Robin Hood

Robin Hood


XVIII

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XVIII

Al despuntar el día siguiente, Robín y Pequeño Juan entraban en una posada del pueblecito de Nottingham para comer por primera vez en la jornada. Estaba llena de soldados pertenecientes, según se deducía de sus uniformes, al barón Fitz-Alwine.

Mientras comían, los dos amigos escuchaban atentamente la conversación de los soldados.

—Todavía no sabemos —decía uno de los hombres del barón quiénes eran los enemigos de los cruzados. Su Señoría supone que son «outlaws» o vasallos guiados por uno de sus enemigos. Por suerte para monseñor, su llegada al castillo se había retrasado algunas horas.

—¿Estarán los cruzados mucho tiempo en el castillo, Geoffroy? —preguntó el dueño del local al que hablaba.

—No, salen mañana para Londres, a donde conducirán a los prisioneros.

Robín y Pequeño Juan intercambiaron una significativa mirada.

En el momento en que los dos amigos cruzaban el círculo formado por los soldados en dirección a la puerta, el llamado Geoffroy dijo a Pequeño Juan:

—¡Por san Pablo!, amigo mío, tu cráneo parece tener una especial simpatía por las vigas del techo, y si tu madre puede besarte las mejillas sin que tengas que arrodillarte, merece un grado en el cuerpo de los cruzados.

—¿Ofende a tus miradas mi alta estatura, soldado? —contestó Pequeño Juan en tono condescendiente.

—No me ofende en absoluto, soberbio forastero, pero te diré con toda franqueza que me sorprende mucho. Hasta ahora yo me tenía por el hombre más apuesto y vigoroso del condado de Nottingham.

—Me siento dichoso al poder darte una muestra de lo contrario —contestó Pequeño Juan.

—Apuesto un jarro de cerveza —dijo Geoffroy dirigiéndose a los presentes—, a que, a pesar de su aspecto vigoroso, el forastero será incapaz de tocarme con un bastón.

—Acepto la apuesta —gritó uno de los asistentes.

—¡Bien! —contestó Geoffroy.

—Pero, ¿no me preguntas si acepto el desafío? —dijo a su vez Pequeño Juan.

—No podrías rehusar un cuarto de hora de diversión a quien, sin conocerte, apostó por ti —dijo el hombre que había apoyado la proposición de Geoffroy.

—Antes de responder a la amistosa propuesta que se me ha hecho —replicó Pequeño Juan— quisiera advertir ligeramente a mi adversario: no soy vanidoso respecto a mi fuerza, pero he de decir que nada se le resiste; diré también que querer luchar conmigo es querer ser derrotado, es buscar una desgracia, una herida en el amor propio. Nunca fui vencido.

El soldado se echó a reír ruidosamente.

—Eres el mayor fanfarrón de la tierra, señor forastero —dijo el soldado—, y si no quieres que añada a este calificativo el de cobarde, lucharás conmigo.

—Ya que así lo deseáis, lo haré de todo corazón, maese Geoffroy. Pero antes de daros la prueba de mi fuerza, permitidme decir algunas palabras a mi compañero. Hecho esto, prometo utilizar mi tiempo en corregiros buenamente de vuestro defecto de impudicia.

—¡Pero no te vayas! —pidió Geoffroy con sorna.

Los presentes se echaron a reír.

Herido en lo más vivo por esta insolente suposición, Pequeño Juan se fue hacia el soldado.

—Si yo fuese normando —dijo el joven encolerizado—, obraría así: pero soy sajón. Si no acepté inmediatamente tu belicosa oferta, fue por bondad. ¡Pues bien! Ya que te burlas de mis escrúpulos, estúpido charlatán, ya que me alivias de toda conmiseración para contigo, llama al dueño, paga tu cerveza y pide vendas, pues tan cierto como llamas cabeza a la torpe prominencia que se balancea entre tus dos hombros, tendrás necesidad de ellas inmediatamente. Querido Robín —dijo Pequeño Juan reuniéndose con su amigo—, id a la casa de Grace May, donde sin duda encontraréis a Hal. Sería peligroso para vos y, sobre todo, muy comprometedor para la salvación de Will, que fueseis reconocido por algún servidor del castillo. Tengo que responder a la intempestiva bravata de este soldado; la respuesta será corta y buena, estad seguro; ahora, poneos al abrigo de cualquier encuentro molesto.

