas de sus antepasados y sus templos, pues son muchos los romanos que no poseen ni altar ni sepulcro de sus mayores. La verdad es que combaten y mueren para proteger la riqueza y el lujo de otros. Y aunque se dice que son señores de la tierra, ni siquiera un terrón es verdaderamente suyo[36].

El discurso de Tiberio fue un tour de force que aumentó con dramática lentitud. Planteaba un solo problema: ¿Quién debía beneficiarse del imperio? «¿No es justo —preguntaba— que lo que pertenece a todos lo compartan todos? ¿No merece un ciudadano siempre más que un esclavo? ¿No es el hombre que ha sido soldado más útil que el que no lo ha sido? ¿No es más leal a los intereses comunes de la patria el hombre que tiene una participación en ella?»[37]. El estruendo de los aplausos y vítores de la plebe ahogó el abucheo de los espectadores conservadores del Senado. Tiberio había detonado una bomba de relojería política.

Para los minifundistas de la asamblea, el beneficio de la propuesta de Tiberio estaba claro: al redistribuir los terrenos públicos, la tierra no sólo haría que la riqueza estuviera mejor repartida, sino que además daría derecho de voto a la plebe, que volvería a ser apta para el servicio militar e inyectaría nueva savia en el ejército romano. ¿Y qué precio tenían que pagar por esto los ricos latifundistas? La entrega, no de sus tierras privadas, sino de los terrenos públicos, propiedad del Estado, que hubieran adquirido durante los últimos siglos y sobrepasaran el límite de 125 hectáreas. Pero el coro de los latifundistas no quería ni oír hablar del tema, y protestó a voz en cuello.

Aquel insolente revolucionario de espíritu revanchista, se decían unos a otros, estaba socavando los cimientos de la república. Echarles de las tierras que tanto tiempo habían ocupado y arrebatarles su riqueza privaría al Estado de sus principales defensores, de sus jefes en la guerra. Otros argüían que ellos y sus antepasados eran los que más habían invertido en los terrenos públicos. Alegaban que casi toda esta tierra había sido saqueada durante la Segunda Guerra Púnica y si ahora volvía a ser productiva era gracias a su esfuerzo, su constancia y su aplicación, por no hablar de su dinero. Las casas de sus antepasados se habían construido allí y allí descansaban sus nobles padres[38]. Pero la cruda verdad a la que se enfrentaban los senadores era que el pueblo tenía la autoridad. Sólo él podía aprobar leyes en la asamblea. Y ahora tenía un magistrado que estaba dispuesto a romper con la acostumbrada cooperación entre el Senado y el pueblo, a desafiar a los aristócratas y a anteponer los intereses de la plebe. Los ofendidos senadores no podían hacer nada al respecto. ¿O sí?

El día de la votación, los senadores desplegaron su arma secreta: Marco Octavio. Antes del amanecer, el magistrado presidente consultó los auspicios para asegurarse de que los dioses eran favorables al proceso. Luego los heraldos recorrieron las calles tocando las tubas, hasta las murallas de la ciudad, para convocar a las multitudes de votantes que habían llegado a la capital a millares. Finalmente, los tribunos subieron a la columna rostral y, en medio de una gran expectación, el magistrado presidente ordenó que la votación comenzara. Pero cuando se anunció la ley de tierras, Octavio se puso en pie y gritó: «Veto». La multitud expresó su disconformidad con gruñidos. Tiberio sabía muy bien que la forma más efectiva de impedir la aprobación de la ley era que los tribunos de la plebe la vetaran. Pero nunca imaginó que un tribuno pudiera vetar algo que iba claramente a favor de los intereses del mismo pueblo que le había elegido como representante. A pesar de todo, Octavio se mantuvo firme y la votación se suspendió temporalmente.

Así comenzó un pulso entre dos viejos amigos transformados ahora en adversarios. Día tras día se convocaba la asamblea y Tiberio intentaba derrotar a su oponente, pero bajo la mirada amenazadora de los conservadores del Senado, Octavio siguió bloqueando el proyecto de ley. Los senadores habían elegido bien a su hombre. Octavio tenía casi treinta años, procedía de una oscura familia deseosa de hacerse un nombre en el Senado y era propietario de una gran extensión de terreno público. Así que, aunque discreto y de buen carácter, Octavio estaba alerta porque no sólo perdería su tierra si cedía, sino también la posibilidad de medrar entre la aristocracia a la que recientemente se había unido.

El momento culminante del enfrentamiento llegó cuando Tiberio propuso indemnizar a Octavio por la tierra que pudiera perder. Para deleite de la multitud, dijo que el dinero saldría de su propio bolsillo. En otra ocasión, Tiberio enseñó el palo en vez de la zanahoria y suspendió todos los asuntos de Estado hasta que se aprobara la ley. La ciudad se paralizó. Se prohibieron los juicios, se cerraron los mercados y las arcas del Estado. Los encolerizados partidarios de Tiberio estaban más que dispuestos a recurrir a las amenazas y la intimidación para que nadie boicoteara la suspensión. Pero la situación siguió en punto muerto; las masas estaban cada vez más agitadas y furiosas y Tiberio más desesperado y resuelto. Finalmente se le ocurrió aplicar al problema del veto de Octavio una solución que no haría sino caldear más aún los ánimos.

