Robin Hood

Robin Hood


XX

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XX

Cuando el barón Fitz-Alwine se repuso enteramente de su terror y sus fatigas, ordenó a su gente hacer una investigación en la villa de Nottingham para descubrir la pista del guardabosque. No hay ni que decir que el barón se prometía una gran revancha por el inaudito insulto que se le había hecho. Geoffroy comunicó al barón la huida de Halbert, y el anuncio de esta nueva llevó al paroxismo de la exasperación la cólera del castellano.

—¡Miserable bribón! —dijo a Geoffroy—, si dejas escapar al bandido que se presentó ante mí con el título de amigo tuyo, serás ahorcado sin misericordia.

Deseoso de ganarse de nuevo la estima de su señor, el robusto servidor se dedicó concienzudamente a la búsqueda del hombre de los bosques. Recorrió la villa, registró los alrededores, interrogó a los posaderos del país, y trabajó tan bien que se enteró de que el primer guarda de los bosques de Sherwood, sir Guy de Gamwell, tenía un sobrino cuyos datos coincidían con los del apuesto guardabosque. Geoffroy también se enteró de que este joven vivía en casa de su tío, y que, a juzgar por la descripción hecha por los cruzados del jefe de la banda nocturna, este individuo, pariente de sir Guy, no era otro que el antagonista del barón y el vencedor de Geoffroy.

El hombre que dio al soldado estos preciosos datos añadió también que un joven arquero, de una habilidad proverbial, llamado Robín Hood, vivía igualmente en el castillo de Gamwell.

Como es de suponer, Geoffroy corrió a comunicar al barón lo que acababa de descubrir.

Lord Fitz-Alwine escuchó tranquilamente el prolijo relato de su servidor, lo que revelaba en él una gran paciencia, e inmediatamente se hizo la luz en su espíritu. Recordó que Maude, o Isabel, como llamaba a la dama de su hija, encontró asilo en el «hall» de Gamwell, y que allí debían estar reunidos Robín Hood, el jefe de la banda y Pequeño Juan y los hombres que la componían.

Nuevos informes confirmaron la exactitud de lo expuesto por Geoffroy, y lord Fitz-Alwine decidió inmediatamente llevar a Enrique II una severa queja contra los guardabosques.

El momento estaba bien escogido. En esta época, Enrique II, que se ocupaba activamente por la policía interior de su reino intentando sentar el respeto a la propiedad territorial, escuchaba con atención los relatos de robos y de pillajes.

Por orden del rey, los culpables eran primero encarcelados; de las prisiones del Estado pasaban al ejército, a los puestos subalternos, o a los pontones de los barcos.

Lord Fitz-Alwine obtuvo una audiencia de la justicia de Enrique II, y expuso al rey, exagerándolas, las causas de quejas contra Robín Hood. Este nombre atrajo poderosamente la atención del príncipe; pidió nuevas explicaciones y se enteró de que este mismo Robín Hood era quien había reivindicado sus derechos al título y a los bienes del último conde de Huntingdon, pretendiendo descender por línea directa de Waltheof, a quien Guillermo I había concedido el condado de Huntingdon. La demanda de Robín Hood, como ya sabemos, había sido rechazada, y su adversario, el abad de Ramsay, había permanecido en posesión de la herencia del joven.

Al descubrir que el agresor del barón no era otro que el pretendido conde de Huntingdon, el rey montó en cólera, y condenó a Robín Hood a la proscripción. Además decretó que la familia Gamwell, protectora de Robín Hood, sería despojada de sus bienes y expulsada de su territorio.

Un amigo de sir Guy, que se enteró de lo decretado contra el pobre anciano, se apresuró a enviarle un despacho. La terrible noticia sembró la consternación en la apacible casa de Gamwell; los villanos, enterados enseguida de lo que acababa de ocurrirle a su señor, se reunieron en torno al castillo y gritaron que había que defender el «hall», que morirían luchando antes que ceder una pulgada de terreno. Sir Guy poseía una hermosa propiedad en el condado de Yorkshire; Robín lo sabía, y, aconsejado por Pequeño Juan, suplicó al anciano que dejase Gamwell y llevase a su familia a este seguro retiro.

Los ruegos de Robín y las súplicas de Pequeño Juan no movieron al baronet; hubo que renunciar a la esperanza de alejarse de Gamwell y, como las circunstancias exigían una gran rapidez de acción, inmediatamente se ocuparon de organizar la partida de las mujeres.