Robín obedeció de mala gana las prudentes recomendaciones de Pequeño Juan, pues hubiese sido para él muy placentero el presenciar una lucha en la que su amigo debía triunfar con facilidad.

Cuando Robín desapareció, Juan volvió a entrar en la posada. Los bebedores habían aumentado considerablemente, pues la noticia de un enfrentamiento entre Geoffroy el Fuerte y un forastero que no le desmerecía en vigor ni audacia se había propagado ya por el pueblo y había atraído a los aficionados a este tipo de combate.

Tras haber observado a la muchedumbre con una mirada indiferente y tranquila, Pequeño Juan se acercó a su adversario.

—Estoy a tu disposición, señor normando —dijo.

—Y yo a la tuya —contestó Geoffroy.

Acompañados por una multitud tumultuosa, los dos adversarios salieron de la sala y se situaron frente a frente en medio de un gran césped cuya mullida alfombra venía a las mil maravillas para aquella circunstancia.

Los espectadores formaron un amplio círculo en torno a los dos combatientes, y un profundo silencio sustituyó al ruido.

Los dos hombres se observaron un momento con persistente fijeza. La cara de Pequeño Juan tenía una expresión tranquila y sonriente; la de Geoffroy dejaba traslucir, muy a pesar suyo, una vaga inquietud.

Simultáneamente, los dos hombres se dieron la mano, y un cordial apretón les unió un segundo.

La lucha comenzó. No la describiremos; únicamente diremos que no duró mucho. A pesar de sus desesperados esfuerzos y de su enérgica resistencia, Geoffroy perdió el equilibrio, y con un movimiento impulsado por una fuerza inaudita y de una destreza inigualable, Pequeño Juan lanzó a su adversario por encima de su cabeza, y le envió a veinte pasos.

El soldado, exasperado por esta vergonzosa derrota, se incorporó al ruido de los alegres clamores de todos los asistentes, que gritaban lanzando sus gorros al aire:

—¡Hurra! ¡Hurra por el guardabosque!

Los vivas entusiastas de la multitud celebraron la triunfal proeza de Juan, y la cerveza corrió en su honor.

—Sin rencor, valiente soldado —dijo Juan tendiendo la mano a su adversario.

Geoffroy rechazó la amistosa oferta que le hacía, y dijo amargamente:

—No necesito ni la ayuda de vuestro brazo ni las ofertas de vuestra amistad, señor, y os insto a que seáis menos orgulloso en vuestros modales. No soy hombre que soporte tranquilamente la vergüenza de una derrota, y si no me llamasen mis deberes de servicio al castillo de Nottingham, os devolvería uno por uno los golpes recibidos.

—Vamos, vamos, valiente amigo —dijo Pequeño Juan apreciando el valor del soldado—, no seas rencoroso ni estés descontento. Has sucumbido ante una fuerza superior a la tuya: no es tan grave, y estoy seguro de que encontrarás la forma de levantar tu reputación de fuerza, de sangre fría y destreza. Acepta la mano que te ofrezco, te la tiendo con lealtad y franqueza.

Estas palabras, pronunciadas con total sinceridad y nobleza, parecieron emocionar al rencoroso normando.

—Aquí está mi mano —dijo dándosela al joven—; pide a la tuya un apretón de amigo. Ahora, valiente joven —añadió Geoffroy con la voz dulcificada—, concédeme el honor de conocer el nombre de mi vencedor.

—Por el momento no puedo hacerlo, Geoffroy; más tarde me daré a conocer.

—Esperaré hasta que gustes, forastero.

