Robin Hood

Robin Hood


XIX

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XIX

—Efectivamente —dijo Robín—, es Pequeño Juan. ¿A qué viene esta aparente intimidad?

—Apuesto mi cabeza —contestó Hal— a que Geoffroy ha sentido una súbita amistad por él y que le lleva al castillo con la intención de darle de beber. Geoffroy es un excelente muchacho, pero muy imprudente.

—Podemos confiar en la sobriedad habitual de Pequeño Juan —contestó Robín—; mantendrá a su acompañante en los límites razonables.

—Presta atención, Robín —dijo vivamente Hal—; Pequeño Juan nos ha visto y acaba de hacernos una seña.

Robín miró hacia su amigo.

—Me aconseja esperarle —dijo Robín—; va al castillo; pero le haré entender que nos encontraremos en el interior de algún patio.

El puente levadizo se batió a la llamada de Hal, y pronto se halló Robín en el interior del castillo de Nottingham.

Al verse obligado a seguir a Geoffroy, Pequeño Juan decidió utilizar en provecho de su primo la repentina amistad que le testimoniaba el soldado normando.

Fácil le fue desviar la conversación hacia el acontecimiento de la noche: Geoffroy se prestó gustoso a la curiosidad de su nuevo amigo y le confió que era él el encargado de la vigilancia de tres prisioneros.

—Entre ellos se encuentra un hermoso muchacho con un curioso aspecto.

—¡Ah! —dijo Pequeño Juan con indiferencia.

—Sí; nunca veréis cabellos de color tan extraño, son casi rojos; a pesar de ello es guapo, sus ojos son magníficos, y se diría que tienen un tizón del infierno, tan brillantes los ha puesto la cólera. Monseñor hizo una visita al pobre joven estando yo de servicio: no pudo arrancarle una sola palabra, y salió jurando hacerle colgar a las veinticuatro horas.

—«¡Pobre Will!» —pensó Pequeño Juan—. ¿Creéis que ese desdichado esté herido?

—Está tan bien como vos y como yo. Sólo está de mal humor.

—¿Así que tenéis calabozos en las murallas? Es algo muy raro.

—Estáis en un error, señor forastero; en Inglaterra están en varios castillos de esa forma.

—¿En qué lugar están situados? ¿En los ángulos?

—Así es por lo general, pero no todos son habitables; por ejemplo, el que encierra al joven de que os he hablado, y que está al oeste, es bueno; es posible vivir en él sin sufrimiento. Mirad —añadió Geoffroy—, desde aquí podéis ver el lugar en que se halla: junto a aquella barbacana, ¿lo veis?

—Sí.

—Pues bien, hay por encima una abertura lo bastante ancha como para que pueda entrar el aire y la luz; por debajo, una puerta baja.

—Ya veo. ¿Y está dentro el muchacho pelirrojo?

—Sí, para su desgracia.

—Pobre diablo, es triste, ¿no es cierto, maese Geoffroy?

—Amigo —dijo Geoffroy—, permitidme dejaros solo durante unos instantes, tengo deberes que cumplir; si deseáis recorrer el castillo, tenéis permiso para ello, y si por casualidad os preguntan, dad la contraseña que es «de buena gana» y «honradamente», sabrán que sois un amigo.

—Os lo agradezco, amigo Geoffroy —dijo Pequeño Juan con agradecimiento.

«Pronto tendrás que agradecerme más ¡perro sajón! —gruñó Geoffroy saliendo de la habitación—. Este campesino me toma por uno de sus semejantes; soy normando, un verdadero normando, y le demostraré que Geoffroy el Fuerte no es vencido impunemente. ¡Maldito! Hiciste doblegarse ante ti a un hombre que nunca sintió sobre sí el bastón de un adversario; te arrepentirás de tu imprudencia, estate tranquilo».

Y rumiando así, Geoffroy pensaba hacer méritos ante el barón por su vigilancia y vengarse al mismo tiempo de Pequeño Juan.

Una vez solo, nuestro amigo Juan reflexionó.

«Este Geoffroy puede tener buenas intenciones, pero yo no creo ni en su honradez ni en su benevolencia».