Lady Gamwell, sus hijas, Mariana, Maude y las sirvientes de la casa, confiadas a un grupo de villanos fieles, debían alejarse del «hall» al caer la noche.

Cuando terminaron los preparativos de esta dolorosa partida, la familia se reunió en la sala principal, y Robín Hood, tras haberse asegurado de la ausencia de Mariana, se dirigió a toda prisa al aposento de la joven.

—¡Robín! —dijo repentinamente una voz entrecortada por las lágrimas.

El joven se volvió y vio a miss Maude sumida en llanto.

—Querido Robín —dijo la joven—, deseo hablaros antes de dejar el «hall». ¡Ay! ¡Dios mío! ¡Quizá no nos volvamos a ver!

—Querida Maude, calmaos, os lo ruego, y no os dejéis dominar por el sufrimiento de un pensamiento tan triste. Pronto volveremos a reunirnos, os lo juro.

La joven, con la cabeza entre las manos continuó llorando.

—Vamos, Maude, ¡valor! ¿Qué significa esta desesperación? ¿Qué tenéis que confiarme? Os escucho, hablad sin temor.

Maude dejó caer sus manos, levantó los ojos, intentó sonreír y dijo:

—Sufro mucho… pienso en una persona que sólo ha tenido para mí bondades, cuidados, atenciones…

—Pensáis en William —interrumpió Robín.

La joven enrojeció.

—¡Bien! —gritó Robín—. ¡Oh!, querida Maude, amáis a ese gran muchacho, ¡bendito sea Dios! Daría todo el mundo por ver a Will junto a vos. Sería tan feliz oyéndoos decir: «William, os amo»…

Maude intentó negar que amaba a Will tanto como imaginaba Robín, pero tuvo que aceptar que, a fuerza de pensar en el joven, había llegado a sentir por él un sentimiento de vivo cariño. Tras esta confesión tan penosa de hacer para Maude, sobre todo a Robín, la joven preguntó sobre la ausencia de William.

Robín respondió que esta ausencia, obligada por un importante asunto, no tenía nada de inquietante, y que en pocos días Will estaría de nuevo entre su familia.

Esta cariñosa mentira devolvió la calma y la serenidad al corazón de Maude; tendió a Robín sus mejillas mojadas por las lágrimas y, tras recibir su fraternal beso, se apresuró a bajar a la sala.

Por su parte, Robín entró en el aposento de Mariana.

—Querida Mariana —dijo Robín tomando entre las suyas las manos de la joven—, estamos a punto de separarnos, y quizá por largo tiempo. Permitidme, antes de dejaros, hablar de corazón a corazón con vos.

—Os escucho, querido Robín —contestó afectuosamente la joven.

—¿Sabéis, Mariana —dijo el joven con voz trémula—, que os amo con toda mi alma?

—Vuestros actos me lo prueban diariamente.

—Tenéis confianza en mí, ¿verdad? ¿Verdad que tenéis una fe entera, completa, absoluta, en la sinceridad de mi amor, en la tierna abnegación de mi devoción?

—Soy vuestra mujer ante Dios, Robín, y vuestra vida será la mía. Ahora, permitidme haceros algunas recomendaciones. Cada vez que podáis enviarme noticias vuestras con seguridad, mandadme un mensaje, y si os es posible venir a verme, venid, me haréis muy dichosa. Mi hermano volverá junto a nosotros, y con él lograremos revocar el cruel decreto que os condena.

Robín sonrió con tristeza.

—Querida Mariana —dijo—, no debéis alentar en el corazón una esperanza tan quimérica. No espero nada del rey. Me he trazado una línea de conducta y he tomado la firme resolución de no apartarme de ella. Si oís hablar mal de mí, Mariana, cerrad vuestros oídos a la calumnia, pues, por nuestra santa madre, os juro que mereceré siempre vuestra estima y vuestra amistad.

—¿Qué podría oír decir malo de vos, Robín, y qué proyectos tenéis?

—No me preguntéis, Mariana, creo que mis intenciones son honestas; si el porvenir demuestra que no lo son, seré el primero en reconocer mi error.

—Sé que sois leal y valeroso, Robín, y rogaré a Dios para que os asista en todo.