Cuando las irritadas masas se reunieron de nuevo y Octavio volvió a emitir el veto, Tiberio hizo un movimiento que nadie había intentado nunca. Subió a la columna rostral y pidió al pueblo con toda tranquilidad que votara inmediatamente sobre si Octavio debía ser destituido por no estar cumpliendo con sus obligaciones de tribuno de la plebe. La multitud, sedienta de sangre, lanzó un grito de alegría y comenzó a votar. Una por una, las tribus se manifestaron a favor de destituir a Octavio. El magistrado presidente decía en voz alta: «La tribu del Palatino vota contra Octavio. La tribu Fabia vota contra Octavio», y así sucesivamente. Tiberio se dio cuenta de que, tras varias semanas de creciente tensión, la multitud estaba a punto de estallar. Un poco más de calor y habría una revuelta.

Tiberio pidió que se interrumpiera la votación y habló con su viejo amigo. Abrazándole y besándole, le rogó que cediera y permitiera que el pueblo tuviera lo que por derecho le correspondía. El joven tribuno, «con los ojos arrasados de lágrimas, no pronunció palabra durante un rato»[39]. Pero cuando vio a Nasica y a los suyos observándole desde las escaleras del Senado, el miedo a perder su respeto pudo más que nada, Octavio siguió en sus trece y la votación continuó. Inmediatamente antes del último voto, Tiberio, consciente de lo que se avecinaba, dijo a sus partidarios más cercanos que se llevaran a Octavio de la columna rostral y lo protegieran. Saltaba a la vista que cuando terminara la votación y Octavio fuera destituido, la multitud se lanzaría como un solo hombre sobre el ex tribuno. Sus aliados no consiguieron contener a las masas, pero Octavio escapó con vida gracias a su guardaespaldas. El criado tuvo menos suerte: le sacaron los ojos.

Aquel mismo día, el proyecto de reforma agraria pasó a ser ley por aplastante mayoría. La ley estipulaba el nombramiento inmediato de tres comisarios encargados de supervisar, recuperar y adjudicar terreno público. Estos tres comisarios fueron Tiberio, su hermano pequeño Cayo y su suegro, Apio Claudio Pulcher. Pero tras la euforia que siguió a la aprobación de la ley, los reformistas encontraron obstáculos desde el principio. El enfrentamiento con Octavio sólo había servido para que la facción aristocrática se radicalizara y afianzara más. Cada vez que los comisarios solicitaban fondos para llevar a cabo su trabajo, el Senado saboteaba cualquier progreso negándose a financiarlo. Es posible que incluso los aliados de Tiberio creyeran que habían ido demasiado lejos explotando el poder del tribunado.

El descontento del Senado se extendió por las calles de Roma, convirtiéndose en campaña de desprestigio: Tiberio no estaba interesado por el pueblo, sino por el poder; estaba utilizando a la plebe para satisfacer su ambición personal y su dominio sobre el aparato de la república. No tardaría en ser un tirano, decían los rumores, que traería la monarquía. Haber despojado violentamente a Octavio del sacrosanto cargo de tribuno lo demostraba[40]. Mientras los rumores crecían, Tiberio, en la cresta de una ola de aclamación popular y embriagado por la acción directa, hizo exactamente lo que sus oponentes esperaban. A principios de 133 a.C. llegó la noticia de que había muerto Atalo, rey de Pérgamo, una rica ciudad griega de Asia Menor, leal a Roma. En su testamento nombraba heredero al pueblo romano. Roma adquiría de golpe una economía rica y madura. Pero no fue así como recibió la noticia Tiberio. La vio como un regalo del cielo, la inyección de dinero que su comisión de tierras necesitaba con tanta urgencia. Inmediatamente presentó ante la Asamblea Popular otro proyecto de ley proponiendo utilizar el dinero real para financiar la reforma de la tierra. Como el pueblo romano había sido nombrado heredero de Atalo, decía el argumento de Tiberio, debía de permitírsele disponer del dinero como quisiera.

El proyecto enfureció a Nasica y a los conservadores del Senado. Los asuntos extranjeros y económicos siempre habían sido competencia del Senado y sólo del Senado. Los enemigos de Tiberio no tardaron en presentar esta acción como una prueba más de su ansia de poder absoluto. En el Senado, uno de los conservadores de la facción de Nasica, Pompeyo, se levantó y echó más leña al fuego. Como vecino de Tiberio, dijo, había visto llegar a casa del tribuno embajadores de Pérgamo con una corona y una túnica púrpura del tesoro real, «porque se esperaba que pronto sería rey de Roma»[41]. Los senadores estallaron en cólera. Pero había otra razón por la que el polémico proyecto de ley de Tiberio había hecho el caldo gordo a sus enemigos: daba pie a una acción judicial. Aunque no se podía juzgar a ningún funcionario mientras estuviera en el cargo, el de Tiberio estaba llegando a su fin. Por fin, pensaron los senadores, tenían a su hombre.

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