—Y ahora adiós, los asuntos que me trajeron a Nottingham exigen mi marcha.

—¡Cómo!, ¿ya me dejas, noble guardabosque? No lo permitiré, y te voy a acompañar a donde tengas que ir.

—Te ruego, soldado, que me permitas reunirme con mi compañero, he perdido ya un tiempo precioso.

La nueva marcha de Pequeño Juan corrió de boca en boca, y levantó un verdadero tumulto.

Veinte voces dijeron:

—Forastero, te seguiremos, queremos proclamar por todas partes tu grandeza de alma y tu valentía.

Poco deseoso de recibir los testimonios de esta repentina popularidad, Pequeño Juan, que veía acercarse con temor la hora fijada para la cita con Robín, dijo a Geoffroy:

—¿Quieres prestarme un servicio?

—De todo corazón.

—¡Bien!, pues ayúdame a librarme de estos borrachos charlatanes. Quiero poder alejarme sin llamar la atención.

—Con gusto —respondió Geoffroy, y añadió tras reflexionar un momento—: Para lograrlo sólo hay un medio.

—¿Cuál?

—Éste: acompáñame al castillo de Nottingham, no se atreverán a seguirnos más allá del puente levadizo. Desde el interior te conduciré a un camino desierto que, por una desviación, te llevará de nuevo a la entrada del pueblo.

—¡Cómo! —exclamó Pequeño Juan—, ¿no existe otro medio para librarme de la compañía de estos imbéciles?

—Yo no veo otro. No conoces, amigo, la idiota vanidad de estos charlatanes; te formarían un cortejo.

Muy a pesar suyo, Pequeño Juan se vio obligado a seguir el consejo que le daba Geoffroy.

—Acepto tu proposición —le dijo—; alejémonos sin demora.

—Estoy con vos en un momento. Amigos míos —gritó Geoffroy—, debo volver al castillo; este digno forastero me acompañará. Os ruego que nos dejéis partir.

Dicho esto, Geoffroy salió de la sala, y un formidable viva acompañó a Pequeño Juan hasta el umbral de la puerta.

Así fue como Pequeño Juan penetró en la señorial morada del barón Fitz-Alwine.

Tras haber dejado a Pequeño Juan, Robín se dirigió a casa de Grace May.

—Señorita —le dijo Robín—, soy un amigo de Halbert Lindsay, y deseo verle.

Robín se inclinó cortésmente ante Grace y penetró con ella en un amplio salón de la planta baja.

—¿Habéis comido, señor?

—Sí, señorita, os lo agradezco.

—Permitidme ofreceros un vaso de cerveza, la tenemos excelente.

La conversación se prolongó durante una hora.

—Me parece —dijo Robín— que Hal se hace esperar.

Al fin sonó un golpe en la puerta; se oyó la canción de Robín, y Grace se dirigió rápidamente al encuentro del recién llegado.

La presencia de Robín no impidió a la petulante señorita el regañar a Hal por su tardanza, y de abrazarle con cierto enojo.

—¡Cómo, tú aquí, Robín! —exclamó Hal—. ¿Y Maude, mi querida hermana Maude? Dame noticias de su salud.

—Maude no está muy bien.

—Iré a verla. ¿Es grave lo que tiene?

—En absoluto.

—Esperaba encontrarte aquí —prosiguió Halbert—. Supe, o mejor, adiviné que habías llegado a Nottingham, y mira cómo fue: al ir a la ciudad a hacer un recado para el castillo, me enteré de que iba a tener lugar un combate entre Geoffroy el Fuerte, ¿le conoces, Grace?, y un hombre del bosque. Inmediatamente se me ocurrió ir a esta pequeña fiesta.

—Mientras que yo os esperaba, señor —dijo Grace frunciendo sus lindos labios sonrosados.