—Gracias, mi bienamada Mariana; y ahora, adiós —añadió Robín conteniendo unas lágrimas que bañaban sus párpados.

Enlazada por los brazos de su desdichado amigo, la joven sintió que las fuerzas la abandonaban al pronunciarse la palabra adiós. Escondió su llorosa cara en el hombro de Robín y sollozó tristemente.

Durante algunos minutos, los dos jóvenes permanecieron así, mudos, transportados. Finalmente una voz que llamaba a Mariana les arrancó de este último abrazo.

Bajaron, y Mariana, vestida ya de amazona, montó en el caballo que tenía preparado.

Transcurrió una semana. Cada día de ella, de ansiosa espera, se dedicó a fortificar Gamwell. Los habitantes del pueblo vivían en las torturas del temor, pues cada hora les traía el miedo del día siguiente. Fueron colocados centinelas alrededor del «hall» y bajo la dirección de Robín se levantaron dos líneas de barricadas que debían servir, si no para detener la marcha del enemigo, sí al menos para oponer a su avance una seria defensa. Estas barricadas, de la altura de un hombre, permitían a los campesinos mantenerse al abrigo de las flechas enemigas, dándoles la oportunidad de apuntar hacia donde debían dirigir sus propios golpes.

No hay que pensar sin embargo que sir Guy creyera en el éxito de su defensa, sabía que era peligrosa e inútil, pero el noble y valiente sajón no quería rendirse sin combate.

Robín era el alma del pequeño ejército. Supervisaba los trabajos, animaba a los campesinos, fabricaba armas, se multiplicaba. El pueblo de Gamwell, en otro tiempo tan tranquilo, estaba ahora lleno de animación y de vida; el terror había hecho sitio al entusiasmo, y los apacibles habitantes se mostraban orgullosos y felices por entrar en lucha abierta con los normandos.

El enemigo se hizo esperar diez días.

Por fin, uno de los vigías que habían sido colocados en el bosque, llegó anunciando que se acercaba una tropa a caballo.

La noticia corrió de boca en boca, se tocó a rebato y los campesinos fueron como un solo hombre a los puestos que les habían sido asignados. Tras las barricadas, permanecieron silenciosos, con las armas prestas, atentos para seguir con la mirada la rápida marcha del enemigo.

La tropa normanda se componía de unos cincuenta hombres, los habitantes del pueblo eran cien; como se ve, la fuerza de estos últimos era superior a la de los enemigos, y además su posición era excelente.

Persuadido de que iba a caer sobre el pueblo como haría un ave rapaz sobre un inocente pajarillo, el jefe normando ordenó a sus hombres que aumentaran la velocidad. Obedecieron y, con paso vivo, subieron la colina.

Apenas hubieron alcanzado la cima, una lluvia de flechas, de dardos y de piedras, les cubrió de los pies a la cabeza. La extrañeza de los soldados fue tan grande que una segunda andanada de flechas les alcanzó antes de que hubiesen pensado en responder.

La caída de tres o cuatro soldados mortalmente heridos hizo lanzar a los normandos un grito de indignación; vieron entonces las barricadas, se lanzaron sobre la primera y cargaron con furor.

Recibidos valientemente y rechazados por los sajones, invisibles tras sus escondrijos, los soldados comprendieron que no tenían otra solución que combatir con coraje. Lograron apoderarse de la primera barricada, pero tras ésta había una segunda; una tercera les volvió a detener. Ya habían perdido varios hombres, y para colmo no podían ver si acababan con algunos de sus enemigos. Los sajones, la mayoría de los cuales eran expertos arqueros, no fallaban nunca el blanco, y sus flechas sembraban la destrucción en el pequeño ejército.

Los soldados, desesperados al no poder verse cara a cara con el enemigo, comenzaron a quejarse. El jefe, que cogió al vuelo estos murmullos de desánimo, ordenó a sus hombres una falsa retirada a fin de obligar a los sajones a salir de su secreto asilo. Inmediatamente se puso en práctica esta astucia guerrera: los normandos fingieron retirarse ordenadamente, y ya estaban a cierta distancia de las barricadas cuando un grito anunció la aparición de los vasallos de sir Guy.

Sin detener la marcha de su tropa, el jefe echó un vistazo hacia atrás.

Los habitantes del pueblo corrían tumultuosamente y en aparente desorden tras sus enemigos.

—No os volváis, muchachos —gritó el jefe—; dejadlos que nos alcancen. Les sorprenderemos, ¡atención!