Pequeño Juan salió del cuarto, y, sin otro guía que el azar, se dirigió hacia una galería que probablemente le llevaría hacia las murallas.

Tras haber recorrido multitud de corredores y pasadizos completamente desiertos durante más de media hora, llegó frente a una puerta. La abrió y vio a un anciano inclinado sobre un cofre en el que amontonaba cuidadosamente bolsas llenas de monedas de oro. Absorto en sus cálculos, no se dio cuenta de la insólita presencia de Pequeño Juan.

Éste se preguntaba qué respuesta daría a la inevitable pregunta del viejo, cuando éste diose cuenta de la presencia de su gigantesco visitante. Una expresión de espanto se dibujo en su rostro; dejó caer uno de los sacos, y el oro, cayendo contra el suelo, sonó de una forma que hizo temblar a su propietario.

—¿Quién sois? —preguntó con voz temblorosa—. Prohibí que se entrara en mis aposentos; ¿qué me queréis?

—Soy un amigo de Geoffroy; quería llegar a la muralla oeste y me perdí.

—¡Vaya! —exclamó el viejo, y una extraña sonrisa entreabrió sus labios—; ¿sois amigo de Geoffroy el Fuerte, del valeroso Geoffroy? Escuchadme, hermoso campesino, pues sois verdaderamente el muchacho más hermoso que haya visto en mi vida; ¿queréis cambiar vuestro traje de campesino por un uniforme de soldado? Soy el barón Fitz-Alwine.

—¡Ah!, ¿sois el barón Fitz-Alwine? —dijo Pequeño Juan.

—Sí, y os felicitaréis algún día, si tenéis el buen sentido de aceptar mi proposición, por haberme encontrado.

—¿Veis esto? —preguntó el joven mostrando al barón una ancha tira de piel de ciervo.

El viejo se contentó con responder a esta inquietante pregunta mediante un signo afirmativo.

—Escuchadme con atención —continuó Pequeño Juan—; tengo algo que pediros, y si con cualquier pretexto me lo negáis, os colgaré sin misericordia del mueble grande que veo allá. Nadie vendrá al oír vuestros gritos por una sencilla razón: os impediré gritar. Tengo armas, una voluntad de hierro, un valor igual a mi voluntad, y tengo fuerzas suficientes para impedir a veinte soldados la entrada a esta habitación. En todo caso, entended que sois hombre muerto si no me obedecéis.

«¡Miserable bribón! —pensaba el barón—, te haré revolcarte a golpes si logro escapar de tus manos».

—¿Qué deseáis, valiente guardabosque? —preguntó Su Señoría con voz melosa.

—Quiero la libertad…

En aquel momento, se oyeron unos rápidos pasos en el pasillo, y un violento golpe estremeció el jambaje de la puerta. Pequeño Juan sacó de su cinturón un cuchillo de afilada hoja, agarró al débil anciano y le dijo en voz baja y en tono amenazador:

—Si dais un grito, si decís una palabra peligrosa para mi seguridad, os mato. Preguntad quién llama.

El barón, asustado, obedeció con presteza.

—¿Quién es?

—Soy yo, señor.

—¿Quién eres tú, imbécil? —susurró Pequeño Juan.

—¿Quién eres tú, imbécil? —repitió el barón.

—Geoffroy.

—¿Qué quieres, Geoffroy?

—Tengo que daros una importante noticia, señor.

—¿Qué noticia?

—Tengo en mi poder al jefe de los bellacos que atacaron a los vasallos de Vuestra Señoría.

—¿Ah, sí? —susurró Pequeño Juan en tono burlón.

—¿Ah, sí? —murmuró el pobre barón.

—Sí, milord, y si Vuestra Señoría me lo permite, le explicaré con ayuda de qué astucia me apoderé de ese bandolero.

—Estoy ocupado en este momento, no puedo recibirte; vuelve dentro de media hora.

El barón masticó por así decirlo las palabras de esta respuesta, que le había sido apuntada por Pequeño Juan.