—No pensaba estar allí más que un momento. Llegué en el preciso instante en que Pequeño Juan lanzaba a Geoffroy por encima de su cabeza, ¡a Geoffroy el Fuerte, el gigante, como le llamamos en el castillo! ¡Fíjate, Grace, qué magnífico golpe! Quise pedir noticias vuestras a Pequeño Juan, pero era imposible llegar hasta él. Entonces recorrí la ciudad y, finalmente, fui a preguntar al castillo.

—¡Al castillo! —gritó Robín—, ¿no preguntarías allí por mí?

—No, no, tranquilízate. El barón volvió ayer y si hubiese hecho la idiotez de revelar tu presencia en estas tierras serías acosado como un animal salvaje.

—Querido Hal, mi temor era una chiquillada; sé que eres prudente y que sabes guardar un secreto. El objeto de mi viaje era encontrarme primero contigo y pedirte datos sobre los prisioneros que se encuentran en el castillo. Sin duda sabes lo que pasó anoche en el bosque de Sherwood.

—Sí, lo sé; el barón está furioso.

—Peor para él. Pero volvamos a los prisioneros: entre ellos se encuentra un muchacho al que quiero salvar a cualquier precio, William Escarlata.

—¡William! —exclamó el joven—, ¿y cómo estaba entre los proscritos que atacaron a los cruzados?

—Mi querido Hal —respondió Robín— no hubo tal encuentro con proscritos, sino con hombres valerosos que se equivocaron y creyeron atacar, no a unos cruzados, sino al barón Fitz-Alwine y a sus soldados.

—¡Erais vosotros! —exclamó el pobre Hal penosamente sorprendido.

Robín hizo un signo afirmativo.

—Entonces ya entiendo todo: es de tu destreza de la que hablan los cruzados cuando dicen que un hombre de la banda enviaba la muerte con cada una de sus flechas. ¡Ay, mi pobre Robín, el resultado de esta batalla ha sido triste para vosotros!

—Sí, Hal, muy desgraciado —contestó Robín con tristeza—, porque mi pobre padre murió.

—¡Muerto el digno Gilbert! —dijo Hal entre lágrimas—. ¡Dios mío!

Un instante de silencio dejó a los jóvenes absortos en un común dolor. Grace ya no sonreía; estaba afligida por la pena de Hal y la desesperación de Robín.

—¿Y Will cayó en manos de los soldados del barón? —dijo Hal a fin de llevar de nuevo los pensamientos de Robín hacia la suerte de su amigo.

—Sí —respondió Robín—, y he venido a encontrarte, mi querido Hal, con la esperanza de que nos ayudéis a entrar en el castillo. No me alejaré de Nottingham hasta que no haya liberado a Will.

—Cuenta conmigo, Robín —respondió con viveza el joven—, haré todo lo que esté en mi mano para ayudaros en esta dolorosa circunstancia. Vamos a ir al castillo; me será fácil hacerte entrar allí; pero una vez dentro, tendrás que cuidar de ti mismo, tener paciencia y mostrarte prudente. Desde que el barón regresó la vida es un verdadero infierno para nosotros; grita, jura, va, viene, y nos abruma con su presencia.

—¿Ha vuelto con él lady Christabel?

—No, sólo ha venido su confesor; los soldados que le acompañaron son extranjeros.

—¿No sabes nada de la suerte de Allan Clare?

—Ni una palabra; nadie hay en el castillo para pedir noticias. En cuanto a lady Christabel, está en Normandía, y con toda probabilidad en un convento. Es presumible que el señor Allan Clare esté cerca de ese convento.

—Es casi seguro —respondió Robín—. ¡Pobre Allan! Espero que la fidelidad de su amor tenga recompensa algún día.

—Querido Robín —continuó Hal—, si podemos hacer algo para salvar a William hay que intentarlo esta misma tarde; los prisioneros saldrán hacia Londres por la noche para ser juzgados y condenados allí según el deseo del rey.

—Entonces, apresurémonos; prometí a Pequeño Juan esperarle a la entrada del castillo.

Robín saludó graciosamente a la joven, y los dos amigos tomaron con paso rápido la dirección del castillo.

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