Los soldados, animados por la esperanza de una aplastante revancha, continuaron alejándose.

Pero, repentinamente, los sajones, con gran sorpresa por parte del jefe normando, en lugar de intentar alcanzar a los soldados, se detuvieron en la primera barricada que les fue arrebatada, y desde esta posición enviaron una nube de flechas, con destreza incomparable, sobre los fugitivos.

El jefe, exasperado, volvió a situar a sus hombres frente al camino ya recorrido, y, con furioso brinco de su caballo, se puso a la cabeza de la tropa. Una lluvia de flechas lanzadas por los sajones con segura mano cubrió el cuerpo del desdichado normando; vaciló sobre la silla y, sin lanzar el menor grito, rodó inerte a los pies de su caballo, el cual, herido a su vez, saltó fuera de las filas y fue a caer muerto a pocos pasos del cadáver de su amo.

Ya abatidos por el fracaso de sus esfuerzos, los soldados se desmoralizaron ante esta nueva desgracia. Recogieron el cuerpo de su jefe y, sin detenerse a contar los muertos y coger a los heridos, se alejaron del campo de batalla a toda velocidad.

Tras haber proclamado con gritos de alegría la huida de los soldados, los campesinos se dedicaron, no a perseguirlos, sino a recoger a los heridos y enterrar a los muertos. Dieciocho normandos habían sucumbido en la lucha, incluido el jefe retirado por sus hombres.

Los buenos campesinos estaban tan contentos de su victoria que pensaban ya traer a sus mujeres a Gamwell; pero Pequeño Juan hizo comprender claramente a sus ingenuos compañeros que el rey no limitaría su venganza a este primer envío, y que había que esperar la visita de una tropa más considerable y prepararse para recibirla bien.

El mes de julio tocaba a su fin, y desde hacía quince días los hombres del pueblo esperaban a sus visitantes: se preparaban para un ataque a las primeras horas de la mañana, pues, con toda probabilidad, los normandos, cansados por una marcha rápida con tanto calor, descansarían en Nottingham una noche.

Una tarde, dos habitantes del pueblo que regresaban de Mansfield, a donde habían ido para hacer unas compras, anunciaron a sus amigos que una tropa compuesta por trescientos hombres acababa de llegar a Nottingham y que tenía intención de pasar allí la noche para llegar descansados al «hall» de Gamwell.

Esta noticia produjo una gran emoción, pero ésta pronto fue sustituida por un vigilante ardor.

Tres horas después de salir el sol, el sonido de un cuerno anunció que el enemigo se acercaba. Los vigías volvieron a Gamwell e, inmediatamente, lo mismo que en el ataque precedente, los defensores del «hall» se hicieron invisibles.

El cuerpo enemigo avanzaba lentamente, y era fácil juzgar, por la extensión que ocupaban, que verdaderamente se componía de doscientos o trescientos hombres.

Los jinetes se reunieron al pie de la colina, y, tras un conciliábulo de algunos minutos, la tropa se dividió en cuatro partes. La primera subió la colina al galope, la segunda puso pie a tierra y siguió a los jinetes, la tercera rodeó la colina hacia la izquierda, y la última se dirigió hacia la derecha.

Esta maniobra prevista, fue contrarrestada: habían sido construidas defensas al pie de los árboles de la cima de la colina. Al acercarse a estos árboles protectores, los normandos recibieron una lluvia de flechas que, hiriendo a los hombres, hizo encabritarse a los caballos, sembró la confusión entre los soldados y obligó a la tropa a bajar la colina más rápidamente de lo que la había subido.

Los hombres enviados a las faldas opuestas de la colina fueron acogidos de forma tan desastrosa como sus compañeros. Así, decidieron que la marcha, imposible a caballo, se haría a pie. Los soldados abandonaron sus cabalgaduras y, protegidos por sus escudos, penetraron resueltamente por los tres caminos designados por el jefe, mientras que una parte de la tropa, de reserva, esperaba abajo el éxito de un primer ataque contra las barreras.

Los normandos alcanzaron rápidamente la barrera, la cual, de una altura de siete pies, estaba perforada por saeteras para las flechas. En lugar de perder un tiempo precioso en luchar contra enemigos que se hallaban al abrigo de sus golpes, se pusieron a escalar el parapeto.

