Rockabilly

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Bones

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Traigo un muñeco de trapo entre los colmillos. Me acerco al arbusto y veo que Babyface me aguarda. Está sentado al lado del pequeño hoyo que cavamos juntos. Huele distinto. Huelo sangre. Tiene los dedos manchados. Suelto el muñeco, me acerco y le lengüeteo la mano. Sabe a Suicide Girl. Lo sé porque el olfato y el gusto están ligados. Olerla es saborearla. A veces Suicide Girl sangra, aúllo más de lo normal cuando ocurre. Los dedos de Babyface saben a la entrepierna sangrienta de Suicide Girl. Él está callado, aparte de rascarme la cabeza, no reacciona. Tiene la mirada perdida. Algo pasa volando sobre nuestras cabezas y cae a unos metros de nosotros. No me aguanto. Se me filtra un ladrido agudo y salgo disparado a buscarlo. No entiendo por qué lo hago, pero el impulso es irrefutable, me obliga a recuperarlo. Al avanzar, alzo el hocico, la fragancia desciende de los aires, me cubre una estela aromática. El objeto también es de Suicide Girl, pero hay algo más, algo que desconozco. No me demoro en encontrarlo, yace al lado del roble del vecino. Me acerco, es un zapato. Escucho un rasqueteo, viene del interior del calzado. Muestro los colmillos y me sale un gruñido. El zapato comienza a temblar, algo se mueve en la sombra, me acerco un poco más y huelo. Sigo sin reconocer el aroma, es extraño, un olor ajeno mezclado con un rastro de Suicide Girl. Le doy un empujón con el hocico y me alejo. Una cabecita con ojos diminutos se asoma. En su boca escamosa serpentea una lengua bífida. Agito la cola. Esto me gusta. Esto me sirve.

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