—Dentro de media hora será demasiado tarde —contestó Geoffroy visiblemente malhumorado.

—¡Obedece, bellaco! Vete; te vuelvo a repetir que estoy muy ocupado.

El barón, enfurecido, hubiese dado gustoso los sacos de oro de su cofre a cambio de poder retener a Geoffroy y llamarle en su ayuda. Desgraciadamente este último, obligado a obedecer a la orden perentoria que acababan de darle, se iba con la misma rapidez que había llegado, y el barón volvió a quedarse solo con su gigantesco enemigo.

Cuando el ruido de los pasos del soldado se perdió en las profundidades de los corredores, Pequeño Juan volvió su cuchillo al cinturón y dijo a lord Fitz-Alwine:

—Ahora, señor barón, os voy a decir lo que deseo. La noche pasada tuvo lugar un combate en el bosque de Sherwood entre vuestros soldados que volvían de Tierra Santa y un grupo de bravos sajones. Fueron hechos prisioneros seis hombres: quiero la libertad de estos seis hombres y que nadie les acompañe ni les siga; no quiero que se espíe y os lo prohíbo.

—Consentiría de buena gana y quisiera agradaros a este respecto, hermoso joven, pero…

—Pero no queréis. Escuchad, señor barón, no tengo tiempo de escuchar vuestras falsas palabras ni paciencia para sufrirlas. Dad libertad a esos pobres muchachos o no respondo de vuestra vida ni un cuarto de hora.

Las amenazas de Pequeño Juan fueron pronunciadas en un tono tan firme y su rostro expresaba una resolución tan inmutable que no cabía la menor duda de que para la ejecución de estas palabras no faltaba más que un gesto.

El barón se encontraba en una situación muy peligrosa y por culpa suya. Por lo general, un grupo de hombres velaba por su seguridad, ya junto a sus aposentos ya a corta distancia. Pero aquel día, deseoso de estar solo a fin de colocar en secreto la prodigiosa cantidad de oro amontonado en sus cofres (en esta época no existían banqueros), había alejado a sus guardianes y prohibido, bajo cualquier pretexto, que se entrase en la sala. Convencido con desesperación de su soledad, el barón no se atrevía a contravenir la prohibición de Pequeño Juan, y con la garganta llena de clamores de espanto, guardaba un profundo silencio.

—Estoy dispuesto a responder a vuestra demanda —dijo dejando su asiento.

—Obráis, os lo aseguro, acertadamente —contestó el joven—, y si queréis posponer la visita que debéis a Satanás, salgamos rápido de este cuarto. ¡Ah!, algo más —añadió Pequeño Juan.

—Decid —gimió el barón.

—¿Dónde está vuestra hija?

—¡Mi hija! —exclamó Fitz-Alwine en el colmo de la extrañeza—, ¡mi hija!

—Sí, vuestra hija; lady Christabel.

—Verdaderamente, me hacéis una extraña pregunta.

—¡Eso no importa! Contestad con franqueza.

—Lady Christabel está en Normandía.

—¿En qué parte de Normandía?

—En Rouen.

—¿Es cierto?

—Por completo; está en un convento de esa ciudad.

—¿Qué ha sido de Allan Clare?

El rostro del barón se tiñó de un súbito rubor, sus dientes, apretados contra sus temblorosos labios, ahogaron un grito de rabia, y lanzó al joven una mirada de cólera. Juan, que dominaba con su estatura a su débil enemigo, repitió lentamente su pregunta:

—¿Qué ha sido de Allan Clare?

—No lo sé.

—¡Mentira! —exclamó Pequeño Juan—, ¡mentira! Nos dejó hace seis años para seguir a lady Christabel y estoy seguro de que sabéis lo que ha sido de aquel desgraciado joven. ¿Dónde está?

—No sé.

—¿No le habéis visto en estos seis años?

—Le vi, ¡el miserable obstinado!…

—Nada de injurias, señor barón. ¿Dónde le visteis?