Los hombres del pueblo no intentaron oponer una resistencia inútil: se contentaron con alcanzar la segunda barrera; los normandos, impulsados por este primer éxito, se precipitaron confusamente tras ellos, y atacaron la nueva barricada con indecible furor. Por un momento, las dos partes lucharon casi cuerpo a cuerpo; la batalla se hacía sangrienta, pero una señal llamó a los sajones a la tercera barrera.

Esta retirada hizo que los normandos se diesen cuenta de que perdían a cada momento el terreno ganado.

El capitán reunió a sus hombres a fin de concertar con ellos un plan de ataque, y, escuchando sus opiniones, miraba en torno suyo.

Gamwell se hallaba situado en medio de una vasta llanura y la colina que le servía de parapeto era a la vez un camino impracticable para los caballos y peligroso para los hombres.

El capitán preguntó a su gente si había entre ellos alguno que conociera la localidad.

La pregunta, repetida de boca en boca, llevó ante él a un campesino que pretendía conocer el pueblo de Gamwell, en el que tenía un pariente.

—¿Eres sajón, bribón? —preguntó el jefe frunciendo el entrecejo.

—No, capitán, soy normando.

—¿Está aliado tu pariente a esos rebeldes?

—Sí, capitán, pues es sajón.

—¿Cómo es entonces pariente tuyo?

—Porque se casó con mi cuñada.

—¿Conoces el pueblo?

—Sí, capitán.

—¿Podrías conducir a mis hombres a Gamwell por otro camino?

—Sí, hay al pie de la colina un sendero que lleva directamente al «hall» de Gamwell.

—¿Al «hall» de Gamwell? ¿Dónde está situado?

—Allá, a vuestra izquierda capitán; es ese gran edificio rodeado de árboles. Está habitado por sir Guy.

El capitán, encantado por el informe, ordenó a una parte de su tropa que se dispusiera a seguir al guía, mientras que él, para distraer a los sajones, iba a comenzar un nuevo ataque.

Los proyectos del capitán no iban a realizarse.

El cuñado del guía, que efectivamente formaba parte de los defensores de sir Guy, reconoció a su pariente, y, señalándoselo a Pequeño Juan, le indicó la especie de conciliábulo que había tenido lugar entre él y su jefe.

Pequeño Juan presintió inmediatamente la traición; llamó a una treintena de hombres y, al mando de uno de sus primos, les envió a vigilar el camino amenazado de invasión.

Hecho esto, Pequeño Juan hizo llamar a Robín.

—Querido amigo, ¿podrías acertar con tu arco a cualquier objeto situado en la colina?

—Creo que sí —contestó con modestia el joven.

—Mejor dicho, estás seguro. ¡Pues bien!, sigue mi mirada. ¿Ves a aquel hombre situado a la izquierda del soldado que lleva en su cabeza un gran penacho? Ese hombre, querido amigo, es un pérfido bellaco, y estoy convencido de que da al jefe indicaciones para llegar a Gamwell por el camino del bosque. Intenta matar a ese miserable.

—Con gusto.

Robín tensó su arco, y dos segundos después el hombre señalado por Pequeño Juan dio un salto de dolor, lanzó un grito y cayó para no volver a levantarse.

El jefe normando reunió prestamente a sus hombres y decidió tomar las barreras al asalto.

Los sajones se defendieron con valor, pero inferiores en número, no pudieron impedir la escalada y se retiraron ordenadamente hacia Gamwell.

Franqueadas las barreras, los normandos ganaron terreno fácilmente; penetraron en el pueblo y una especie de pánico se apoderó de los campesinos. Iban a huir cuando una voz estentórea gritó:

—Sajones, ¡deteneos! ¡El que tenga corazón que siga a su jefe! ¡Adelante! ¡Adelante!

Esta voz, que era la de Pequeño Juan, reanimó las desfallecientes fuerzas de los asustados hombres; se volvieron y, avergonzados de su debilidad, siguieron a su jefe.

Éste se precipitó como un león hacia un hombre de elevada estatura que compartía con el jefe principal el mando de la tropa y que, por el ardor de sus golpes, había sembrado el pánico entre los hombres.

—¡Aquí estamos otra vez, señor guardabosque! —gritó el hombre, que no era otro que Geoffroy—. Voy a vengarme de un solo golpe de todo el mal que me has causado.

