Roma

Roma


Las siete colinas de Roma » I. Revolución

Página 7 de 26

Dado que temía por su vida, Tiberio iba con un séquito a todas partes. Las amenazas de muerte y los rumores de conjuras magnicidas le habían puesto tan nervioso que sus asociados y partidarios vigilaban su casa por fuera de día y de noche. Tiberio, en el interior, seguía sus consejos. La única manera de evitar un juicio, decían, era seguir en el cargo: ¿por qué no se presentaba para tribuno el año siguiente? Ostentar el mismo cargo dos años seguidos era inconstitucional, pero el voto de la Asamblea Popular podía instituir un nuevo precedente. Alentado por esta idea y por los ánimos de su círculo más inmediato, Tiberio meditó algunas grandes ideas para su programa electoral, más propuestas para reducir aún más el poder del Senado[42]. Los rumores y calumnias contra Tiberio y sus motivos empezaban a parecer verdades. ¿No sería todo aquello una búsqueda de poder personal, una venganza contra los mismos hombres que le habían humillado, una búsqueda que, a la postre, no coincidía con lo que quería el pueblo?

Lo cierto es que había indicios de que su propia facción del Senado se estaba distanciando de él, pues las fuentes antiguas empiezan por entonces a silenciar el papel de los políticos eminentes que le habían respaldado hasta entonces. Además, los votantes rurales cuyo apoyo había sido tan importante para aprobar la ley agraria habían vuelto al campo para la siega y no podía contarse con que volvieran a la ciudad para ayudar a la reelección de Tiberio. A pesar de todo, el joven siguió adelante con su cruzada y con la apuesta más importante de su vida. Esta decisión le llevaría a enfrentarse directa y definitivamente con el Senado.

Al amanecer del día de las elecciones, se consultaron los auspicios. No presagiaban nada bueno. Los pájaros no querían salir de la jaula ni atrayéndolos con comida. Hubo más malos presagios. Cuando Tiberio salió de casa, se golpeó el pie con tanta fuerza en el umbral que se le rompió la uña del dedo gordo. Luego un cuervo desgajó una piedra de la azotea de una casa ante la que pasaban camino del Foro, y la piedra aterrizó a sus pies. Las señales le hicieron dudar tanto que pensó en retirarse de las elecciones. Pero uno de sus preceptores griegos, que había influido en la formación de su pensamiento político desde que era pequeño, le dijo que «sería una vergüenza y una desgracia insoportable que Tiberio, hijo de Graco, nieto de Escipión el Africano y un defensor del pueblo romano, no atendiera la petición de ayuda de sus conciudadanos porque le había asustado un cuervo»[43].

Cuando Tiberio llegó al Foro y subió la cuesta del Capitolino, aquello era un caos. En medio de los vítores y aplausos en su honor, los partidarios del tribuno de la plebe y los de la minoría aristocrática andaban ya a empujones. Mientras se desarrollaba la votación, un senador leal a Tiberio se abrió paso entre la multitud y se acercó él para transmitirle una advertencia: el Senado estaba reunido y Nasica y su facción estaban congregando en aquel mismo momento a sus colegas para matar a Tiberio.

Alarmado, Tiberio se lo dijo a los partidarios que tenía más cerca, que se prepararon para la lucha. Pero algunos, atrapados en el hervidero de gente, no le oyeron bien. Tiberio se llevó la mano a la cabeza para indicarles que su vida estaba en peligro. Sus enemigos interpretaron el gesto de otro modo. Subieron los escalones que llevaban al Senado y anunciaron: ¡Tiberio está pidiendo la corona![44]

Nasica utilizó esta noticia en el Senado para llevar el agua a su molino. Gritó al cónsul que salvara la república y matara al tirano. Pero el cónsul se mantuvo firme y defendió el principio de justicia sobre el que la república se había fundado: no autorizaría ni el uso de la violencia en política ni la ejecución de un hombre sin juicio previo. Nasica, contrariado y furioso, se puso en pie y declaró el Estado de excepción: «¡Ya que el cónsul ha traicionado al estado, que me sigan todos los que respeten las leyes!». Y a la manera de un sacerdote antes del sacrificio, Nasica se puso la toga sobre la cabeza y salió del Senado[45].

Acompañados por los esclavos y asociados que habían llegado armados con porras, los cientos de senadores que siguieron a Nasica se ciñeron la toga alrededor de la cintura, para tener las piernas libres, se armaron por el camino con lo que encontraron, palos o patas de banco, y marcharon hacia el Capitolio. La multitud se apartaba por respeto a su rango y jerarquía, y muchos sintieron miedo al ver a tantos hombres nobles tan resueltos a utilizar la violencia. Otros, incluso algunos partidarios de Tiberio, se asustaron y tropezaron entre sí al alejarse. En medio del caos y la confusión, Tiberio también intentó escapar. Al principio lo cogieron por la toga y se desprendió de ella. Vestido sólo con la túnica, trató de escapar de nuevo, pero tropezó con algunos cuerpos, cayó y no tardaron en matarlo a bastonazos.