—El primer encuentro —respondió Fitz-Alwine con amargura—, tuvo lugar en un sitio que debía estar prohibido a ese vagabundo sin pudor. Le encontré en el aposento de mi hija, sobre las rodillas de lady Christabel. Aquella misma tarde, mi hija entraba en un convento; al día siguiente tuvo la audacia de presentarse ante mí y pedirme la mano de mi hija. Hice que le echaran mis hombres; desde entonces no le he vuelto a ver, pero me he enterado de que se había puesto al servicio del rey de Francia.

—¿Por propia voluntad? —preguntó Juan.

—Sí, a fin de cumplir las condiciones de un pacto acordado por nosotros.

—¿Qué pacto? ¿A qué se ha comprometido Allan? ¿Qué le habéis prometido?

—Se ha comprometido a rehacer su fortuna, a entrar en posesión de sus tierras, confiscadas a causa del apego de su padre por Tomás Becket. Le prometí la mano de mi hija si permanecía alejado de ella durante siete años y no intenta verla. Si falta a su palabra dispondré de lady Christabel como crea conveniente.

—¿En qué fecha tuvo lugar este pacto?

—Existe desde hace tres años.

—Está bien. Ahora ocupémonos de los prisioneros. Vamos a ponerles en libertad.

El pecho del barón encerraba un verdadero volcán; ardía. Sin embargo, su pálido rostro no revelaba nada de los siniestros proyectos que ocupaban su espíritu. Antes de seguir a Pequeño Juan cerró con doble llave su precioso cofre, se aseguró de que no dejaba ningún indicio de sus ricos tesoros, y dijo al joven en tono benevolente:

—Venid, valiente sajón.

Pequeño Juan no era de los que seguirían ciegamente el itinerario que eligiera el barón, y le fue fácil darse cuenta de que lord Fitz-Alwine tomaba una dirección opuesta a la que había que seguir para ir a las murallas.

—Señor barón —dijo poniendo su robusta mano sobre el hombro del viejo—, seguís un camino que nos aleja de nuestro objetivo.

—¿Cómo lo sabéis? —preguntó el barón.

—Porque los prisioneros están encerrados en los calabozos de las murallas.

—¿Quién os ha informado así?

—Geoffroy.

—¡Ah, el bribón!

Por debajo de la galería en la que se encontraban nuestros dos personajes se oyó repentinamente el ruido que revelaba que pasaban varios hombres. Sólo una escalera separaba a lord Fitz-Alwine de este socorro providencial; inmediatamente, aprovechando la distracción de Juan, ocupado en darse cuenta del lugar a que iban a parar las profundidades de esta galería, se lanzó con una agilidad extraordinaria para su edad hacia la puerta que daba a la escalera. Llegó allí, y justo en el momento en que iba a bajar los escalones de cuatro en cuatro, sintió que una mano de hierro se aferraba a su hombro. El desdichado viejo lanzó un estridente grito y se precipitó por los escalones. Impasible, y contentándose con apresurar el paso, Pequeño Juan siguió al barón, cuya insensata carrera era cada vez más rápida. Empujado por la esperanza de encontrar ayuda, el barón prosiguió locamente su carrera, lanzando gritos, pidiendo socorro. Pero estos gritos entrecortados se quedaban sin eco y se perdían en la inmensa soledad de las galerías. Por fin, tras un cuarto de hora de desarrollo de esta extraña huida, el barón llegó a una puerta; la empujó con tanta fuerza que las dos hojas se abrieron, y fue a caer en los brazos de un hombre que se había abalanzado hacia él.

—¡Salvadme, salvadme, al asesino! —gritaba el barón—; ¡cogedle!, ¡matadle!

—¡Atrás! —gritó Pequeño Juan intentando rechazar al protector del barón—, ¡atrás!

—¡Y bien! Pequeño Juan —dijo una voz conocida—, ¿es que la cólera os ciega hasta tal punto que no conocéis a vuestros amigos?

Pequeño Juan lanzó un grito de sorpresa.

—¡Cómo! ¿Eres tú, Robín? ¡Vive Dios!, he aquí un azar por el que deberá felicitarse este traidor, porque de no ser por esto, habría llegado su última hora, lo juro.

—¿Quién es el desdichado al que perseguís así, mi buen Juan?