Pequeño Juan sonrió desdeñosamente, y cuando Geoffroy, tras haber volteado su hacha, intentó hacerla bajar sobre la cabeza del joven, éste, con un gesto rápido como el pensamiento, se la arrancó de las manos y la tiró a veinte pasos de él.

—Eres un miserable bribón —dijo Pequeño Juan— y mereces la muerte, pero una vez más tengo piedad de ti; defiende tu vida.

Los dos hombres, o mejor dicho, los dos gigantes, comenzaron el terrible combate. Duró largo tiempo, y la victoria, incierta hasta entonces, se decidió repentinamente a favor de Pequeño Juan, que, concentrando todo su vigor en un supremo esfuerzo, asestó un golpe con su espada sobre el hombro de Geoffroy y le hendió el cuerpo hasta el espinazo.

El vencido cayó sin exhalar el menor grito, y los dos campos rivales, que habían asistido en silencio a este extraño combate, miraron con espanto la terrible herida producida por el golpe mortal.

Pequeño Juan no se detuvo ante el cuerpo de su enemigo; levantó con mano firme su sangrante espada sobre su cabeza y atravesó las filas normandas como el dios de la guerra, de la devastación y de la muerte.

Llegado a una altura, miró hacia atrás, y vio que, rodeados por los normandos, sus hombres, a pesar de todo su valor, estaban en la imposibilidad de defenderse.

Inmediatamente el joven tocó su cuerno y dio orden de retirada; luego, precipitándose de nuevo en el tumulto, abrió camino a sus hombres. Su fulgurante espada tuvo a raya durante algunos minutos a los soldados, y los sajones, secundando las intenciones de su jefe, ganaron poco a poco el patio del «hall». Reunidos en un solo cuerpo y batiéndose desesperadamente, lograron franquear las puertas del castillo, preparado para resistir un asedio.

Los normandos se lanzaron contra las puertas con las hachas en la mano, pero estas puertas, de roble macizo, resistieron todos sus esfuerzos. Entonces se pusieron a deambular en torno al edificio con la esperanza de descubrir una entrada mal defendida; pero su búsqueda, primero inútil, pronto se hizo peligrosa, pues los sajones arrojaban desde lo alto de las ventanas enormes piedras y les acribillaban a flechazos.

El capitán normando, viendo los estragos que hacían entre sus hombres los proyectiles arrojados por los sitiados, les llamó y, tras haber colocado a un centenar alrededor del «hall», bajó al pueblo. Como sabemos, las casas de Gamwell estaban vacías. Los soldados, autorizados por su jefe, registraron las habitaciones; pero para su mortificación, no sólo las encontraron desiertas, sino desprovistas de todo botín y provisión.

Contando con los recursos de una pronta victoria, no habían llevado víveres. El descontento se hizo sentir. Inmediatamente el jefe envió al bosque a una docena de hombres reputados como los mejores cazadores, a fin de que intentasen llevar algunos ciervos. La caza se vio coronada por el éxito; los hambrientos se resarcieron y el capitán, que había establecido su cuartel general en el pueblo, hizo descansar a la mitad de su tropa, mientras que la otra preparaba las armas para un ataque nocturno al edificio que albergaba a los sajones.

Al revés que sus enemigos, los campesinos habían comido bien y se habían entregado al sueño tras haber recogido a los muertos y atendido a los heridos.

Al caer el día, una cegadora luz anunció a los sajones la nueva maniobra de sus enemigos: el pueblo había sido incendiado.

—Mirad, mi querido Pequeño Juan —dijo Robín Hood mostrando al joven la lúgubre claridad— los miserables queman sin piedad las casas de nuestros campesinos.

—Y quemarán el «hall», amigo mío —contestó Pequeño Juan con tristeza—; debemos prepararnos para sufrir esta nueva desgracia. La vieja casa está rodeada de árboles y arderá como un montón de paja.

Los campesinos, desesperados, contemplaban el espectáculo entre gritos de indignación; querían salir del «hall» y satisfacer inmediatamente el deseo de venganza que les mordía el corazón; pero Pequeño Juan, prevenido por uno de sus primos, llegó hasta ellos y les dijo con voz emocionada:

—Comprendo vuestro furor, queridos amigos, pero esperad. Con que resistamos hasta el despuntar del día, seremos vencedores. Esperad, esperad, los miserables estarán aquí en un cuarto de hora.