No menos de trescientas personas murieron del mismo modo: no honorablemente y por la espada, sino innoble y brutalmente, a bastonazos, palos y pedradas. Cuando todo terminó, el hermano menor de Tiberio, Cayo, solicitó que le devolvieran el cadáver de su hermano. Pero los senadores negaron a Tiberio la dignidad de un entierro adecuado y tiraron su destrozado cuerpo al Tíber aquella misma noche, junto con los de sus partidarios y amigos. Era la primera vez en la historia de la república que un conflicto político terminaba en asesinato.

EPÍLOGO

La minoría aristocrática de Roma había dado victorias a la república a lo largo y ancho del Mediterráneo en guerras, campañas y batallas libradas en el extranjero en los ciento cincuenta años que discurrieron entre 275 a.C. y 132. Había generado riquezas impresionantes tanto para ella como para Roma; en el proceso se construyó un imperio y Roma fue una gran potencia. Pero el precio que pagaron los romanos, como habría dicho un conservador de la época, fue la pérdida de los auténticos principios de justicia, decencia y honor que habían utilizado para justificar sus conquistas y que habían sido los que más habían ayudado a dar tanto poder a la república.

Tras la destrucción de Cartago, la búsqueda de excelencia militar, riquezas y prestigio por parte de los nobles sólo sirvió para intensificar la rivalidad política entre las grandes familias y la competencia por los cargos. En consecuencia, se encerraron en sí mismos y, por codicia y egoísmo, olvidaron los problemas de desarrollo social y económico que la construcción del imperio trajo consigo. El resultado fue que marginaron a muchos sectores de la sociedad, sectores que en 130 a.C. formaron una base que Tiberio y sus asociados utilizaron en sus intentos de reforma.

Aunque Tiberio escogió un camino político polémico al abanderar la causa del pueblo contra los intereses de la minoría aristocrática a la que él mismo pertenecía, su objetivo era básicamente conservador: salvar la república aliviando los problemas de los necesitados. Constitucionalmente, Tiberio había ejercido de manera legítima su derecho de tribuno al proponer la reforma agraria sin la aprobación del Senado y al destituir a Octavio. Pero al poner al pueblo contra el Senado en una confrontación tan directa, Tiberio estaba haciendo añicos el acostumbrado respeto que, según la propia minoría, consolidaba las relaciones entre el Senado y el pueblo romano soberano. A los ojos de los nobles, su comportamiento fue indigno. Desde la erradicación de la monarquía, la concordia y cooperación entre las clases políticas era la piedra angular de la república, su sola fuente de fuerza, poder y dinamismo. Sólo por esta razón pudieron fácilmente los enemigos como Nasica presentar a Tiberio como a un revolucionario, apelar a la sensibilidad y al temor de los romanos a la dominación unipersonal, y sugerir que estaba aprovechándose de la gente para sus fines.

Pero la realidad era que Tiberio sólo quería con su reforma agraria que las cosas volvieran a ser como antes de que Roma hubiera ganado las riquezas de su imperio ultramarino. Este objetivo siguió vigente tras la muerte de Tiberio. La comisión agraria siguió con su trabajo durante tres años más. Seis años después, en 123 a.C., su orgulloso hermano menor Cayo tomó el relevo, fue también elegido tribuno e introdujo un programa de reformas aún más ambicioso y general. También él fue señalado por los conservadores del Senado como enemigo de la república y asesinado. Desdeñaban sus ideales, como habían desdeñado los de su hermano. Para la masa del pueblo, sin embargo, Tiberio y Cayo eran héroes. Al menos a sus ojos, los dos hijos de Tiberio Sempronio Graco y Cornelia habían honrado las mascarillas funerarias de su padre y de sus antepasados de la aristocracia. Aquellas fantasmagóricas efigies se exhibían en estuches en el atrio de la casa familiar. La gloriosa memoria de los hombres que representaban seguía viva.

Qué motivó realmente a Tiberio y Cayo, una ideología o la simple ambición, siempre será un asunto discutible. Pero lo que está claro es que, tras la proliferación de la calumnia y el derramamiento de sangre en política, había un principio genuino en juego: el asunto crucial de quién se beneficiaba del imperio, los ricos o los pobres, un asunto que Tiberio trató del modo más espectacular y explosivo. Nadie antes de él (nadie que supuestamente fuera «uno de los nuestros») se había enfrentado tan radicalmente a la oligarquía y denunciado su hipocresía con tanto valor. Con ello hizo mucho más que tensar hasta el límite la constitución de la república. También desató el potencial de una fuerza política sin explotar y altamente inflamable: las masas. El gigante dormido de la república había despertado.

Pero como el carácter de Tiberio era unas veces idealista y amable, otras obstinado y ambicioso, se necesitaba una persona mucho más minuciosa, fría e implacable para canalizar la fuerza del pueblo y llevarla a su conclusión lógica. Una mente así no sólo utilizaría al pueblo para oponerse a los conservadores del Senado, sino también para llegar al poder totalmente al margen del aparato legal de la república; no lo utilizaría para emprender reformas agrarias, sino para convertirse en el único dueño del mundo romano. Esa mente fue la de Julio César.

Ir a la siguiente página

Report Page