—¡El barón Fitz-Alwine! —musitó Halbert al oído de Robín intentando disimularse tras el joven.

—¡El barón Fitz-Alwine! —exclamó Robín—. Estoy verdaderamente encantado de este encuentro, me va a permitir dirigirle algunas preguntas de la mayor importancia para personas a las que amo.

—Podéis ahorraros el trabajo de interrogar a Su Señoría —dijo Pequeño Juan—; supe por él todo lo que deseaba saber, en primer lugar sobre la suerte de Allan Clare, después sobre la situación de nuestros amigos; están encerrados aquí.

—Al prometeros poner en libertad a nuestros amigos, os engañaba, buen Juan: nuestros queridos amigos iban hacia Londres mientras que nosotros comíamos en la posada.

—¡Es imposible! —exclamó Pequeño Juan.

—Es cierto —contestó Robín Hood—; Hal acaba de enterarse y os buscábamos para sacaros de la boca del lobo.

Al oír pronunciar el nombre de Halbert el barón levantó la cabeza, lanzó una mirada furtiva hacia el joven, y, enterado de la fidelidad del joven, volvió a adoptar su postura de vencido, rumiando para sí mil imprecaciones contra el pobre Hal.

El movimiento del barón no pasó desapercibido para Halbert.

—Robín —dijo—, Su Señoría acaba de echarme una mirada que no me promete grandes recompensas por la amistad que os manifiesto.

—Claro que no —murmuró sordamente Fitz-Alwine—, y no olvidaré tu traición.

—Pues bien, mi querido Hal —respondió Robín—, ya que vuestra estancia aquí se ha hecho imposible y puesto que nuestra presencia en el castillo es inútil, vámonos juntos.

—Esperad —añadió Pequeño Juan—, creo prestar un gran servicio al condado librándole para siempre de la imperiosa dominación de este maldito normando. Voy a mandarlo con Satanás.

Esta amenaza hizo dar un respingo al barón, que se irguió instantáneamente sobre sus delgadas piernas.

Hal y Robín fueron a cerrar las puertas.

—Barón Fitz-Alwine —dijo Pequeño Juan con gravedad— voy a obrar según las leyes que rigen nuestros bosques: vais a morir.

—¡No! ¡No! —gimió Su Señoría.

—Os ruego que escuchéis, señor barón. Hablo sin cólera. Hace seis años hicisteis quemar la casa de este joven; su madre fue asesinada por uno de vuestros soldados. Sobre el cuerpo de esa pobre mujer juramos castigar a su asesino.

—¡Tened piedad de mí! —gimió el anciano.

—Pequeño Juan —dijo Robín—, perdonad a este hombre por la angélica criatura que le da el nombre de padre. Milord —añadió Robín volviéndose hacia el barón—, prometedme otorgar a Allan Clare la mano de la que ama y salvaréis la vida.

—Os lo prometo.

—¿Mantendréis vuestra palabra? —preguntó Pequeño Juan.

—Sí.

—Dejadle vivir, Juan; el juramento que acaba de hacer está registrado en el cielo; si falta a él, habrá condenado su alma.

—¿No os dais cuenta de que ya está medio muerto de miedo?

—Sí, sí, pero apenas estemos a cien pasos de aquí nos hará perseguir por toda su tropa. Debemos impedir ese peligroso desenlace.

—Encerrémosle en este cuarto —dijo Hal.

Lord Fitz-Alwine lanzó al joven una mirada llena de odio.

—Eso es —aceptó Robín.

—¿Y los gritos que lanzará una vez solo? ¿Y el ruido que hará? ¿Habéis pensado en eso?

—Entonces —dijo Robín—, atadle a un sillón con la tira de piel de ciervo que rodea vuestra cintura, y amordazadle.

Pequeño Juan se apoderó del barón, que no se atrevió a defenderse, y le ató fuertemente al respaldo del sillón.

Tomada esta precaución, los tres jóvenes llegaron a toda prisa al patio del puente levadizo, y el vigilante, que era amigo de Hal, les dejó pasar con toda facilidad.

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