—¡Ahí están! —dijo Robín.

Efectivamente, los normandos avanzaban hacia el castillo lanzando gritos y llevando en ambas manos teas encendidas.

—¡A vuestros puestos, hijos, a vuestros puestos! —gritó el sobrino de sir Guy—; apuntad vuestras flechas con cuidado y no erréis ningún golpe. En cuanto a ti, Robín, quédate junto a mí, herirás de muerte a los que te señale.

Los normandos rodearon el castillo, y manteniéndose a distancia de las ventanas y las barbacanas, lanzaron antorchas contra la puerta; pero, alcanzadas por los torrentes de agua que lanzaban los campesinos, se apagaban sin hacer daño alguno.

El fuego fue suspendido, y una especie de alegre rugido lanzado por los soldados llevó a Robín y al Pequeño Juan a una ventana.

Precedidos por el jefe, una docena de soldados arrastraban un instrumento que, con toda probabilidad, debía servir para echar abajo la puerta. En el momento en que, dirigidos por su capitán, iban los soldados a poner el artefacto en el sitio que le correspondía, Pequeño Juan dijo a Robín:

—Envía una flecha a ese maldito capitán.

—No quisiera otra cosa, pero será difícil alcanzarle mortalmente, pues lleva una cota de malla y habría que alcanzarle en la cara.

—Atención, prepara tu arco… ¡tira!… ¡Querido Robín, tira de una vez! Ahí tienes el rostro bajo el resplandor de la antorcha. La muerte de este hombre nos salvará.

Robín, que seguía los movimientos del jefe, disparó repentinamente. La flecha partió. El capitán, alcanzado entre las dos cejas, cayó hacia atrás. Los soldados se amontonaron confusamente alrededor de su jefe y un espantoso desorden cundió por sus filas.

—¡Ahora, sajones! —gritó Pequeño Juan con voz vibrante—, haced llover las flechas sobre esos incendiarios.

Esta nueva descarga fue tan destructora que los soldados que quedaron de pie se sintieron perdidos. Iban a huir cuando un normando, erigiéndose en jefe de sus compañeros, les propuso emplear un último medio para obligar a los campesinos a salir de la fortaleza. Un bosquecillo, de pinos principalmente, se hallaba frente a la fachada interior del castillo, es decir, del lado de los jardines. Los normandos, conducidos por su nuevo jefe, serraron a medias el tronco de los árboles más próximos al techo del edificio tras haber incendiado las ramas altas. Pequeño Juan, que veía con angustia el rápido progreso de esta infernal destrucción, dejó escapar un grito de furor y dijo a Robín:

—Han encontrado el medio de hacernos salir; los árboles van a incendiar el techo y en pocos instantes el castillo se verá envuelto en llamas. Robín, haz caer a los que llevan las antorchas, y vosotros, amigos, no ahorréis vuestras flechas. ¡Abajo los lobos normandos! ¡Abajo los lobos!

Los árboles, incendiados rápidamente, cayeron sobre el tejado con un espantoso ruido, y un resplandor rojizo coronó pronto la parte superior del castillo.

Pequeño Juan reunió a sus hombres en la sala principal, los dividió en tres partes, se puso con Robín Hood al frente de la primera, dio al monje Tuck el mando de la segunda, confió la tercera al viejo Lincoln, y cada uno de estos tres grupos se dispuso a salir del castillo por una puerta diferente.

Sir Guy había asistido impasible a los preparativos de esta salida, pero cuando su sobrino llegó para obligarle a dejar la sala con él, el viejo baronet exclamó:

—Quiero morir sobre las ruinas de mi casa.

En vano Pequeño Juan, Robín y los Gamwell suplicaron al anciano, en vano le mostraron la purpúrea llama que arrojaba a la sala un sangriento resplandor, en vano le hablaron de su mujer, de sus hijas; el viejo sajón permaneció sordo a sus ruegos, insensible a sus lágrimas.

—¡Cuidado! ¡Cuidado! —gritó de pronto Robín—, el techo va a caer.

Pequeño Juan cogió a su tío, le rodeó con sus brazos, y, a pesar de las quejas del anciano, a pesar de sus lamentos, le sacó de la sala.

Apenas franquearon los sajones las puertas del castillo, se oyó un ruido siniestro: los pisos, sobrecargados por la caída del techo, se hundieron unos tras otros, y la vieja casa señorial lanzó por sus aberturas trombas de llamas y de humo.

Pequeño Juan confió a sir Guy al cuidado de algunos hombres, ordenándoles que tomasen inmediatamente el camino de Yorkshire.

Tranquilo por ese lado, el invencible Pequeño Juan se armó una vez más de su triunfante espada y se lanzó sobre el enemigo gritando:

—¡Victoria! ¡Victoria! ¡Rendíos!

La aparición de Tuck, vestido con su hábito de monje, sembró el pánico entre los normandos; ni uno solo osó defenderse contra un miembro de la santa Iglesia, y, asaltados por un pánico repentino, se dirigieron, perseguidos por los sajones, hacia donde tenían los caballos, montaron con toda rapidez y se alejaron a galope tendido. De los trescientos normandos llegados por la mañana apenas quedaban setenta. Los campesinos, embriagados por la victoria, rodeaban a Pequeño Juan, que tras haber ordenado recoger a los muertos y heridos, habló así a sus compañeros:

—¡Sajones! Hoy habéis demostrado que sois dignos de llevar este noble nombre; pero ¡ay!, a pesar de vuestra valentía, los normandos han conseguido su propósito: han quemado vuestras casas, han hecho de vosotros unos desterrados. Vuestra estancia aquí es imposible desde ahora; pronto rodeará estas ruinas una nueva tropa de soldados, debéis alejaros. Aún nos queda un medio de salvarnos: el bosque nos ofrece asilo. ¿Quién de vosotros no ha dormido sobre la hierba del bosque y bajo el arroyo ondulante de las verdes hojas de sus grandes árboles?

—¡Vamos al bosque! ¡Vamos al bosque! —gritaron varias voces.

—Sí, vamos al bosque —repitió Juan—; allí viviremos juntos, trabajaremos los unos para los otros; pero para que nuestra dicha pueda apoyarse en la seguridad de una constante armonía, debéis daros un jefe.

—¿Un jefe? Entonces serás tú, Pequeño Juan.

—¡Viva Pequeño Juan! —gritaron los vasallos al unísono.

—Mis queridos amigos —dijo el joven—, os agradezco infinitamente el honor que queréis hacerme, pero no puedo aceptar. Permitidme presentaros al que es digno de estar a vuestro frente.

—¿Dónde está?

—Aquí —dijo Juan poniendo la mano sobre el hombro de Robín Hood—. Robín Hood, amigos, es un verdadero sajón, y valeroso. Su discreción y su juicio igualan la sabiduría de un viejo. Ved en Robín Hood al conde de Huntingdon, el descendiente de Waltheof, hijo bien amado de Inglaterra. Los normandos, que le han robado sus bienes, también le disputan sus títulos de nobleza; el rey Enrique ha proscrito a Robín Hood. Ahora, amigos míos, contestad a mi pregunta: ¿Queréis por jefe al sobrino de sir Guy de Gamwell, al noble Robín Hood?

—¡Sí, sí! —gritaron los campesinos, orgullosos de tener como jefe al conde de Huntingdon.

El corazón de Robín saltaba de alegría, sus planes secretos tenían al fin una posibilidad de realizarse. Se sentía orgulloso y, digámoslo, se sabía digno de cumplir la difícil misión que le había sido atribuida por el afecto de su amigo.

Los preparativos de partida pronto estuvieron terminados: los normandos no habían dejado nada a los desdichados proscritos.

Tres horas después, Robín Hood y Pequeño Juan, acompañados por los hombres del pueblo, penetraban en una espaciosa gruta situada en el centro del bosque. Esta gruta, completamente seca, tenía en el techo amplias aberturas que permitían circular libremente el aire y la luz.

—Verdaderamente, Robín —dijo Pequeño Juan—, yo, que conozco el bosque tan bien como tú, me he quedado maravillado con tu descubrimiento; ¿cómo es posible que el bosque de Sherwood tenga una morada tan confortable?

—Es posible —contestó Robín—, que haya sido construida por refugiados sajones bajo el reinado de Guillermo I.

Algunos días después de instalarse nuestros amigos en el bosque de Sherwood, dos hombres de su grupo, que habían ido de compras a Mansfield, comunicaron a Robín que una tropa compuesta por quinientos normandos, a falta de otra cosa, había acabado de demoler las murallas de la hospitalaria casa que había sido el «hall» de Gamwell.

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